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ciencia y arte
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24 de Noviembre, 2011 · LITERATURA


Tuya es la hacienda,

la casa,

el caballo

y la pistola.

Mía es la voz antigua de la tierra.

Tú te quedas con todo

y me dejas desnudo y errante por el mundo...

mas yo te dejo mudo... ¡Mudo!

¿Y como vas a recoger el trigo

y a alimentar el fuego

si yo me llevo la canción?.

     León Felipe.

 

 

A ti hijo de republicanos que no saliste de España:

 

   Hace ya algún tiempo que he pensado en escribirte para disculparme en mi nombre, en nombre de todos los niños que salieron de España, en nombre de todos los que se quedaron. Estos últimos heredaron la hacienda, la casa, el caballo y la pistola. Nosotros, los que salimos, nos llevamos la canción. Pero ¿que les quedó a los hijos de republicanos que se quedaron en España?; solo un epíteto: "los rojos".

 

   Tú fuiste uno de ellos, un "rojo". Tu niñez, tu juventud, la pasaste preso en tu propia tierra, señalado, vigilado, perseguido, pagando las culpas, reales o imaginarias, de una generación a la que pertenecieron tus padres, las culpas de supuestos delitos y pecados que no cometiste. Pero el odio pasa muy fácilmente de una generación a otra.

 

   Hoy las cosas han cambiado. Ya no tienes que permanecer callado, soportando las agresiones, las opiniones, los desprecios de tus carceleros.

 

¡Tuya es la voz!, ¡Tuya es la canción!.

 

*


 

   He leído varios libros que recogen las vivencias de una parte de la niñez española de aquellos tiempos, la de los niños "rojos", pero creo que faltan otras historias: las de los niños "negros" con casa, caballo y pistola; las de los que salieron al exilio, los niños de "el éxodo y el llanto"; las de los que nacimos durante la contienda y cruzamos montañas y océanos sin haber padecido demasiado las penurias de la guerra, sin enterarnos, bien a bien, que sucedía, pero sintiendo la tensión, el miedo, la angustia de ese continuo deambular "desnudo y errante por el mundo".

 

   No creo que mi generación sea la más adecuada para escribir sobre "Un Niño Refujiao" y, menos aún, que yo sea un arquetipo de mi generación; sin embargo, algo puedo decir. Citando una vez mas a León Felipe: "la tercera vez (que gritó el español) fue mas reciente, yo estuve ahí". No participé, pero oí gritar a mis padres: ¡Que viene el lobo!.

 

*

 


 

Continúa, repitiendo la tonada, otro párrafo, que ya no recuerdo, pero que habla de España y termina diciendo: "los que vais a ella ¿me queréis llevar?".

 

   Transcribo la letra y la música por dos razones. La primera es que esta canción fue la mas frecuentemente usada para arrullar a mis hermanos menores (no hay mayores) durante sus primeros meses de vida. La segunda, porque solo se la he oído cantar a mi madre; nadie de quienes he preguntado conoce esta canción y me gustaría saber su origen; debe ser un canto asturiano aprendido de su padre por mi madre, un complemento al famoso:

 

Asturias, Patria querida;

Asturias de mis amores,

quién estuviera en Asturias...

etc.

 

   Cantos de nostalgia. Cantos de añoranza de otros tiempos que se recuerdan mejores, aunque no lo hayan sido. Cantos de recuerdo de la infancia junto a los padres y hermanos, frente al fuego del lar.

 

   Cantos que todos los españoles (rojos, negros, verdes o a cuadros) han entonado, a media voz, una y otra vez  en los lugares mas recónditos del planeta.

 

   Porque España es tierra de expatriados.

 

No es reciente; la emigración de los republicanos no es la primera, ni la última. España, desde hace mucho, es tierra de expatriados, de desterrados.

 

   Madre cruel que abandona a sus hijos y tras desheredarlos los lanza por el mundo, "desnudos y errantes", pero con el alma llena de recuerdos, de añoranzas, de nostalgia.

 

   A veces salieron engañados por la promesa de glorias y riquezas que nunca recibieron; pasaron hambre y desdichas, recibieron heridas, quedaron mancos en memorables batallas, solo para acrecentar la gloria y la riqueza de algún austriaco que ni siquiera se molestó en tratar de aprender el español. O quedaron insepultos en alguna selva o algún desierto defendiendo los intereses de un grupo de hacendados o mercaderes y de los funcionarios que vivían regaladamente con los impuestos cobrados a estos últimos. O sufrieron fiebres palúdicas, disenterías, huracanes y calores asfixiantes antes de ser derrotados en guerras absurdas, perdidas de antemano.

 

   Las mas de las veces se calzaron las alpargatas, se calaron la boina y, con un atillo de ropa bajo el brazo, fueron a buscar el techo, la tierra que cultivar, la educación, el trabajo, la dignidad que se les negaba en su patria.

   Algunos lo consiguieron. Un buen día los habitantes de la aldea verán llegar a un forastero opulento, cargado de riquezas, caminando orgulloso y preguntando por alguien o por algún lugar. "¡Anda!. Pero si es el Juanín!",  habrá reconocido alguna abuela. Y la noticia de la vuelta de Juanín se esparcirá por todo el pueblo. Los mayores saldrán de sus casas a saludar al reaparecido, recordando alguna anécdota de su niñez. Los mozos, ajenos a la historia de Juanín, se limitarán a comentar: "Es un indiano que salió de joven a hacer la América y que hoy regresa para morir en su tierruca".  Los días siguientes serán de agitación y alborozo. Juanín convivirá con los abuelos, los primos, los familiares que no emigraron, se incorporará a la vida familiar, cortará la leña, avivará el fuego, sacará agua del pozo y hasta tratará infructuosamente de ordeñar la vaca, repartirá regalos, hará prestamos, otorgará dádivas, mandará reconstruir la torre de la iglesia, entregará un fino manto de hilos de oro a la virgen y organizará varias cachupinadas (es mas correcto decir gachupinadas) en las que se comerá y beberá con abundancia, se recordarán las travesuras y barrabasadas de Juanín niño, se bailará y se cantará (Juanín solicitará que canten "Asturias"), Juanín contará sus aventuras en América, hablará de los palacios y haciendas que posee, de los grandes negocios, de sus contactos con gente prominente de las finanzas y la política, de como vive como un marqués ¡el que es de tan humilde cuna! y hasta confesará su deseo secreto de comprar un título nobiliario para vivir como un marqués ¡y ser un marqués!  Y un día, Juanín, harto del olor a estiércol, harto de llevar llenos de barro los zapatos de charol, harto de lavarse con agua fría, subirá al coche último modelo en el que llegó. "¿A donde vamos, señor don Juan?", preguntará el chofer; "A Barcelona o a Madrid... o mejor, a América", responderá Juanín.

 

   El recuerdo del indiano quedará en el pueblo, incluso en la comarca. Y otros Juanines se calzarán las alpargatas, se calarán la boina y, con un atillo de ropa bajo el brazo, partirán a hacer la América, seguros de que algún día regresarán cubiertos de oro y títulos nobiliarios a ejercer una especie de callada venganza contra un sistema, una forma de vida, que les negó toda oportunidad de progreso. Unos meses después su canto se unirá al coro de los expatriados que, a lo largo y ancho del mundo, repiten desde hace muchos años: "¡Quién estuviera en Asturies en algunas ocasiones.

 

*

 

 


 

   Pero no todos regresan ricos; muchos, ni siquiera regresan. La mayoría, después de años de lucha, de trabajo constante, de vivir al día, descubren que todo lo que tienen, esposa, hijos, amigos, está en esa tierra que los acogió, descubren que ya echaron raíces, que pertenecen, no a la tierra que los vio nacer sino a la que les permitió vivir con dignidad.

 

   Hay otros a los que les va peor. A fines del siglo XIX, en México, se fundó la Sociedad de Beneficencia Española "para ayudar y socorrer a los paisanos en desgracia". Años más tarde, por 1920, la Sociedad fundo un Sanatorio Español y, dentro de éste, un asilo. Desde entonces, varios centenares de españoles, que el tiempo renueva poco a poco, permanecen, con un camisón lleno de manchas y una bata raída, derrumbados en sillas de ruedas con el cuello sin fuerza, la cabeza inclinada sobre el hombro, la boca abierta y babeante, sin decir, siquiera, "¡Quién estuviera en Asturies en algunas ocasiones!".

 

   Por eso me indigna esa foto del Archivo Casasola (la colección fotográfica mas completa de México) en la que se ve a un grupo de ¿gente? en el salón principal del Casino Español (un magnifico palacio de cantera, vitrales y caobas, mucho mas bonito que los galerones del asilo del sanatorio) haciendo el saludo fascista. El pié de la foto dice: "Miembros de la colonia española festejando el triunfo del general Franco".

 

   Entre los expatriados, entre los desterrados, porqué eso eran a fin de cuentas, figuran varios mozos, jóvenes y fornidos, luciendo el uniforme de Falange.

 

¡Me cachis, que uniformes mas bonitos!.

 

   Cortados por un sastre de primera, relucientes de nuevos y de limpios, sin una arruga, sin una brizna de polvo; no cabe duda que hubieran contrastado con los uniformes polvosos, sucios, remendados, olientes a sudor y miedo de las tropas que en ese momento entraban en Madrid y Valencia. Porque, es necesario decirlo, no comulgo en absoluto con las ideas de aquellos soldados victoriosos, pero les reconozco el valor, la bravura, de haber apostado la vida por ellas, aunque llevaran todas las de ganar.

 

    En primera línea del grupo, casi en el centro del conjunto de orgullosos héroes de retaguardia de relamidos uniformes, de tenderos con las faltriqueras llenas, de piadosas señoritas persignadas enfermas de represión sexual, aparece un enano contrahecho con una joroba de aquellas de las que Quevedo decía que no se sabe si corcoviene o corcová.  ¿Que festeja este feto retorcido?, ¿la insalubridad, la deficiencia alimentaria, el machismo golpeador de mujeres, las relaciones consanguíneas con su cauda de sindactilias y hemofilias, la ignorancia sexual y reproductiva, la sífilis congénita transmitida de generación en generación con singular irresponsabilidad?. Quizá una de éstas fue la causa de su lamentable aspecto físico.

 

   Es explicable que en el enfrentamiento entre dos concepciones del mundo totalmente opuestas, los adversarios, al verse cara a cara, se encrespen, se vuelvan violentos y acaben dirimiendo sus diferencias a golpes, o peor aún a tiros.  Se entiende que, llegados a estos límites, los contendientes, AMBOS, cometan toda clase de fechorías y salvajadas.

 

   Pero, a miles de kilómetros, en la paz del trabajo diario y la tranquilidad de la vida hogareña, al oír en la radio y confirmar por las cartas de los familiares que tus compatriotas se matan, que las familias se dividen, que los hermanos y los amigos se disparan mutuamente desde trincheras opuestas, ¿no cabe la posibilidad de la compasión, de la reflexión, del deseo de una reconciliación, o al menos de no echar mas leña al fuego?.

 

   ¿Cuantos de estos eufóricos festejadores habrán acabado su vida, solos, abandonados por todos, babeando una silla de ruedas en el asilo del Sanatorio Español?.

 

*


 

   Mientras se tomaban la foto en el Casino Español,  España soltaba una nueva remesa de desterrados.  Más bien, continuaba soltándola.

 

   Al tiempo que unos entraban en Madrid y Valencia, otros se encaminaban al exilio. Formaban la tercera ola de quienes salían viendo el fin de un sueño por el que habían luchado con el mismo valor, con la misma bravura que los triunfadores. El sueño de una España sin hambre, sin privilegios; de una España que no desterrara a sus hijos, una España donde todos pudieran vivir con dignidad. Una España sin asilos.

 

   Los primeros habían salido al caer Asturias y Euzkadi; se habían acogido a los barcos de bandera extranjera que tocaban en sus puertos o habían recorrido en barcos de pesca y hasta simples lanchas de remos la distancia que los  separaba de las costas francesas más próximas.

 

   Después vino otra oleada; la mas patética. El empuje de las tropas franquistas sobre Cataluña provocó la salida en masa de republicanos, combatientes y simpatizantes, a través de los Pirineos. Cargando con lo que podían, ropa, herramientas, cuadros y fotos, familias enteras, con niños pequeños en brazos, se internaron por los montes para cruzar la frontera. Gran parte de la carga inicial quedó abandonada en el camino, para aligerar la marcha, conservando lo indispensable y lo que tenía un alto valor sentimental; este es el caso de La Virgen Refugiada, un retablo que algún rojo, o alguna roja, cargó a través de los Pirineos, a través de Francia, a través del Atlántico, para finalmente colocarlo en la iglesia a la que asistió durante muchos años en su nueva patria, México. La Virgen Refugiada tiene desde entonces un lugar fijo, cercano a la tumba de quien no quiso separarse de ella en el momento más difícil. De esta forma se fueron al exilio no solo las personas sinó infinidad de objetos de la mayor variedad: cuadros, osos de peluche, libros, floreros... objetos refugiados.

 

   Creo que, mas que yo, quién tendría que dar un testimonio del exilio, debería ser alguno de los que en aquel tiempo tenían entre cuatro y diez años y que salieron en esta gran oleada, es decir, los que, siendo niños, tenían ya la conciencia y la memoria para recordar su marcha por los Pirineos, el hambre, la angustia, el terror. Y el oprobio de los campos de concentración en que fueron encerrados en Francia.

 

*


 

   A mi me tocó salir en la tercera parte del éxodo; igual de dolorosa, aunque quizá menos dramática.

 

   Las fronteras quedan muy lejos de Madrid.  Los que lucharon ahí no pudieron salir con tanta facilidad, unos se entregaron a los triunfadores, otros se deshicieron de armas y uniformes y trataron de pasar desapercibidos con la esperanza de que no hubiera alguna denuncia en su contra. Y cuando ésta existía eran encarcelados, torturados y condenados a muerte; aunque la condena, con cierta frecuencia, era cambiada por otra mas leve, de varios años de cárcel. Al terminar su presidio, salían de España, de uno en uno, en un pequeño pero constante éxodo que duró muchos años.

 

   Mi padre pasó varios meses en Madrid, ocultándose, escondido en diferentes casas, sobre todo en la de su suegra. mientras los familiares y amigos establecían contactos y preparaban el escape. Finalmente pudo salir con grandes precauciones, cruzar media España y entrar a Francia por San Juan de la Luz. Mi madre y yo permanecimos en Madrid.

 

   La historia de mi padre se repitió una y otra vez en esa época a lo largo de toda la frontera con Francia y, en menor medida, con Portugal. No pasaba un día sin que varias decenas de españoles entraran a Francia buscando protección. Los que ya estaban ahí los acogían compartiendo con ellos lo poco que tenían, acomodándolos en sus casas o facilitando su traslado hacia otras regiones, reuniendo familias dispersas, encontrando contactos, etc.  En el sur de Francia los exiliados construyeron todo un sistema de ayuda y supervivencia basado en la solidaridad; sistema que después se amplió a otras regiones del mundo, especialmente México.

 

Creo que esto fue lo más importante de aquel éxodo: la solidaridad, los lazos de afecto, de hermandad, de desinterés, de unión, de  amistad que se crearon entre todos. La formación de una gran familia dispuesta siempre a la ayuda mutua.

 

De esta época son mis primeros recuerdos continuos (tengo algunos anteriores, pero son aislados, sin concatenación; casi como sueños). Es el momento en que empiezo a vivir realmente. Aunque la situación familiar y mundial no eran nada propicias para ello, estos primeros recuerdos me son sumamente gratos gracias a esa gran solidaridad que se había creado y que protegía a los niños de mi edad y les evitaba el contacto con una realidad demasiado amarga.

 

   Por ejemplo: el nuestro era un mundo sin puertas. Ya fuera en los cuartos de hoteles y pensiones ocupados por los refugiados en Francia, o en los departamentos que alquilaron al llegar a México, los niños (y también los adultos) podíamos pasar de uno a otro y otro... y otro... y otro, sin pedir permiso y recibiendo siempre una muy afectuosa acogida. Poseíamos casas con decenas, con cientos de cuartos, por los cuales jugar, correr, gritar. Casas que se extendían, a veces, por manzanas enteras, llenas de niños amigos y adultos bonachones y mágicos a los que les brotaban caramelos de la nariz o tenían las orejas llenas de cubitos de azúcar.

 

   Era frecuente que al entrar a una de nuestras múltiples propiedades, buscando al amigo para jugar, lo encontraras merendando junto con sus hermanos. La merienda clásica de esos tiempos, por barata y práctica, consistía en un vaso de café con leche y una “concha” (el pan dulce mas popular de México, pues además de ser muy sabroso es muy “llenador” y, por tanto, ideal para no sentir hambre). Unos segundos después de entrar te encontrabas sentado a la mesa frente a un vaso de café con leche y con una concha en la mano. No necesitabas pedirlo; siempre había un café con leche y una concha para ti; y no importaba cuantos niños más llegaran, para todos había.

 

Era el milagro de la multiplicación de los cafés con leche y las conchas.

 

   A lo largo de los años he aprendido a utilizar todo ese instrumental quirúrgico consistente en cuchillos, tenedores, cucharas, etc. con que intentan aturdirnos en los grandes restaurantes, me he sentado en mesas de largos manteles de seda, con brillantes candelabros de oro, vajillas de porcelana china, vasos de cristal cortado y cubiertos de plata a degustar los platos más exquisitos y exóticos, los vinos y licores mas finos y delicados. Y siempre, mientras paso la servilleta junto a los labios, prácticamente besándola para no mancharla, mientras serio y cumplido hago un elogio a la anfitriona inclinándome rígida y cortésmente; siempre, repito, he añorado el sabor a amistad, a espontaneidad, a cariño de esos vasos de café con leche desperdigados sobre un mantel de linóleo lleno de migas de conchas.

 

*


 

   También teníamos muchos tíos, primos y abuelos, aunque no existiera ningún lazo consanguíneo con ellos. El abuelo de mi amigo era mi abuelo y él me consideraba como un nieto más; después de todo yo era hermano de mi amigo, o primo si la amistad no era mucha. Si mamá tenía que salir a alguna parte nos dejaba con alguna de las muchas tías y ella nos cuidaba tanto o mas que a sus hijos de verdad. Las explicaciones técnicas o científicas y los regaños venían casi siempre de papá o de alguno de mis tíos; así recuerdo al tío Alfonso como quien me enseñó a construir casas con fichas de dominó o con naipes, al tío Enrique como el que conocía todos los secretos del mar, al tío Manolo como el que me enseño a nadar, el otro tío Manolo, Manuel el poeta, fue el primero que me llevó a pasear en lancha, el tío Diego que traía unos grandes regalos el día de Reyes... La tía Lola era una gran costurera y todas recurrían a ella para que las ayudara a cortar los patrones de los vestidos que se hacían (la ropa hecha en fábrica se utilizaba poco), la tía Antoñita era muy bajita, muy guapa y muy dulce, la tía Chala hacia unos bocadillos deliciosos, la tía Matilde era una señora muy elegante y seria, la tía Concha era poetisa y en su casa actuábamos La Verbena de la Paloma.

 

   Podría dar nombres y apellidos de estas personas pero tengo varias razones para no hacerlo: mi relato es impreciso, es la apreciación de un niño que ignora muchas cosas de los adultos con los que trata y por lo tanto da una idea subjetiva de ellos, podría caer en graves errores y omisiones, quizá en calumnias y no es esta mi intención; por otra parte hay personas de las que he olvidado el nombre e incluso nunca lo he sabido, y por último no intento hacer mi biografía particular sinó dar una imagen general de la vida de los niños refugiados y en este sentido estoy seguro que en la vida de cada uno hay una Antoñita, un Alfonso, un Don Manuel, aunque no se llamen así.

 

*

 


 

   Los gorriones y las palomas picotean alrededor de la banca en que estoy sentado. Sin hacer mucho caso de la presencia de seres humanos, con sus patitas van dibujando en el suelo árboles gigantescos formados por miles de ramitas.

 

Es una típica tarde estival de Madrid; el sol cae a plomo y se agradece la sombra del árbol que hace tolerable la estancia en el jardín. Ahí, a unos metros, el Cabo Noval, impasible bajo el sol, monta guardia eterna vigilando a los niños que juegan, a los mayores que hablan en pequeños grupos o simplemente descansan en alguna banca, a los turistas que se acercan a conocerlo, a las parejas que intercambian sus mimos y sus besos, a los parias que esperan que llegue la noche para dormir en alguna banca o en el césped.

 

   Quiero recordar... pero no hay recuerdos; así que imagino, visualizo otros tiempos en el mismo jardín, con la misma estatua, con el mismo cuadro de niños, ancianos, enamorados y parias, iguales que los de ahora, pero diferentes; nada cambia y todo es distinto.

 

   Veo, en una tarde de hace mucho, a una mujer joven, bella, enlutada porque su marido acaba de morir en la guerra, Desde su asiento vigila a un niño de dos años que arroja migas a los gorriones y pone otras migas en su mano esperando que lleguen a comérselas. Los gorriones se acercan con sus típicos saltitos, pero en cuanto el niño alarga el brazo para ofrecerles las migas, levantan el vuelo y giran en parvada alrededor del jardín.

 

 La madre sonríe con indulgencia y después se adentra en sus pensamientos: imagina... no, ella recuerda... Recuerda el mismo jardín, la misma banca, en un pasado aún mas remoto, cuando ella tenía dos años y les ofrecía migas a los gorriones; recuerda, algo mayor, sus correrías un poco mas lejos, hasta las estatuas de los reyes godos; se recuerda a si misma saltando los guardacantones, corriendo, gritando, jugando con sus hermanas y amigos... Recuerda a un admirador que, sin embargo, le soltó una pedrada que casi la deja tuerta.

 

Recuerda los personajes de aquellos años veintes: la cintera, el aguador, el cacharra...

 

Recuerda sus días de escuela, las travesuras de las mellizas (ella y su hermana), la maestra, sus excursiones a la Cuesta de las Perdices, las vacaciones en La Coruña o en otros lugares.

 

Recuerda su juventud, el Charlestón y el Tango. El peinado  “a la garçon” y las boquitas de corazón (a falta de colorete para las mejillas se puede utilizar un pedazo de tapiz de la pared frotado convenientemente). El cine en el que el publico pide las canciones que deben tocar los músicos que rompen el silencio de las películas mudas (“Adiós Muchachos” gritan las hermanas solicitando el tango de moda, “Adiós preciosas” contestan los asistentes con júbilo y sorna).

 

Recuerda a su padre enfermo. Mudanza a Ciudad Lineal, hospitales, inyecciones, medicinas, cuidados... muerte. Él asturiano, ella de Jaén. Ambos victimas del pequeño destierro, ese que no conduce a América pero que hace abandonar el pequeño poblado para trasladarse a la gran ciudad en busca de mejores oportunidades. Se conocen y viven en Madrid. Pero la nostalgia perdura; después de nacer las gemelas él quiere una hija asturiana... y finalmente lo consigue. Vida al día, vida de trabajo constante y agotador que va minando el corazón hasta hacerlo fallar. Muere joven; su viuda y sus hijas se enfrentan a la necesidad de sobrevivir. Trabajo, trabajo. No obstante la viuda cuida de sus hijas (“Señor, mi hija dejará el trabajo porque usted dice muchas groserías”, “¡Coño!, pero yo que carajos digo”).

 

Recuerda sus primeros romances, sus pretendientes, su noviazgo con quien después seria su esposo, el cual la iniciaría en la política, de la que nunca se había preocupado... Ayer vimos a tu novio el bolcheviqui , recuerda el comentario de algunas compañeras de trabajo y sonríe. La verdad es que no era bolchevique, sinó del PSOE, pero en aquel tiempo, lo mismo que ahora, las diferencias entre socialistas, comunistas, anarquistas e incluso republicanos no estaban muy claras para una gran cantidad de personas que veían en todos ellos a gentes con ideas extravagantes contrarias a la religión y el orden.

 

Recuerda “lo de Asturias”, recuerda encontrarse rodeada de policías a caballo soltando sablazos a diestra y siniestra (“Ten calma, no corras, vamos hacia ese portal”), se recuerda atravesando la Plaza Mayor con un cinturón relleno de trilita (“Angelines no causa sospechas con ese aspecto de reaccionaria que tiene”).

 

“Su Majestad, ¿qué sucede?”, “Sucede que España se acostó monárquica y amaneció republicana”. El Rey Alfonso XIII tuvo la prudencia necesaria para reconocer que no lo querían e irse al exilio sin provocar derramamientos de sangre. Indalecio Prieto regresa del exilio y es aclamado en todas las estaciones donde para el tren. Prieto se entera que su tren coincidirá con el del rey en determinada estación; pide que demoren su viaje para que el rey pueda pasar por la estación sin contratiempos ni aclamaciones a la recién proclamada republica. Entrecruzan sus caminos respetándose mutuamente. Nace la Republica bajo un signo de esperanza y caballerosidad. ¿Qué sucedió después?.

 

Hay de culpas a culpas. Hay culpas más culpables o menos culpables; sin embargo todas son culpas.

 

 Hay la culpa de la cerrazón, del fanatismo y la intransigencia, de la negación al progreso, del apego a tradiciones y costumbres obsoletas, irracionales y perjudiciales, de la justificación de la injusticia, de la sumisión ciega e incondicional a patrones de comportamiento que solo conducen al atraso, la miseria y la derrota, de la aceptación del hambre, la marginación, la incultura y el destierro para los mas y la riqueza, la soberbia y el privilegio para los menos.

 

Hay la culpa de querer ir demasiado rápido hacia un mundo mejor, de reaccionar con violencia contra la injusticia, de pedir a gritos el amor al semejante, de oponerse con fiereza a la injusticia, a la discriminación, al hambre, de reclamar con violencia los derechos a los que todo ser humano tiene derecho, de pregonar la ciencia y el pensamiento racional y científico. Y, sobre todo, de ser ferozmente intransigentes con la intransigencia, por mas que esto resulte contradictorio.

 

Hay de culpas a culpas. Pero dados a elegir, yo, como mis padres, opto por la segunda culpa, la de ser injusto, intransigente y cruel para conseguir un mundo mejor y rechazo la de ser injusto, intransigente y cruel para perpetuar un mundo tenebroso y corrupto.

 

Dos concepciones, dos culpabilidades, una sola intransigencia. España se precipitó en el abismo de un proceso sin retorno. La guerra era inevitable, aunque un poco de tolerancia la hacia innecesaria.

 

Jaca, el bienio negro, Asturias otra vez, el asesinato de Calvo Sotelo, ¿por qué siempre olvidamos el asesinato previo de José Castillo?.

 

Alzamiento Nacional. Movilización, armas al pueblo. Guerra. Genocidio organizado, sistemático y metódico en un bando; genocidio caótico y pasional en el otro. Genocidio rencoroso, fanático y fratricida en ambos bandos.

 

Al edificio de La Telefónica lo llaman “el gua” porque, como en el popular juego infantil, todos los disparos van dirigidos a él.

 

La casa está frente al Campo del Moro, a un lado del palacio real; en primera línea de fuego, como quien dice. Es necesario instalarse en los sótanos para sobrevivir. Posteriormente habrá que desalojar el edificio, pues se considera zona de guerra.

 

Ella y su cuñada Mayte están en un balcón contemplando el panorama. Un punto negro aparece en el cielo. “Es un chato”, “No, es un Messerschmit”... Pausa... “¡Coño!, es un obús. ¡Corre!“. Las esquirlas del obús que entró en la casa se conservaron como reliquia de la familia durante mucho tiempo.

 

En la calle de al lado instalan un cañón llamado El Viejo. El Viejo defiende la democracia, la libertad y la justicia; dos calles más atrás está la checa.

 

Una noche un grupo de milicianos toca a la puerta preguntando por don Mariano. En ambos bandos se sabe lo que esto significa: “Vamos a dar un paseo” y el paseo termina cuando dos o tres días después se encuentra el cadáver del paseado en algún lugar desierto y abandonado. Ella se resiste a que se lo lleven, Armada con su carnét del Partido Socialista se sube en el pescante del coche en que conducen a su suegro y lo acompaña hasta la checa, no se separa de él. Consigue ponerse en contacto con su marido y este, a su vez, se comunica con los dirigentes del partido, especialmente con Margarita, y consigue la anulación del proceso. El suegro, viejo y enfermo, al que se acuso de servir al rey, cosa cierta y pasada pues ya hace mucho que ni sirve al rey ni interviene en política, regresa a casa sano y salvo. Poco le durará la supervivencia pues a los pocos meses muere de tisis y desnutrición sin saber y sin importarle quien ganará la guerra.

 

En medio de este caos nace su hijo. Primer hijo, primer nieto, primer sobrino. La abuela paterna enloquece, los tíos babean. Todos están felices por la aparición del pequeño personaje que irrumpe en sus vidas.

 

Una nube ensombrece su pensamiento. Está a punto de marcharse a Francia. Dejará de ver a sus seres queridos. ¿Por cuánto tiempo?; ¡Quien lo sabe!.

 

La viuda va a a reunirse con su marido. Por que es una falsa viuda, como muchas otras en aquella época. Mientras Madrid fue republicano muchas mujeres se vistieron de negro para salvar a sus maridos diciendo que habían muerto, cuando en realidad estaban escondidos en alguna parte. Al caer Madrid se cambiaron los papeles; las falsas viudas dejaron el luto y muchas mujeres enviudaron repentinamente. Esto sucedió en cada aldea, en cada poblado, en cada ciudad, durante toda la guerra. La ventaja de las sociedades machistas es que consideran a las mujeres tan inferiores que no pueden tener ideas propias y no se las castiga por las ideas de sus maridos, los únicos capaces de pensar por si mismos.

 

*


 

 

  ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

 El rumor viene de las trincheras. Va subiendo de tono a medida que las tropas se acercan; los moros a la vanguardia.

 

¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!.

 

Es un rumor que suena a venganza, que suena a sangre. En las últimas horas Madrid se ha transformado. Ya no hay uniformes, las pistolas están escondidas en algún colchón. Todos visten de civil, Algunos, eufóricos, inflan el pecho y hacen el saludo de Falange. Los más, se muestran preocupados, temerosos. ¿Habrá alguna denuncia en su contra?; ¿cuál será la condena?. Las falsas viudas de ayer pasean, con trajes de llamativos colores, del brazo de sus esposos revividos. Por el contrario, muchas mujeres que ayer se veían alegres, hoy mantienen un riguroso luto, muchas veces como anticipación de lo que pasará en los próximos días.

 

De las verdaderas viudas, unas clamarán venganza, otras sufrirán en silencio los epítetos, los insultos, sabiendo que para ellas no habrá una pensión del Estado, que los nombres de sus maridos no se grabarán con letras de oro en alguna pared salpicada de sangre.  Todas las guerras son crueles; en todas las guerras se agrede al enemigo. Pero es privilegio de los vencedores el poder ensañarse durante más tiempo.

 

   ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

Tu escóndete en el sótano, yo me voy a vestir de negro; si preguntan diremos que desapareciste en las últimas horas y que debes estar muerto. Mañana veremos la forma de llevarte a un lugar mas seguro.

 

   ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

Redadas, arrestos, juicios sumarios, fusilamientos. La calle es un peligro, la casa también. Hay que esperar. Finalmente, traslado a casa de… y de ahí a casa de…

 

   ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

La ciudad va volviendo a la tranquilidad; las cárceles están llenas; las ejecuciones a la orden del día. Es el momento de buscar contactos, de hablar con gente de confianza y preparar la huida; la frontera está lejos, ¿Francia o Portugal?.

 

   ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

La vida se normaliza, el nuevo régimen impone sus leyes. El niño se sabe al dedillo el Cara al Sol. ¿Quién no lo sabe?. ¿Quién se atreve a no cantarlo?. Con su vocecilla atiplada entona perfectamente:

 

     Volverán banderas victoriosas...

 

   ¿Las de Marruecos?. ¿Las de Cuba?. ¿Las de Filipinas?. ¿Las de la absurda reconquista de México intentada por aquella caricatura de Hernán Cortes que se llamó Isidro Barradas?.

 

   La verdad es que desde hace siglos las banderas se han elevado en son de victoria solamente precedidas por una masacre de mineros asturianos o por una degollina de campesinos andaluces. El honor, el valor, la enjundia castrenses, tan fácilmente olvidados durante las estampidas en tierras extrañas, se conservan íntegros, relucientes, intactos, para los conciudadanos que reclaman justicia y pan.

 

*


 

   ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

“¡No!, ¡No!, ¡Papa no está muerto!”. “¡Pobrecillo!. Esto le ha afectado mucho y todavía sueña con su padre. Ya se irá haciendo a la idea”. Los mayores tratan de explicar la metida de pata del niño y éste se desespera ante la ambigüedad de un padre que está muerto, pero que no está muerto y una madre que es viuda, pero que no lo es.

 

 El niño no entiende gran cosa; es demasiado pequeño; pero siente la angustia y  el miedo a su alrededor. Oye hablar de su padre muerto, que después aparece escondido durante las breves visitas a casa de su abuela. Oye hablar de fusilamientos y paseos. Oye hablar de muerte. ¿Qué es la muerte?. Sin duda algo muy malo y doloroso, puesto que todos la temen.

 

   En su angustia se aferra al cordón umbilical, lo único seguro, lo único que da tranquilidad, lo único que protege. Y seguirá así durante toda su vida; protegido, ayudado. amparado por su madre, No importa que con el paso de los años la madre se ponga pachucha, que enferme, que simule tener azheimer, para hacerle creer que ahora es él el que protege, el que ayuda, el que da cariño y seguridad: la verdad es que es ella, siempre será ella, la que lo cuide. Hasta que un día una campana de cementerio, ¡malditas campanas de cementerio!, le arranque para siempre ese cordón protector.

 

   ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!. ¡Ya pasamos!,

 

*


 

Ha transcurrido el tiempo. Tras muchas vicisitudes el marido ha conseguido llegar a Francia. La viuda puede pasear por Madrid y llevar una vida normal. Puede salir a la Plaza de Oriente, su Plaza de Oriente, y ver como el niño juega con los gorriones.

 

Y mañana partirá hacia Francia. Dejará de ver a sus seres queridos. ¿Por cuánto tiempo?; ¡Quien lo sabe!.

 

*


 

Supongo que cuando mamá llegó a la frontera habrá cantado aquello de:

 

Niño ya no tires piedras

Que no es mío el melonar,

Es de una pobre viuda

Que vive con su marido.

Tralalá.

 

Y mientras por el mar corrían las liebres y por el monte las sardinas, nos internamos en Francia.

 

*


 

   Cronológicamente el siglo comenzó en 1900 o 1901, no voy a participar en la eterna polémica que se repite cada cien años, pero sociológicamente el siglo XX se inicia a fines de la Primera Guerra Mundial. La diferencia entre 1870, por escoger un año cualquiera, y 1914 es mínima; son las mismas costumbres, los mismos principios morales, la misma forma de producción fabril, la misma división en clases sociales, la misma distribución inequitativa de la riqueza, los mismos medios de comunicación y transporte, las mismas formas de gobierno; la única diferencia es que se ha iniciado una mas de las mismas guerras; 1914 pertenece al siglo XIX. Pero la guerra que comienza no va a ser otra guerra mas, va a ser la Gran Guerra y el Mundo saldrá de ella para cambiar todo, para entrar al siglo XX, a una nueva forma de vida.

 

   A la mitad de la contienda la humanidad ya se había dado cuenta de ese trágico juego de “Monopoly” en que había sido embarcada por las realezas europeas, todas ellas emparentadas entre si, todas ellas igual de insensibles al dolor ajeno, todas ellas igual de soberbias. Lo distinto en este juego era que las propiedades y mercados del tablero se compraban con sangre humana en lugar de con billetes de mentiras.

 

   En la sordidez de las trincheras, en los barrios miserables que abastecían de mano de obra a las fábricas de armas, fábricas de muerte, se fue gestando la idea de un mundo nuevo, más generoso, en el que la gente pudiera sonreír. Aun encerrados en ese ambiente siniestro, los soldados encontraron la forma de materializar ese ideal, aunque solo fuera en la convivencia de un bar, donde podían reír, saludarse, amar. Al menos, allí se podía cantar, se podían ensalzar las virtudes de la cantinera, arisca y arrogante, símbolo no muy adecuado para recordar a alguna mujer amada, símbolo de que siempre es mejor el amor que el odio...

 

“Tous on la apellent La Madelon” 

 

Cantando La Madelon la humanidad se preparaba para, al terminar la guerra, iniciar una nueva vida; encerrar en alguna cloaca al puritanismo, la intransigencia, el odio y el egoísmo, y abrirse a la alegría, a la esperanza, a la novedad, a la tolerancia.

 

   Con “los alegres veintes” vino una transformación total. La forma de vestir influyo notablemente en el cambio; representó, por una parte, un rechazo a la antigua moral victoriana, hipócrita y represiva, causante de tristezas y depresiones permanentes. Este rechazo exigía descubrir el cuerpo, desnudarse. Las faldas subieron hasta la rodilla, la ropa se ciñó al cuerpo dejando ver sus formas, se simplificó, se hizo mas ligera, y con ello se permitió una mayor movilidad que trajo como consecuencia nuevas rutinas, nuevas formas de bailar, mucho mas movidas y alegres, ¡se invento el Charlestón! que dio nombre a esa época.

 

   Al descubrir que dentro de los kilos y kilos de ropa que habían usado hasta entonces había un cuerpo humano, se maravillaron, vieron que no era perverso ni pecaminoso y empezaron a prestarle atención. Lo primero que descubrieron fue que ese cuerpo necesitaba jabón, mucho jabón. Y reinventaron la higiene; fue necesario eliminar de los libros de texto aquella famosa recomendación: “Debes lavarte los pies cada dos meses o tres”. El contacto con el agua alteró las costumbres. El veraneo dejó de ser un lánguido pasear por las playas en espera de la hora del te con galletitas y se convirtió en frenético chapoteo entre las olas, en competencias de natación, en veleo deportivo. Y fue necesario quitar aun más tela; los gruesos holanes cayeron de los trajes de baño que cada vez se fueron haciendo más pequeños y funcionales. Los ríos y lagos se vieron invadidos de deportistas, las montañas fueron escaladas, los bosques se llenaron de campistas.   Con la nueva movilidad adquirida, la humanidad salió de la oscuridad de sus casas a tomar el sol, a correr, a brincar... Se generalizo el deporte, la vida al aire libre. La competencia deportiva substituyó a la guerra.

 

   Algunas máquinas que ya existían pero que eran consideradas como cosas raras, cuando no como inventos del Diablo, entraron también al mundo del deporte: surgieron el automovilismo, el ciclismo y la aviación. Y esto despertó el interés por la ciencia y la tecnología; se generalizaron la electricidad y la telefonía; se modernizaron los ferrocarriles; se construyeron carreteras pavimentadas. La lejanía se hizo cercana y la gente se lanzó a recorrer el Mundo, a descubrir que todos se parecían bastante, que todos tenían las mismas aspiraciones, que todos sufrían y gozaban igual.

 

   En las casas aparecieron gramófonos que reproducían los tangos y los foxtrots de moda. Los teatros se convirtieron en cinematógrafos y la gente aprendió a reír con Charlot, Pamplinas y los demás cómicos de aquella época. Douglas Fairbanks maravillaba a todos con su agilidad. Pola Negri, Rodolfo Valentino y otros y otras se hicieron famosos no tanto por sus actuaciones como por su belleza física. Algo mas adelante llegaría la perfección... ¡La Garbo!.

 

   Inspirados por estas estrellas, los hombres se quitaron las barbas, se recortaron el bigote y con la cara limpia y afeitada y el pelo reluciente de gomina salieron a buscar pareja; la idea de una esclava doméstica comenzaba a ser substituida por la de una compañera, una amiga con quien compartir la vida. Ellas, por su parte, se peinaron a la garçón, se pusieron colorete en las mejillas y con el lápiz labial se dibujaron una boquita de corazón (previo a ello, algunas tuvieron que afeitarse el decimonónico bigote) y también salieron, limpias y relucientes, a disfrutar de la luz y la libertad.

 

   Sin embargo todas estas novedades necesitaban ser difundidas y protegidas. Por un lado era necesario que las comodidades, la simplificación, la higiene, la libertad y la alegría llegaran a todos en todas partes. Por el otro había que evitar que volvieran la sordidez, la intransigencia y el dolor de los tiempos pasados. ¡No mas guerras!; la pasada sería la última, no volvería a repetirse un horror así.

 

   Garantizar la nueva forma de vida exigía otra forma de gobierno, en el que las decisiones las tomara la gente común y no las camarillas cerradas de poderosos ajenos a cualquier sentimiento de piedad. Había llegado la hora de la democracia, el gobierno del pueblo para el pueblo. Y este “para”  obligaba a una distribución más equitativa de la riqueza, una producción que cubriera las necesidades de todos, una producción social, una distribución social, o sea, eso que llaman socialismo. El socialismo no era nuevo; ni uniforme. Desde los comienzos del siglo XIX, con este nombre y con la idea central de producir para todos para acabar con la miseria y el hambre, se habían desarrollado diversas teorías que se fueron aglutinando y perfeccionando a lo largo del tiempo. Finalmente quedaron tres grandes corrientes. Una, la de los anarquistas, proponía hacer el cambio desde abajo, sin dirigentes, confiando en el buen sentido y la generosidad de la gente común y en su capacidad para organizarse y tomar decisiones de manera espontánea. Si esta corriente se pasaba de optimista, la segunda, la de los comunistas, pecaba de pesimismo; el cambio solo se podría realizar desde arriba, dirigido e impuesto por una élite poseedora de la verdad eterna que impidiera los errores del vulgo desorganizado e irresponsable. La tercera corriente, la de los social demócratas, adoptaba un punto intermedio: un gobierno de gente capaz elegido democráticamente, que debía cumplir las aspiraciones de la población si no quería irse a su casa en las siguientes elecciones.

 

 La Revolución de Octubre (que, como todo el mundo sabe, fue en Noviembre) demostró que aquellas ideas no eran solo fantasías y teorías irrealizables, sinó que se podían llevar a la realidad. Los primeros años de la Rusia Soviética fueron de expectativa y esperanza para toda la humanidad; el ejemplo cundió y muchos países adoptaron gobiernos socialistas (socialdemócratas más que comunistas) o cuando menos tomaron medidas socializantes: derecho de huelga, asociación en sindicatos, sufragio universal, seguridad social, educación popular, etc. Muchas de las leyes que nos garantizan el derecho a la vida y a la libertad, y que hoy se consideran como lo más natural, se tomaron durante esa época en todo el mundo. La humanidad se encaminaba hacia una forma de vida más placentera, mas justa, más generosa...

 

Pero el Siglo XIX se negaba a morir. Quienes hasta entonces habían basado su bienestar en el mantenimiento de leyes y costumbres siniestras que les garantizaran sus privilegios no estaban dispuestos a perderlos. Y estas leyes y costumbres les aseguraban el respaldo de mucha gente ingenua e inculta que, ante su incapacidad de raciocinio y su falta de imaginación, aceptaba bovinamente todo lo establecido como bueno y cualquier novedad o cambio como subversión o como obra de Satanás; su terror a lo nuevo los hacía aferrarse a lo tradicional, lo establecido, lo inmutable; sobre todo cuando ese terror se fomentaba desde la prensa, la oficina del jefe y el púlpito.

 

Ante la “amenaza” del socialismo, los privilegiados del siglo XIX, los privilegiados de siempre, recurrieron a la única forma de resolver los conflictos que conocían: la fuerza bruta y el fanatismo. No solo enviaron mercenarios a la Rusia Soviética, no solo provocaron una guerra civil en dicho país; sino que organizaron al lumpen, al hampa, a los estratos más bajos, zafios e inmorales de la sociedad para que defendiera sus intereses: inventaron el fascismo.

 

Aquella escoria, desposeída hasta entonces, se encontró de repente con una pistola en la mano y la impunidad para usarla indiscriminadamente, con la única condición de que sus balas fueran contra los comunistas; pero como aquellas bestias no sabían en que consistía el comunismo, arremetieron contra todo lo que representaba cambio o progreso.

 

En muchas ocasiones los inventores del fascismo fueron victimas de él y tuvieron que aceptar que sus sirvientes les dictaran las normas y que, incluso, les quitaran la vida y sus privilegios; un ejemplo de esto son los monárquicos españoles que pusieron toda su fe en este lumpen para recobrar sus fueros y su rey y que tuvieron que pasar toda la vida, en calidad de segundones, aceptando a un Caudillo de Matones y Golpeadores que, no solo no reinstauró la monarquía, sinó que siempre los ignoró y despreció.

 

Pero las ideas socialistas no solo se enfrentaron a este enemigo externo y natural; tuvieron que enfrentarse al enemigo interno constituido por una intransigencia que se autojustificaba con el pretexto de una supuesta pureza doctrinal que consideraba no solo errónea sinó pecaminosa cualquier alteración de lo que cada quién llamaba principios fundamentales del socialismo.

 

Ya en la Rusia Soviética se dio este fenómeno; anarquistas, socialdemócratas, comunistas, republicanos y simples pacifistas, que habían participado por igual en la revolución, se enfrentaron violentamente cuando mas debían haber permanecido unidos. El resultado fue la transformación de la Rusia Soviética en un estado policiaco llamado Unión Soviética en el que el poder pasó de los soviets al partido y del partido a su Secretario General. Los que hicieron la revolución terminaron, en su mayoría, en el destierro, la cárcel o bajo tierra. Incluso los triunfadores de este proceso se dividieron en estalinistas y trotskistas para seguir peleando. Y aun así el valeroso pueblo que hizo la revolución contribuyó con treinta millones de muertos para salvar a la humanidad.

 

En la posguerra, cuando el mundo entero ansiaba el cambio a un sistema político mejor, cuando las condiciones eran singularmente propicias para que este cambio se diera, siguieron dándose estos enfrentamientos entre ideas similares, aunque no idénticas, que provocaron la desilusión de los más y abonaron el terreno para la vuelta al pasado, mismo que se presentó en su forma más violenta e intransigente. El siglo XIX regresó marchando a paso de ganso…

 

Unos años después, al terminar la Segunda Guerra, se puso de moda un libro de Jan Valtin: After Dark (Después de la Oscuridad) o en español: La Noche Quedó Atrás.

 

Pero eso fue después. Cuando mamá y yo entramos a Francia era de noche en todo el planeta; una noche oscura y fría; una noche de lobos.

 

*

Papá nos recibió en la estación de Tolousse y nos condujo a través de varias calles, evadiendo a los policías de Petain, hasta un hotel de mala muerte. Aunque todos teníamos pasaportes y visas en regla era mejor evitar encuentros desagradables que podían terminar en deportación.

 

El reencuentro debió ser muy emotivo pues cerca de un año después nació mi hermano.

 

Sobre esto solo puedo hacer notar la falta de responsabilidad o el exceso de optimismo de los adultos de esa generación. Yo nací en plena guerra civil, mi hermano en plena guerra mundial, en una Francia ocupada, en la que mis padres no solo no tenían un ingreso fijo sino que carecían de la seguridad de un hogar y no sabían siquiera si serían deportados, mi hermana menor nacería en México, al año de haber llegado, cuando las condiciones e ingresos económicos eran escasos e inciertos. Pero esta irresponsabilidad no fue exclusiva de mis padres; fue lo suficientemente general como para llenar cada año entre tres y cinco  grupos de alumnos del Colegio Madrid, más otros tantos en el Instituto Luís Vives y la Academia Hispano Mexicana.

 

*


Por mi edad, no recuerdo gran cosa de esta época, por lo que cito lo que me contaron después revuelto con mis verdaderos recuerdos. Se que mis primeros meses en Francia transcurrieron en hoteluchos por los que corrían libremente las ratas. Los hoteles no se clasificaban por el número de estrellas; eran hoteles de tres cucarachas o de cinco chinches.

 

¡Las chinches!. ¿Qué niño refugiado no pasó por una experiencia como la mía?. Una noche, mamá despertó alarmada por mis gemidos; encendió la luz y me vió cubierto de chinches. Se entabló una lucha de la que salieron vencedores mis padres, pero el olor a carne frita de las chinches quedó grabado dolorosamente en mi subconsciente durante muchos años, de hecho hasta hoy.

 

*


 

Alguna vez intenté averiguar como subsistieron los refugiados en Francia; las respuestas fueron tan diversas que desistí de catalogarlas. Un químico se dedicó a fabricar y vender jabones, un médico fue contratado por los alemanes (no los franceses) para atender a los españoles encerrados en campos de concentración, muchos recogían leña en el campo para después venderla, otros recibían un salario como empleados o militares del gobierno español en el exilio, una gran parte sobrevivió con las exiguas raciones que les proporcionaban en los campos de concentración, etc. Durante su embarazo, mamá y su amiga Lola, que también estaba embarazada, recibieron ayuda de los cuáqueros. Un huevo, un litro de leche, asistencia médica y algo más; poco pero demasiado si se consideran las condiciones de la época. Algún día habrá que escribir sobre la labor de los cuáqueros y otras organizaciones durante aquella época.

 

*


 

 En algún momento, papá consiguió un empleo en la fabrica de aviones Breguet; quizá ese fue el momento en que dejamos de pasar de un hotel a otro para establecernos de una manera mas estable en un departamento en la Rue de Santa Ursula 8, ahí nació Fernando, mi hermano.

 

En aquel Toulouse oscuro y peligroso se forjaron muchas amistades que durarían para siempre; posiblemente la mas estable y duradera fue la de Diego, papá lo conocía desde antes de la guerra y durante esta y su estancia en Francia se mantuvieron muy unidos. Después, en México no dejó un solo domingo de ir a casa, todas las tardes de cinco a nueve, hora en que se despedía para recoger a su padre, don Manuel.

 

¡Coño!.

¡Niño, eso no se dice.!

¿Porqué?, si lo dice don Manuel.

 

Don Manuel era un ilustre catedrático de fama nacional, si no mundial, que repetía constantemente la palabra prohibida que de él aprendí y que, por lo visto, no hacía honor a sus galas académicas. Posiblemente fue el modelo para la definición que oí tiempo después en México: Español: individuo cejijunto y coñodiciente

 

Don Manuel tenía un cargo, no se cual, en el Gobierno de la República y además era Gran Maestre del Gran Oriente Español, o algo por el estilo.

 

También tenía una esposa, otro hijo y dos hijas.

 

Otros que formaban parte de este grupo fueron Libertad y Vicente, hijos de un famoso escritor con los que papá trabajó en la elaboración de un guión cinematográfico basado en una novela del padre, que nunca llegó a cristalizar ni en Francia ni en México. Papá hizo la música para la obra.

 

No puedo decir mucho de ellos, pues mi memoria de esa época es muy escasa. Si recuerdo que, mucho tiempo después, Vicente me contó que la escuadrilla de “chatos” en la que el volaba tenía como lema: Fortuna lo que ha querido, que lo habían tomado de un verso de Quevedo:

 

Las cosas dificultosas, tan justamente envidiadas,

Empréndenlas los honrados, termínanlas los dichos

Y, aunque no haya envidiosos, en cuanto me ha sucedido

Yo he hecho lo que he podido, Fortuna lo que ha querido.

 

Que creo que explica de maravilla lo que fue la aviación republicana durante la guerra.

 

Había también dos Isabeles, para distinguirlas llamaré Chala a una de ellas.

 

Isabel era amiga de la infancia de mamá. Una amistad familiar, ambas familias eran vecinas y se llevaban de maravilla. La amistad siguió tanto entre los que se quedaron en España como entre las que salieron al exilio: Isabel y mamá. Isabel estaba casada con un periodista de nombre Fernando.

 

Chala estaba casada con Alfonso.

 

Antoñita estaba casada con Enrique.

 

Ninguna de estas dos parejas tenía hijos, razón por las que me adoptaron y me quisieron como si fuera su hijo. Fueron mis primeros padres de recambio. Después, en México, también lo serían Teresa y Carlos.

 

Por lo que me quisieron, por lo que aprendí de ellos, tienen un lugar preferente, un lugar de honor, en mi corazón. Diego también.

 

No se si de nuestra estancia en Toulouse o de un poco mas adelante son Cesar y Mónica, lo mismo que doña Matilde y su hija Tite.

 

Yo soy el rata primero

y yo el segundo

y yo el tercero.

 

Creo que en esa época yo tenía buen oído y una bella voz, pues Cesar me enseño a cantar esta parte de La Gran Vía. También me enseño a contar el chiste de cómo se dice ladrón en chino: La; ¿y dos ladrones?: Lala; ¿y muchos ladrones?: Lalalá lalá lalalálaa (con música del Cara al Sol). Como quiera que sea mis primeras canciones tuvieron que ver con el hampa: Cara al Sol con letra o sin letra y “los ratas”.

 

Matilde era una señora ventruda, solemne, viuda de alguien importante. De Tite hablaré al llegar a Marruecos.

 

Desde luego había mas gente, como ese doctor ateo y comecuras que se pasaba el día en la iglesia, porque allí no lo buscaba la policía y además había calefacción, pero no los recuerdo.

 

Lo que recuerdo, porque me lo contaron, es que una vez mis padres tuvieron que salir a algo y me llevaron, pero dejaron a mi hermano al cuidado de A. Al volver, A tardó en abrir su cuarto y en el estaba también B, ambos despeinados y sudorosos. Mi hermano recién nacido se inauguró pronto en las películas pornográficas en vivo y a todo color.

 

*

 

Durante nuestra estancia en Toulouse recibimos dos visitas de mi abuela paterna y una de mi abuela materna.

 

En una de estas visitas, mi abuela paterna nos trajo un gramófono y algunas otras cosas.

 

Mi familia paterna tiene una propensión natural al surrealismo, por eso no se si mi abuela decidió que una familia que vivía prácticamente a salto de mata, sin hogar, sin un ingreso fijo, perseguida o vigilada por la policía y con un mínimo de ropa y subsistencias esenciales, lo que mas necesitaba era un gramófono portátil; o si la decisión fue de papa. El caso es que desde ese momento el gramófono entró a formar parte de los objetos refugiados que mencioné anteriormente.

 

Si alguien, alguna vez, decide hacer un catálogo de los objetos refugiados, deberá contar con la Virgen de los Refugiados, muchas maletas, mis cuatro juguetes, consistentes en un oso blanco, una osa marrón (el sexo lo decidí yo para formar una familia), un perro y un Pedro el Pregonero  (a los cuales habrá que agregar una vaca cuya historia contaré a continuación)… y un gramófono portátil de cuerda.

 

El gramófono venía acompañado de varios discos de esos que ahora se llaman acetatos de 78 RPM y que tenía una canción por cada lado (a diferencia de los CD actuales, estos discos se oían por los dos lados). El disco mas usado tenía por un lado Donde vas Alfonso XII y por el otro La Almudena cantados por Conchita Piquer. Otro contenía música mexicana, interpretada, no por un conjunto mariachi o cantantes mexicanos, sinó por Los Bocheros y en el podías escuchar Guadalajara y Flor de Dalia. El resto de la colección estaba formado por dos discos de foxtrots y uno de música caribeña en versión hollywodense. El resto del repertorio eran cinco discos de guerra, es decir, unos de cartón recubierto con una capa delgadísima de acetato, que se fabricaron durante la guerra y que solo se podían tocar por un solo lado.

 

Aunque el gramófono tenía un compartimiento especial para guardar los discos, estos llegaron en una caja octogonal de cartón que duró muchos años.

 

El gramófono, la caja de los discos, un baúl y una maleta, mas mis cuatros juguetes, convertidos en cinco, un triciclo, algo de ropa, dos abrigos y un edredón diminuto, fueron los objetos refugiados con los que recorrimos el camino de Toulouse a México DF.

 

No se de donde vino el edredón, pero se que en el creció mi hermano. Durante el día reposaba en él, durante la noche lo abrigaba. Durante el día yo jugaba con mi hermano o ayudaba a mamá a alimentarlo.

 

Mas objetos refugiados: tres libros que narran las aventuras de unas mariposas, dos buenas y otra mala, dos libros gordos de cuentos en ingles y una colección de libritos excesivamente flacos con cuentos editados durante la República, además de un Libro de la Vivienda, Los Animales de Granja, La Hormiguita se Quiere Casar y, por supuesto, uno de Elena Fortún: Cuchifritín y Paquito; a los que habrá que sumar otros adquiridos en Francia: uno de Popeye, uno de Nimbus y otro de Pitche, así como algunos cuentos de Walt Disney: Elmer, Les Jouetes de Noel, L’arche de Noe, Les Trois Petit Cochons, Le Mechant Loup y, sobre todo, Ferdinand…

 

No se porqué pero en ese tiempo tenía cierta obsesión por la tauromaquia. La historia del toro Ferdinand, amante de las flores y del pacifismo, que en un  momento se vuelve sumamente violento por el piquete de una abeja y que finalmente llega a una plaza de toros donde se sienta y muestra sus instintos pacíficos, me tenía fascinado. Yo quería tener un toro así.

 

Y esto coincidió con el descubrimiento de una vaca de hule en una tienda. Mi obsesión por la vaca, que según yo, y a pesar de las gigantescas ubres, era el toro Ferdinand, fue tan intensa que un día mamá decidió comprarla aunque ese día no comieran. Ferdinand entró en la lista de mis juguetes.

 

Niño caprichoso y consentido, pensaran todos; y así es en efecto. Mis padres me querían demasiado.

 

Esta obsesión influyó también en que mi hermano se llamara Fernando; aunque en este caso fue determinante el que papá tuvo un hermano llamado Fernando que murió a los pocos años de nacer.

 

De todas formas, mientras jugaba en el edredón con él, le tocaba la frente para ver si a Ferdinand le crecían los cuernos.

 

*


De esta época son también las primeras cartas que luego se repetirían constantemente:  Vuelve a España. Ya investigamos; no hay denuncias en tu contra, puedes volver tranquilo. Solo tienes que pedir perdón.

 

¿Pedir perdón?. ¿De que?. ¿Pedir perdón por creer que existe la posibilidad de un mundo mas equitativo?. ¿Pedir perdón por luchar por un mundo mas justo?. ¿Pedir perdón por votar en contra de una monarquía obsoleta, anacrónica y arbitraria?.  ¿Pedir perdón por oponerse al fanatismo y la ignorancia?. ¿Pedir perdón por creer en la ciencia?. ¿Pedir perdón por apostar por una república donde el gobierno represente a la gente?. ¿Pedir perdón por pensar que la humanidad puede ser libre, igual y fraterna?. ¿Pedir perdón por no levantarse en armas contra un gobierno legítimo y legalmente constituido?. ¿Pedir perdón por oponerse a la brutalidad de un ejército que masacra al pueblo?. ¿Pedir perdón por no claudicar de tus ideales?.

 

¡Gracias Papá!. Gracias por enseñarme a ser integro. Gracias por enseñarme que el exilio es duro, pero que la falta de dignidad es aun mas dura. Que el pan del exilio, aunque muchas veces sea amargo y escaso, sabe a trigo, pero que el pan de la claudicación siempre sabe a mierda.

 

*


 

Por otra parte, ¿en que consistía el perdón franquista?.Veamos.

 

   Durante el segundo año de primaria me hice muy amigo de Liberto. Al salir al recreo nos buscábamos y hablábamos, jugamos en el mismo equipo de fútbol, compartíamos experiencias y conocimientos.

 

   Un día, sorpresivamente, Liberto fue llamado a la Dirección.

 

   ¡Horror!, ¡La dirección!. Normalmente una falta de conducta se corregía con una reprimenda, una expulsión de la clase o, incluso, con una galleta, Pero la Dirección eran palabras mayores. Implicaba la expulsión temporal o definitiva de la escuela. Era el castigo a faltas muy graves.

 

   ¿Qué hizo?. ¿Porqué lo llamaron?. Nos preguntábamos angustiados, conscientes de que Liberto era un buen chico y no había transgredido el orden de una manera tan drástica como para ser llamado a la Dirección.

 

   Poco a poco se fue filtrando la noticia de que Liberto no había sido llamado a la Dirección para imponerle un castigo por alguna falta. El castigo que recibiría no tenía nada que ver con su conducta ni su aprovechamiento; venía de mucho mas arriba. El director, el severísimo, el terrible profesor Rebaque lo debe haber abrazado, conmovido, antes de darle la cruel noticia: su padre acababa de morir.

 

   Liberto volvió unos días después. No sabíamos como darle las condolencias, así que solo lo abrazamos en silencio.

 

   Después de una corta estancia Liberto se fue definitivamente. Su madre, uno de esos seres que, por ser mujer, era de segunda y se le habían negado los recursos y la preparación para enfrentarse a la vida y sacar adelante una familia, decidió regresar a España, pedir perdón por el pecado de haber sido roja y acogerse a la generosidad de algún familiar. Liberto se fue y en nosotros quedó el horror de la constancia de una de las primeras muertes de las que tuvimos conocimiento. Seguirían muchas otras.

 

   Nunca mas he vuelto a ver a Liberto, pero sé que algunos años después regresó a México. ¿Qué tan placentera fue su estancia en España?. No lo sé, pero puedo imaginarla por el hecho de que haya regresado al sitio donde se suponía que las posibilidades de supervivencia de su familia eran mínimas.

 

   Liberto ya no se llamaba Liberto, si no Salvador; su hermano Floreal ya no se llamaba Floreal, si no Florentino.

 

   Habían sido perdonados por el régimen.

 

 Los perdonadores no perdonaron ni siquiera el nombre que sus padres habían escogido para ellos. ¿Sabían estos perdonadores la diferencia entre perdón y aniquilamiento?.

 

*


 

 

Volvamos a Toulouse. Otra de mis obsesiones en ese tiempo era el tranvía. Pasaba horas enteras conduciendo un tranvía imaginario o un triciclo real (otro objeto refugiado) convertido por mi fantasía en tranvía  que al llegar a la terminal cambiaba de curso mientras su conductor decía Retourne, palabra que yo repetía a cada rato cuando mi tranvía imaginario terminaba su recorrido, crispando los nervios de quienes me rodeaban por la monotonía del juego.

 

También, en ese entonces, tuve  un exceso de fósforo que hacía que mis ojos brillaran mas de lo normal, por lo que decidí que era un coche y mis ojos sus faros. Pasé varias semanas alumbrando con mis faros las calles por las que caminaban quienes me acompañaban.

 

Algo que si recuerdo es la remolacha, Después de una dieta rigurosa a base de píldoras del doctor Negrín, como se conocían durante la guerra a las lentejas, la remolacha entró cuantitativamente en mi alimentación. Toulouse y remolacha son sinónimos para mí.

 

*


 

De entre los recuerdos reales de aquellos tiempos hay uno que tengo muy presente. Aun hoy lo visualizo como una experiencia muy viva, aunque no lo veo como fue.

 

Veo a una mujer junto a una ventana, con un niño en brazos al que le dice “despídete de papá” (la mujer es mi mamá, el niño soy yo) y al mismo tiempo veo, a través de los ojos del niño, una calle cubierta por un cielo gris y un hombre calvo (mi papá) que sube en un camión mientras agita la mano en señal de despedida.

 

El hecho real que genera estas imágenes, es que la policía ha llegado a la casa y papá es conducido, junto con otros, a una comisaría, de donde serán llevados a un campo de concentración y de ahí, posiblemente, serán deportados.

 

La situación es dramática, vuelve la zozobra, vuelve la incertidumbre.

 

Afortunadamente, papá aprovecha una parada del camión para bajarse de él y perderse entre la gente. Los policías son tontos o, mas probablemente, no tienen interés en cumplir con las ordenes de Vichy y prefieren no fijarse en quienes se van.

 

Algunos días después nos trasladamos a La Penne.

 

*


 

La Penne  sur Huveaune es un poblado cerca de Marsella (posiblemente en la actualidad sea parte de Marsella como consecuencia del crecimiento urbano y del desarrollo de las ciudades, pero quiero recordarlo como era antes) con casas bajas de techos de dos aguas y sembradíos. Hay una carretera, una estación de tren con una caseta desde la cual un guarda controla la posición  de una valla que permanece levantada casi todo el tiempo y que baja cuando pasa un tren y hay también un hotel o casa de huéspedes de dos pisos donde se albergan una serie de refugiados españoles; la mayoría son los mismos que se frecuentaron en Toulouse: Don Manuel y su familia, Isabel y Fernando (que  no son los reyes católicos), Antoñita y Enrique, Alfonso y Chala, Lola y Luís,  los Ordóñez.

 

Hay también gente nueva; como Mary y su familia.

 

Mary, Lola y Ángeles (mi mamá) son tres madrileñas de pura cepa, ingeniosas, alegres, divertidas. Lo que no se le ocurre a una, se le ocurre a la otra. Son el alma de la fiesta. Una fiesta que tiene mucho de dramático, pero que las tres madrileñas convierten en comedia o, cuando menos, en algo alegre dentro de la situación angustiosa de aquellos tiempos.

 

Llegan Blanquita y Gerardo; uno de los primeros matrimonios en el exilio. Las tres madrileñas (mi madre a la cabeza) se las ingenian para conseguirles todo lo que necesita una joven pareja de recién casados. Son días felices. Poco después, en México, serán de los primeros divorciados en el exilio.

 

Mary está casada con un doctor y tiene dos hijos: Carlos y Fernando. Como mamá.

 

Muchos años después mamá me enseñará la imagen de una artista en la portada de una revista: Es la nieta de Mary, ¿Verdad que es guapa?.  Yo pienso en Fernando, su tío o su padre, no lo se.

 

Fernando fue mi primer amigo. Al menos el primer amigo que recuerdo. Por fotos se que tuve otros amigos en España y recuerdo que en La Penne me llevaban a convivir con un niño y una niña a los que llamaban “los yamburrones” en honor a su madre “la yamburrona”. Pero me caían bastante mal. Fernando, por el contrario, me caía muy bien. Lo recuerdo con una venda en la pierna derecha, por alguna enfermedad que padecía y con un traje semimilitar que causaba mi admiración y envidia.

 

Con Fernando pasé grandes ratos en La Penne montando en triciclo, jugando entre la paja almacenada en un pajar del hotel o inventando otros juegos. Fernando fue mi primer amigo.

 

Fue, también, alguien que desapareció de repente y que no he vuelto a ver. Estas desapariciones inexplicables son bastante frecuentes en la vida de todos y las aceptamos como algo natural.

 

Como los maderos de San Juan, unos viene y otros van y no nos preguntamos porqué es así.

 

Es el caso de Fernando, es el caso de Liberto-Salvador que cité anteriormente, es el caso de Universo del que hablaré mas adelante, es el caso de una niña que conocí al poco tiempo de llegar a México, de la que ni siquiera recuerdo el nombre, pero que conocí en una fiesta y con la que entablé una relación tan íntima que hicimos nuestra fiesta particular dentro de la fiesta; a las dos semanas coincidí con ella en otra fiesta y se repitió la experiencia; la quería y me quería, fue mas que una amistad, hubo “química”, como se dice ahora. Otras dos semanas después volví a la casa donde la había conocido; pregunté por ella… se había mudado. Nunca mas supe de ella, aunque pasé años soñando con ella. A esa edad no se puede hablar de amor… o quizá si.

 

Este es el principio de una larga lista de desapariciones de personas que cruzan por tu vida, dejan su huella y se disipan entre los recovecos de tu memoria, para solo volver de vez en cuando en forma de recuerdo agradable.

 

Supongo que la familia de Fernando siguió el camino habitual en esa época y que nosotros seguimos algo después: cuando ya era inminente el viaje a México, ya con visas y lugar seguro en el barco, los habitantes de La Penne se trasladaban a una casa en La Milliere, otro pueblo en las afueras de Marsella y, de ahí, pasaban a Marsella unos días antes de embarcarse.

 

Fernando llegó a México antes que mi familia. Me imagino que en el mismo viaje que Don Manuel (que también paso por La Milliere). Aunque Mary, Lola y mamá

siguieron frecuentándose en México, Fernando y yo no nos volvimos a ver.

 

Tengo, de ese tiempo varias historias y anécdotas: paseos con Enrique y Antoñita, paseos con Alfonso y Chala, remolachas, visitas a Marsella, subida por la amplia escalera que sube a Notre Dame de la Garde, remolachas, una sesión fotográfica en la que vestido solo con un calzón, como Tarzán, me subieron a un árbol (no maté ningún león, ni me columpié en una liana, pero descubrí la acrofobia), mi primer traje de marinero consistente en una chaqueta azul marino y un sombrerito muy mono, mas remolachas, la vía del tren, la carretera, Blanquita y Gerardo… pero todos son casos particulares que solo aburrirían al lector y que, quizá, les interesen a mis nietos… o los duerman.

 

*

 


 

Llegó el momento en que Alfonso y Chala se fueron a La Milliere y unos meses después llegó nuestro turno.

 

La casa de La Milliere tenía dos pisos. La planta baja era ocupada por los recién llegados y la alta por los que ya estaban allí y que se mudaban cuando los de arriba se iban a Marsella. Nosotros nos instalamos en la planta baja hasta que Alfonso y Chala se fueron a Marsella. En ese momento subimos al primer piso y Luís y Lola llegaron de La Penne para ocupar la planta baja.

 

El terreno hacía esquina. La entrada principal estaba en una calle recta y daba a un jardín. La otra calle subía una cuesta que conducía a lo mas alto de la colina en que está enclavado este poblado. A esta calle daba un alambrado que yo me saltaba para subir a la colina. El problema es que en el alambrado había una colmena, no se si de abejas o de avispas, que picaban con singular vehemencia, razón por la que mi estancia en La Milliere transcurrió llena de piquetes de estos simpáticos animalitos.

 

En alguna casa de la subida a la colina había un perro del que no se ocupaban mucho sus amos, pues siempre estaba en casa y me acompañaba en mis correrías por la colina. Lo llamamos Poker. Era la segunda vez que tenía un perro (el primero fue Windy). Aunque saltaba la alambrada junto conmigo, nunca le picaron las avispas. Estas, no conformes con su posesión de la alambrada, extendieron sus dominios hasta un ciruelo que crecía atrás de la casa y al que me encantaba treparme. Nuevos piquetes.

 

Acabé por olvidarme del ciruelo y me concentré en una higuera que estaba en el lado opuesto de la casa y a la que no llegaban las avispas.

 

El sabor de los higos y el aroma de los pinos… son dos de las cosas que mas me gustan y que aprendí a apreciar en La Milliere. Nada me produce tanta euforia como caminar por el sendero de humus casi negro, cubierto de ramitas y agujas de pino anaranjadas, marrones, verdes, en un pinar oloroso, de aire fresco y oxigenado, entre sombras y rayos de sol, para alcanzar una cima y contemplar desde ella un horizonte amplio en el que se recorta  la silueta de una cordillera de color verde pino en la que se han enganchado varias nubes blancas que el sol viste de colores y reflejos. Aspirar la frescura y llenarte de luz los ojos.

 

Y sin embargo el paisaje suburbano de La Milliere, con toda su belleza, palidece ante la grandiosidad de los pinares que cubren la sierra que rodea al Valle de México.

 

En este amor a la naturaleza salí a mamá; papá siempre consideró que el campo era un magnifico lugar para hacer ciudades.

 

*

En la sierra que rodea al Valle de México, toda ella formada de esplendidos pinares, hay varios sitios conocidos por su hermosura y frecuentados por los habitantes de la ciudad, que asisten a ellos, cada fin de semana, en busca de belleza, aire puro, salud, recreo y diversión: Lagunas de Cempoala, La Marquesa, Valle de las Monjas, El Zarco, La Venta. Pero entre todos se distingue como el mejor, el mas precioso, el preferido, uno solo: El Desierto de los Leones.

 

El Desierto de los Leones no es un desierto y tampoco tiene leones.

 

Se llama desierto por que los frailes carmelitas usan esta palabra para designar un lugar despoblado en el que pueden meditar y rezar sin interferencias de otros seres humanos. El lugar era lo suficientemente solitario para que los carmelitas fundaran allí el Convento del Desierto del Monte Carmelo de Santa Fe (la población mas cercana en aquel entonces) junto con varias pequeñas capillas (aun existentes) en las que se recluían a adorar a Dios, dándole gracias, sin duda, por la belleza de los pinares que las rodeaban.

 

A pesar de la indiscutible hermosura del lugar, el clima es demasiado severo para andar descalzo y cubierto solamente con un hábito, por lo que, cerca de un siglo después,  los carmelitas decidieron mudarse a un clima algo mas benigno y fundaron el Desierto del Monte Carmelo de Tenancingo, abandonando el Desierto de los Leones.

 

El apellido de Los Leones se debe a que esos terrenos estuvieron en litigio de propiedad entre una familia de apellido León y diversos caciques locales.

 

Para mi el Desierto de los Leones tiene música; concretamente, la Séptima Sinfonía de Beethoven.

 

Llegar al Desierto, bajar del vehículo en que te has transportado y sumergirte en la naturaleza que te rodea, es como ese primer acorde de esta sinfonía: una explosión de luz, de colores, de aire frío y oxigenado que irrumpe en tus pulmones. De sensación de vida.

 

La contemplación de lo que te rodea, con sus juegos de luces verdes, ocres, naranjas y amarillas, rodeándote, envolviéndote en su luminosidad apacible, es equivalente a los primeros compases de la sinfonía.

 

Después distingues los trinos de pájaros, cercanos y distantes, el aroma de flores y de pinos, los juegos de luces y sombras entre el ramaje.

 

Y finalmente distingues la grandeza de la naturaleza en los árboles que crecen hasta el infinito, en los musgos y líquenes que invaden el suelo, las rocas y los troncos de los árboles, el sol brillante perdido entre el ramaje y el ruido difuso de insectos y aves perdidos entre el follaje, el crecimiento de  las plantas, hojas de pino fertilizando la tierra, piñas que aspiran a convertirse en pinos, florecillas que que nos deslumbran con sus olores y sus colores.   ¡La Naturaleza en pleno!.

   

El segundo movimiento es de senderismo. Recorrer caminos de tierra entre matas y flores en un día soleado por un sol que no calienta pero que pica. Recorrer caminos húmedos entre rocas negras cubiertas de musgo que rezuman humedad en días fríos en los que el cielo es gris y la niebla se engancha entre los árboles. Arroyos que discurren discretos bordeando los pinares en los que se entrelazan las sombras grises y negras con los escasos rayos de sol que consiguen atravesar el follaje. Paz, tranquilidad, serenidad de espíritu.

 

Para el tercer movimiento hay que cambiar de ambiente; subir por el Monte de las Cruces y llegar a la cima de Las Peñas Barrón para contemplar desde ellas el valle que se extiende en toda su magnitud bajo nuestros pies. Es la euforia de la escalada, con su sentimiento de triunfo, de esfuerzo realizado, seguida de la plenitud de la grandeza del valle, con sus verdes, con sus luces, con su sentimiento de lejanía y proximidad.

 

El cuarto movimiento es el resumen de todas estas experiencias. Es el resumen de todas las sensaciones, emociones y alegrías acumuladas durante esta estancia y que se concentran  en la partida de este lugar tan especial.

 

 

*


 

Puede ser que esta preferencia por los pinares mexicanos tenga, en el fondo, mucho de prosaico. No es lo mismo contemplar la Naturaleza con un estómago medio lleno de remolacha y lentejas que con un estómago abarrotado con jamón serrano y un magnífico pedazo de tortilla de patatas.

 

Aunque los primeros años en México fueron de una precariedad absoluta, pronto los superamos y no faltaron en nuestras excursiones los recursos alimenticios suficientes para complementar cualquier excursión con chorizos, sardinas y, sobre todo, con una exquisita de tortilla de patatas.

 

 Y ya que hablamos de tortilla de patatas, ¿sabías que mi mama hacía las tortillas de patatas mas ricas del mundo?

 

 Esto se lo podrás oír a cualquier hijo de refugiados españoles y, posiblemente a cualquier hijo de españoles en cualquier lugar del planeta, incluyendo España. Entre los que crecimos en el exilio la tortilla de patatas es una fijación, es un símbolo materno; está ligada a todos los momentos agradables de nuestra niñez.

 

Alimento nutritivo y barato, fue en muchas ocasiones la comida o la cena obligada los últimos días de quincena.

 

   Sus ingredientes son solo huevos y patatas, y quizá un poco de cebolla; aunque se le pueden añadir toda clase de substancias, de acuerdo con el barroquismo culinario de la cocinera y siempre resulta deliciosa. Se puede comer fría o caliente. Y, sobre todo, es fácil de transportar; completa, entre dos platos que le sirven de concha o rebanada en medio de las dos mitades de un pan haciendo un exquisito bocadillo (torta, lo llamamos en México). Esta transportabilidad es la que le da su característica principal, la hace “la fiel compañera del español que anda”.

 

   ¿Cuántas veces al desenvolver el bocadillo que cogimos al salir de casa para ir a la escuela, a una excursión o a cualquier parte, y que guardamos en un bolsillo del pantalón o en la mochila, nos encontramos con la agradable sorpresa de una rica rebanada de tortilla de patatas recordándonos con su olor y su sabor la dulce sonrisa de nuestra madre, que la hizo pensando en nosotros, poniendo, junto al huevo y la patata una rebanada, muy grande, de su cariño?. ¿Cuántas veces después de una larga caminata por el bosque, después de subir y bajar montañas, después de correr, trepar árboles, jugar futbol o cualquier otra actividad al aire libre, en excursiones o días de campo, nos sentamos en el suelo alrededor de un mantel reluciente de blanco a saborear la tortilla reparadora que nos devolverá las energías perdidas?. ¿Cuántas veces al volver a casa encontramos un pedazo de tortilla en la despensa o el refrigerador que nos acompañaba mientras esperábamos el regreso de nuestros padres?.

 

Por eso la tortilla de patatas es tan importante; porque huele a pinar, a tierra mojada, a flores, porque sabe a cielo azul iluminado por el sol, sabe a noche estrellada, sabe a aventura, sabe a romance juvenil, sabe a camaradería. Y sobre todo, ¡huele y sabe a cariño!.

 

   Por eso todos los hijos de refugiados españoles piensan que sus madres hacían las mejores tortillas de patatas, aunque todos estén equivocados, porque las mejores tortillas de patatas del mundo son las que hacía mi madre.

 

*


 

En La Milliere se hablaba mucho de dinero… de la falta del mismo, de precariedad. Yo no era ajeno a estos comentarios y sus implicaciones. Por eso un día decidí tomar cartas en el asunto y resolver de una vez por todas los problemas financieros de la familia. Utilizando el barro que abundaba en el jardín, fabrique varias figuras de soldados que pinté con acuarela y me planté en la puerta de la casa dispuesto a venderlas. No se  si fue por el poco flujo de transeúntes en la calle, por que estos estaban hartos de ver soldados, por la decoloración de la acuarela en contacto con la arcilla húmeda o por mi falta de habilidad para promover el producto, pero no conseguí vender ni una de mis obras de arte. Tal vez se debió a la pregunta de Alfonso cuando me vio en la puerta:

 

¿Qué son esas cosas? – Son soldados de barro - ¡Ah!.

 

MI calidad como artista fabricante de soldados de barro quedó muy cuestionada después de esta breve conversación, por lo que dejé la venta para otro día. Con el paso del tiempo los soldados se desmoronaron hechos polvo (¡Lástima que no suceda lo mismo con los soldados de carne y hueso!) y la situación financiera de la familia no cambió.

 

*


 

Cuando nos cambiamos a la planta alta, me instalaron en un cuarto solo para mí. Esto da una idea de la amplitud de la casa. Fue la primera vez que dormí solo.

 

Hasta entonces había compartido la habitación con mis padres y mi hermano.

 

Antes de instalarme, ellos me hicieron una serie de recomendaciones y apelaron a mi valentía y bravura, para que encarara la soledad. Puede que haya sido por estas recomendaciones, pero la verdad es que gocé tener por primera vez un cuarto para mi solo, ¡Y con paredes azules!.

 

Después de aquella primera y deliciosa noche descubrí que junto a mi cuarto había una amplia terraza desde la que se veían las montañas que rodeaban Marsella y los bosques que circundaban a La Milliere. Aquella tarde llovió. Y cuando ceso la lluvia apareció un arco iris. Emocionado corrí a comunicárselo a mis padres.

 

Cuando llueve y hace frío sale el arco del judío

Cuando llueve y hace sol sale el arco del Señor

 

Con este refrán antisemita me inicié en los fenómenos meteorológicos.

 

*


 

Si me preguntan cual es el recuerdo mas vivido de aquella época sin duda responderé que El Mistral. El recuerdo del silbido del aire, afuera o entrando por los resquicios de las ventanas. Yo acurrucado bajo los abrigos de papá o mamá, con una botella de peltre rellena de agua caliente y envuelta en algún trapo colocada dentro de la cama, junto a los pies, para calentarlos, para calentar toda la cama, tiritando de frío y arrullado por el silbido del aire, hasta que  el sueño me vencía y caía en el sopor cálido del abrigo y la botella de peltre.

 

La imagen se repite en los primeros años de México. El aire sigue ululando, el silbido es el mismo, el frío es el mismo, las botellas y el abrigo están en su lugar, el sopor es igual…

 

*

 


 

Finalmente llega el día de trasladarse a Marsella. No es la Marsella llena de vida, llena de remolacha, que hemos visitado durante nuestra estancia en La Penne o La Milliere, no es la Marsella de las grandes escaleras que conducen a Notre Dame de la Garde. Es una Marsella sórdida, de confinamiento en un hotel de cinco cucarachas, cerca del puerto, donde permanecemos ocultos durante varios días en espera del barco que nos llevará a Casablanca.

 

Finalmente llega el día en que nos embarcamos en el Marichialle Leouteille para iniciar un viaje que no tendrá retorno.

 

Sentados sobre nuestras maletas, en cubierta, esperamos que el barco zarpe.

 

No voy a describir el viaje; quien quiera tener una imagen completa del mismo solo tiene que ver El Inmigrante de Charles Chaplin.

 

*


 

Creo que pararon los motores. No estoy seguro, pero creo que así fue.

 

De pronto se hizo el silencio. Un silencio lo suficientemente impresionante para que interrumpiera mis juegos en la cubierta del barco y alzara la vista.

 

El mar era verde botella; al fondo una faja amarilla lo separaba de los azules, grises y violetas del cielo en el horizonte. Recuerdo manchas blancas, quizá pañuelos diciendo adiós, quizá trajes de pescadores. Las lanchas, como todo lo demás, permanecían estáticas. Solo se oían las olas golpeando contra el casco del barco. Mis ojos recorrieron la cubierta. Hombres y mujeres rígidos, crispados, miraban la costa a través de sus lágrimas.

 

Era entonces demasiado pequeño para comprender, pero no lo era para sobrecogerme; algo muy importante estaba sucediendo en aquel momento. Era el final de una vida y el comienzo de otra. En aquel momento, frente a las costas de Cataluña o de Valencia, se hundían definitivamente en el agua del Mediterráneo las esperanzas de volver.

 

Y allá, mas adelante, donde el mar se abría, estaba la incertidumbre de una nueva vida. De lucha, de nostalgia, de esperanza. La España de los años treinta se salía del tiempo y quedaba flotando en la memoria de la humanidad para que nosotros, los hijos de los refugiados, tuviéramos una raíz viva que nos atara a la tierra.

 

¿Cuánto duró ese instante eterno?.

 

*


 

   La primera actividad al llegar a Casablanca fue muy divertida... para mí, un niño de cuatro años. Consistió en rellenar de paja, sin mas herramientas que las manos, unos costales que nos sirvieron de cama durante toda la estancia en esa ciudad. La segunda actividad fue buscar un sitio donde colocarlos en el suelo del barracón en que viviríamos. Esto último no fue tan fácil, pues la mayor parte del suelo estaba ya cubierta por costales y gente que acomodaba sus maletas y pertinencias junto a los mismos.

 

   ¡Aquí Mamá!; ¡Aquí hay lugar para los costales!. ¡Papa, pon las maletas aquí!.

 

   El barracón en que nos instalamos era un salón de baile, junto a la playa, que al no tener demasiada clientela durante la guerra (Supongo que el Rick’s Bar era suficiente para todos los que en esos momentos tenían ganas y tiempo para divertirse), fue aprovechado para alojar a los españoles que emigraban a América.

 

   El barullo, el constante ir y venir arrastrando costales, la aparición de objetos de toda índole repartidos alrededor de los costales, el encuentro con otros niños tan admirados como yo de todo aquel hormigueo, fue excitante, fue divertido... para mi. No lo fue para los mayores; para los que veían objetivamente su estancia de las próximas semanas: prácticamente encerrados en aquel corralón, durmiendo en los costales tendidos en el suelo, vigilados constantemente por la policía y el ejercito de Vichy, con el riesgo permanente de una deportación a España o un encarcelamiento si los papeles no estaban en regla. Y esperando, siempre esperando, la llegada del barco que los sacaría de aquella zozobra para llevarlos a América. ¿Y al llegar allá?. La preocupación por un destino desconocido tenía que angustiar necesariamente a todas esas personas. El barco esperado; liberador de viejas angustias y generador de nuevas angustias. El barco que los separaría definitivamente de España. No lo decían, pero todos presentían que era el adiós definitivo.

 

*


 

   ¡Ale!, ¡Vamos a la playa!. Una vez instalados cerca de un rincón del salón de baile, era necesaria alguna actividad, tanto para estar ocupados en algo como para romper la tensión del momento. Y, puesto que la playa estaba ahí, en la mismísima puerta del barracón, nada mejor que pasear por ella.

 

   Respira hondo Carlitos, para que se te limpien los pulmones”.  Estas fueron dos características constantes de mi madre: su miedo a la tuberculosis y su fe absoluta en las propiedades curativas del mar. El miedo no era infundado: su suegro había muerto de tisis durante la guerra y cuando era niña uno de sus tíos había tenido igual fin; las historias sobre enfermos de este mal eran frecuentes y todavía no se usaba la penicilina. En Francia, como consecuencia del frío, el hambre y los esfuerzos había llegado a escupir sangre en alguna ocasión. Su preocupación tenía cierta razón de ser.

 

   Por eso, meses después, ya en México, se la pasó de consultorio en consultorio haciéndose radiografías y haciéndoles radiografías a sus hijos, con tal obsesión que un amigo con mucho sentido del humor le recomendó: ¿por qué no os hacéis un grupo familiar?.   Las radiografías, evidentemente, no dieron ninguna señal de enfermedad (Quizá fue algún vasito roto por un esfuerzo excesivo). Y digo evidentemente porque mis padres, como la mayoría de los españoles de aquella generación, estaban hechos de otra pasta, eran prácticamente indestructibles, resistían y resistieron durante muchos años absolutamente todo, sin sufrir el menor deterioro; pasaban lo mismo por una guerra que por una operación de ocho horas en el cerebro. Ya no nos hacen como antes.

 

*


 

   Pero volvamos a la playa. Allí estaba mama, curándose la inevitable tuberculosis que se había autodiagnosticado, con el remedio infalible para cualquier dolencia: el aire puro del mar. (Esta receta la utilizó toda su vida, incluso para curarse las cataratas muchos años después, aunque creo que en este caso fue mas efectiva la intervención quirúrgica de un oculista). Yo, a su lado, me iniciaba en el conocimiento del mar: conchitas, caracoles, arena que se te pega por todos lados… ¡Y cangrejos!.

 

La aparición de estos exquisitos crustáceos entre las rocas de la playa causó conmoción entre los mas o menos famélicos habitantes de la barraca; la posibilidad de agasajarse con una buena mariscada puso a todos en acción.

 

Mamá y Lola se dieron a la tarea inmediata de organizar un grupo para cazar cangrejos, al cual se unieron inmediatamente otras y otros conocidos. Papá permaneció al margen de esta actividad, pues siempre sostuvo la teoría de que cuando Dios hizo el Mundo, todo lo que le salía mal lo tiraba al mar. Nunca le gustaron los pescados ni los mariscos; sin embargo, conocedor del gusto de su compañera, siempre le festejo su cumpleaños regalándole un ramo de percebes.

 

Yo participé activamente en estas excursiones cinegéticas, aunque siempre con bastante precaución, pues lo primero que me advirtieron es que los cangrejos mordían y podían arrancarme un dedo o la nariz, razón por la cual mi papel se reducía a encontrar los cangrejos y avisar a los mayores.

 

No se porque sospecho que estos le tenían tanto respeto a los cangrejos como yo, pues nunca los ví coger uno solo; siempre estaban muy lejos o eran muy pequeños, o ya se los había llevado una ola.

 

Creo que los demás grupos de cazadores de cangrejos tuvieron un éxito semejante. El caso es que, cuando menos en nuestro grupo, el placer de saborear un cangrejo se tuvo que demorar hasta estar establecidos en la ciudad de México y poderlos comprar en los puestos de la calle de Ayuntamiento, esquina con López, donde pasaba el tranvía y donde las cualidades de higiene y frescura dejaban mucho que desear. Hace mucho tiempo que desaparecieron estos puestos, lo mismo que el tranvía.

 

*


 

Yo no conocía el mar. Había estado en Marsella y había viajado en barco desde Marsella hasta Casablanca; pero no conocía el mar; para mi era solo una gran cantidad de agua que estaba ahí abajo, en la línea de flotación del barco. Para conocer el mar, para que el mar se convierta en La Mar, es necesario meterse dentro, mojarse, jugar con las olas. Y eso es lo que hice por primera vez en Casablanca.

 

Fue Tite, la hija de doña Matilde, una niña algo mayor que yo, de entre diez y quince años, quién primero me llevó al agua y me enseñó a nadar, o por lo menos a flotar y controlar mi trayectoria dentro del agua.

 

Las playas de Casablanca son bastante rocosas. Las rocas forman cadenas que se  introducen en el mar como grandes dedos; quizá sea mas exacto decir que el mar, a través de los años, ha ido horadando las rocas, abriéndose paso, lanzando un torrente de agua con cada ola, torrente que encerrado entre las paredes de roca avanza rompiéndose en montañas de espuma, en corrientes turbulentas que arrastran todo a su paso.

 

Allí, de la mano de Tite, aprendí a plantar los píes en la arena del fondo y resistir el arrastre de la resaca; allí, de la mano de Tite, aprendí a dejarme arrastrar por las olas, a sentir el rocío en la cara, a sentir las corrientes de agua zarandeando mi cuerpo: allí, de la mano de Tite, aprendí a prescindir de la mano de Tite, a superar la adrenalina, a controlar mis movimientos en el agua.

 

Pronto me hice un experto en el agua y, ya solo, me lanzaba a la mar cada vez que tenía un minuto libre.

 

Casablanca adquirió fama mundial por el cine; la mayoría de los que la visitan esperan encontrarse a Ingrid Bergman o a Humphrey Bogart a la vuelta de cualquier esquina. Para mi Casablanca es brisa marina, espuma de olas, es retozar en plena libertad. Por eso, cuando muchos años después la visité, no pensé en irme a algún tugurio a ver si Sam volvía a tocar “As time goes by”; me fui directo a la playa a buscar cangrejos.

 

*


 

Yo soy del tercer viaje del Nyassa.

 

Todos los refugiados españoles tienen una especie de cédula de identidad basada en el barco que los trajo a América: Yo soy del Mexique; yo soy del Ipanema, yo soy del Nyassa; yo soy del…; ¡Yo soy del Sinaia!... Los que viajaron en este barco lo dicen con cierto orgullo especial. En cierta forma se sienten los primeros pobladores de México. Fueron la avanzada;  los que primero llegaron, los que orientaron a los que vendrían después.

 

Pagado por el gobierno de México para el traslado exclusivo de refugiados españoles, fue el primer viaje de este tipo, apenas en 1939, recién terminada la guerra.

 

Durante el viaje se organizaron cursos de historia de México, coros para aprender a cantar “Cielito Lindo” y “La Panchita”, periódicos, boletines, etc.

 

La llegada a Veracruz fue apoteótica; cientos de obreros mexicanos dando la bienvenida a los excombatientes, con flores, con mantas alusivas donde los sindicatos mexicanos les expresaban su solidaridad, con discursos ofreciendo una nueva patria a quienes habían perdido la suya, abrazos… y lagrimas de emoción.

 

No faltó la nota chusca, que después se contaría una y otra vez entre los refugiados. Entre los carteles de bienvenida sobresalía uno de las mujeres que se dedicaban a hacer tortillas de maíz, el pan mexicano, la base de la alimentación de este pueblo. Hoy se hacen con máquina, pero entonces se hacían a mano, por lo que se necesitaba gran cantidad de mano de obra, especialmente femenina. Las mujeres que se dedicaban a esta actividad eran las tortilleras.

 

Los recién llegados se sorprendieron al leer el letrero: “El Sindicato de Tortilleras de la República Mexicana da la Bienvenida a los Exiliados Españoles”.

 

¡A que país tan organizado hemos llegado, que hasta las mujeres de “costumbres equívocas” están sindicalizadas!, exclamo admirado alguien que no conocía los hábitos alimenticios mexicanos.

 

Muchos de los viajeros del Sinaia llegaron ya con empleo; después de varios días en Veracruz, puerto de entrada de casi todos los refugiados, se trasladaron a Santa Clara, Chihuahua, donde el gobierno mexicano iniciaba un experimento agrario en el que era muy deseable la presencia de trabajadores agrícolas españoles de gran experiencia. Parece ser que éste fue uno de los criterios de selección al escoger a los viajeros del Sinaia. Pero una cosa es el criterio y otra la selección. En Santa Clara una buena colección de arquitectos, médicos, filósofos, lingüistas, etc. se vieron convertidos en agricultores. Supongo que muchos de ellos veían por primera vez una azada.

 

El experimento no funcionó y, poco a poco, los “campesinos” fueron abandonando Santa Clara para establecerse en la capital del país o en alguna ciudad importante, menos bucólica pero mas afín a sus especialidades.

 

Las historias del Sinaia y de Santa Clara son dos de las muchas historias del exilio que están por escribirse; lo mismo que la de los primeros refugiados; los que llegaron antes del Sinaia, los “niños de Morelia”.

 

La guerra tocaba a su fin, estaba próxima la caída de Valencia. El gobierno de México ofreció acoger a un grupo de niños españoles para evitarles los peligros de la guerra. Se formó aquel grupo, protegido y cuidado por varios maestros, médicos y enfermeras y se le embarcó en el Mexique. Al llegar a México, después de una cálida acogida fueron trasladados a la ciudad de Morelia.

 

Una vez pasados los primeros días las cosas empezaron a deteriorarse; en un exceso de cariño los maestros mexicanos tomaron la carga de educarlos y desplazaron a los españoles que hasta ese momento lo habían hecho, llegando incluso a prohibirles verlos. Los niños, que venían de una guerra, resultaron mucho menos tiernos y dóciles de lo que se esperaba. Los errores se sucedieron unos a otros, al grado de que varios de los niños se fugaron. En fin, las cosas no salieron muy bien. Pero es a esos niños, separados de sus padres, separados de sus maestros y mentores, separados de su patria y de su hogar, a quienes les toca contar su odisea, o mas bien sus odiseas, una por cada uno de ellos.

 

*


 

Mi primer recuerdo del Nyassa es un gran salón, una biblioteca, con un ventanal amplio desde el que se veía el mar; poco pues el barco estaba aún amarrado al muelle; una pequeña franja de agua que subía y bajaba alternativamente entre éste y el costado del buque. Al cabo de un rato la franja se fue haciendo mas grande y el muelle fue quedando atrás.

 

No se como llegué a esa biblioteca, ni se como salí de ella para llegar a cubierta, pero si se que me sentía mareado y a cada momento me sentía peor. No era el único; apoyados en la borda, varios adultos, cuyo número crecía constantemente, se inclinaban hacia el mar y no precisamente para despedirse de alguien. El primer día fue de vomitera general.

 

*


 

Por la cantidad de gente embarcada no había lugares suficientes para todos, por lo que las mujeres con niños pequeños fueron acomodadas en los camarotes de Segunda y todos los hombres en los galerones de Tercera, apiñados en literas, unas sobre otras, con la misma ventilación e iluminación del almacén de una fábrica, o de la bodega de un barco. Allí, archivados e inventariados como cosas, hicieron el viaje, sin poder, siquiera, salir a la playa a cazar cangrejos.

 

No era nada nuevo. En el cine de esa época hay muchas escenas de viajes de emigrantes o del transporte de tropas en donde se ven los mismos hacinamientos, el mismo trato como a ganado, de los seres humanos “de Tercera”. A mi me impresionó y me sigue impresionando e indignando.

 

La Primera Clase es otra cosa, aún en tiempos de guerra, aún en tiempos de éxodos masivos y forzados.

 

A mamá y Lola se les asignó un pequeño camarote debajo de una escalera, junto con sus hijos pequeños (José Luís y Mario, los hijos de Lola; Fernando y yo, los hijos de mamá), pero sin los maridos, que por ser hombres debían ir en Tercera. Esto nos dio algunas comodidades durante el viaje y la posibilidad de escaparme a cada momento para ir a ver a papá, aunque generalmente me entretuviera en el camino, explorando alguna escalera, subiendo a un mástil o asomándome a la borda. Me fascinaban sobre todo esa especie de saxofones invertidos que sirven como respiraderos y de los que, hasta la fecha, desconozco su nombre técnico.

 

Revisando los documentos de aquella época descubrí, recientemente, que me falta la clásica foto vestido de marinerito, que nunca falta en los álbumes de fotografías familiares. Es cierto que en La Penne tuve una chaqueta y un gorro, pero nunca me retrataron con un reluciente traje de almirante lleno de vistosos adornos dorados. ¿Será por que nunca hice la primera comunión?.

 

Sin embargo, desde el primer día en el Nyassa mamá me colocó un cuello marinero, de esos que cubren media espalda, y una gorra de grumete, confeccionados por ella, y con tal indumentaria hice todo el viaje. Posesionado de mi papel de grumete paseaba por las cubiertas saludando a todos los oficiales del barco, que respondían solemnemente a mi saludo.

 

Convencido de mi cualidad de marinero hice la travesía recorriendo el barco de pe a pa. Los “saxofones”, demasiado altos para mi, se convirtieron en una obsesión, pues quería ver que había dentro y pasaba horas tratando de escalarlos.

 

No obstante, lo que siempre me impresionó mas, fue la estela del buque; me asomaba temerariamente por la borda tratando de averiguar quién o que producía aquellos torbellinos fascinantes que se ensanchaban a medida que se alejaban del barco, semejantes a los torrentes de agua de las playas de Casablanca. En mas de una ocasión fue necesaria la intervención de un adulto para evitar que terminara cayéndome al mar.

 

Fueron las explicaciones de papá, Alfonso y Enrique, ingenieros los dos primeros, marinero y aviador el último, los que resolvieron mis  dudas y me hicieron conocer el peligro de las hélices de un barco; aunque esto despertó nuevas curiosidades: ¿Cómo son y donde están las máquinas del buque?. Nunca pude verlas, pero al desembarcar tenía grandes conocimientos de ingeniería naval.; por ejemplo, que el humo de las chimeneas no provenía de la cocina del barco; que esas ruedas de corcho que había por todas partes eran salvavidas; que en el barco habían varios barquitos mas pequeños llamados lanchas salvavidas, que se podían bajar al mar por medio de un complicado sistema de poleas, etc.

 

*


 

¡Los delfines!. ¡Los delfines!.

 

La gente corre a asomarse. En unos instantes todas las barandillas del barco están ocupadas. No son las personas mareadas y de rostro amarillento y ojos vidriados que el día anterior llegaban con paso tambaleante a desmarearse sobre la borda, ni el aire es el mismo. Ahora huele a brisa marina que limpia y ensancha los pulmones. La gente asombrada y alegre comenta el espectáculo.

 

Me cuelo por algún hueco y miro al mar. Adheridos a las olas que abre la quilla, casi volando sobre ellas, los delfines avanzan junto a nosotros. Son muchos. Algunos se atrasan un instante para volver a alcanzarnos en un ondulante “sprint”; otros brincan sobre las olas, se zambullen, emergen, vuelven a brincar…

 

Sus evoluciones y piruetas se prolongan durante horas.

 

Alguien comenta que los delfines traen buena suerte; yo pienso que ya la hemos tenido por el simple hecho de haberlos visto; creo que entre los espectáculos mas maravillosos y mas gratos que nos brinda la Naturaleza están la danza de un grupo de delfines en las estelas de un barco y una noche tachonada de estrellas. Yo acababa de presenciar el primero; el segundo lo disfrutaría años después en Puente de Ixtla mientras esperábamos la reparación de un automóvil.

 

A lo largo de mi vida he visto muchas noches estrelladas; soy aficionado a la astronomía y conozco los nombres de estrellas y constelaciones, pero solo en muy pocas ocasiones se conjuntan la total transparencia del aire, la falta de reverberación, la oscuridad adecuada a nuestro alrededor y la disponibilidad de tiempo necesarios para sentir la luminosidad que baja de aquellas nubes de puntitos que adornan el firmamento. Luz, energía que penetra a través de los ojos, a través de la piel y que produce un encantamiento, una euforia relajante, una paz total del espíritu.

 

Los delfines son las estrellas del mar.

 

Yo he visto las dos clases de estrellas. Las que navegan por el cielo y las que navegan por La Mar.

 

Sé lo que es gozar.

 

*


 

Pero no todo es gozo estético. La presencia de los delfines sirvió para que algunos, mas prácticos, lanzaran cordeles desde la borda hasta el agua.

 

¿Para que son esas cuerdas?, pregunto.

 

Para pescar. En el extremo llevan un gancho que se llama anzuelo; los peces lo muerden, se les clava en la boca y así los sacamos del agua y nos los comemos.

 

¿Van a pescar delfines? Pregunto horrorizado de pensar en la maldad de destruir a quienes nos proporcionan tan grato espectáculo.

 

No; pero donde hay delfines hay peces y alguno picará. Además, los delfines no son peces.

 

La respuesta me deja perplejo. ¿Cómo que no es pez un animal que vive en el agua, que tiene forma de pez y que nada como un pez?. Pienso que mi interlocutor me está tomando el pelo o que ya no quiere seguir hablando, y me alejo.

 

*


 

¡Peces voladores!.

 

Los pasajeros vuelven a llenar las barandillas del barco para contemplar el nuevo espectáculo. Decenas de peces saltan del agua a alturas que sobrepasan la cubierta y vuelven a caer al mar. Pocos años después reviviré esta experiencia al ver la película de Pinocho.

 

*


 

¡El ballenato!. ¡El ballenato!.

 

Otra vez a la borda. Ahora el interés es por un punto negro cerca del horizonte, sobre el que se ven romper las olas.

 

   Es un ballenato, dicen los entendidos. ¿Cómo se puede, a esta distancia, saber la edad, el sexo y hasta la especie del animalito?. Sin embargo, nadie pone en duda la aseveración. Es un ballenato.

 

Su presencia pone en marcha todas las historias sobre monstruos y terrores marinos; calamares gigantes, ballenas que devoran barcos, la isla de imán que arranca los clavos de los barcos que se hunden desbaratados, sirenas que enloquecen a los marineros con sus cantos, Neptuno con su tridente, las cataratas del fin del mundo por las que el Océano se precipita a abismos insondables…

 

¡Patrañas!; dice papa y me explica que no hay tales cataratas, que la Tierra es redonda y que el agua no se cae por la fuerza de gravedad. No entiendo nada, pero doy gracias a la gravitación por evitarnos un fin tan espeluznante, Además, pienso para tranquilizarme, solo vamos a América, no llegaremos al fin del Mundo.

 

*

 


 

 

Encima de tu tirulí rulí

En baxo de tu tirulirulóo

Bailaras en una esquina

Tocando concertina

Al tiruliruló

 

Han pasado varios días y el interés por los delfines, los peces voladores y los ballenatos ha ido decayendo. Yo sigo yendo a visitar a los delfines, comprobando que siguen ahí; los saludo, me responden con un movimiento de cabeza y después de un rato vuelvo a mis correrías de grumete.

 

Hoy me detengo ante un grupo de músicos que ensayan. Forman parte de la orquesta que, por las noches, toca en el Salón de Baile; ¿Dónde está?, nunca lo he visto. Entre ellos distingo a Luis, el marido de Lola, que ha conseguido contratarse como trompetista durante la travesía para ganar algún dinero. Es difícil que un pasajero consiga empleo en un barco, pero se dan casos. Hay otro que también lo hizo: Marcelo, pero como radiotelegrafista. Dentro de unos días será el centro de atención de todos los pasajeros; pero por el momento pasa sin ninguna notoriedad.

 

La orquesta combina las canciones de moda en México (Cielito Lindo, La Cucaracha, Ay Jalisco no te rajes) con los bailables que tocará esta noche, sobre todo el Tiroliroliro que ha prendido en el gusto de todos.

 

Madre mía epiqueña

En el nombre de tu epillave…

 

No entiendo portugués, pero esto es lo que oigo; no se si sea correcto.

 

El Tiroliroliro se baila haciendo toda clase de movimientos con el cuerpo; dedos hacia arriba, dedos hacia abajo, tocarse el codo derecho, tocarse el codo izquierdo, etc. El ritmo se contagia, todos lo cantan a todas horas y lo bailan durante la noche en el Salón que no se donde está.

 

Al desembarcar en México muchos llevarán en la mano un disco de 78 rpm que contiene de un lado el Tiroliroliro y del otro el Upa Upa. Vale la pena el gasto.

 

*


 

¡El Convoy!. ¡El Convoy!.

 

Desde días antes había corrido el rumor:

Nos cruzaremos con un convoy.

Ya viene el convoy.

Se acerca el convoy.

Mañana llega el convoy.

 

Por fin, después de la espera, el horizonte se cubrió de barcos. Desde la borda los republicanos agitaban pañuelos blancos. Pañuelos de esperanza.

 

La excitación crecía de minuto en minuto. Todos querían ver el convoy; corroborar con sus propios ojos la marcha de una gran potencia democrática contra el fascismo. Los republicanos españoles ya no estaban solos, como lo estuvieron durante su guerra.

 

Siguiendo la misma táctica que en la guerra del 14, los magnates de Estados Unidos se habían mantenido neutrales haciendo pingües negocios y esperando a que en los frentes de batalla se comenzara a definir quién sería el triunfador para así poder declarar la guerra del lado correcto e intervenir en el reparto del botín.

 

Los viajeros del Nyassa no buscaban explicaciones financiero-políticas. Sabían que, por fin, el gran país de la democracia había despertado y que lanzaba todo su poderío contra las potencias fascistas.

 

Al fin las democracias se habían dado cuenta de lo que los españoles supieron desde mucho antes. Al fin las democracias habían despertado y luchaban contra el fascismo.

 

El convoy era la prueba. No se trataba de aquella pequeña, pero gloriosa, avanzada de ciudadanos americanos que había peleado junto a los republicanos, hombro con hombro, defendiendo la libertad. No se trataba de aquellas dos brigadas de voluntarios de Estados Unidos que se unieron a las de otros paises formando las Brigadas Internacionales para pelear del lado de la democracia y en contra del Golpe de Estado Internacional perpetrado por las grandes democracias que congelaban las armas para la República a la que negaban cualquier ayuda y le exigían que no intervinieran extranjeros en un conflicto interno, mientras se hacían de la vista gorda ante la ayuda descarada de Hitler y Mussolini al bando franquista… Bueno; Mussolini mas que ayudar entorpecía, recordemos un lema que se repetía en las trincheras: “Guadalajara no es Abisinia; menos camiones y mas…”.

 

El convoy era la prueba. Ahora eran cientos, miles de brigadas Lincoln; cientos, miles de brigadas Washington.

Por fin, después de la espera, el horizonte se cubrió de barcos. Desde la borda del Nyassa, los que habían formado la primera línea de fuego contra el fascismo, los que primero habían intentado frenar la embestida de las autocracias, agitaban pañuelos saludando a los que ahora iban a relevarlos, los que ahora iban a luchar por la libertad.

 

Durante varias horas los barcos pasaron por el horizonte a gran velocidad, siempre distantes.

 

Después nos quedamos solos flotando en medio del océano.

 

¿Premonición?.

 

*


 

¡El submarino!.

 

Se pronunciaba en voz baja; con miedo.

 

Apareció una noche, cerca del barco. El semáforo luminoso comenzó a transmitir rayas y puntos. Marcelo traducía el mensaje Morse al español para conocimiento de los pasajeros. El submarino no tenía malas intenciones; solo quería viajar bajo el barco hasta aguas menos peligrosas… Claro que si el capitán del Nyassa se negaba a esta solicitud podríamos terminar todos nadando. Esta idea y la de que nos hicieran volver a España, aterrorizó a todos.

 

Al día siguiente se hizo un simulacro de evacuación. El sonido de las sirenas movilizó a todos los pasajeros que, con premura pero con orden, fueron a los camarotes a recoger no se que, y de allí a los botes salvavidas. Estos, que siempre habían estado tapados con una lona, estaban descubiertos y listos para ser bajados al agua. Cada pasajero se colocó junto al bote que le tocaba; listo para abordarlo.

 

No fue necesario. Se trataba solo de un simulacro. Pero en las mentes de todos había una sola idea: ¡Se hunde el barco!.

 

La zozobra duró varios días; hasta llegar a las proximidades de Trinidad.

 

En su viaje de regreso a Europa, el Nyassa fue hundido por un submarino alemán.

 

*


Se llamaba Universo. Viajaba solo con su padre y por lo tanto dormía en uno de los estantes para almacenar seres humanos que había en la Tercera Clase. Era mas o menos de mi edad y estaba enfermo, muy enfermo… se iba a morir.

 

Mamá se enteró y me encargó que fuera a visitarlo para que no se sintiera solo, para reconfortarlo y darle un poco de alegría. Así lo hice; pasé la mañana a su lado tratando de jugar y hablar con él. Pero Universo estaba muy pachucho y prefería acurrucarse en el camastro, callado y dormitando. Creo que es la primera vez en mi vida que sentí la zozobra de ver que alguien se va definitivamente, de ver las condiciones de inhumanidad en que terminan su vida los enfermos, es la primera vez que sentí la soledad.

 

Dos días después, cuando pensaba repetir la visita, se corrió la voz de que un niño había muerto. También los niños mueren. Ya no volví por Tercera.

 

Como en un par de días el barco tocaría puerto en la isla de Trinidad se decidió guardar el cuerpo del niño en el congelador del barco para darle sepultura en tierra.

 

No recuerdo cuando atracamos; debe haber sido por la noche. El caso es que al salir a cubierta me encontré frente a las instalaciones del puerto; bodegas a un lado, el muelle abajo, grúas por allá y soldados, muchos soldados; todos negros, con excepción de los oficiales; todos blancos y en calzoncillos.

 

Los soldados negros, perfectamente armados, nos veían desde sus posiciones de defensa y nos sonreían al tiempo que saludaban haciendo la V de la victoria que había popularizado Churchill.

 

Para ese momento se había extendido por el barco una sensación de desagrado y de rabia.

 

Una vez mas, Marcelo se había convertido en centro de información. Por él se supo que las solicitudes telegráficas que se habían hecho a lo largo del día anterior para sepultar a nuestro muertito, habían sido rechazadas, una tras otra, por las autoridades británicas de la isla. En ese momento el Capitán del Nyassa, en persona, se entrevistaba con las autoridades en un último intento por conseguir la autorización del sepelio.

 

Todo fue en vano. La negativa siguió. La rabia a bordo creció. Los soldados negros, ajenos a todo, seguían saludando con la V de la victoria. Los del barco respondían con una seña bastante agresiva, igualmente universal pero muy distinta de la de Churchill.

 

Cuando el barco estuvo nuevamente en altamar, un grupo de personas muy tristes se conglomeró en cubierta junto a un pequeño ataud colocado sobre una rampa. Hubo plegarias y lágrimas. La caja se deslizó y cayó al mar.

 

Yo contemplaba a distancia; no me atreví a acercarme. Musité: Adiós amigo Universo.

 

Es el primer muerto que recuerdo; después seguiría una larga lista. Universo no llegó a América, pero la mayoría de los que si llegaron se quedó en estas tierras para siempre, sin la posibilidad de volver.

 

*

La muerte de un refugiado en México fue una especie de rito de solidaridad durante todo el exilio. Aunque no conocieran personalmente al difunto, aunque ni siquiera hubieran oído hablar de él, aunque profesaran ideas políticas diferentes y antagónicas, la casi totalidad de los refugiados se congregaban en la agencia funeraria, llenando no solo la capilla sinó también las áreas de paso y la recepción. Ruidosos de por si, como buenos españoles, el murmullo de sus voces rompía el silencio que suele haber en las velaciones. Muchas veces, al mirar ocasionalmente al interior de alguna capilla vecina y contemplar solas, desoladas, a cuatro o cinco personas que acompañaban a su ser querido, sentí culpa del ruido que hacíamos.

 

El entierro era, generalmente, en el Panteón Español, no tanto por el precio o la calidad de los servicios como por la necesidad de seguir unidos a España, tener el descanso eterno en tierra española, aunque en realidad fuera mexicana. Allí se acababan las diferencias políticas; franquistas y republicanos se convertían en la misma tierra, en el mismo polvo, en la misma añoranza.

 

El entierro era el último acto político del refugiado que se iba. Formados tras el féretro, los republicanos avanzaban en una larga columna que tenía mas de manifestación que de cortejo fúnebre. A unos trescientos metros de la entrada, un cura esperaba frente a la puerta abierta de una iglesia; la columna lo bordeaba y seguía de largo no sin dirigirle ciertas miradas de rencor; el clero había sido uno de los pilares del antirrepublicanismo, una de las causas fundamentales para que el difunto muriera en el exilio y fuera enterrado lejos de su tierra. Aunque en vida hubiera sido ferviente católico y hubiera asistido a misa e incluso hubiera recibido los santos oleos, en ese momento encabezaba una manifestación; era el líder momentáneo de quienes lo seguían; era el símbolo de un ideal que se resistía a desaparecer. Entrar a la iglesia era aceptar el “perdón” franquista, era claudicar. Era traicionar a los librepensadores que lo acompañaban a su última morada.

 

A lo largo de los años, mientras oíamos mezclados los sonidos de las palas raspando la tierra, de ésta chocando en el fondo de la fosa, de los sollozos ahogados, tuvimos tiempo para meditar que la columna se iba haciendo mas corta; que en cada una de esas manifestaciones alguien se quedaba ahí; que la columna tenía un elemento menos.

 

Universo también tuvo su manifestación, pero él se quedó en el mar.

 

Los niños pequeños no íbamos a estas manifestaciones, por lo que solo nos enterábamos de palabra de las primeras muertes. Al cumplir entre diez y doce años ya se nos consideraba en edad para ir a funerales y nos uníamos a las largas columnas de dolientes. Mi primer entierro fue el del padre de un compañero de clase.

 

Uno al que no asistí, por mi edad, y que sin embargo recuerdo vivamente es el del papá de Carlitos.

 

Carlitos fue, durante toda su vida, mi mejor amigo. Ambos nos llamábamos Carlos. Nuestros respectivos padres también se llamaban Carlos. Teníamos, prácticamente, la misma edad (yo era cuatro meses mayor). Vivíamos en departamentos iguales en el Edificio Ermita (el suyo estaba justamente arriba del mío). Ambos íbamos en el mismo autobús al mismo colegio y tomábamos clases en el mismo grupo con el mismo maestro. Nuestras familias planeaban y realizaban juntas sus vacaciones y excursiones. Siempre estábamos juntos. Nuestros juegos eran los mismos. Podíamos decir que la única diferencia era que su mamá se llamaba Teresa y la mía Ángeles. Y aún esta diferencia resulta mínima si consideramos que ambas nos cuidaban y querían por igual.

 

Carlos y Teresa, los padres de Carlitos, habían llegado en el Sinaia. No los conocimos en Francia. Pero su relación en México fue tan intensa que desplazó a la de Alfonso y Chala o Enrique y Antoñita, que fueron mis padres de repuesto en los primeros años. En México, Carlos y Teresa fueron mis padres adoptivos por excelencia, sin que los otros dejaran de serlo.

 

Carlitos, mi hermano Fernando y yo estábamos siempre juntos. Formábamos un trío inseparable en todas las actividades, en todos los juegos. Alrededor de este trío había otros niños, pero éramos el núcleo de todas las uniones. En muchos juegos intervenían Pedro y Pepito, dos años mayores que Carlitos y yo y que formaban una pareja tan unida como nosotros tres. Estaban también nuestras hermanas: Coral mía y Laura y Concha de Carlitos, pero por ser bastante menores no tenían tanta unidad como nosotros; además eran mujeres y en esa época los juegos de niños y niñas eran diferentes, las niñas no jugaban al futbol.

 

Un día el papá de Carlitos se enfermó; los médicos pensaron que su dolencia podía ser contagiosa por lo que se decidió separar a los niños; Carlitos y sus hermanas bajaron, con todo y camas, a nuestro departamento. El hecho de tener en un solo cuarto cinco camas (Concha era demasiado pequeña y dormía a parte) para brincar de una a otra, para hacer peleas de almohadazos, para hablar y jugar, resultó muy atrayente y divertido para la colección de mocosos que compartíamos el cuarto. La agonía del papá de Carlitos fue, en gran medida, un motivo de jolgorio para nosotros. Finalmente, un día terminó la diversión. Mientras los niños quedábamos al cuidado de un vecino que trató de entretenernos con sus mejores trucos, el papá de Carlitos fue trasladado  al Panteón Español. Teresa se vistió de negro y permaneció así durante muchos años. Este luto riguroso y casi eterno me impresionó tanto que durante muchos años cambié el familiar tuteo por un respetuoso trato de Usted.

 

*


 

   El desembarco duró varias horas. Mientras se cubrían, poco o poco, los trámites de migración y aduana, todos esperábamos en cubierta junto a nuestros respectivos equipajes contemplando las instalaciones del puerto; grandes grúas que transportaban bultos y cajas a las bodegas del muelle, trabajadores afanándose en diversas actividades, gente bulliciosa paseándose por el malecón, lanchas motoras que se internaban en el mar, curiosos y simpatizantes que nos saludaban, algunos familiares o amigos que habían llegado antes y venían a recibir  a alguien, luz solar intensa que hacía brillar la vegetación, toda clase de colores brillantes, sones jarochos que se oían a lo lejos, calor y calidez. No era el puerto fortificado y hostil de Trinidad; era un puerto de gente tranquila, alegre, trabajadora. Era, también, el fin del viaje; la llegada a una tierra amable que nos recibía. Atrás quedaban el frío, el miedo, la angustia, la escasez, los campos de concentración, los escondites, las huidas. Por delante se abría la posibilidad de una nueva vida, tranquila, estable, cómoda y sin hambre. Pero ¿cómo iniciarla?; en los bolsillos de los recién llegados solo quedaban algunas monedas de cuño extranjero.

 

   El gobierno en el exilio, los partidos políticos y otras organizaciones habían formado sociedades de ayuda a los refugiados, las dos más famosas fueron la JARE y la SERE. Al salir del barco, a cada jefe de familia se le entregó una cantidad de dinero, creo que veinte pesos de los de entonces (hace ya muchas devaluaciones), suficientes para sobrevivir los primeros días.

 

   Veinte pesos y la luz del Trópico. Eso era todo para iniciar la nueva vida.

 

   No recuerdo en absoluto la calidad de las bebidas y alimentos del Nyassa, no creo que fueran malos; pero mama desembarco con una necesidad casi compulsiva de tomarse un buen café con leche; así que, en cuanto desembarcamos nos fuimos a los famosos portales del centro de la ciudad, al Café La Parroquia y mamá paladeó un gran vaso de delicioso café con leche que recordó durante toda su vida.

 

   Al caer la tarde estábamos en la estación, listos para tomar el tren que nos llevaría a la ciudad de México. La mayoría de los recién llegados se quedó uno o dos días en Veracruz, conociéndolo y disfrutándolo; pero papá tenía prisa por llegar. A través de contactos con amigos que habían llegado antes, tenía apalabrado un empleo y un departamento; así que nos instalamos en el tren y partimos hacia la capital.

 

   Para ese momento papá había sufrido una gran decepción. En un puesto de la calle había visto unas rebanadas de melón muy grandes, de pulpa anaranjada y jugosa que confirmaban lo que se decía sobre el crecimiento exagerado de los vegetales en el trópico. Compró una rebanada de aquellos melones gigantescos mientras se le hacía agua la boca y al probarlo descubrió que no sabía  a melón. ¡Sabe a petróleo!, exclamó desilusionado e influido por la fama de México como país petrolero.  Por supuesto el melón gigante no era un melón y, por lo tanto, no sabía a melón; aunque tampoco su sabor era el del petróleo. Se trataba de una fruta muy poco conocida en España, salvo en las islas Canarias, pero abundante en el trópico donde se come mucho, la que en Centro y Sud América se conoce como lechosa y en México como papaya.

 

   Esta experiencia marcó el inicio de un proceso de reaprendizaje al que se vieron sometidos todos los emigrantes. No todos compraron melones gigantes, pero cada quién, en su caso particular, tuvo que ir aprendiendo a distinguir las cosas, las costumbres y las palabras de México, que son distintas a las de España.

 

   Así, poco a poco, descubrieron que los tiestos son macetas, el rodapiés es el zócalo, las esteras se llaman petates, las bayetas se llaman jergas, las panochas se llaman elotes y las vaginas se llaman panochas.

 

   Las alubias, frijoles, habichuelas, etc. dieron al traste con esa especie de sionismo culinario de los españoles que a todo le llaman judías. Los frijoles negros no son judías negras mejicanas como vi hace poco en una lata española. Las judías verdes se llaman ejotes, los guisantes, chicharos, etc. Como compensación las gambas, quisquillas, carabineros y demás, en México son camarones sin más diferencia que el tamaño.

 

Los melocotones se llaman duraznos, los albaricoques chabacanos y los higos chumbos, tunas.

 

Las pipas son pepitas y las peonzas son trompos.

 

Los fontaneros son plomeros y los camareros, meseros.

 

Currar es camellar.

 

Un golpe es un guamazo o catorrazo.

 

Las tortas no se dan, se comen.

 

Los tacos no se dicen, también se comen.

 

Nota exclusiva para estudiantes y maestros: Irse de pinta o pintar venado es hacer novillos, la tiza se llama gis, los empollones son macheteros y las chuletas son acordeones.

 

La palabra culo de uso común y cotidiano en España, en México se relaciona casi exclusivamente con el sexo anal, por lo que está prohibidísima por las buenas costumbres y solo se pronuncia en el caso de un ataque súbito de ordinariez extrema.

 

   Asqueroso es el que tiene asco y no el que produce asco. Un desgraciado es un canalla y no alguien que ha sufrido una desgracia.

 

Un carca es un mocho.

 

La traducción exacta de pendejo es gilipollas.

 

*


 

   Pero no solo el lenguaje causó sorpresas entre los recién llegados; uno tras otro; todos sufrieron la venganza de Moctezuma al enfrentarse a la comida mexicana, fuertemente condimentada con toda clase de chiles, como el chile campana, que al entrar pica y al salir re pica.  Los dolores de estómago, las agruras, las diarreas y las lenguas escaldadas estaban a la orden del día.

 

   Para la mayoría, una de las experiencias más traumáticas, al ser invitados a comer en casa de un mexicano, fue la de ver aparecer en la mesa después de la carne y antes de los postres, un plato con una masa blanduzca de color mas o menos café, de forma alargada y más o menos cilíndrica que sugería inmediatamente la idea de algo muy conocido y sucio. El olor a metano confirmaba el origen escatológico del platillo.

 

   Ante la cara de estupor del invitado. Alguien aclaraba: Son frijoles refritos. A pesar de la aclaración, el invitado, que no sabía muy bien que era eso de los frijoles, prefería esperar el desenlace de aquello, pensando que si no se trataba de una extraña y sucia costumbre alimenticia de los anfitriones debía ser una broma de muy mal gusto y veía horrorizado a los demás deglutiendo y tragando con deleite aquello. Cuando al fin superaba sus remilgos (a veces después de varias invitaciones a comer) quedaba cautivado por la exquisitez de los refritos que incorporaba rápidamente al menú diario del hogar y hasta concebía la idea de hacerle la broma a algún recién llegado.

 

   Los frijoles y los chiles formaron en poco tiempo parte de la comida diaria, hermanando en la mesa a españoles y mexicanos.

 

*


 

   Está usted en su pobre y humilde casa, dicta la cortesía mexicana al recibir a alguien en su hogar. No importa que la casa sea un gigantesco y lujosísimo palacio rodeado de hectáreas de jardines, siempre será pobre y humilde.

 

    Esta cortesía fue causa de muchos equívocos entre los exiliados cuando hacían una cita: Nos veremos mañana en su casa decía cortésmente el mexicano. Y al día siguiente el mexicano y el español esperaban infructuosamente, cada quién en su propio hogar, la llegada del otro.

 

   Pronto aprendieron los refugiados a evitar estas confusiones pidiendo la aclaración: ¿En mi casa de usted o en mi casa de mi?. Con el tiempo acabaron por hacer una parodia de la cortesía mexicana: Está usted en su casa de usted que pago yo.

 

*


 

   Acostumbrarse al habla suave, dulce, cantada de los mexicanos fue también parte del aprendizaje; los refugiados dejaron de ladrar en castellano para no parecer malhumorados crónicos y hasta se habituaron al alud de diminutivos empleados por los habitantes del país.

 

   Una anécdota de aquellos tiempos narra que un español de nombre Agapito se sentó, durante un banquete, al lado de un mexicano que a cada momento se dirigía a él: Don Agapito, ¿me pasa por favor la salsita?. Don Agapito, ¿me acerca por favorcito el pancito?, etc. Don Agapito, molesto con tantos diminutivos, hizo un acre comentario sobre esta forma de hablar, por lo que el mexicano, apenado y sentido, guardo silencio durante el resto de la comida. Dándose cuenta de su falta de delicadeza, Don Agapito trató de enmendar su error ofreciéndole al mexicano su postre, a lo que éste respondió: Gracias Don Agapo, la comida estuvo exquisa pero ya no tengo apeto.

 

*


 

   Orita es un diminutivo de ahora, explicaban los exiliados veteranos a los recién llegados; si ahora significa hacer algo en los minutos siguientes, su diminutivo, un ahora pequeñito, debe ser algo de segundos, algo instantáneo; pero no te fíes, el orita puede tardar meses en realizarse.

 

   Claro que si te dicen oritita u orititita agregaba el experto Entonces la cosa cambia; puedes tener la certeza de que jamás lo van a hacer.

 

*


 

Estas reflexiones vinieron después. En el tren que nos conducía a México los pensamientos eran otros.

 

El viaje fue pesado. Fernando dormido en brazos de mis padres, yo dormido a lo largo, pegado al respaldo del asiento, ellos sin poderse recargar en el respaldo.

 

En la estación nos esperaba Diego, quién nos condujo a un hotel cercano y prometió volver al día siguiente para llevarnos a nuestra habitación definitiva.

 

Fue nuestra última noche en un hotel de cinco cucarachas.

 

*


 

   El primer problema al que se enfrenta un emigrante al llegar a un lugar es el de la casa; buscar un techo donde dormir, donde guarecerse. De acuerdo a la disponibilidad y el precio la mayoría de los refugiados españoles se establecieron en departamentos amueblados de la Calle López y sus alrededores. Pero hubo dos edificios de departamentos que se hicieron famosos por estar ocupados casi en su totalidad por estos emigrantes: el Edificio Río de Janeiro en la plaza del mismo nombre en la Colonia Roma y el Edificio Ermita, en Tacubaya.

 

   El primero es una especie de castillo de ladrillo, tipo francés, muy bonito, aunque algo lóbrego, por lo que actualmente se le conoce como La Casa de las Brujas. El segundo es una obra moderna (de los años veintes) de estilo art-deco. Exteriormente tiene cierto parecido con un buque, o más bien con el dibujo del arca de Noé que aparece en los libros ilustrados para niños. Su quilla rompe la Calzada de Tacubaya en dos avenidas; Jalisco y Revolución, que son como las estelas del arca. Por la popa se entra al cine Hipódromo, que ocupa casi toda la base del edificio y varios niveles de altura. El techo del cine sirve como base a un patio interior rodeado por un conjunto de departamentos pequeños, casi todos de una recámara, a los que se llega a través del patio, al que los constructores dieron el nombre de “hall”, no sé si por presumir de bilingües o por alguna otra razón. Sobre estos departamentos se levantan otros dos niveles, de igual distribución pero con corredores e incluso un puente central que permiten el acceso a las viviendas y tienen vista al hall, de tal forma que éste es el centro natural de comunicación entre todos los inquilinos que pueden llamarse y hablar de un piso a otro, dando así una gran animación a la vida común y al cotilleo.

 

   El techo del hall estaba constituido por un vitral emplomado, diseño de Diego Rivera, en el que se veían varias escuadrillas de aviones volando bajo un enorme sol rojo colocado en el centro. El tiempo, la negligencia y un par de accidentes que pudieron ser fatales para quienes intentaron caminar sobre el emplomado, destruyeron el vitral, por lo que ahora, desde el hall solo se ve una estructura de dos aguas de vidrio translúcido que antes sirvió para proteger al vitral. Esta estructura, visible desde bastante lejos, en el exterior, es la que le da su aspecto de arca al edificio.

 

   El proyecto y la construcción son del arquitecto Juan Segura y, aparte del estilo art-deco que era una novedad en aquella época, tiene la característica de ser el primer edificio que se construyó en México con cemento armado y que reunía en un solo conjunto habitaciones, comercios y teatro-cine.

 

   El lector perdonará tanta atención al Edificio Ermita que, aunque tiene méritos suficientes para aparecer en los tratados de arquitectura, no parece justificarse en este relato. Sin embargo, hay dos razones para citarlo. La primera es que ahí pasé mi niñez y mi juventud, la segunda es que por la cantidad de departamentos y la pequeñez de los mismos fue el primer hogar de muchos exiliados que, poco después, al mejorar su situación económica, buscaban algo mas amplio, de tal modo que siempre hubo una alta rotación de inquilinos; así, fueron muchos los que vivieron en el Edificio Ermita, aunque solo haya sido por algunos meses, o quizá días, pues había ocasiones en que algún recién llegado se acogía a la hospitalidad de algún amigo mientras se instalaba en su propia casa. Por otra parte, los que no vivieron en él, siempre tenían algún pariente o amigo al que visitar. Se hicieron frecuentes las fiestas, tertulias y reuniones, por lo que puedo asegurar que casi la totalidad de los refugiados españoles conocieron y tuvieron algo que ver con el Edificio Ermita. Un ejemplo de esto lo tenemos en los taurófilos; siendo un lugar muy próximo a la antigua Plaza de Toros de la Condesa y, después, un lugar de paso casi obligado hacia la Monumental Plaza México estrenada por aquellos años, se estableció la costumbre de reunirse en el Ermita “a tomar el vermú” antes de la corrida. El vermú iba acompañado de algunas aceitunas a las que, con el tiempo, se agregaron jamones, quesos, anchoas, tortillas de patata y otras tapas, por lo que la afición a tomar el vermú superó pronto a la afición a los toros y perduró hasta mucho después de que los taurinos dejaran de serlo. Algo que nunca entendí fue la presencia de un vino italiano en los preparativos de una costumbre totalmente española.

 

   Como nota final diré que la parte delantera del edificio, la proa del arca, estaba formada por departamentos más amplios con cocina, comedor, sala, dos habitaciones y una pequeña terraza. A uno de esos departamentos llegamos.

 

Una vez depositado el equipaje en el suelo, papá contempló la estufa de petróleo de la cocina, la mesa con seis sillas, el aparador y el trinchero del comedor, el diván y las dos butacas que rodeaban a la mesita de centro de la sala, las dos camas y el armario en una alcoba y la cama matrimonial y el armario de la otra y suspirando de alivio dijo: “De aquí no me muevo”. Y lo cumplió.

 

No era un gran mobiliario, pero después de años de compartir la cama (si es que la había) con las chinches, de sentarse en cajas o sobre las maletas, de cortar leña para cocinar o calentarse, de levantarse con los ojos negros por el hollín del alumbrado de gas, de... tantas otras incomodidades, el llegar a un departamento amueblado era llegar al paraíso con luz eléctrica y colchones nuevos. 

 

*


 

   Dos de los principales descubrimientos que hice al llegar a México son la estufa de petróleo y la radio.

 

   Nuestro departamento amueblado del Edificio Ermita contaba entre su menaje con una modernísima estufa de tractolina. Creo que tanto para mi madre como para mi padre aquel artefacto resulto cómodo, limpio y maravilloso. Yo lo encontré intrigante y mágico y pasé horas enteras investigando su funcionamiento. Entre el conjunto de tubos, láminas, llaves y demás partes llamaba mi atención aquella redoma de vidrio que periódicamente había que quitar y bajar con ella a la entrada del edificio para que la rellenara el señor Tinoco, un empleado de cierta categoría, una especie de subadministrador, de jefe de los empleados, que tenía el monopolio de la venta de tractolina en el edificio. En un cuartito diminuto, con cero ventilación, justo en la base estructural del edificio, almacenaba dos o tres barriles del misterioso líquido, poniendo en riesgo la integridad no solo del inmueble sinó la de todos sus habitantes; pero en ese tiempo las normas de seguridad eran bastante relajadas, si es que existían, por lo que a nadie le preocupaba que el señor Tinoco, con un cigarrillo encendido en los labios, metiera un cucharón en los barriles y llenara la redoma parsimoniosamente, previo pago correspondiente.

 

*


 

El radio (radioreceptor) como se dice en México o la radio (radiodifusora) como se dice en España fue, sin embargo, lo que mas me maravilló. ¡Una caja que habla, que canta, que cuenta cuentos!. Carlos y Teresa, que habían llegado en el Sinaia y que ya gozaban de una situación económica bastante desahogada, tenían una de esas cajas mágicas. Subía a su casa a oír los cuentos y canciones de Cri-Cri o a escuchar los maravillosos relatos del Hada Alegría.

 

Tardamos bastante tiempo antes de tener nuestro propio radio; antes de ello nació mi hermana, durante la estancia de mamá en el sanatorio Fernando se quedó en casa de Antoñita y Enrique y yo en la de Mercedes y Manolo. Ellos también tenían radio. Yo dormía en un sofá, en la sala, y tenía acceso al radio, por lo que me dormía escuchando los terroríficos cuentos de El Monje Loco, los intrigantes casos del detective Ricardo Lacroix, que después cambio su nombre a Carlos, o las apasionantes aventuras de El Hombre de Azul.

 

También me inicié en las comedias radiofónicas con el Panzón Panseco, la Marquesa Carlota Solares, don Celso Boquerones Presidente Municipal de Huipanguillo, Huip, los Kikaros, Pepe Peña, el Risámetro y muchos otros que llenaron de risas mi infancia. Aprendí a ser alegre.

 

Y, por supuesto, oía a Agustín Gonzalez “Escopeta” narrando los partidos de futbol y al famosísimo Paco Malgesto emocionándose con las corridas de toros.

 

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Cuando, finalmente, tuvimos radio en casa, estaba de moda “la radiodifusora mas española del Universo”; mas conocida como “la del paleto”.

Su locutor, “el paleto”, era mas ordinario que el barro de hacer bacines, según expresión de mamá. Pero tenía la virtud de cautivar a todos los españoles en México, gachupines o refugiados. Su programa, que duraba toda la tarde, entrelazaba observaciones intranscendentes de los quince años de alguna gachupincita de la época, con noticias de la Romería de Covadonga que, por la frecuencia de las noticias, se debía celebrar cada semana, e innumerables cuples y fragmentos de zarzuelas interpretados por Imperio Argentina, Celia Gamiz, Conchita Piquer y otras, así como canciones de Los Bocheros, que después fueron sustituidas por las de los Xei y mas tarde por las de Los Churumbeles de España.

 

Mientras “el paleto” colocaba disco tras disco en el tornamesa, que entonces se llamaba gramófono, la imaginación de los escuchas volaba a través del Atlántico, a través del tiempo, hacia lugares distantes y tiempos idos, hacia remembranzas perdidas en la memoria…

 

La tarde se vestía de silencio; un silencio roto solo por la música del radio; música que no sonaba sino que hacía viajar las almas a otras tierras, a otras épocas. Música silenciosa que inducía al recuerdo, a la ensoñación; música que reunía a los emigrantes con sus familiares y amigos de allá; de aquel allá tan lejano y tan cercano. Tiempo paralizado que permitía trasladar las emociones, los cariños, las esperanzas hasta lugares y épocas muy distantes.

 

Los niños nos uníamos a nuestros padres en aquel evocar lleno de silencio y nostalgia.

 

 

*


 

   Algo común a todos los expatriados es la congelación del tiempo en todo lo referente a aquello que abandonaron. Mientras la vida cambia a su alrededor, mientras lo cotidiano se altera y fluye, la tierra lejana de donde salieron permanece estática, nada cambia allá, aunque las noticias que lleguen digan lo contrario.

 

   Esto les pasó a mis padres, a todos los refugiados, y por extensión a sus hijos.

 

  Durante toda mi infancia viví con la idea de una España invariante, estacionada en los veintes o los treintas del siglo XX y, en parte, en los finales del siglo XIX, ya que mis padres no solo tenían el recuerdo de su juventud, sinó la herencia de los relatos y los hechos de sus mayores. España cambiaba, pero en la mente de los hijos de los refugiados seguían vivos los recuerdos no vividos de esa España previa a la guerra relatados por sus padres.

 

   Por las calles de Madrid seguía pasando El Cacharra en busca del lechero que, ajeno a los tetrapacks, transportaba en burro las alforjas de cuero llenas de jugo de vaca. Y a las diez en punto, en la Plaza de Oriente, se seguía oyendo el pregón: ¡La cinteeeraaaa...!, de esa especie de bonetería ambulante que surtía a domicilio toda clase de hilos, cintas, listones, encajes, agujas, botones, etc. a todas las mujeres de la ciudad.

 

   Los señores de postín seguían usando sombrero de copa para pasear en calesa al lado de sus esposas de vistosos sombreros de flores, herméticamente enfundadas en siniestros corsets, mientras, a pie, los chulos, de gorra y gazne, piropeaban a las modistillas de mantón de Manila y vestido chinés que iban y venían incansablemente por la calle de Alcalá sin disponer de un solo segundo para dar una puntada o hacer un bordado. Con tanto ir y venir por la calle de Alcalá, la industria del vestido pasaba por una profunda crisis.

 

   Los caballos de los coches de punto seguían aromatizando las ciudades y espantándose con el ruido ensordecedor de los cada vez mas frecuentes autos conducidos por algún intrépido chofer de gabán, guantes de cuero y gorro y gafas de aviador. La presencia de tan singular personaje y su inusual máquina seguían provocando enconados debates entre las niñeras y los soldaos para dilucidar si chofer lleva acento en la o o en la e. Y, por supuesto, ninguno de estos soldados tenía un simple uniforme verde o caqui sinó uno vistosísimo de múltiples colores recargado de cintas, borlas, botones dorados, etc. mas apropiado para bailar una habanera con Carmen la Cigarrera que para disparar un solo tiro, cosa que no podían hacer pues, en lugar de pistola, de sus cintos colgaban gigantescos sables.

 

Andalucía era un inmenso tablao en el que las sevillanas con trajes de lunares, y peinetas bailaban incansablemente junto a sus compañeros que nunca van vestidos a la medida; siempre con sombrero ancho y chaquetilla corta.

 

Lo mismo sucedía en las demás regiones de España, donde gallegas, asturianos, vascos, catalanes, valencianas y demás iban vestidos con sus trajes típicos regionales que hacían fácil la identificación de su lugar de origen. No faltaban, dentro de esta romería permanente, los espías disfrazados de lagarteranas ni las lagarteranas disfrazadas de espías.

 

*


 

Terminaba la tarde, “el paleto” despedía el programa. Era tiempo de olvidar el recuerdo, la lágrima que humedeció los ojos, la añoranza, y volver a la realidad del presente.

 

¿Qué cenaremos esta noche?. ¿Chilaquiles o tamales?. Quizá un elote con chile piquín, sal y limón. Una consulta con el monedero resolvía la cuestión: café con leche y conchas.

 

A veces había mas soluciones: huevos fritos o “pasaos por agua”, arroz con leche… Y si las cosas iban bién, el lujo: tortilla de patatas.

 

La comida mexicana iba sustituyendo poco a poco a la comida europea. México entraba a nuestros corazones por el estómago; y aun faltaban el mole con pollo, los chiles en nogada, la carne tampiqueña, el pozole y tantos y tantos platos típicos y exquisitos. La exquisitez tardó en llegar.

 

*


 

En el entremientras los niños refugiados de aquellos tiempos nos tuvimos que limitar a las paletas Mimí, las pasitas Paraíso y, en los días de fiesta, a los chocolates de LA VAQUITA WONG, alternados con algún muégano deglutido con placer durante alguna función cinematográfica o los clásicos caramelos de entonces: grandes bolas verdes con rayas blancas y sabor a eucalipto, bolas aplastadas blancas con rayas rojas y sabor a menta, “peras” amarillas con rayas multicolores y sabor a anís.

 

A la salida del colegio se apostaba un señor con una caja llena unas veces de pirulís y otras de cucuruchos con pepitas. Por las ventanas del autobús pedíamos, moneda en mano, su apetecible mercancía. Aunque el vendedor procuraba ser honesto, el tiempo para el intercambio era escaso y generalmente daba menos pirulís o pepitas que las monedas que recogía.

 

Lo que resultaba realmente extraordinario era poder ir a la heladería de Emilio Chiandoni, en la Plaza de Dinamarca, y pedir un  Hot Fudge, un Banana Spleet, un Napolitano o un Tres Marías. ¡Eso eran palabras mayores!.

 

Si se trataba de comer helados, generalmente nos teníamos que conformar con los de los carritos que deambulaban por la ciudad con nombres alusivos al frío como Himalaya, Iglú, Alaska, Polar, que ofrecían diversas clases de paletas de agua (limón, naranja, jamaica, tamarindo) o de leche (chocolate, fresa, vainilla), o, aun mas modestamente, a los raspados de hielo rayado rociado con algún saborizante de fruta.

 

Años después, cuando ya era adolescente, apareció una cadena de heladerías de nombre Kiko, que compitió con Chiandoni. Los kikos, recubiertos de chocolate y las kikoletas, sin recubrimiento, desplazaron, por precio, a los helados de Chiandoni. Más no por calidad y exquisitez. Chiandoni siempre fue y será Chiandoni.

 

Kiko introdujo una novedad que le dio mucho éxito; en cada mesa de sus heladerías había un aparato en el que depositando veinte centavos podías escuchar una melodía; eran sinfonolas individuales.

 

*


 

¡Las sinfonolas!

 

Marcan toda una época. Todos los bares, cantinas, restaurantes y sencillas fondas de comida corrida tenían una en la que los parroquianos, veinte tras veinte, escogían su melodía favorita.

 

Era fascinante ver como el mecanismo de la máquina movía el disco seleccionado, lo colocaba en posición y lo hacía girar mientras el brazo con la aguja se movía automáticamente hasta la posición inicial para empezar la audición.

 

En ese tiempo lo normal era, como en el gramófono que nos acompañó al exilio,

darle cuerda al aparato, mover la palanca que lo hacía girar y colocar manualmente el brazo de la aguja. Tantos adelantos de la electrónica y la automatización eran maravillosos.

 

También eran fascinantes las luces multicolores que iluminaban a las sinfonolas.

 

A diferencia de los aparatos de Kiko, que solo se oían en una mesa, las sinfonolas proyectaban su sonido a muchos metros de distancia; por lo que todos los habitantes de la zona circundante gozaban de música gratuita durante todo el día y parte de la noche. Así, todos estaban al corriente de los éxitos musicales del momento y para muchos niños como yo, fueron la iniciación en la música: corridos como Rosita Alvirez, Juan Charrasqueado y El Hijo Desobediente, canciones rancheras como Al Morir la Tarde Traigo mi Cuarentaicinco, Viva México, Cocula, La Feria de las Flores, Canción Mixteca, canciones sentimentales como Alma con Alma, no clasificadas como Alma Mía de mi Grandota, Cantar del Regimiento, La Raspa y La Chencha, porros venezolanos como El Gallo Tuerto, María Cristina, La Múcura, Micaela y boleros, muchos boleros, todos los boleros habidos y por haber. Mas adelante llegaron los primeros mambos. Después, las sinfonolas cayeron en desuso.

 

No se porqué, pero en las sinfonolas no estaban las canciones mas famosas, como Cielito Lindo, La Panchita, La Borrachita, La Adelita, La Valentina, La Rielera, etc. Esas se cantaban en las casas acompañadas con guitarra… o sin guitarra. Y también en los centros de diversión con mariachis; pero por mi edad yo no iba a ellos.

 

*


 

Algo que maravillaba a los recién llegados era el colorido de todas las cosas en México, no solo de las sinfonolas. Los colores de las casas, los colores de los vestidos, los colores de los puestos callejeros de aguas frescas, con sus mesas cubiertas de hojas, sobre las que abundaban las frutas de todas clases y las vistosas vitrolas llenas de aguas de distintos colores, a las que por su dudosa higiene se las llamaba “tifoideas” . Nada como refrescarse paladeando una tifoidea de sandía, o de tuna, de mango, de naranja con betabel, de coco, de guanábana, de chirimoya o de cualquier otra fruta. También se podía adquirir la fruta entera: naranjas, jícamas o pepinos cortados artísticamente, simulando flores, y espolvoreados con sal y chile piquín, rebanadas de coco, de sandía y de aquellos melones gigantes que tanto decepcionaron a papá.

 

Ante tanto colorido, es fácil explicar porqué entre las primeras cosas que entraban a las casas de los refugiados figuraba siempre un sarape de Saltillo.

 

El cielo azul brillaba y los zopilotes lo surcaban en suave planeo. Las cordilleras que rodean a la ciudad se veían nítidas y los recién llegados se maravillaban contemplando los volcanes cubiertos de nieve: el Popocatepetl y el Iztacihuatl y de menor tamaño el Ajusco y el Xitle.

 

En las noches se contemplaban miles de estrellas y en Octubre brillaba la Luna, mas hermosa que en otros meses, por que en ella se refleja la quietud

 

La podías admirar a través de los telescopios que, en pleno centro de la ciudad, alquilaban diversos aficionados a la astronomía.

 

Y si te cansabas de ver las estrellas, y tenías un transporte apropiado, podías embelesarte viendo los miles de luces de la ciudad desde el mirador que había en las Lomas de Chapultepec o en la carretera de Cuernavaca.

 

¡Ay! Ciudad de los Palacios, ¿quién te vio y no te recuerda?.

 

*


 

Popocatepetl, Iztacihuatl, Calixtlahuacan, Xochimilco, Xochicalco, Tezozomoc, Netzahualcoyotl, Tzintzinpandacuare, Curicaberi, Tezcatlipoca, Quetzalcoatl, Atzcapotzalco, Marabatio, tlacuache, Tlalnepantla, tlapalería, Atlacomulco, Tlaltizapan… los pobres españoles sufrían con aquellos trabalenguas impronunciables. Ellos, que solían llamar Ad-lantico al Océano que acababan de cruzar, se encontraron perdidos en medio de un idioma lleno de palabras kilométricas en que la combinación “TL” aparecía a cada momento.

 

Y por si las palabras anteriores no fueran suficientes, aun se puso otra de moda:

 

PARANGARICUTIRIMICUARO.

 

En realidad la palabra original es Parangaricutiro, que no deja de tener sus bemoles, pero algún aficionado a los trabalenguas la alargó un poco mas.

 

Un día, un campesino del pueblo de San Juan Parangaricutiro notó que la tierra que labraba estaba caliente cosa que le pareció extraña. Al día siguiente se abrió una grieta y de ella empezó a salir humo. Como esto le pareció mas extraño, avisó a las autoridades y cuando estas llegaron, de la grieta comenzó a brotar lava. En pocos días la lava cubrió un territorio inmenso y acumulándose sobre si misma formó una montaña altísima.

 

Acababa de nacer un volcán: El Paricutín. Nosotros tuvimos el extraño privilegio de asistir a su nacimiento.

 

Por supuesto, esto vino acompañado de fuertes temblores de tierra que causaron miedo y preocupación en toda la población.

 

Para los exiliados, que nunca habían sentido un temblor, esta fue una nueva experiencia. Muchos, que sabían que México era tierra sísmica, lo tomaron como algo natural y cotidiano a lo que debían acostumbrarse lo mismo que a los frijoles o la comida picante. Papá, por ejemplo, lo tomaba como si aquello no fuera con él y seguía haciendo lo que estaba haciendo sin inmutarse. En cambio, mamá, que toda su vida demostró un aplomo y una entereza admirables, nunca pudo superarlo y entraba en pánico; si el sismo era de noche corría a nuestro cuarto y movía las camas, que estaban pegadas a la pared, colocándolas en el centro de la habitación. Supongo que lo hacía para protegernos de algún desprendimiento de la pared, pero el caso es que durante el temblor veíamos pasar zumbando sobre nuestras cabezas la lámpara que colgaba del techo. Evidentemente, en cuanto podíamos nos levantábamos e íbamos a refugiarnos bajo una puerta o cerca de alguna estructura sólida.

 

Para los niños, aquello fue una nueva experiencia bastante divertida. Recorrer un pasillo balanceándose como en un barco en mar picada nos recordaba el viaje que poco antes habíamos realizado. Ver las butacas moverse de un lado a otro nos inducía a subir en ellas y dejarnos balancear como en un columpio.

 

Esta inconsciencia infantil me duró muchos años; hasta el que se conoce como el terremoto “del Ángel”, en el que se cayó el ángel que corona la columna del  Monumento a la Independencia y cierta cantidad de casas y construcciones, causando varias muertes. El chingao temblor hacía crujir la estructura del edificio y salirse el agua de los depósitos, se cortó la electricidad, se hizo la oscuridad… y además, duraba y duraba sin dar señales de querer terminar.

 

Cuando, por fin, se acabo y regresó la luz, todos los habitantes del Edificio Ermita salieron de sus departamentos y se reunieron en el hall para comentar sus experiencias, como hacían siempre que temblaba, pero esta vez las caras de preocupación eran mayores.

 

Justo cuando salíamos de nuestro departamento, se abrió la puerta del elevador y su conductor nocturno y velador del edificio, hombre rudo y fajado que portaba pistola, nos dijo: “Regálenme un tequila, por favor”. Había  pasado el terremoto balanceándose encerrado dentro del elevador. Fueron necesarios tres tequilas para quitarse el susto.

 

Desde entonces le tengo mucho respeto a los sismos.

 

El desparangaricutirimicuador

que desparangaricutirimicue

Al parangaricutirimicuaro

Buen desparangaricutirimicuador será

 

*

 

 


 

Chapultepec, Xochimilco, Teotihuacan.

 

Estos tres lugares eran, y son, sitios de visita obligatoria para quienes llegan a México.

 

El mismo día que nos instalamos en el Edificio Ermita, Diego nos llevó en taxi a conocer los puntos mas importantes de la ciudad: Paseo de la Reforma, Avenida San Juan de Letrán, el Zócalo (es decir la Plaza Mayor de la Ciudad de México, a la que se conoce con este nombre porque en ella se construyó el zócalo de un pedestal sobre el cual se levantaría la estatua ecuestre de Carlos IV a la que los mexicanos conocen como “El Caballito” en reconocimiento a la superioridad en inteligencia y nobleza de la cabalgadura, misma que nunca llegó a su destino porque entonces se inició la Guerra de Independencia), Avenida de los Insurgentes, etc. El recorrido acabó en un pequeño jardín a un lado del Río de la Piedad, que en ese entonces no estaba entubado y causaba frecuentes inundaciones.

 

Chapultepec está dentro de la ciudad y tiene fácil acceso; bastaba, entonces, con tomar el tranvía, razón por la que, antes de una semana de nuestro arribo, se reunieron los que habían convivido en La Penne, La Milliere y el Nyassa para visitar dicho lugar. Papá, Mamá, Alfonso, Chala, Enrique, Antoñita, Luis y Lola, junto con la gente menuda de aquel entonces, se reunieron en la parada del tranvía que estaba frente al restaurante El Mirador y, desde allí, iniciamos el ascenso de la escalinata que conduce al Castillo situado en lo mas alto del Cerro del Chapulín (esto significa Chapultepec; chapulín es saltamontes, Tepec es cerro). Visitamos el Castillo y regresamos para conocer La Fuente Rosada y el Mercado de las Flores. Terminamos en El Mirador donde paladeé por primera vez una gaseosa, que me pareció deliciosa.

 

Desde entonces las visitas a Chapultepec fueron muy frecuentes y, en ocasiones, diarias. Primero, acompañados de nuestras madres para retozar en los jardines y trepar a pequeños árboles; después solos para escalar árboles mayores, jugar futbol o montar en bicicleta; mas adelante para irnos de pinta a fumar, pasear en lancha, subirnos a los juegos de la feria instalada a orillas del lago o ligar con las estudiantitas de otras escuelas, que también se habían ido de pinta y, aun mas adelante, para pasear abrazado de alguna novia mas formal e intercambiar nuestros primeros besos.

 

Chapultepec, es el centro de descanso y diversión de los habitantes de la ciudad de México. Diariamente y especialmente los fines de semana, miles de personas lo visitan. Hay para todos los gustos: paseos solitarios para recorrer filosofando o haciendo poesía; una fuente en la que cientos de azulejos narran las aventuras de Don Quijote; la Casa de los Espejos, donde te reflejas deformado en cada uno de ellos; parte de un acueducto de madera hecho por los aztecas, bordeado por esculturas de sus dioses y parte del acueducto hecho durante la Colonia y del que se conserva otra parte en la Avenida Chapultepec; el jardín botánico; un zoológico por el que paseaban libremente toda clase de loros y guacamayas de vistosísimos colores y donde los niños podían montar en unos cansados pencos que solo se movían a la voz de su amo o pasear en un cochecito tirado por una cabra; un trenecito, pistas de patinaje; aparatos para hacer gimnasia; las lanchas del lago que lo mismo sirven para un recorrido romántico que para librar una fiera batalla entre piratas, con abordaje y hundimiento; el Castillo y su museo donde los nostálgicos de épocas pasadas ven con tristeza los lujosos muebles y objetos de Maximiliano y donde los liberales recuerdan la canción que marcó el final de su imperio:

 

De la remota playa

Te mira con tristeza

La estúpida nobleza

Del mocho y el traidor

Adiós Mama Carlota

Adiós mi tierno amor.

 

Los niños nos limitábamos a cantar “Adios Mama Carlota, narices de pelota”.

 

En el mes de Septiembre, para festejar la Independencia, el parque abría sus puertas durante la noche. Se instalaban puestos con comida, con disfraces, con cornetas, rehiletes, silbatos y serpentinas y se celebraban las tradicionales Noches Mexicanas.

 

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Para llegar a Xochimilco también se usaba el tranvía; pero el objeto de esta visita exigía algo mas de solvencia económica para poder alquilar una trajinera y recorrer sus canales viendo los islotes hechos de chinampas , pedazos de tierra que se pegaban unos con otros y que no solo sirvieron para Xochimilco, sinó para construir toda la ciudad de México-Tenochtitlan en mitad de un lago.

 

En los islotes puedes ver toda clase de cultivos y especialmente flores. Xochimilco abastece de las mas variadas formas de flores a la ciudad de México, e incluso al mundo.

 

Si tienes suficiente dinero puedes contratar un conjunto de mariachis que te siguen en otra trajinera tocando las canciones que mas te gustan; si no, tendrás que conformarte con ir escuchando las partes de melodías provenientes de las trajineras que se crucen en tu camino. Este fue nuestro caso en aquella primera visita.

 

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No hay tranvía a Teotihuacan. Para llegar allí se requiere un transporte automotor. Por eso, mi primera visita fue en el autobús del colegio, en compañía de mis compañeros de clase.

 

Las visitas organizadas por el colegio eran especiales. Ese día vaciábamos de libros, lápices y cuadernos las mochilas para llenarlas con sandwiches de jamón o mortadela, una barra de chocolate, la consabida tortilla de patatas y, quizá, una lata de sardinas.

 

Los destinos eran variados, pero en todos los casos se trataba de pasar un día de campo, fuera de las aulas. Podía ser nadando en un balneario en las afueras de la ciudad; podía ser paseando o escalando en alguna zona boscosa como el Desierto de los Leones, La Marquesa o las Lagunas de Cempoala; o podía ser, como en este caso, visitando una zona arqueológica.

 

Aunque el motivo de la visita era fundamentalmente cultural, no faltó el compañero que llevó una pelota, por lo que acabamos jugando futbol al pié de las pirámides.

 

No obstante, no dejó de impresionarnos la grandeza del sitio que visitábamos.

 

Teotihuacan no era, entonces, como ahora. Reconozco que las excavaciones hechas posteriormente tienen un gran valor  arqueológico, que la infinidad de tiendas de souvenirs aportan  un gran ingreso a la economía nacional, que los restaurantes y hoteles dan un gran progreso económico a la región. Pero esta especie de Disneyland no tiene nada que ver con el Teotihuacan que yo conocí.

 

Desde la carretera, mucho antes de llegar, se descubría la Pirámide del Sol; sobria, magnífica, dominando toda la llanura.

 

Al llegar, el camión se paraba justo al lado de los muros de La Ciudadela. El profesor conseguía ordenarnos para recorrer ésta y ver la Pirámide de Quetzalcoalt.

 

Después, avanzábamos por la Calzada de los Muertos. Ésta era un camino plano de tierra, rodeado de montículos que se decía que ocultaban pirámides y que, partiendo de La Ciudadela, llegaba en línea recta hasta la Pirámide de la Luna, que por entonces no era mas que un pequeño monte con muchas piedras dispersas.

 

Las excavaciones posteriores han demostrado que, efectivamente, los montículos ocultaban pirámides o muros de construcciones y que una buena parte de la Calzada de los Muertos cubría parcialmente estas obras, por lo que ahora no podemos  hablar de ese camino continuo de tierra. La Calzada de los Muertos ya no existe.

 

Una de las diversiones de entonces era buscar pedazos de obsidiana que abundaban en ese tiempo. Siempre regresábamos a casa con bolsas repletas de estas hermosas piedras, negras y brillantes; aunque sucedía que al limpiarlas resultaban ser fragmentos de botellas de cerveza.

 

El comercio, en esa época, se limitaba a la venta de figuritas de ídolos de barro fabricados por los descendientes directos de los teotihuacanos, por lo que las falsificaciones tenían mucho de auténticas por ser hechas por las mismas manos y con las mismas técnicas de sus antepasados remotos; no se trataba de idolitos de plástico ni sombreros de charro hechos de cartón.

 

Tampoco existían, entonces, los comeflores, los heliofagos, ni los esotéricos de distintos matices. Y mucho menos los aficionados al aerobics folklorico que bailan interminables danzas dedicadas a supuestas deidades en las que no creen, pues ellos son fervientes adoradores de la Virgen de Guadalupe.

 

Subir hasta la cima de la Pirámide  del Sol, era entonces un acontecimiento puramente deportivo, era escalar, sin mas mérito que el esfuerzo físico,  aquella mole de piedra. No había recompensas extraterrestres ni promesas de otros mundos.

 

Las veces que, posteriormente, fui con mi familia solíamos sentarnos a comer en un terreno junto a la Pirámide de la Luna en el que invariablemente pastaba un burro atado con una cuerda. Ni el burro ni nosotros podíamos imaginar que bajo nuestros pies estaba una de las joyas mas notables de Teotihuacan, el Palacio de las Mariposas.

 

*


 

Ir a sitios mas lejanos, como Cuernavaca o Acapulco, requerían contar con “el auto”. No se porqué los refugiados se referían siempre a “el auto”, como si fuera el único que existiera. Nunca hablaban de comprar “un auto” de los cientos o miles disponibles en las agencias. “El auto” era un símbolo indiscutible de estatus, era superar la etapa inicial de hambre y escasez para entrar a la prosperidad y la abundancia.

 

Era olvidarse del huevo de madera que servía para remendar los tomates de los calcetines y que había sido, hasta entonces, el utensilio mas importante de la casa. Era el fin de la tortura diaria ocasionada por esos recubrimientos para los pies que tenían mas remiendos que calcetín.

 

Era, también, el fin de la ropa heredada que pasaba del niño mayor al siguiente en tamaño, no necesariamente de la misma familia, y que pasaba de tamaño en tamaño y de remiendo en remiendo hasta ser prácticamente un harapo que, aun así, servía para las colectas de ropa que se hacían en el colegio cada tres meses para enviar ayuda a los republicanos en España.

 

Era el fin de las deudas con el tendero de la esquina, generalmente un gachupín franquista que, sin embargo, entendía la necesidad de los recién llegados, deudas que se pagaban religiosamente a fin de quincena.

 

Era el fin de las noches tiritando de frío, malcubiertos por un abrigo y con un frasco de agua caliente entre las sabanas, oyendo silbar al viento; noches de Mistral, noches de Toulouse y Marsella, repetidas en México.

 

Entre el abandono del huevo de madera y la compra de calcetines nuevos. Entre los zapatos “con hambre”, y la compra de “el auto” solía pasar bastante tiempo, pero era una transición que marcaba el paso a una vida mejor. La compra de “el auto” marcaba el final de esta transición.

 

Muchos de los refugiados ni siquiera soñaron en España con la posibilidad de tener un automóvil. Fue en México donde se presentó esta probabilidad y esta realidad; este hecho real y concreto de poseer “el auto”… y muchas otras cosas.

 

Esto nos lleva a considerar que, pese a todo; el exilio de los republicanos españoles fue un privilegio. En México, sobre todo, los refugiados fueron acogidos con cariño, se les dieron toda clase de facilidades para su adaptación y desarrollo. En el resto de América Latina e incluso en los Estados Unidos y Canadá tuvieron muchas facilidades y en casi toda Europa sucedió algo parecido. Incluso en Francia, donde los encierros en campos de concentración estaban a la orden del día, al acabar la Segunda Guerra Mundial el panorama cambió notablemente y los españoles tuvieron la posibilidad de sobrevivir y aspirar a una vida digna.

 

No es el caso de los desarraigados en el Medio Oriente, donde se niegan los mas elementales derechos a los “hermanos de raza y religión” que se ven obligados a vivir en campos “de confinamiento” durante toda su vida, donde los niños nacen, crecen, se reproducen y mueren sin salir de los espacios precarios donde los mantienen sus “hermanos de raza y religión”.

 

Tampoco es el caso de los miles o millones de desplazados por guerras y luchas de poder en el África Negra o en América Latina.

 

Tampoco es el caso de los millones de exiliados que emigran por hambre en todo el mundo, buscando las mínimas condiciones de supervivencia que les niega su nación de origen y que medio consiguen en otras partes del planeta. Es el caso de muchos españoles que emigraron durante siglos, es el caso de los latinoamericanos que hoy emigran a Estados Unidos y España, entre otros países, es el caso de los emigrantes de Europa  Oriental…

 

Ni el caso, en fin, de un mundo injusto y cruel que genera millones de parias.

 

Dentro de este panorama constante y eterno de impiedad, la emigración republicana española fue menos dura que otras, podemos decir que fue privilegiada, y eso permitió que muchos de los emigrantes pudieran comprar “el auto”.

 

Ya en posesión de “elauto” se organizaban caravanas de entre dos y siete “elautos” para hacer días de campo en Teotihuacan, el Desierto de los Leones, etc. o para pasar unas vacaciones de varios días en Cuernavaca (parada obligatoria en Tres Marías para comer quesadillas), Taxco, Acapulco, Veracruz o algún otro lugar menos frecuentado. La distancia a recorrer dependía, en gran medida, del estado del vehículo, pues los primeros “elautos”  eran de segunda mano y solían dictaminar por si mismos hasta donde querían llegar; por ejemplo, mi primer viaje a Cuernavaca terminó en las afueras de la ciudad de México, bastante lejos de la salida a la carretera.

 

Por aquella época se puso de moda ir a Amecameca, pueblo típico en las faldas del Popocatepetl, donde subías a pié el Vía Crucis que te conducía al santuario de la cima de una montaña y donde podías montar a caballo. De ahí, seguías al recién fundado Popo Park para pasear por su bosque y terminar en el restaurante de una familia de refugiados valencianos que hacían embutidos y platos típicos españoles, para llevar o consumir ahí.

 

Pero lo mas emocionante de este viaje era detenerte, al regreso, ya cerca de México DF, en Santa Bárbara a merendar fresas con crema o piña con crema. Se decía que las fresas provenían del leprosario que estaba enfrente, por lo que siempre las comíamos con algo de aprensión, que se nos olvidaba al primer bocado. En muchas ocasiones suprimíamos Amecameca y Popo Park y el viaje se reducía a las fresas con crema de Santa Bárbara.

De uno de nuestros muchos días de campo conservo una foto en que los niños de entonces aparecemos formados de menor a mayor: mi hermana Coral, Carmen, Laura, mi hermano Fernando, Angelita, Carlitos, Merceditas, yo, Pepito, Pedro, Paloma y Néstor.  Amigos de toda la vida.

 

La diferencia de edades es muy importante; son muy distintos los intereses de un niño de siete años a los de otro de doce y también a los de uno de tres o cuatro años. Los niños de la foto no crecimos al mismo tiempo. Néstor, Paloma y Loti se alejaron pronto de nosotros y junto con Marita y Lolita, que llegarían después, forman la avanzada de quienes se separaron de aquel grupo de la foto, cuyo único interés era correr entre los árboles del Desierto de los Leones.

 

En La Iliada, Homero se refiere frecuentemente al prudente Néstor. El de mayor edad, el mas sabio, el mas prudente. Nuestro Néstor tenía poco de prudente, nos enseño a brincar muchos escalones a la vez, a hacer equilibrio sobre una barandilla a cuatro metros de altura, a fumar… Pero también nos enseño a jugar ajedrez, a filosofar y otras cosas. Fue nuestro guía y nuestro ejemplo a seguir durante bastantes años

 

Paloma es hija de Manuel y Concha, ambos poetas de reconocida fama mundial. Nuestra amistad comenzó un día, al poco tiempo de que se mudara al Edificio Ermita, cuando hizo una fiesta en su casa. Los que ya nos conocíamos (Fernando, Carlitos, Pepito y Pedro) oímos el alboroto dentro del departamento y pegamos la oreja a la puerta para enterarnos de que sucedía. En eso se abrió la puerta y Manuel se encontró frente a un grupo de niños semiagachados en posición de escuchas.

 

“Pasad, pasad”., dijo Manuel y sin mas nos encontramos en medio de la fiesta rodeados de niños que no conocíamos, incluída la niña de la fiesta.

 

Pese a Pepito, que tenía una habilidad congénita para destruir cosas y se las ingenió para romper una vitrina, de esa fiesta nació una amistad que dura hasta la fecha. Las visitas a su departamento fueron casi diarias y allí jugábamos juegos de mesa o hacíamos representaciones de teatro y de zarzuelas. También hacíamos periódicos con los temas que nos interesaban, especialmente chistes, pues en ese tiempo apareció una revista humorística, “Don Timorato”, promovida por un candidato a presidente de la República y destinada principalmente a atacar a sus contrincantes y que tuvo mucho éxito. Como además del éxito el papá de Carlitos era colaborador de la misma, todos nos sentíamos grandes humoristas y soñábamos con tener una revista semejante, aunque nunca pasamos de las tiradas de dos o tres ejemplares destinadas a un público que no llegaba a los veinte lectores, incluidos nuestros padres.

 

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Entre los emigrados españoles que llegaron a Mexico había mucha gente de letras, que, al tener que ganarse el pan en su nuevo país, pensaron en alguna actividad afín a su vida anterior, por lo que surgieron muchas editoriales dirigidas por refugiados que enriquecieron notablemente el mercado de los libros en México. La mayoría de las editoriales de esa época eran de este tipo y aun ahora subsisten algunas de ellas. Manuel y Concha no fueron ajenos a esta actividad y publicaron muchas obras, incluyendo su propia obra literaria. Como además de negociar, eran muy generosos regalaban los libros. Así llegaron a mi casa toda clase de obras clásicas de la literatura española junto con un libro para niños, con cuentos, refranes y adivinanzas, que se llamaba “Lo que Sabía mi Loro”. Una de mis primeras lecturas.

 

Quienes no alcanzaban a poner una editorial propia ponían una librería y, en ocasiones, se convertían en librería ambulante ofreciendo su mercancía en calles y cafés; tal es el caso de quién, años mas tarde, inspiró el libro “La Librería de Arana”. Arana, o mas bien los Arana, él y ella, eran íntimos amigos de Manuel y Concha; sus hijos estuvieron en la fiesta de Paloma. Arana se ganó la vida durante muchos años vendiendo libros por calles y cafés.

 

También, ligada a la literatura, está la actividad de muchos que se dedicaron al cine y el teatro como actores, directores, camarógrafos y demás.

 

Algunos se hicieron y consagraron en México, como Ofelia Guilmain y Augusto Benedico, otros ya eran famosos desde España como Margarita Xirgú y Ernesto Vilches. Tanto unos como otros, sobre todo los ya consagrados, atraían a todos los refugiados que llenaban los teatros en que se presentaban.

 

Algunos solo tuvieron un éxito temporal, como Kika y Kiko, un par de comediantes que siguiendo la tradición de La Barraca representaban comedias para el pueblo. Kika era una pastora, Kiko era su perro, con el que tenía largas conversaciones. Fue mi primera asistencia a una obra teatral; en el Teatro-Cine Hipódromo, en los bajos del Edificio Ermita.

 

No siempre eran las obras de teatro las que atraían a los refugiados; en alguna ocasión se presentó Miguel de Molina, bailando flamenco e interpretando la “Danza del Fuego” de Falla sobre un tambor gigantesco. El éxito fue apoteótico.

 

 

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La generación  de mis padres es la generación del cine. A mi generación le tocó una buena parte del desarrollo de éste genero de arte, pero es a la de mis padres a la que le tocó vivir integro su desarrollo, desde el cine mudo hasta las pantallas panorámicas con sonido estereofónico y movimiento en las butacas.

 

Es cierto que en mi niñez alcancé a ver las películas mudas de Chaplin, Keaton, Ben Turpin y demás comediantes e incluso una o dos de Douglas Fairbanks y que, ya de mayor, vi otras como “Viva México” y “El Acorazado Potemkim” en algún cine club, pero el cine mudo ya estaba pasado de moda y las películas serias del mismo servían para hacer cortos sonorizados de corte humorístico.

 

También es cierto que muchísimas películas de mi infancia y juventud eran en blanco y negro, pero ya había de color y cada vez eran mas numerosas.

 

A mi generación le tocó el gran desarrollo del cine, locales grandes con pantallas gigantescas y curvadas, efectos especiales cada vez mas sofisticados, multitudes de extras y de animales de todos tipos, etc.

 

Pero esto también lo vivieron nuestros padres, que además vivieron todo el nacimiento del cine.

 

Por este motivo muchos refugiados se dedicaron al cine como una forma de subsistencia.

 

Manuel fue uno de ellos. Consiguió un camión en el que instaló una planta eléctrica y un proyector y se lanzó por los pequeños poblados del Valle de México dando exhibiciones nocturnas al aire libre usando como pantalla una sábana colgada de un árbol. Nosotros asistíamos a estas funciones.

 

Tiempo después se asoció con otras personas para producir varias películas. Papá puso la música de fondo de algunas de ellas.

 

Otro que incursionó en la producción cinematográfica fue el papa de Carlitos.

 

El papá de Pepito era amigo de otro productor refugiado que le dio un pase familiar para entrar gratis al cine Primavera, muy cercano al Edificio, por lo que su familia tuvo un repentino crecimiento en el número de hijos. Durante muchos años nos la pasamos yendo casi a diario a dicho cine.

 

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Concha, la esposa de Manuel, también se dedicaba a la poesía,,, y a fumar como un carretonero. Era bajita y gorda, lo que la hacía bastante esférica, motivo por el que dudábamos mucho de las cualidades natatorias que decía poseer, hasta que un día se lanzó a la piscina del hotel La Joya y la atravesó en un pispas.

 

Este hotel fue un hallazgo de alguien, creo que de Manolo, el otro Manuel, que lo encontró cómodo y barato, razón por la que durante muchos años fue el destino de todas nuestras vacaciones, Desde luego a partir del momento en que todas las familias que nos reuníamos tenían su propio “elauto”. 

 

En este hotel tuvimos nuestro primer encuentro, cara a cara, con una gigantesca tarántula que avanzaba tranquila y despreocupada por el jardín y que nos puso en fuga a todos.

 

También hicimos nuestras primeras incursiones para cortar y saborear las deliciosas guayabas que crecían silvestres en la barranca situada al fondo del hotel.

 

No faltaron, tampoco, los momentos dramáticos, como el día que mi hermana se cayó en la parte honda de la alberca y todos veíamos, confundidos y sin saber que hacer, como se hundía en el agua, hasta que un adulto, salido de quién sabe donde, se metió vestido ¡y con reloj! y la sacó.

 

Las mañanas las pasábamos nadando y jugando en el jardín. Las tardes las dedicábamos a tediosos e interminables juegos de canasta uruguaya, que se acababa de poner de moda. Angelita y Merceditas, las hijas de Manolo y Mercedes eran las mas aficionadas. Aunque nunca vivieron en El Ermita formaron parte del pequeño mundo en que nos desenvolvíamos en aquellos primeros años.

 

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Ya dije que Carlitos, Fernando y yo formábamos un grupo inseparable. A este núcleo hay que añadir a Pedro y Pepito, dos años mayores, y contra los que jugábamos fulbol en el hall del Ermita, provocando el enojo de las blanquitas, un par de solteronas amargadas y pronazis que nos regañaban y nos echaban jarras de agua, a veces con todo y recipiente, para que nos fuéramos y dejáramos de molestar, El resto de los vecinos eran mas tolerantes y soportaban estoicamente los pelotazos en las puertas de sus departamentos.

 

Cuando íbamos a Chapultepec a jugar futbol, los que éramos rivales nos uníamos en un solo equipo que contendía contra otros. Carlitos era un magnífico portero, Pedro era un artista del gambeteo y el dominio del balón, Pepito era el organizador, bujía del equipo, Fernando y yo éramos bastante mediocres pero muy entusiastas y entre todos formábamos el núcleo de un conjunto al que se unían otros jugadores, en número variable, casi nunca once.

 

Como el núcleo de nuestro equipo estaba formado por una mayoría de refugiados españoles y el equipo contrario por mexicanos, nuestros encuentros reproducían constantemente el partido de futbol mas clásico de aquellos tiempos: España contra Atlante,

 

Este juego tenía muchas implicaciones psicológicas y políticas. Representaba la lucha de los aztecas, antiguos imperialistas de Mesoamérica, contra los nuevos imperialistas: los españoles Sabemos que esta lucha terminó a favor de los españoles, que aglutinaron el antiguo sistema de castas con el sistema de castas que traían de España, formando un complicado sistema de razas, castas y clases sociales que duró, imperturbable, durante los trescientos años de dominación colonial y cerca de medio siglo en el México independiente. No fue sinó hasta 1857, cuando se promulgaron las Leyes de Reforma, que empezó a modificarse el sistema social en México. Empezó, pero hasta la fecha le falta mucho para terminar: los indios siguen siendo marginados y discriminados, los de color moreno también. Ser blanco da muchas ventajas y si, además, se es güero y de ojo azul hay una condición innegable de privilegio.

 

Con las Leyes de Reforma se abolieron los títulos nobiliarios, pero los marqueses, duqueses y condeses siguieron mirando por encima del hombro a sus conciudadanos, los de origen hispano siguieron despreciando a los mestizos y éstos ensañándose con los indios.

 

Fue necesaria la Revolución Social de 1910 para dar un paso mas hacia adelante. Sus lideres comprendieron que el federalismo, que se había considerado como progresista durante el siglo XIX, era una trampa. En Estados Unidos el federalismo permitió unir las diversas colonias inglesas en una sola nación; en América Latina el federalismo sirvió para dividir cada colonia en pequeños feudos dominados por caciques que carecían del mas elemental sentido de solidaridad con sus vecinos. En Estados Unidos el federalismo significó unión, en América Latina significó desunión. En particular, a México el federalismo le costo la mitad de su territorio; Texas, Arizona, Nuevo México, Colorado y California pasaron a propiedad de los yanquis, Conscientes de esto, los lideres de 1910 se proclamaron federalistas, puesto que eso se consideraba progresista, pero aplicaron una política ferozmente centralista.

 

La derrota en Texas se debió, en gran parte, a la falta de un sentido nacional, Durante la Colonia, la figura del Rey de España, representada por el Virrey y respaldada por un ejército fuerte y poderoso, sirvió para unir a toda la población. Pero al desaparecer esta figura y el poder que la respaldaba, cada uno de los nobles, hacendados y burgueses tiraron, cada uno por su parte, velando solamente por sus intereses. Desapareció el Virreinato de la Nueva España pero en lugar de nacer la República Mexicana, surgió un pantano de cacicazgos inmundos, desunidos y egoístas que no solo no fueron capaces de oponerse a la voracidad yanqui, sinó que ni siquiera se dieron cuenta del saqueo y el despojo al que se veían sometidos.

 

Los lideres de 1910, o mas precisamente de 1913 y años siguientes, se dieron cuenta de esto y decidieron crear un espíritu nacional que cohesionara a todos los mexicanos, Para ello, lo mas fácil era crear un modelo maniqueo de buenos muy buenos y malos muy malos. Los buenos fueron los indios de las antiguas culturas precolombinas, los malos los españoles, es decir los gachupines.

 

La soberbia y el despotismo de algunos españoles durante la Colonia e, incluso, en la actualidad, justifica el sentimiento antiespañol de una buena parte de los mexicanos, Aunque se olvida la integración a México y sus costumbres de una gran parte de los españoles que llegan a estas tierras. También se olvida el aporte cultural y político de España: la noción de una sola nación que abarque desde Texas y California hasta Guatemala, sustituyendo los antiguos reinados de aztecas, zapotecas, mayas, etc., es creación de Hernán Cortes; el fue el creador del México actual, disminuido por el saqueo yanqui. También fue idea suya la formación de una sola nación con el mismo lenguaje, las mismas costumbres, las mismas leyes arbitrarias e injustas y la misma religión (la Virgen de Guadalupe, madre espiritual de todos los hispano americanos, fue invento suyo). Y sin embargo, Hernán Cortes es, dentro de la visión maniquea, la máxima encarnación del mal y por extensión de todo lo español.

 

Mas contradictoria y confusa resulta la visión maniquea de los indios. Por una parte se ensalza a las antiguas culturas indígenas, a las que se adjudican contactos extraterrestres, conocimientos culturales y científicos superiores a los del mundo moderno y filosofías ultramodernas y por otro lado se considera a los indios actuales como seres subnormales, ignorantes y estúpidos. Llamar indio a un mexicano es un insulto muy grave y ofensivo.

 

A pesar del carácter simplista y absurdo de esta visión, el maniqueísmo ha resultado muy efectivo para fomentar un sentido nacional que ha dado cohesión a la nación mexicana. Los gobiernos posteriores a 1913 fomentaron esta visión al máximo y encontraron su idealización en el encuentro deportivo entre los prietitos del Atlante y los gachupines del España.

 

La llegada de los refugiados españoles creó un conflicto de concepción dentro de esta visión maniquea; resultaba que había españoles malos, muy malos, pero que también había españoles buenos, cultos, solidarios con los mexicanos, amistosos, progresistas y benéficos para el país. Para resolver esta contradicción se clasificaron a los españoles en dos grupos: los antiguos residentes, que llevaban tiempo en México y que eran soberbios, despóticos, y antimexicanos, es decir los gachupines clásicos y tradicionales y, por otra parte, los nuevos residentes, recién llegados, provenientes de una guerra civil en la que se habían enfrentado a los españoles tradicionales para crear una España justa, sin gachupines, Estos nuevos españoles eran buenos, cultos y amigos de México, eran los refujiaos.

 

Aunque el gobierno propició esta división entre españoles buenos y españoles malos, entre la población no estaba muy clara esta diferencia; es por eso que en aquella época se puso de moda cantar:

 

En que quedamos por fin,

Me tienes muy preocupado,

¿eres cabrón gachupín

o pinche refugiado?

 

Cabrón, en México, no tiene el sentido de cornudo, pero si el de individuo avieso con malos instintos. Pinche es posiblemente una deformación de chinche y se aplica a personas molestas, desagradables e insignificantes. Es menos ofensivo que te llamen pinche a que te llamen cabrón. Pero no deja de ser ofensivo.

 

Ser catalogado como pinche o como cabrón no es la manera mas idónea para que te integres a un país. Respetar y querer a los habitantes del mismo genera un conflicto entre los sentimientos de simpatía y comprensión que tienes hacia ellos y el sentimiento de rechazo que sientes al ser tratado de cabrón o pinche. Para muchos refugiados este conflicto fue insuperable y terminaron por ser auténticos gachupines: hispanistas, excluyentes, antimexicanos y racistas; olvidando que, a pesar de todo, México los acogió, les dio la posibilidad de trabajar, sobrevivir y progresar cuando en España se les negaba cualquier derecho, incluso el de vivir; volver a la España por la que suspiraban equivalía a cárcel o paredón y en el mejor de los casos ser calificados de “rojos”; trato mucho mas severo que el de ser llamados pinches.

 

Afortunadamente la mayoría de los exiliados pudo superar este conflicto y se asimiló a su nueva patria, sobre todo cuando sus hijos o hermanos nacieron en ella.

 

El conflicto entre gachupines y refugiados no se limitaba a la clasificación oficial. La mayoría de los antiguos residentes eran franquistas y monárquicos y la diferencia de ideales era muy profunda entre unos y otros. La guerra civil se prolongó en México entre gachupines y refugiados, generalmente en forma ideológica, pero en varias ocasiones en forma de bofetadas y golpes. Hubo, por ejemplo, una confrontación feroz entre los alumnos del Instituto Luís Vives y la Academia Hispano Mexicana, de orientación republicana, y el Colegio Cristóbal Colón, el Simón Bolívar y otros, de orientación franquista. Los profesores de estas instituciones de enseñanza, improvisados como generales, dirigían los movimientos bélicos de sus alumnos que luchaban bravamente en los campos de batalla de la ciudad de México, hasta que el gobierno amenazó con clausurar todas las escuelas en contienda.

 

Las diferencias entre gachupines y refugiados fueron, durante muchos años, irreconciliables. Ambos se odiaban de todo corazón.

 

Y sin embargo, el domingo gachupines y refugiados se reunían en el tendido de sombra del estadio de futbol de aquel entonces, el Parque Asturias, para apoyar al “España” mientras en el tendido de sol, se agrupaban los partidarios de los prietitos del “Atlante”. Los insultos de una tribuna a la otra o a los jugadores de cada equipo proliferaban durante todo el encuentro… y seguían a la salida del estadio. No obstante, los cabrones gachupines y los pinches refugiados procuraban moderar sus expresiones por miedo a que les aplicaran el treinta y tres. Esta aplicación se refiere al Artículo 33 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que otorga al Presidente de la República el poder de expulsar del país a cualquier extranjero que denigre a México, basándose en el único criterio del Presidente y sin necesidad de someter a juicio al expulsado.

 

Después de este hispanismo reconcentrado de fin de semana, que se prolongaba hasta terminar la corrida de toros, los cabrones gachupines y los pinches refugiados volvían a su odio mutuo cotidiano.

 

Nuestros partidos de futbol en Chapultepec reproducían el choque maniqueo de culturas. Acabábamos siempre insultándonos, pero al día siguiente estábamos ahí esperando a nuestros queridos enemigos.

 

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Aunque, como dije, el núcleo estaba formado por españoles no todos lo eran; estaban, por ejemplo, Boogie, cruce de americana con alemán, los “cuates”, totalmente mexicanos y Pedro que era judío húngaro; formaba parte de esa otra emigración que fue acogida con cariño por el pueblo mexicano, generoso y solidario con los caídos en desgracia; la emigración de los perseguidos por el nazismo alemán y el fascismo italiano. Muchos centroeuropeos y especialmente los judíos encontraron en México un lugar seguro para vivir. En el Ermita había algunos de ellos… aunque también había algunos alemanes declaradamente nazis.

 

Pedro siempre vivió con la angustia de quedarse solo si morían sus padres. Nunca entendió que había entrado a un grupo, el de los refugiados españoles, que jamás lo abandonarían; para nosotros y nuestros padres Pedro era tan español y tan refugiado como cualquiera y nunca se quedaría solo ni desprotegido.

 

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La edad de Fernando marca un límite entre las generaciones mayores y las menores; aunque este límite está también marcado por la diferencia de sexos; los mayores éramos casi todos hombres, las menores eran mujeres en su mayoría. Así, mientras Fernando era el mas joven de quienes jugábamos futbol, Victoria y Laura eran las mas viejas del grupo que jugaba a las casitas y a las comiditas, y que se interesaban mas en vestir muñecas que en patear pelotas.

 

A diferencia de nuestros rústicos juguetes, consistentes en aviones hechos con una delgadísima hoja de lata, burros bidimensionales de madera que tiraban de una carreta llena de toneles sin contenido y otros objetos igualmente burdos, los juguetes de las niñas eran “de verdad”: estufas eléctricas con todo y horno que se conectaban y calentaban permitiendo que las niñas carbonizaran distintas cosas que nosotros comíamos al llegar a casa después del trabajo, planchas que podían quemar diferentes telas; platos, vasos, tazas y jarros en los que se servían diversos brebajes; todo en miniatura, pero todo “de verdad”. Victoria, Laura, Carmen y Coral ensayaban en nuestros aparatos digestivos las pócimas de su invención.

Nuestro único juguete “de verdad” era el balón de futbol reglamentario.

 

En Navidad las edades se igualaban y salíamos, todos juntos, a recorrer el Edificio, cantando villancicos y tocando de puerta en puerta. En cada una de ellas nos recibían con caramelos, peladillas, mazapanes o galletas y una copita, pero como éramos niños no nos daban bebidas fuertes, solo licorcitos dulces, A la hora de la cena nuestros estómagos estaban llenos de licor de café, licor de menta, anís, rompope y otras sustancias semejantes que nos producían una alegre somnolencia con la que íbamos a la cama, felices, en espera de la visita de Papa Noel, que en México se llama Santa Clos.

 

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Cuando un niño es pequeño depende mucho de sus padres y otros adultos mayores. Esto es particularmente cierto cuando se viven tiempos de guerra y los niños están sobreprotegidos. En mi caso, los primeros años están ligados a mis padres y sus amigos; hay pocos niños a mi alrededor.

 

Al crecer, los niños se van independizando de los adultos y conviven mas con gente de su edad. Mi independencia y la convivencia con muchos niños, coincide con mi llegada a México; dejo de depender de los adultos y entro a un mundo esencialmente infantil.

 

Hay dos centros de esta nueva vida: uno es el de los niños del Ermita y de Chapultepec, el otro es el del Colegio en el que también encontré amigos para toda la vida.

 

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   Ya he mencionado que a su llegada, los refugiados recibieron ayuda de distintas organizaciones como el SERE, la JARE y otras, que les permitieron sobrevivir los primeros días y que, además los orientaban y les conseguían empleo. El gobierno de la República, durante la guerra, depositó en México parte del tesoro hacendario y al terminar la contienda lo invirtió en México en instituciones de ayuda o en fuentes de trabajo, como la fábrica de muebles de metal Vulcano. El caso es que estas ayudas, del gobierno republicano, del gobierno de México, de partidos políticos, de organizaciones humanitarias o de simples simpatizantes, aliviano en gran medida la carga de los primeros tiempos.

 

   Merecen especial atención, en este sentido, las tres instituciones de enseñanza que recibieron a la mayoría de los niños refugiados: la Academia Hispano Mexicana, el Instituto Luis Vives y el Colegio Madrid.

 

   Este último fue, en cierta forma, el colegio oficial del gobierno en el exilio, mientras que los otros dos funcionaron mas bien como instituciones privadas respaldadas por diversas organizaciones. El Madrid era más grande y podía atender a mas alumnos, su población escolar era mayor. Como en los primeros años el Madrid solo daba educación primaria sus egresados continuaban la secundaria en el Vives o La Academia. Yo entré al Madrid y a mi generación le tocó estrenar la secundaria y la preparatoria.

 

   La inscripción en el colegio iba acompañada de un examen médico exhaustivo con reparto de vitaminas, recetas y medicinas, ya que no era poco común que los recién llegados vinieran desnutridos, enfermos o con parásitos por dentro y por fuera.

 

Aquel salón lleno de niños acompañados de sus padres, pasando de una mesa a otra, sacando la lengua, tosiendo, reteniendo y soltando el aire, los doctores y enfermeras con batas blancas y estetoscopios rellenando recetas y formularios, las filas, el murmullo constante alterado por gritos o llantos, siempre me evocó la llegada al refugio de Casablanca

 

   Por algún motivo estas inscripciones me producían cierto aturdimiento, cierto desasosiego; son los primeros casos en que recuerdo haberme engentado. Por eso, la presencia de Mercedes, amiga de la familia que ya para entonces era mi pediatra, me reconfortaba.

 

    Mercedes, además de una excelente doctora, era una persona afable, llena de vida, simpática y dicharachera, con un gran don de gentes; siempre y cuando no tuviera una jeringa en la mano, aunque con tal instrumento de tortura me salvó la vida alguna vez.

 

   A su lado, solícita y atenta, siempre en movimiento, controlando con dulzura a los niños que entraban en pánico, estaba Pilar, la jefa de enfermeras.

 

   Había mas médicos y enfermeras, pero de estas sesiones solo recuerdo a estas dos mujeres extraordinarias. Supongo que también estaba Máxi, que lidió con nosotros en muchas ocasiones, pero no la recuerdo durante la inscripción.

 

Si la recuerdo días mas tarde, ya en clases, cuando la profesora después de olfatear el aire me envió con ella.

 

Creo que lo primero que se les debe enseñar a todos los niños que asisten por primera vez a un colegio es el lugar de los sanitarios y, sobre todo, como pedir permiso para ir a ellos. No fui el único que sufrió el bochorno de hacer el viaje de regreso a casa con un paquetito en la mano mientras los compañeros del autobús hacían bromas sobre el paquete.

 

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Como todo niño que se respete me enamoré de mi maestra de kinder, la Señorita Alicia.

 

Nadie contaba cuentos tan interesantes como ella. Nadie era tan dulce, tan alegre, tan sabia, tan hábil.

 

La impresión que me causó, me hizo ser muy injusto con Antoñita, Chala, Teresa e, incluso con mamá, que, en  realidad, me dieron mas cariño y durante mas tiempo que la Señorita Alicia, con la que conviví solo un año.

 

Pero en ese tiempo aprendí a  recortar burros, pollos, gatos y perros en láminas de papel brillante y de colores, aprendí a pegar con engrudo estos recortes en hojas de papel; aprendí a dibujar casas y árboles en un cartón que luego cubría con plastilina, oi cuentos maravillosos, canté nuevas canciones y, en fin, entraron en mi mundo tantas novedades que me hicieron considerar a la Señorita Alicia como un hada, un ser excepcional de bondad y sabiduría. Alguien de quién es inevitable enamorarse.

  

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El primer año de Primaria se inició de una manera semejante, pero sin la Señorita Alicia; su lugar lo ocupó la Señorita Carmen, que continuó contando cuentos y ampliando nuestros conocimientos sobre el uso del engrudo y la plastilina; pero esto duró solo unos días y después entró en nuestras vidas el Profesor Calderón, esposo de la Señorita Carmen. Esto me hace introducir una reflexión sobre la capacidad de celibato que generan las actividades docentes en los primeros años escolares; todas las maestras son señoritas sin importar cuantos hijos, esposos y exesposos tengan. También me hace reflexionar sobre la influencia del Imperio; si antes eran señoritas, ahora son misses. No me hago a la idea de tener una maestra llamada Miss Alice.

 

El  Profesor Calderón llegó en el momento mas inoportuno; justo en la parte mas importante del cuento que nos estaba contando su esposa, un cuento en que un burro, una oveja y un lobo hacían algo que no recuerdo y cuyo desenlace nunca llegamos a conocer por mas que le pidiéramos al nuevo maestro que nos contara el final,

 

En lugar de eso, nos metió en un cuarto en el que había un complicado mecanismo que mostraba como giraban los planetas alrededor del Sol y, después de su explicación accionando el mecanismo, apagó las luces y, con una vela y una pelota, nos enseñó las fases de la Luna. Fue una lección interesantísima y despertó en mí un gran interés por la astronomía, pero sigo sin saber que pasó con el burro, la oveja y el lobo.

 

Calderón fue nuestro profesor durante casi toda la Primaria, hasta que a mediados del quinto año se fusionaron los dos grupos de mi generación, el “A” y el “B”. Los del “A” decíamos que los otros eran del “B” de BURROS, a lo que ellos replicaban que nosotros éramos del “A” de ASNOS. Supongo que con la fusión todos quedamos integrados en el grupo ”J” de JUMENTOS.

 

Estos dos grupos estaban formados exclusivamente por niños, había otros que solo tenían niñas. Esto parece una contradicción con los ideales progresistas de los republicanos, pero tiene una explicación. Alrededor de 1930, en México, se hizo el intento de establecer grupos mixtos e incluso dar una introducción a la educación sexual. Los paterfamilia de aquella época supusieron quién sabe que bacanales en que sus hijos e hijas, de seis a diez años, harían terribles actos eróticos sobre los pupitres, bajo la dirección y estímulo de los profesores. La reacción a estas depravaciones  fue tan violenta que el Secretario de Educación Pública tuvo que renunciar y la simple idea de grupos mixtos fue olvidada por todos. Además, aunque nuestros padres fueran muy liberales y progresistas, aunque durante la República y la guerra se proclamara el amor libre, a la hora de salvaguardar la virginidad de sus hijas, casi todos resultaron bastante conservadores, Años mas tarde, en la adolescencia, nuestros bailes terminaban a las nueve de la noche, hora en que los padres o hermanos mayores recogían a sus doncellas para protegerlas de malos pensamientos y peores acciones, como si la lívido solo funcionara de noche y los hoteles no estuvieran abiertos todo el día y para cualquier cliente.

 

Con este criterio puritano, tanto de mexicanos como de españoles, el Colegio Madrid se dividió en una sección para varones y otra para señoritas, ambas divididas por la Avenida Mixcoac. El colegio de las niñas era un castillo de altas torres rodeado de amplios jardines, El colegio de los niños era otro castillo, menos espectacular y sin torres, también rodeado de amplios jardines. Estas dos construcciones junto con otro castillo que pertenecía al Colegio Williams formaron parte de una finca de Jose Ives Limantour, Secretario de Hacienda de Porfirio Diaz, quien se dedicó a poblar de castillos la ciudad de México, incluyendo una réplica del castillo de Neuschwanstein de Luís de Baviera, que Walt Disney hizo famoso en su película Cenicienta. 

 

Esta mojigatería, en parte voluntaria y en parte forzada, es la única crítica a mi educación que considero fue eficiente, científica y con sentido social. Quizá pueda añadir como crítica los cursos de Educación Física y Deportes en los que se nos obligaba a hacer instrucción militar y algunas aburridísimas tablas gimnásticas cuando deseábamos hacer deporte, concretamente jugar futbol.

 

*

Para mi, siempre ha sido y sigue siendo un misterio la calendarización de las temporadas de juego en las escuelas. Al iniciarse un curso alguien llevaba canicas y al día siguiente todos llevábamos canicas y jugábamos con ellas. Esto tiene cierta lógica, pues las canicas son fáciles de transportar en un bolsillo y permiten iniciar rápidamente un juego. Pero después de algún tiempo las canicas desaparecían y eran sustituidas por los trompos, los yoyos o los baleros.

En que fecha y por que motivo se daban estas mutaciones en nuestros juegos es algo que nunca he conseguido dilucidar, pero el paso de un juego a otro se daba con una rigurosidad mucho mas precisa que los cambios de estación climática.

 

Con diferencias de un año al siguiente, las temporadas de canicas, trompos, yoyos y baleros, se entremezclaban con las de quemados, rescatados, encantados, policías y ladrones, roña en alto y espadazos.

 

Para las nuevas generaciones, de transformers, videojuegos e Internet, estos juegos resultan totalmente desconocidos, por lo que dejo a algún antropólogo el estudio y explicación de los mismos a estas generaciones y me limito a decir que nos movíamos y divertíamos mas que en la actualidad y que nosotros sentíamos bastante interés por las actividades de las generaciones anteriores, aunque no las practicáramos; a todos nos hubiera gustado viajar a lo largo del Rio Mississippi en una balsa construida por nosotros mismos, como Tom Sawyer.

 

*

 


¿Cómo se establece el liderazgo en un grupo?. Esta es una pregunta a la que se tienen que enfrentar antropólogos, psicólogos y sociólogos. En el caso de un grupo escolar podemos decir que no hay ninguna relación con el nivel escolar o la habilidad para resolver problemas de matemáticas, biología o geografía; es cierto que a la hora de un examen quienes sobresalen en alguno de estos temas adquieren una relevancia temporal que nos permite copiarles o recibir sus orientaciones; pero pasado el examen pierden esta relevancia. El liderazgo constante y continuo dentro de un grupo de estudiantes no tiene nada que ver con el estudio; se obtiene en la cancha de fulbol o por el tamaño de los bíceps del líder.

 

Nuestros primeros líderes fueron Mario y Manolo, los mejores futbolistas del grupo; se requieren dos líderes, dos capitanes de equipo para encabezar los dos equipos de futbol en contienda. Mario, además de ser un gran fultbolista, era un asiduo lector del Chamaco Chico una revista de tiras cómicas, entre las cuales figuraba Rolando el Rabioso. Fue Mario quien nos introdujo en la lectura de tal tipo de literatura.

 

El Quijote no es un libro para niños. Y no porque en el aparezcan escenas de sexo o palabras altisonantes, que son las únicas dos razones por las que las gentes de buenas costumbres se escandalizan y claman por el imperio de la moral mientras permanecen totalmente indiferentes ante la guerra, la desigualdad, el despojo, la miseria, la corrupción y tantas otras cosas carentes de importancia ética.

 

El Quijote no es un libro para niños por la sencilla razón de que su lectura requiere de un extenso vocabulario relacionado, sobre todo, con costumbres y objetos del siglo XVII que, si a los niños de esa época les costaba trabajo entender, para los niños actuales resulta imposible comprender, si no es con una enciclopedia al lado. Para leer el Quijote es necesario contar con un extenso repertorio de palabras, grandes conocimientos sobre la historia y costumbres de aquella época y una gran capacidad de análisis y crítica. Todas estas cosas se adquieren con el tiempo y tras muchas horas de lectura de otros libros. La edad mínima para leer el Quijote es de veinticinco años, por lo menos. Yo lo leí a los veintiocho, después de varios intentos fallidos durante mi niñez y mi juventud. ¡Y lo disfruté!.

 

Si antes de esta edad abrí varias veces el libro, por recomendación de mis profesores, y termine cerrándolo sin llegar nunca más allá de la vela de armas para ser consagrado caballero, es por que no tenía la cultura suficiente para entenderlo. Entonces ¿por qué se empeñan los profesores en hacernos leer un libro para el que no estamos capacitados?. Fijaos, niños: No bien albeaba el albo día… ¿No os suena maravilloso?. ¡Pues si!, sobre todo después de leer a Bécquer, Darío y demás… pero no en un momento en que nuestra principal preocupación es saber que la “be” con la “a” suena “ba”. Dennos tiempo a aprender a leer de corrido, a entender lo que leemos, a gozar de narraciones muy simples de niñas desobedientes y lobos hambrientos, de cerditos que hacen casas, de valientes piratas… y después atibórrennos de citas del Quijote. Hacerlo antes de su debido tiempo solo produce en los niños un inmenso asco hacia Don Miguel y su Ingenioso Hidalgo.

 

El cine, el teatro y la televisión son formas de comunicación audiovisual, en ellas se combinan la imagen y la voz. Lo mismo sucede con las “tiras cómicas”; una serie de dibujos, o fotos, acompañados con cuadros explicativos o globos en los que se escribe lo que dicen los personajes. La comunicación audiovisual penetra más al cerebro, es más eficiente que la simplemente oral. Para un niño es mas cómoda e impactante esta comunicación; es lógico que prefiera la tira cómica al libro que solo tiene escritura.

 

Leer, lo que se dice leer, es algo que comencé en México con dos revistas de tiras cómicas, el Pepín y el Chamaco… había otra menos importante llamada Paquín. Por supuesto que para nuestros profesores tal tipo de lecturas era altamente perniciosa y el sorprendernos con algún ejemplar dentro del Colegio, o en sus alrededores, era motivo de sanciones severas o, al menos, del decomiso inmediato e incondicional de tan nefasta mercancía. Debíamos leer solo al pesado de Don Miguel.

 

A pesar de esto nos seguíamos deleitando con las aventuras de Don Jilemón Metralla y Los Caperuzos, Los Supersabios, El Poca Luz y Hueledenoche, Rolando el Rabioso y otras muchas que nos resultaban mas entendibles, amenas e interesantes que el Quijote.

 

No voy a ahondar en la similitud entre Rolando el Rabioso y la obra de Arrigo Ariosto Orlando Furioso, ni voy a establecer ninguna similitud entre Orlando, campeón de Carlo Magno y Rolando campeón de Ricardo Corazón de Pollo. Ni entre el nombre de este último personaje con el de Ricardo Corazón de León y, mucho menos, voy a establecer una relación entre el Rey Ricardo de la tira cómica con los Caballeros de la Mesa Redonda; pero esta mezcolanza arbitraria y divertida hizo que me interesara en hechos históricos como la leyenda del Rey Arturo y sus caballeros, las cruzadas, sobre todo la Segunda en la que Ricardo se enfrento a Saladino (que en la tira cómica aparece como el Sultán Malandrino) y la gesta de Carlo Magno, entre otros eventos reales y de interés.

 

Mi mayor pasión, fue, sin embargo, por Los Supersabios, dos jóvenes científicos que contrarrestan a un viejo sabio loco que pretende dominar el mundo, Las aventuras de estos personajes nos llevan a recrear muchas de las novelas de Julio Verne, H,G, Wells, Jack London y otros.

 

Igualmente interesantes son las aventuras de La Familia Burrón, que narra las andanzas de una familia clasemediera mexicana y hace un análisis profundo de las ideas y costumbres del país.

 

Mi iniciación en la literatura fue a través de estas tiras cómicas que me impulsaron a profundizar mas, por lo que no me arrepiento de haber ignorado, en mis comienzos, a Cervantes, Lope, Quevedo, Shakespeare y demás.

 

Tampoco me arrepiento de haber leído los Cuentos e Historietas de Walt Disney.

 

Y tampoco me arrepiento de haber oído miles de cuplés, canciones rancheras, porros, guarachas y demás antes de interesarme en Schubert o Sibelius.

 

*

   Se acerca el fin de la guerra, se siente en el ambiente, las noticias de avances constantes en todos los frentes así lo indican. Pronto llegará la paz y con ella una era de prosperidad.

 

   La estufa de gas substituirá a la de petróleo, que ya substituyó a la de carbón o de leña, y después de varias explosiones en el interior de las casas se reglamentará sobre la instalación de los tanques de gas. Las viejas calderas en que se quemaba basura, madera, carbón, llantas y cualquier otra cosa susceptible de ser usada como combustible, se apagarán definitivamente para dejar paso a los boilers.

 

   En las cocinas de las casas aparecerán ollas expréss, licuadoras, batidoras, wafleras y otros incontables objetos que facilitarán el quehacer culinario. Los refrigeradores eléctricos ocuparan el sitio de las refresqueras y los bloques de hielo desaparecerán; solo se conservará la industria de cubitos de hielo para las bebidas de las fiestas, en pequeña escala el "frigidaire" será suficiente para una cuba o un jaibol.

 

    Las lavadoras eléctricas se pasearán dando tumbos por toda la casa y harán obsoletos los lavaderos y las rocas planas en las orillas de los ríos, con la consecuente transformación de la arquitectura y la hidrología. Las azoteas, donde antes se apilaban lavaderos y cuartos de sirvientes, se convertirán en el lugar más apetecible de los edificios y se transformarán en carísimos pent-houses. Los ríos se entubarán y sobre sus antiguos cauces se construirán viaductos y avenidas.

 

   Los reflectores antiaéreos encontrarán una nueva utilidad anunciando la apertura de comercios y centros nocturnos, o llamando la atención sobre el estreno de alguna película.

 

   La pluma atómica (bolígrafo) evitará las manchas de tinta en las camisas y, sobre todo, su punto se podrá emplear para hacer agujeros en los pupitres, para cavar zanjas en la tierra o para escribir en el cemento, actividades vedadas a la estilográfica, tan poco aguantadora.

 

 

   Las veloces medias de nylon (siempre tienen carreras), primero con costura y luego sin costura, causarán furor entre las mujeres y no habrá una sola que no desee tener un par de ellas.

 

   Pero el nylon no solo servirá para hacer medias, toda clase de telas y ropas se fabricarán con él, así como muchos artículos de toda índole.

 

   Por supuesto, junto al nylon aparecerán muchos otros plásticos, pero éste, por ser el primero y el utilizado para las revolucionarias medias, acaparará tanto la atención que la gente común y corriente tardará años en distinguirlo de los poliesteres, polivinilos, metacrilatos, etc.

 

   La aparición de telas sintéticas alterará la industria del vestido, que se hará cada vez menos arrugable, hasta llegar a la ropa wash and wear, que no necesitará plancha ni almidón, para deleite de los cuellos de todos los hombres.

 

Los rústicos juguetes de madera se convertirán en artesanías típicas para consumo de turistas, antropólogos y artistas y los niños, en lugar de una lamina de hojalata que, según los padres, es un avión, tendrán un modelo a escala, reproducción perfecta y con todos los detalles, de un Spitfire o una Superfortaleza B-29.

 

Todos los objetos irán acompañados  de los adjetivos nylon, aerodinámico atómico o bikini.

 

Una nueva era se inicia.

 

*


 

   Al comienzo de este relato hablé de una canción con la que frecuentemente mi madre arrullaba a mis hermanos. Es hora de retomar el tema, de hablar de las canciones de cuna. El repertorio en este campo es bastante limitado o monótono, por lo que las madres suelen ampliarlo con canciones que han aprendido a lo largo de sus vidas y que, aunque no sean muy apropiadas, sirven para arrullar a sus criaturas. Con base en esto, puedo suponer que mis hermanos no fueron los únicos que se durmieron oyendo tangos y cuplés; como tampoco me extrañaría si algún niño de aquella época me dijera que sus canciones de cuna fueron La Marsellesa,  La Internacional o La Joven Guardia; no dudo tampoco que alguno haya sido llevado ¡A la cama!, ¡A la cama!, ¡Por el triunfo de la Confederación!.

 

   Un privilegio de los hermanos mayores es el de oír las canciones de cuna dirigidas a los menores; el ser arrullado hasta edades avanzadas por los cantos que no son para ellos, pero que es inevitable escuchar; acurrucarse en la cama y sentir la presencia protectora de la madre que canta, que tranquiliza, que expresa su amor. Cerrar los ojos y escuchar la historia de Lucía que cuando era niña, oyó a su madre contar de un príncipe que, encantado, vivía en el fondo del mar, seguida por los percances de Almudena que dejó de vender violetas y se marchó de la Plaza de Oriente seducida por un noble al que hemos visto ir y venir, dando el brazo a una duquesa mas bonita que un jazmín. Adormecerse imaginando un caminito cubierto de cardos y juncos en flor o pensando en como se puede colocar una percha en el escote bajo la nuez. Dormirse, finalmente, convencido de que no vendrá el coco porque está en casa el padre del niñín que llora o preocupado por la posible veracidad de ese otario que un día, cansado, se puso a ladrar:

Verás que todo es mentira,

Verás que nada es amor.

Que al mundo nada le importa,

Yira, Yira.(Gira,Gira)

 

*


 

   Siempre he sido bastante noctámbulo. Desde niño me obligaban a acostarme para madrugar al día siguiente. Era una lucha constante. Por eso, aquel día sorprendí a todos y me sorprendí a mi mismo, yéndome a la cama temprano, relativamente y sin presiones de ningún tipo. ¿Estaba cansado, presentía algo o simplemente decidí portarme bien, ser un niño obediente y hacer lo que debía hacer?. No lo sé.

 

¡Carlitos, levántate!, ¡hay que festejar!.

 

¡Coño!. ¡Que contradicción! .Una vez que me acuesto a mi hora y me sacan de la cama.,  pensé  mientras me volvía a vestir y salía de la modorra en que había entrado sin llegarme a dormir del todo.

 

   Salimos al hall donde un murmullo alegre y festivo iba creciendo. El hall se iba llenando de gente, los que vivían allí, los que alguna vez habían vivido, los que lo visitaban. Caras alegres, caras emocionadas, pero todas llenas de lágrimas. Cada quién traía una botella de acuerdo a sus posibilidades económicas: vino, sidra, vermouth y hasta champagne. Aparecieron platos con sandwiches, trozos de queso, jamón, aceitunas, tortillas de patata... La gente se abrazaba. Y lloraba. Y cantaba. Y se volvía a abrazar, Y volvía a llorar con una gran sonrisa en la boca.

 

Lo que sucedía en el hall del Edificio Ermita se repetía al mismo tiempo en casi todo el Mundo, En todas partes la humanidad se reunía para festejar: en todas partes la gente brindaba, la gente lloraba y cantaba. Y allá, a lo lejos, Le Grand Donjon de Notre Dame de París comenzaba a balancearse, en un viavén creciente, para anunciar al mundo la gran noticia...

 

Allons enfants de la Patrie...

 

   Aquella noche mamá no canto Yira para arrullar a sus hijos.

 

*


 

   La liberación de París significaba el fin de la guerra; lo que faltaba era ya cosa de días; se podría pensar que de horas. La pesadilla terminaba. Las democracias triunfantes arrasarían cualquier resto de fascismo que hubiera en el planeta. El Mundo se encaminaba inevitablemente a una era de paz y libertad, de dicha y progreso,

 

Era el momento de regresar a casa,. Las democracias triunfantes ¡ahora sí! darían el apoyo que antes habían negado a los demócratas españoles; España sería libre y democrática.  Nadie podía olvidar que Franco había sido aliado de Hitler y Mussolini. Nadie podía ignorar que en España había un régimen fascista. ¡Era el momento de regresar a casa!.

 

   Los partisanos españoles que habían luchado en el maquís francés, los voluntarios españoles de la División Lecrecq, los que habían luchado en distintos frentes y en distintos países,  comenzaron a desplazarse hacia la frontera, esperando la orden de avanzar. Los políticos republicanos se concentraron en París para reconstruir el gobierno de la República y encabezar y dirigir la liberación en orden y sin las discordias del pasado. En América se hacían maletas y se preparaban pasaportes.

 

   A las cartas de esa época se les añadía un sello en el que se veía un grupo de milicianos bajo una bandera republicana y al pié una leyenda: FUIMOS LOS PRIMEROS EN LUCHAR CONTRA EL FASCISMO.

 

*


 

   Los meses que siguieron sirvieron para ubicar en la realidad a los republicanos españoles. Al fin se dieron cuenta que siempre habían sido unos ilusos. Al fin se dieron cuenta de que habían perdido la guerra, que su destierro no era algo temporal que solo duraría hasta el triunfo de la democracia, sino que era, ¡que siempre había sido!, un destierro definitivo. Al fin se dieron cuenta que la guerra no la habían perdido en esos meses de 1945, que la guerra no la habían perdido en 1939, sinó en 1936 , cuando sonó el primer tiro. Al fin se dieron cuenta que ¡a nadie! le convenía una España libre, moderna, capaz de salir de su retraso de siglos, Al fin se dieron cuenta que siempre habían estado solos, con enemigos declarados en frente y con enemigos emboscados a su lado.

 

Algún tiempo después mi padre tomó un sello de aquellos que cité antes, tachó la palabra primeros y sobreescribió ÚNICOS.

 

*


 

   En esos años habíamos crecido. Como esas matas redondas, de ramas secas, que corren por el desierto arrastradas por el viento, habíamos ido de un lugar a otro.

 

   Vimos pasar poblados y ciudades. Vimos aparecer y desaparecer familiares y amigos. Vimos surgir mares y continentes. Siempre empujados por un viento de esperanza.

 

   Nos desparramamos por la Tierra; la recorrimos de un extremo a otro. Respiramos las brisas del mar, los aromas de los pinares, la fetidez de los pantanos. Vimos sonrisas y ceños oscos. Escuchamos canciones y oímos insultos. Nos abrasamos y padecimos fríos. Recibimos caricias y golpes. Comimos junto al fogón y sufrimos hambres. El viento, ese viento de esperanza, ceso.

 

   Era el momento de echar raíces.

 

*

 

 

publicado por cog1937 a las 02:23 · 1 Comentario  ·  Recomendar
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