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ciencia y arte
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Entradas por tag: sociologia
29 de Septiembre, 2016 · LITERATURA

 


 


 

 

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

Esta obra se editó en Octubre de 1986. Aunque ya esté algo anticuada, creo que todavía sigue vigente en muchos aspectos. La publico como una referencia histórica para quienes se interesen en estudiar aquellos tiempos y como un consejo para los que quieran hacerme caso

El editor añadió la siguiente nota, que considero muy acertada:

 

“Si usted ama verdaderamente a su pareja, no la haga infeliz casándose con ella. Es la tesis que sustenta el autor de este fascinante libro que suscitará, que duda cabe, apasionantes polémicas. Algunos opinarán que se trata de puntos de vista muy personales expresados con fina ironía y un agudo sentido del humor; otros, en cambio, descubrirán detrás de este ropaje aparentemente frívolo, una de las opiniones mas sólidas y justificadas acerca de esa institución llamada matrimonio”.

 

Tiro… y vale.


 

¿Es usted soltero o divorciado, de uno u otro sexo, y quiere tener una buena vida matrimonial?

¿Desea una relación plena, llena de satisfacciones con su pareja?

¿Desea crear lazos de cariño fuertes y duraderos con sus hijos?

¿Quiere, en pocas palabras, gozar de lo que se llama felicidad conyugal?

Entonces, por favor háganos caso, no se case, viva solo.

oOo

 

Vivir solo significa, ante todo, tener una casa, un hábitat ex­clusivo para sí y contar con sus propios medios de subsistencia (obtener sus propios recursos financieros). Estas dos cosas lo hacen autosuficiente territorial y económicamente, lo que equivale a ser libre e independiente de una manera casi absoluta.

Sólo en posesión de esta libertad sus relaciones con una perso­na del sexo opuesto se basarán exclusivamente en el gusto y la admiración que sienta por ella y no en la dependencia funcional o económica. Se unirá a esta persona por amor y vivirá con ella una relación intensa de emociones, comunicación, erotismo, satis­facción. Vivirá un idilio permanente.

Y el idilio es el estado perfecto de la pareja.

oO o


 

Con demasiada frecuencia se ha dicho que el matrimonio es la base en que descansa la sociedad actual. En otras palabras, el matri­monio es la base en la que descansan las relaciones de pillaje, abu­so, prepotencia, desconfianza, rapiña, explotación, engaño, usura, que caracterizan a la sociedad actual. El matrimonio es la base en que descansan la hambruna, la guerra, el secuestro, la expolia­ción, la miseria, la ignorancia, el fanatismo, el robo, la privación de la libertad, la injusticia, la corrupción, la dilapidación de recur­sos y vidas. . .

El matrimonio es la base de una sociedad dispuesta a extinguir, junto consigo misma, toda traza de vida en este hermoso planeta azul que nos tocó vivir. Las posibilidades de supervivencia en los próximos cien años son inferiores al 1% (Carl Sagan-Cosmos.)

Lo anterior sería razón más que suficiente para que cualquiera rehuyera al matrimonio. Sin embargo, quizá sea una justificación demasiado abstracta, por lo que daremos otra más sencilla, más directa, más al alcance de nuestros intereses inmediatos: la estadís­tica. ¿Quién no entiende una estadística?, y ésta nos dice que, cada día, los índices de divorcios son más altos. Resulta inútil dar valores pues éstos se volverían obsoletos en unos cuantos meses. Nos limitaremos a decir que si se casa tiene una probabilidad casi absoluta de divorciarse.

Entonces ¿Para qué lo hace? Evitando el matrimonio elimina­las molestias del divorcio.

¿Qué mejor razón?

oO o

 

Divorcio equivale siempre a fracaso. Por muy razonablemente que lo tomemos, por mucho que justifiquemos nuestra actitud, siempre nos quedará una sensación de frustración, de desasosiego, de haber fallado. Los consultorios de psicólogos y psiquiatras están atestados de divorciados en busca de explicaciones, en busca de saber que es lo que hicieron mal. Los jueces y abogados tienen exceso de trabajo atendiendo pleitos, riñas y chismes de hombres y mujeres que, en lugar de contentarse con la separación, luchan con todas sus fuerzas por hacerle la vida insoportable a su ex cónyuge. Y por hacérsela insoportable a sí mismos. Obsesionados por un espíritu de venganza no viven más que para el odio. Amenazas, violencia, rencor; su mente está impregnada de ideas punitivas y por lo tanto incapacitada para cualquier sentimiento constructivo. Si ya llegó al divorcio, al menos hágalo lo más fácil posible y des­pués olvide todo lo que pasó.

oOo

 

El resultado del divorcio es siempre el mismo; dos seres heri­dos, frustrados, obsesionados por las sensaciones de culpa e inca­pacidad para hacer las cosas bien, encerrados en sí mismos hasta el enquistamiento por el terror a un nuevo fracaso, a un nuevo dolor. Desconfiados. Temerosos.

Generalmente el divorciado prescinde de una vida realmente afectiva y se refugia en la práctica promiscua de un erotismo superficial, de un sexualismo pueril, en el que no es posible recibir daños pues nada es profundo. No hay comunicación, sólo intercambio de genes.

La relación afectiva profunda entre un hombre y una mujer requiere de comunicación y sexo. Estos dos ingredientes bien dosificados se convierten en admiración y erotismo... o sea amor. Si nos limitamos a uno de los ingredientes no llegaremos muy lejos. Especialmente si escogemos el segundo como única forma de relación con otro ser. Es interesante oír hablar a la mayoría de los divorciados sobre sus múltiples amoríos. Sus risas y expresiones semejan más el grito desesperado de la soledad que el relato de una conquista amorosa. Gritan pidiendo ayuda, pidiendo afecto, pero temen abrirse y presentar su ser íntimo, su ser afectuoso. Piden, pero no se atreven a dar. En esto son iguales a muchos ca­sados.

Existe también infinidad de divorciados que se dedican apasio­nadamente a ensartar fracasos como si fueran cuentas de un collar: matrimonio… divorcio… matrimonio… divorcio… y así suce­sivamente. La angustia de la soledad producida por el primer fra­caso los impele a llenar su vida de cualquier forma: ¡Hay que llenar el hueco que dejó la pareja! Y se intenta un nuevo matrimonio para evitar los espacios vacíos. Con quien sea, cómo sea, sin haber verificado la realidad de los sentimientos, sin pensar siquiera si hay afinidad. Se trata, solamente, de no estar solo, de no angustiarse, de sentir cualquier tipo de compañía, como esos monitos a los que se separa de la madre para sustituirla por el tic-tac de un reloj o el tacto de un muñeco de peluche. También estos son iguales a mu­chos casados.

oO o

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En ambos casos la sensación de fracaso se debe a que conside­ramos que el matrimonio es algo definitivo y eterno. El divorcio conduce a pensar en una destrucción irreparable. Tan definitiva y eterna como lo destruido. Regimos nuestro concepto del matrimonio por las ideas parmenideanas de perfección. Lo perfecto es estático, eterno e inamovible Hemos disuelto lo indisoluble. Hemos fracasado para siempre.

 

Durante la juventud tenemos una serie casi ininterrumpida de relaciones más o menos amorosas: galanteos, "flirts", "movidas", amasiatos, noviazgos. Todos acaban. Y sin embargo, nunca nos queda la sensación de fracaso que deja el divorcio. ¿Por qué? Porque no pretendemos que estas relaciones sean eternas. Porque las consideramos transitorias. Al terminar sólo llegó a su fin un juego que fue agradable; no hemos destruido la eternidad. No hay fracaso.

Por este motivo, evitando el divorcio, no casándonos, impedi­mos la frustración y con ello conseguimos mantener siempre una condición afectiva que nos permita gozar nuestras relaciones (su­perficiales o profundas; galanteos o noviazgos) a las que entrare­mos abiertamente, sin barreras, sin fobias. Y eso nos permitirá obtener lo mejor de ellas. Siempre saldremos enriquecidos con una nueva experiencia, con una nueva sensación. ¡Y con uno que otro frentazo!

En efecto, el término de una de estas relaciones nos causará dolor; posiblemente mucho dolor… ¿Quién alguna vez, no se ha lanzado a la pasión de un idilio o de un amor no correspondido? ¿Quién no ha sentido, alguna vez, la necesidad de entregarse total­mente, sin reservas, a su pareja… de abrir su alma y contar todas sus intimidades? ¿Quién no ha necesitado, alguna vez, la presencia constante de otro ser, sin el cual se siente incompleto e irrealizado? ¿Quién, en fin, no se ha enamorado alguna vez? Y sin embar­go, cuando viene la ruptura, después de un intenso dolor temporal, no queda ninguna sensación de fracaso, sino la dulzura del recuer­do de los momentos gratos pasados en compañía de, o pensando en, el ser amado. No salimos frustrados, sino enriquecidos.

Los divorciados y con mucha más razón los solteros deben ol­vidar las frustrantes ideas de fracaso derivadas del matrimonio y a cambio de esto vivir en el idilio, buscar el amor. Si éste dura poco, no importa; se habrán enriquecido, habrán ganado en experiencia para intentarlo una y otra vez; hasta lograr un idilio que dure tanto que parezca eterno. . . pero que se puede desvanecer en cualquier momento.

oO o

Cuando surge el amor nos hacemos monógamos: no necesita­mos de ninguna otra persona del otro sexo, pues con la que es­tamos nos satisface totalmente. Gozamos de su compañía y nos sentimos incompletos en su ausencia. Necesitamos vehementemente de esta persona; no podemos prescindir de ella; nos hace falta. Esta imagen puede describir un amor no correspondido, cuando sólo uno está enamorado. Pero cuando el sentimiento es recípro­co, cuando la comunicación fluye tanto en un sentido como en otro, cuando la admiración es mutua, se llega al idilio, con toda la pasión, con todo el entusiasmo que produce la obtención de una satisfacción plena en todos los sentidos.

El idilio se retroalimenta. Cada nueva sensación, cada nuevo descubrimiento, nos alienta a seguir experimentando, a buscar nue­vos goces, nuevas sensaciones. Nos obliga a permanecer alertas, atentos a las relaciones de nuestra pareja. El idilio es búsqueda, es ensayo; no puede permanecer estático; es incompatible con Parménides. Si lo paralizamos, si se enfría, morirá. Tenemos que ali­mentarlo con nuestra pasión, con nuestra entrega, para que siga viviendo. El idilio se vive a cada momento. Y este momento puede ser el último. Puede durar sólo unos días. Pero si lo sabemos cui­dar, si lo sabemos cultivar, durará eternamente. Y su movilidad lo hará mucho más interesante que el matrimonio supuestamente es­tático y eterno.

Por su temporalidad, por su fragilidad, por la necesidad de cui­darlo y alimentarlo constantemente, nos obliga a permanecer sensi­bles, a permanecer abiertos y alertas.

El idilio es el estado perfecto de la pareja.

 

En el idilio se practica la monogamia: la entrega total, la de­pendencia total de uno al otro. Pero entrega voluntaria, no forzada. Es el regalo que un humano libre hace de sí mismo a otro. Aunque aparentemente signifique lo mismo, no es igual "Yo soy tuyo" que "Tú eres mío". No es lo mismo entrega que apropiación. Quien recibe este regalo no se debe apoderar de él, lo gozará pero no lo tomará en pertenencia, deberá respetar su libertad. La monogamia es un acto de libertad, es la renuncia voluntaria, no imposición. No se puede establecer por decreto.

El amor correspondido lleva al idilio y éste a la monogamia. Pero el amor sólo es posible cuando hay libertad. Sólo es posible entre dos seres libres. Cualquier atadura, cualquier nexo de depen­dencia no aceptado voluntariamente, mata al amor. Por eso, con­serve su autonomía, conserve su libertad. Viva solo.

oOo

 

 

 

Por definición, el matrimonio además de perfecto, eterno e inamovible, es monógamo. Y esto es absurdo. La monogamia sólo es posible como acto voluntario dentro del amor. Pretender implantar la monogamia por ley o por decreto es irrealizable. Quien no la acepte encon­trará siempre la forma de escapar de esta imposición. Y son muy pocos los que han tenido la oportunidad de convencerse de la monogamia.

Ésta es el resultado de un proceso evolutivo. No se llega a ella por definición ni por obligación. La especie humana fue original­mente polígama y sólo en fechas relativamente recientes adquirió consciencia de la monogamia. Cada individuo de la especie debe recorrer un camino semejante. Debe convencerse de que para ob­tener un estado pleno de interrelación con otro ser de su misma especie, pero de género opuesto, se requiere alcanzar un grado muy alto de comunicación, incluyendo al sexo como una forma especial de ésta. Debe convencerse de la necesidad de una pareja que lo complemente, que lo enriquezca, que haga aflorar sus me­jores sentimientos, sus mejores posibilidades. Que lo induzca a alcanzar planos cada vez más elevados en cuanto a conocimiento, a sensaciones, a pensamientos, a intuiciones…

Pero esto sólo es posible por medio del ensayo. La relación múltiple, la experimentación con distintas parejas y en distintos campos de comunicación, o sea la poligamia nos servirá para apren­der, para distinguir lo bueno, lo trascendente, lo importante. Apren­deremos a seleccionar, a separar el trigo.

Al cabo de un tiempo escogeremos nuestros ensayos. Desecha­remos los experimentos que, de antemano, sabemos no conducen a nada. La búsqueda de relaciones más profundas nos llevará a la intimidad y esto sólo será posible con un número reducido de per­sonas. Mientras más profunda sea la comunicación menor será el número de gentes con quienes la logremos. Y finalmente para lle­gar al máximo, para alcanzar la sublimación sólo quedará una per­sona: nuestra pareja perfecta. Aquella con la que lograremos el máximo de intimidad, el máximo de comunicación, la máxima admiración mutua… el amor.

Como expresa Saint-Exupéry en "Tierra de Hombres". "La perfección se consigue no cuando ya no puede añadirse nada, sino cuando ya no puede omitirse nada".

La monogamia es madurez. Se llega a ella después de todo un proceso de búsqueda que pasa por la poligamia como primera fase por episodios temporales de monogamia que no llegan a la perfección y que acaban por romperse. No existe una norma, ni un tiempo preestablecido, para alcanzar la madurez. En ocasiones esta llega muy pronto. En otras jamás se alcanza. Pero sólo cuando tengamos el convencimiento, cuando encontremos a nuestra pareja, sólo entonces seremos verdaderamente monógamos. Sólo en la monogamia lograremos una comunión perfecta con alguien. Pasaremos de dos seres a uno solo. Lograremos la intercomunicación Total y eso abrirá las posibilidades de buscar metas más elevadas, externas a los dos, metas que muevan al mundo que enriquezcan el cosmos.          oOo

Pero esto que es una verdad, se convirtió en decreto hace unos milenios. Se proscribieron el ensayo y la búsqueda. La mo­nogamia se hizo ley, se hizo obligación. Y de premio se transformó en castigo.

Forzados a entrar en la monogamia sin haber sido convencidos, los reos se  escapaban (se siguen escapando) por las puertas falsas, para intentar el ensayo, para intentar el experimento. Pero perseguidos y señalados como proscritos no podían concentrarse en una búsqueda sana, limpia y honesta y convirtieron su poligamia en un juego deshonroso e ilegal, de tahúres y de hipócritas. La búsqueda convirtió en cinismo permanente, en burla constante. En desesperación.

o O o

Cuando se habla de monogamia, cuando se habla de ensayar el amor se piensa siempre en función de sexo. Se supone que la única forma de ensayar es acostarse con alguien. Esto es falso. El ensayo múltiple, con muchas parejas, lo practican desde hace mucho tanto los hombres como las mujeres. Es difícil encontrar un ser humano que se haya casado con su primera pareja, su pri­mer novio o novia según el caso, y es más difícil aún que ambos sean primerizos, que nunca hayan tenido otra relación. El ensayo polígamo se ha hecho desde siempre, aunque excluyendo la entre­ga sexual. Por un tabú, por un prejuicio, no se llegaba a la cama, pero casi todos los hombres, casi todas las mujeres, han tenido varios noviazgos antes de caer en la monogamia obligatoria del matrimonio.

En estos noviazgos, casi siempre sucesivos, a veces simultáneos, se ensaya el amor como comunicación, como comparación de ideas y sentimientos, como admiración mutua y, generalmente, como juego erótico incompleto. Tomarse las manos, tocarse los cuerpos, besarse, son juegos eróticos, aunque en ellos no se llegue al contacto sexual total.

Todos pasamos por ensayos polígamos antes de encontrar una pareja con quien practicar la monogamia. La única diferencia entre el pasado y el presente es que en la actualidad se ha incluido el coito como parte del ensayo.

oOo

 

 

 

 

La poligamia es buena. Pero dentro del matrimonio, que por definición es monógamo, equivale a fraude. Los solteros y divorciados practican la poligamia. Así debe ser. Se encuentran en un proceso de maduración, de búsqueda de una pareja ideal con la cual volverse monógamos. Pero encontrar esta pa­reja es relativamente difícil. Lo común es que sintamos atracción por varias personas, cada una de las cuales nos satisface en determinados aspectos, pero no en todos. No hay razón alguna para prescindir del placer que nos proporcionan estas relaciones múlti­ples. La poligamia es recomendable y se debe jugar con gusto, con libertad. Sinceramente. Nadie se siente engañado en estas condicio­nes. No hay cuernos. Quienes la practican así, saben que sus pare­jas hacen lo mismo. Y lo aceptan. No existiendo el contrato de exclusividad que implica el matrimonio, no hay razón alguna para limitarse. Nadie piensa en restringir la libertad de otros. Pueden disfrutar de relaciones múltiples con cuantas personas quieran sin el remordimiento de estar engañando a alguien y sin el riesgo de sanciones físicas, morales, penales o económicas.

Esta actitud no es válida dentro del matrimonio. Este implica monogamia y salirse de ella es violar su definición, salirse de las reglas. Y entonces ¿para qué entrar en un juego que no pensamos respetar? ¿Por qué casarnos si nos sentimos polígamos? Refleja falta de ordenación lógica; confusión mental.

Pero además denota hipocresía y traición. Existen muchas per­sonas que, si no por convencimiento, al menos por acondiciona­miento mental, por haber sido educadas así, por costumbre o por tradición, aceptan la monogamia y aceptan las reglas del matrimo­nio. Son fieles a su cónyuge. Si éste viola las reglas, no está jugan­do limpio; está cometiendo un fraude puesto que no era esto lo que se esperaba de él. Tan patente es esta actitud fraudulenta que quien la comete lo oculta. Nunca se le dice a la pareja que segui­mos siendo polígamos. Engañamos.

El llamado "matrimonio abierto" tiende a corregir esto último; en él tenemos la honestidad de avisar a la pareja de nuestras relaciones extramatrimoniales. Se evita la estafa, no hay hipocresía. Es un adelanto. Pero sigue siendo absurdo: convertirnos en políga­ma una institución monógama. Si mantenemos relaciones con va­rias personas ;Cual es la diferencia de una en particular con respecto a las demás? ¿Qué diferencia hay con una poligamia? ¿No existe la posibilidad de que con el tiempo cambiemos de opinión y nos sintamos mas unidos a otra de las personas con quienes estamos ligados? y en este caso será necesario deshacer un matrimonio para formar otro, que, a su vez, se disolverá en el futuro. El matrimonio se convertirá en algo provisional, habrá perdido sus cualida­des de perfecto, eterno, inamovible y monógamo. No quedará nada de él.

 

Entonces, ¿para qué casarse? Es más lógico y más sencillo mantener varias relaciones simultáneas entre seres libres, aunque alguna se viva, en un momento, con más intensidad que las demás.

Ya sea con o sin fraude, ya sea tradicional o libre, el matrimo­nio en que se practica la poligamia es irracional y absurdo. Ésta re­quiere de libertad para practicarse sanamente.

oO o

El fracaso de casi todos los matrimonios se debe a la excesiva prisa por convertirnos en monógamos. Hemos visto que esto requiere de tiempo y de experimenta­ción. En ocasiones hace falta demasiado tiempo. Y sin embargo, la presión de la sociedad y las ideas que hemos heredado nos em­pujan a atarnos indisolublemente, es decir a casarnos, en cuanto notamos el primer síntoma de que podemos llevarnos bien con alguien. Esta prisa tiene su origen en el culto a la virginidad feme­nina que prohíbe las relaciones sexuales antes del matrimonio, culto que afortunadamente va cayendo en desuso pero que toda­vía sigue cobrando sus víctimas.

Cuando logramos cierto grado de comunicación con alguien pensamos en ampliarlo, hacerlo más íntimo, y eso nos conduce al sexo, puesto que comunicación y sexo son los ingredientes del amor. Pero para ampliar esta relación, si aceptamos el culto a la virginidad, debemos casarnos. En nuestro subconsciente están tan unidos matrimonio y sexo que sí practicamos el segundo conside­ramos que es necesario llegar al primero y actuamos así aunque conscientemente no estemos de acuerdo con el culto a la virginidad. Son demasiados siglos de tradición, de costumbres, de rutina, para que nuestro raciocinio se pueda liberar de una idea tan grabada en nuestro interior y que nunca analizamos desde un punto de vista lógico.

Antes de la revolución sexual el casamiento tenía una razón práctica: acostarnos, practicar el sexo. Pero en la actualidad ya no hay razón para ello; las relaciones sexuales se practican libremente; no hay nada que nos obligue a aceptar una monogamia de la que no estamos convencidos. Borremos de nuestro subconsciente la man­cuerna matrimonio-sexo y experimentemos cuanto sea necesario; busquemos constantemente el idilio perfecto en vez de correr ha­cia una relación monógama, en la que no creemos o que sabemos que no existe. La precipitación nos lleva a la monogamia por decreto y ésta al fracaso.

Ya pasaron los tiempos en que se entraba casi a ciegas al matrimonio, con una escasa comunicación y corriendo el albur de no compenetrarse sexualmente, cuando a la mujer se le negaba el derecho a experimentar y poder decidir lo que le gustaba y lo que no, cuando no podía, ni siquiera, satisfacer su curiosidad sobre un acto que por el convencionalismo social resultaba tan importante.

oO o

 

En una ocasión se disolvió una pareja después de bastantes años de convivir apaciblemente. En apariencia todo iba muy bien. Nadie sospechaba, al verlos, que pudieran llegar a separarse. Tran­quilidad, buena posición económica, tiempo a su disposición, hijos, amigos… Ni una nube en el horizonte.

Pero un día ella conoció a alguien que la impresionó poderosa­mente. Se inició una comunicación. De simples pláticas al princi­pio se pasó a un interés por conocerse mutuamente, a una búsqueda del uno por el otro, a la comunicación íntima, a la admiración recíproca. Y en poco tiempo ella comprendió que necesitaba de forma total a su nuevo compañero. Estaba enamorada. Su mono­gamia anterior, mezcla de amor y tradicionalismo, no tenía senti­do. El nuevo sentimiento monógamo era mucho más fuerte, mucho más intenso.

Esta historia no tiene nada de sorprendente. Es bastante co­mún. Sobre todo con mujeres que se casaron "como Dios manda", sin haber tenido oportunidad de experimentar antes. Se presenta muchas veces en la realidad, con distintos personajes, con distintos intérpretes. También es muy frecuente entre quienes practican la poligamia extramarital; corren muchos peligros de encontrar una pareja que los conmueva. Pero, como en esta historia, también le puede suceder a un monógamo, incluso a un monógamo conven­cido que ame a su pareja. Por un mero accidente puede suceder que alguien encuentre un amor mucho más intenso que el que conocía hasta ese momento. Por azar, por pura casualidad, se pue­de destruir un matrimonio. No hay nada eterno e inamovible.

En el caso que nos ocupa ella se vio ante un dilema. Tenía que escoger. Cuando el amor pega demasiado fuerte la elección es de encrucijada: o todo o nada. O se rompe totalmente con la pareja anterior afrontando los problemas del divorcio y los efectos que causa, o se ahoga por completo al nuevo amor y se prescinde de él. No hay término medio. La primera alternativa causa muchos trastornos, la pareja abandonada recibe una desagradable sorpre­sa que rompe su estabilidad, se siente engañada, víctima de un fraude, los hijos pierden la confianza, la armonía en que han vivi­do hasta ese instante; hay pleitos en los que las imágenes de ambos salen bastante distorsionadas; surge la crítica y el repudio. Es correr tras un sueño que una vez alcanzado puede resultar ilusorio. Y en ese caso se habrá perdido todo, el pasado y el futuro. Sólo quedará un presente vacío y doloroso.

La otra alternativa representa el sacrificio de la propia felici­dad; el quedar sumergido en una especie de papilla semiviscosa en donde ya no habrá amor sino conformismo; el vivir pensando en lo que hubiera podido ser. Un sacrificio que nadie agradece, pues el único que lo conoce es el sacrificado. En estas condiciones el ma­trimonio se irá desmoronando. Cada vez será más incómodo. Cada vez será menor la comunicación. Finalmente se llegará a la ruptura que se trató de evitar, Y entonces será demasiado tarde. Ni pasado, ni futuro.

Pero hay otra posibilidad. En nuestra historia la planteó una amiga de ella: "¡Qué tonta! Yo no hubiera dicho nada y hubiera seguido con los dos. Uno me daría comodidad y otro amor". Y volviéndose a su esposo agregó: "¿Tú que opinas?''

"¿Muuuuuu?"

Esta no es alternativa. Es fraude. Es engaño. La monogamia hay que vivirla honestamente o salirse de ella. No es aceptable para el engañado y tampoco lo es para los dos que se quieren, que nece­sitan estar juntos constantemente, que no pueden ni quieren ocul­tar su pasión.

Si alguien en estas condiciones ve como aceptable la poliga­mia, el compartir al amante y al cónyuge, es que no está completa­mente enamorado ni de uno ni de otro. Encuentra cierto placer en ambas relaciones sin que ninguna lo satisfaga totalmente. Y en este caso es mejor ser polígamo libre. No contraer un compromiso de fidelidad que no se puede cumplir. Mantener un matrimonio en estas condiciones es un juego. Pero un juego que afecta a otras per­sonas que van a salir dañadas sin haber sido invitadas a jugar. Es un juego de irresponsabilidad.

Sin embargo, se dirá, hasta los monógamos más convencidos tienen a veces caprichos. ¿No tienen derecho a comprarse alguna vez un chocolate? ¿A "soltar una cana al aire"?

La respuesta es: sí. Una cana al aire es aceptable. Pero una, porque hay muchos que pretenden quedarse totalmente calvos en una semana.

A veces, aunque tengamos en casa "creppes suzette" se nos an­toja una capirotada. Puede ser agradable. Pero ¿Vale la pena? Co­rremos el riesgo de que las crepas se enfríen. Ofendidas por la comparación pueden alejarse de nosotros, perder el interés. ¿Vale la pena?

Además ¿Cuántas veces se nos antoja la capirotada? Si tene­mos una relación plena, satisfactoria, llena de goces, de comunica­ción, de admiración, de erotismo con nuestra pareja es muy difícil que deseemos otra cosa: no necesitamos más. Nos limitaremos a echar una mirada a la capirotada; en todo caso una probadita, y seguiremos con nuestra crepa. Satisfacer ocasionalmente un capri­cho puede ser saludable: rompe la monotonía y sirve para resaltar el valor de lo que tenernos, pero, a fin de cuentas las capirotadas carecen de interés.

¿Y si en vez de capirotada es un Mont Blanc (puré de marrons glacees con crema chantilly)? Entonces lo mejor es no probarlo. Eso no es "una canita", sino una decisión de encrucijada: o las crepas o el Mont Blanc: todo o nada. Será la sustitución de un amor por otro, de una monogamia por otra. No son compatibles.

 

La monogamia por convencimiento, la monogamia por amor es un acto voluntario. Dura tanto como dure el amor. Este se pue­de extinguir o ser sustituido por otro. Pero en cualquier caso nos lleva a la separación. Lo que se acaba es un idilio, no un matrimo­nio. No es leal engañar a quien fue nuestra pareja, a quien nos dio amor. Si éste se acabó digamos adiós honestamente.

oO o

Como consecuencia de la relación matrimonio-sexo que nos dicta el subconsciente y del casamiento prematuro sin la confirma­ción de la experiencia, la poligamia suele ser demasiado frecuente en los matrimonios. La monogamia es excepcional. Al menos uno de los cónyuges suele tener relaciones extramatrimoniales. Y en muchas ocasiones son los dos. Cuando alguien, como en la historia anterior, decide, por sinceridad, deshacer su matrimonio, es tacha­do de tonto. ¿Por qué no jugar con dos barajas? ¿Por qué no sacar ventajas de las dos partes? El matrimonio es la base de la sociedad y en nuestra sociedad el fullero, el tramposo, el cínico, el felón es el que lleva la mejor parte. Es el triunfador. Es el admirado. Se admira a quien oculta mercancías, a quien adultera los alimentos, a quien utiliza un cargo público para enriquecerse, a quien tiene muchas amantes. En otras palabras, se admira a quien traiciona la confianza que le han depositado. El sincero es un tonto.

La vanidad de vernos admirados por nuestra astucia es un atractivo. A nuestro ego no le gusta reconocer que es mejor una poligamia limpia, en plena libertad, llevada con sinceridad, que un matrimonio con trampa. Ser sinceros es ser tontos.

En lugar de reconocer este hecho preferimos inventar excusas para justificar nuestra actitud.

En especial el género masculino ha inventado pretextos tan pueriles como absurdos. El más común es el de asegurar que el hombre es polígamo por naturaleza y la mujer no. Si considera­mos que el amor es comunicación y sexo, la primera es igualmente necesaria para todos. Incluso la mujer suele ser más parlanchina, aunque esto no implique necesariamente comunicación. Pero gene­ralmente nos olvidamos de la comunicación. Cuando hablamos de poligamia nos referimos exclusivamente a sexo, y en este caso…

En este caso resulta que fue un hombre, en pleno uso de su masculinidad, quien rebautizó con el nombre de "Laguna de la Ilusión" a la que se encuentra cerca de Acapulco: la Laguna de Tres Palos.

 

 

 

¿Son necesarios más argumentos para rebatir la tesis?

Sólo uno más, Si es verdad que las mujeres son monógamas, ¿Con quién demonios practican el amor los hombres polígamos? ¿Lo hacen entre ellos?

Por último, en su vanidad, el adúltero, el casado que practica la poligamia olvida un detalle: su pareja también puede ser astuta. ¡Cuidado señor don Juan, o señora doña Juana! Cuando esté en sus correrías tóquese de cuando en cuando la frente. Puede llevar­se una sorpresa. Este es otro inconveniente del matrimonio. El engaño sólo es posible entre casados. A nadie se le ocurre decirle a su amante: "Te estoy poniendo los cuernos con mi cónyuge". Los adornos frontales son privilegio del matrimonio.

Con excepción de un número relativamente pequeño de mo­nógamos, que cada día es menor, nadie respeta el matrimonio.

Los casados polígamos no cumplen las normas de eternidad, inamovilidad y monogamia que lo definen.

Los solteros y los divorciados viven en la poligamia abierta y sin fraudes. No necesitan el matrimonio.

Entonces ¿para qué sirve el matrimonio?

¿Para que los solteros entren a él como una fase intermedia antes de engrosar las filas de los divorciados y los adúlteros? ¿Para adquirir todas las frustraciones y resentimientos que produce el divorcio?

¿Para que los adúlteros hagan gala de su astucia?

¿Para que los divorciados reincidan y acumulen más fracasos?

No parece haber ninguna razón que lo justifique. Ni siquiera es útil a los monógamos. Para ellos, como veremos más adelante el matrimonio es una trampa que tiende a destruir su amor. Los mo­nógamos que han encontrado a su pareja no necesitan actas, ni leyes, para vivir juntos. Son más felices en un noviazgo perma­nente que en una institución rígida.

Entonces ¿Para qué sirve el matrimonio?

Para una sola cosa: Mantener el sentido de propiedad.

 

 

El matrimonio no tiene nada que ver con el amor. En él no intervienen para nada la comunicación, la admiración y el erotismo. El sexo sí, pero sin erotismo. El sexo interviene como un acto de posesión, de adquisición de una propiedad. Por eso, cuando habla­mos de adulterio nos referimos exclusivamente a relaciones sexua­les fuera del matrimonio. Si, respondiendo a una necesidad de comunicación, nos pasamos toda una agradable tarde conversando con una persona del sexo opuesto, no nos sentimos adúlteros. Pero si nos acostamos, aunque sólo sea una vez, nos invaden los sentimientos de culpabilidad; estamos violando una propiedad privada: estamos dejando entrar extraños en la nuestra. El estatus de poder peligra.

Poder y propiedad, he ahí los ingredientes del matrimonio.

Existe una abundante literatura relacionada con esta afirma­ción, Desmond Morris y F. Engels, por ejemplo, presentan datos muy interesantes al respecto, por lo que aquí nos limitaremos a una breve demostración, dejando al lector la opción de consultar fuentes más especializadas.

Desde sus primeros pasos en la tierra el homo sapiens fue polí­gamo. Aunque no se sabe en detalle, se supone que los primeros grupos tribales eran semejantes a los de los gorilas. Dos o tres ma­chos adultos dominantes, algunos jóvenes y un grupo de mujeres con sus crías. Durante el largo período en que el hombre fue nó­mada este esquema sufrió pocas alteraciones. Estas se debieron especialmente a los adelantos tecnológicos que se fueron presen­tando gradualmente y que condujeron a cierta especialización y distribución del trabajo y en esta distribución jugó un papel im­portante la diferencia de sexo; el macho se fue especializando en las tareas de protección del grupo: agresión y defensa; la hembra tomó a su cargo el cuidado de los niños y la organización interna del clan: la protección de las herramientas y enseres de la tribu, la distribución de los productos del trabajo.

Siendo poca la tecnología, la especialización no era demasia­da y en general el trabajo era de conjunto y muy similar para todos los integrantes de la tribu. Siendo iguales los derechos e intereses de todos, la comunicación era fácil.

Con la aparición de la agricultura y la necesidad de establecer­se permanentemente, la distribución de trabajo sufrió un impacto muy grande y fue forzosa una especialización mayor. Podemos decir que con la agricultura y el sedentarismo aparece por primera vez una especialización completa. Las tendencias que se habían presentado anteriormente se radicalizan y el trabajo de hombres y mujeres se hace distinto. La mujer, en esta época, tiene un papel preponderante. El embarazo y el cuidado de las crías hace que se dedique a las actividades sedentarias: el cultivo de la tierra, el acondicionamiento del hábitat, la conservación de la casa, el alma­cenamiento de víveres, la ingeniería hidráulica para regar los cam­pos, el cuidado de los animales en cautiverio, la fabricación de enseres domésticos, la conservación de un fuego que proporciona calor y seguridad, etc. Todas estas actividades presentaban proble­mas de control y organización distintos y mucho más complejos que los de los grupos nómadas y la solución de los mismos se debe a la mujer. La mujer inventó la administración. La palabra econo­mía etimológicamente corresponde a estas actividades.

El hombre, por el contrario, se mantuvo en un estado casi nómada, siguió pastoreando o cazando, recorriendo grandes dis­tancias en compañía de otros cazadores, lejos del lugar en que se estableció la tribu y volviendo a éste al final de la jornada. Sus actividades y organización siguieron siendo nómadas. Su estancia en el hábitat se limitaba a motivos de defensa.

La diferencia en especialidades, en organización, en intereses, fue distanciando al hombre de la mujer. La comunicación que había hasta entonces se hizo más difícil, aunque siguió existiendo. Muchos de los rasgos del matrimonio moderno aparecieron en­tonces. El hombre se fue acostumbrando a tener sus actividades productivas fuera del hogar y a compartir el trabajo con otros hombres. Al final de la jornada regresaba al hogar donde le espera­ban toda clase de comodidades: el baño y los óleos perfumados con que fue recibido Ulises (Hornero: Odisea), el calor de un buen fuego, comida sabrosa y abundante, el sueño reparador, erotismo, etc. Todo ello proporcionado por la mujer. Sólo faltaban las pan­tuflas, la cuba libre y el televisor.

La mujer, por su parte, se fue habituando a la idea de trabajar en el hábitat y tener todo dispuesto para que, a su regreso, el hom­bre contara con todas estas comodidades.

El hombre nómada, menos evolucionado que la mujer seden­taria, fue tratado por ésta como un niño a quien había que pro­teger.

Inconsciente y paulatinamente la mujer decidió esclavizarse al hombre, vivir para él, y éste, a su vez, se fue convirtiendo en un niño mimado: el rey del hogar. Su cuota para gozar de las ventajas del sedentarismo se limitaba a entregar el producto de su caza dia­ria (su salario) al fin de ¡a jornada. Y ocasionalmente a luchar con­tra fieras o humanos que invadían el territorio.

Durante sus correrías, había ocasiones en que los hombres se alejaban demasiado del hogar y los sorprendía la noche sin que pudieran regresar. Corrían el riesgo de tener que esperar el ama­necer expuestos a los elementos, las alimañas y los animales fero­ces. En condiciones severas esto representaba un alto peligro de muerte. Afortunadamente, casi siempre había en las cercanías algún grupo de humanos sedentarios y se podía llegar a él, en son de paz, pidiendo protección por una noche. Bastaba con entregar a aquel grupo la cuota diaria para tener una acogida igual a la que hubieran tenido en su propio hogar. Todavía en la actualidad algunos grupos primitivos, como los esquimales, practican este tipo de hospitalidad total y franca y ponen a disposición del peregrino todas las comodidades de que disponen: alimento, calor, descanso, sexo.

 

Este tipo de relación intertribal estuvo muy extendido hasta hace poco. Marco Polo lo observó en casi toda Asia durante sus viajes y en el siglo pasado todavía se veía entre los sioux y otros grupos de América. La solidaridad humana, era más fuerte que el egoísmo.

Pero con la generalización de esta práctica el hombre, el nó­mada, empezó a comparar. Vio que había grupos con más como­didades, con más riqueza que otros y en su interior comenzó a desear lo mejor para sí mismo. Apareció la codicia.

Y en cuanto tomaron conciencia de ella, los distintos grupos masculinos se lanzaron a la lucha, a despojarse unos a otros, a ro­barse mutuamente. Nadie deseaba compartir. Querían todo el pastel para ellos solos.

Pero una vez adueñados del botín se encontraban ante el peligro de perderlo. Tenían que buscar la forma de asegurarlo, de confirmar su posesión. Y la única manera de conservar la riqueza adquirida era apropiándose de quien la generaba. Para mantener la riqueza era necesario poseer a la mujer, convertirla en un objeto de su propiedad, por la buena o por la mala. Y la mujer fue arrojada al suelo sobre su espalda, el hombre la inmovilizó con el peso de su cuerpo, la sujetó, la sometió y la pose­yó. Fue violada.

Resulta curioso que los enemigos del erotismo sólo acepten como “normal”, como "decente" esta postura y consideren inmoral y degenerada cualquier otra, incluyendo la que adoptan casi tidos los anímales, la que era más usual antes de inventar la viola­ción.

 

Privada de su libertad, convertida en objeto posible, la mujer .se cerró al amor. En estas condiciones no podía haber más comu­nicación que las órdenes del amo al esclavo y sin comunicación no hay admiración. Tampoco podía haber erotismo, pues éste tam­bién es comunicación, también es búsqueda mutua y admiración. Sin  fantasía, sin  ensayo, sin juego, el sexo quedó limitado a la práctica fría y metódica de la violación. A la toma de posesión de la propiedad privada. Al ultraje.

 

Faltaba legalizar los nuevos métodos. Se requerían reglas que garantizaran la propiedad de los conquistadores. Y se inventó el matrimonio, el acto legal por el cual un hombre adquiría una mu­jer y todas las riquezas que ésta generaba. Y se garantizó, también, la propiedad permanente de los bienes adquiridos:

“No desearás a la propiedad de tu prójimo”.

 

 

 

Obsérvese que el mandamiento bíblico no prohíbe desear al hombre de tu prójima, pues éste no es objeto apropiable. En ese momento seguía existiendo la poliginia, o sea un hombre podía poseer cuantas mujeres fuera capaz de capturar. Su codicia no tenía límites. Pero la mujer como propiedad solo podía tener un dueño, debía ser monoandria. La monogamia total para uno u otro sexos apareció después inventada por la mujer.

El sistema de propiedad establecido con la violación masiva de las mujeres exigía condenar el adulterio. La mujer se vería ten­tada a buscar el amor fuera de su casa y esto la llevaría a cambiar de dueño. La propiedad estaba amenazada. A su vez, el hombre podría arrebatar sus bienes a otro, robando a su mujer.

En un principio los grupos, como tales, se apropiaban de los establecimientos sedentarios y gozaban en común de todas sus ventajas dirigidos por el cazador más fuerte, el jefe. Pero, pronto, cada cual quiso su parte del botín, todos querían su propia mujer, sus propios hijos, su parte de la propiedad conquistada.

El jefe, para evitar motines, tuvo que acceder, aunque hacien­do patente su autoridad, recordándoles que, en última instancia, todo era suyo y lo podía reclamar en cualquier momento: estable­ció el derecho de pernada, o sea, el derecho del más fuerte a arre­batar lo suyo a los débiles. Este acto, por una reacción en cadena, condujo a la estratificación de la sociedad, que desde entonces quedó dividida en clases, en castas. El más fuerte arriba, el más débil abajo. Y cada quien despojando a sus víctimas. ¿Qué otra cosa se podía esperar? Si el hombre había sido capaz de esclavizar, de convertir en objetos a su mujer y sus hijos ¿a qué infamia no se atrevería?

Pero la mujer no se conformó. Tomada por sorpresa había sido vencida por el hombre, pero no renunció voluntariamente. Entró al juego de la codicia y decidió adueñarse del poder.

Ahora era su turno. Menos brutal, menos violenta que su ex compañero, optó por usar la sutileza. El matrimonio se presentaba en toda su descarnada realidad: Lucha por el poder.

 

El sistema de propiedad inventado por el hombre ayudaba a la mujer, le daba la oportunidad de hacer que él trabajara para ella.

 

 

 

 

Una posesión valiosa se debe guardar para evitar el robo o la pérdida. Y eso es lo que hizo el hombre. La encerró, la enclaustró para poseerla en exclusividad. "La mujer como la carabina cargada y atrás de la puerta" dice un refrán. Y con ello la inutilizó. Su creatividad se vio coartada. Su destreza se perdió. Su capacidad administrativa fue sustituida por las órdenes del macho. Y en poco tiempo se convirtió en un objeto inservible capaz solamente de efectuar algunas rutinas de orden y limpieza dentro del hogar.

Al ver desaparecer la riqueza recién adquirida el hombre tuvo que intervenir para conservarla. Tuvo que sustituir a la mujer en cada una de las actividades para las que ésta quedaba inutilizada por su encarcelamiento. El hombre se hizo sedentario y aprendió a crear las riquezas que antes inventara la mujer. Fue ésta la que comenzó a gozar de las comodidades producidas por el hombre. El varón fue domado.

Acuciado por la nostalgia del erotismo perdido y por la necesi­dad de verificar su virilidad como muestra de poder, ya que el pene se había convertido en herramienta de posesión, el hombre fue fácilmente manipulado por una mujer que había renunciado al orgasmo y que, en consecuencia, podía controlar sus emociones y dosificar la satisfacción proporcionada a su aparente dominador. Se inventó la explotación por el sexo. La vagina se convirtió tam­bién en herramienta de dominio. Una vez dominado el hombre, la mujer legalizó su posesión estableciendo la monandria. El hombre .debía tener un solo propietario, una sola mujer.

Estos son los dos modelos clásicos del matrimonio practicados hasta nuestros días: el macho brutal ávido de poder y riqueza y el varón domado por una mujer fría, taimada, calculadora e igual­mente codiciosa.

Cimentado en la codicia, la desconfianza, el ansia de poder, la brutalidad y el engaño, el matrimonio es la base de nuestra so­ciedad. Por eso nos despedazamos, robamos, luchamos por la po­sesión de objetos que no necesitamos, balandroneamos aparentando lo que no somos, presumimos de astutos y de zafios, nos hacemos trampa. Hemos perdido la comunicación.

Naves salidas del planeta Tierra circulan ya por el sistema so­lar. La humanidad ha iniciado su aventura cósmica. Estamos por despegar hacia las estrellas. Y éstas siempre han estado ligadas a los sueños. Tenemos la posibilidad de hacer realidad nuestros sue­ños. ¡Podremos hablar con las estrellas! ¿Y qué les diremos? ¿Que poseemos muchas cosas? ¿Que nos matamos unos a otros? ¿Que nos encanta destruir?...

 

 

¿Podremos despegar hacia las estrellas arrastrando el pesado fardo de nuestra codicia? ¿Podremos elevarnos cuando el presu­puesto para destroyers es tanto que nos impide construir radio­telescopios?

Al volar a las estrellas volveremos a ser nómadas, necesitaremos libertad de movimiento, dejar pesos innecesarios. Y necesitare­mos comunicarnos con nuestros compañeros. La aventura cósmica exige que, antes, los humanos reencontremos la comunicación, que olvidemos el egoísmo, que unidos a nuestros semejantes restablez­camos el amor.

Y para ello los hombres y las mujeres deben reconciliarse, olvi­dar las trampas y las posesiones. Unirse en la búsqueda múltiple, polígama, pero abierta y sin engaños, de goces y nuevas sensaciones, o encontrar a su pareja ideal con la cual practicar una mono­gamia real. Cualquiera de los dos caminos nos llevará al amor.

Y con el amor moveremos el universo, enriqueceremos al cosmos.

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Afortunadamente, en la sórdida carrera, de codicia, en el afán de posesión, los más poderosos cometieron un error.

Primero los hombres despojaron a las mujeres. Luego los hom­bres más fuertes despojaron a los más débiles. Después las mujeres pusieron a su servicio a los hombres.

Y cuando un grupo pequeño había despojado a todos, cuando ya no había qué quitarles, cuando la mayoría de los humanos eran objetos adjudicables, este pequeño grupo intentó el último despo­jo: apropiarse de las mujeres que todavía conservaban en propie­dad, los hombres despojados. En una pernada general que cubrió toda la tierra, las mujeres fueron arrebatadas del hogar y lanzadas como objetos productivos a la actividad fabril.

Este fue el gran error. Introducida en la producción industrial, la mujer recuperó las cualidades olvidadas desde la gran violación. Volvió a sentir interés por la ciencia y por el arte. Entró a las uni­versidades.  Se  capacitó, recobró su creatividad, su inventiva, su ingenio, su imaginación. Y el hombre quedó maravillado al descu­brir a su compañera, al encontrar un ser semejante con quien podía hablar, con quien podía intercambiar conocimientos, sensaciones, sueños.  Surgió la admiración. Volvía a existir la posibilidad del amor. Aquella mujer no era la que en el pasado había sido violada para poseer sus riquezas, ni la que astutamente se había convertido en explotadora. Aquella mujer —esta mujer, puesto que es la de nuestros días—, era algo totalmente distinto: sutil, receptiva, inteli­gente, graciosa, dotada para entender los problemas, dispuesta a la colaboración, independiente, capaz de valerse por sí misma. Aque­lla mujer era libre. Era la compañera del nómada que un día desa­pareció en el pantano de la codicia. El hombre la reconoció:

Yo soy

Tú eres

NOSOTROS SOMOS

Y el amor. . . que es lo único que importa.*

Tampoco ahora el camino es fácil. Si en la prehistoria fue ne­cesario luchar contra las fieras, cruzar selvas y pantanos, en la ac­tualidad hay que combatir contra el egoísmo y la codicia, contra la rutina y el conformismo, hay que atravesar pantanos de incom­prensión y selvas de soberbia.

Pero unidos por un objetivo común, situado fuera de nosotros, podemos avanzar en parejas hasta alcanzar las estrellas.

Sin más ley que el amor, polígamos francos o monógamos con­vencidos, debemos vivir en el idilio y buscar uno que dure tanto que parezca eterno. . . pero que se puede desvanecer en cualquier momento.

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* Hay que completar a Richard Bech

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

Siempre se ha considerado al amor como la fuerza que nos in­duce al matrimonio. Amor y matrimonio son casi sinónimos. Sin embargo, aunque existen muchos casos en que los contrayen­tes están, o creen estar enamorados, la mayoría de la gente se casa sin amor, lo que confirma que éste no tiene nada que ver con el matrimonio.

En el capítulo anterior vimos que históricamente el matrimo­nio asesinó al amor y en esté proceso debemos encontrar la única causa que ha inducido a generaciones y generaciones a casarse: la posesión de esclavos por parte del macho violador y, posterior­mente, la explotación del varón por la mujer que supo domarlo y ponerlo a su servicio.

Tanto en estos dos extremos como en la infinidad de variacio­nes intermedias existentes, el matrimonio tiene todas las características de una transacción económica, de un convenio, más o menos voluntario, para la prestación de ciertos servicios, para la adquisición de determinados bienes.

Y sin embargo, ¡cosa curiosa!, nunca se especifican las cláusulas de tal convenio; ni siquiera se habla de ellas. Cada uno de los contrayentes sobreentiende que existen, pero las interpreta a su manera: lo que espera el macho violador es muy distinto de lo que imagina la mujer domadora. Cada quien llega a la boda con un lis­tado diferente de cláusulas y jamás trata de compararlo con el otro. La aplicación simultánea de dos procedimientos, de dos con­cepciones, conduce a los constantes choques que aparecen en los matrimonios.

Antes de casarse los contrayentes deberían ser obligados a fir­mar un contrato en que se estipularan todos los derechos y obliga­ciones de cada uno de ellos. El estudio detenido de las cláusulas. la discusión y el convenio antes de la boda evitarían muchos pro­blemas posteriores. O quizá evitarían la boda. Más que al derecho civil, el matrimonio corresponde al derecho mercantil y laboral.

Nuestras ideas sobre el matrimonio son siempre brumosas, im­precisas, y casi nunca concuerdan con las de nuestro cónyuge.

Entre los hombres es muy común la idea de contar con alguien que los atienda, es decir, que les resuelva todo un conjunto de acti­vidades, sobre todo de tipo doméstico: comida, lavado y plancha­do, limpieza, etc. Y, por supuesto, muchas mujeres creen que esto es todo lo que se requiere para llevar una vida conyugal feliz. A cambio de estos servicios el hombre debe proporcionar los recur­sos económicos para la sustentación del hogar y dar a la mujer apo­yo y protección ante situaciones difíciles o conflictivas. El apoyo es la forma en que la mujer es atendida por el hombre.

 

Se trata de un intercambio de servicios, pero nebulosamente especificados. No hay claridad. Además varían no sólo de persona a persona, sino también con el tiempo y tipo de sociedad.

Hasta hace poco la mujer llevó la peor parte ya que su dependencia económica la obligaba a un papel de sirvienta o, en el mejor de los casos, de ama de llaves. Mientras duró el feudalismo fue tra­tada como sierva. Pero con la llegada del capitalismo se convirtió en obrera doméstica y al establecerse los derechos proletarios apa­recieron también los de la mujer; el sindicalismo entró en el hogar al mismo tiempo que en las fábricas. Apareció la mujer-sindicato dispuesta a consultar a cada momento el contrato laboral para determinar si tal o cual actividad están incluidas en el mismo: El tipo e intensidad de la relación sexual, el número de hijos, los des­cansos y vacaciones, las prestaciones (o sea el apoyo que debe recibir), la calidad de los servicios contratados, todo queda perfec­tamente estipulado en las cláusulas, incluso el derecho de huelga de brazos caídos o de piernas cruzadas. Todo de acuerdo al con­trato.

El único, pequeño, pequeñísimo, inconveniente es que el con­trato no está escrito, sólo existe en su imaginación. Y el patrón, o sea el hombre, tiene otro contrato, también en su cerebro, con cláusulas distintas.

La relación entre un hombre y una mujer basada en la lucha de clases no funciona. Ya sea entre el amo y la sierva o entre el capitalista y la obrera. Está basada en la desconfianza mutua, en el resentimiento, en la astucia para aprovechar los descuidos y debilidades de la contraparte y sacarle ventajas. No hay amistad, no hay compañerismo, no hay metas comunes. Y por lo tanto no puede haber amor. Las dos partes contratantes tenderán a satisfa­cer sus necesidades de cariño y comunicación fuera del hogar, don­de podrán encontrar una relación sustentada en el afecto y no en los intereses materiales, donde no exista espíritu de competencia, sino de colaboración. Pero esto es una violación al contrato.

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La mujer tiene a su cargo las tareas domésticas. Si además cuen­ta con un trabajo remunerado estará sobreexplotada, pues aunque el marido ayude en el hogar, ella seguirá llevando la parte principal de estas tareas. Por el contrario, si sólo se dedicara a la casa podríamos pensar en establecer una relación equilibrada, un intercambio de trabajos que se complementen y permitan la especialización de cada uno en su área. Pero después de tantos siglos de dominación masculina la mujer no cree en esto; no puede considerar como un trabajo espe­cializado y de calidad aquél en el que se vio sometida y degra­dada por tanto tiempo; lo sigue considerando humillante y esto cierra la posibilidad al acuerdo de buen grado para la colaboración y la especialización de ambos trabajos..

 

La sensación de que el trabajo hogareño es de índole inferior se ve reforzada por el hecho de que no exista una paga en efectivo. Aunque generalmente el hombre le entrega la mayor parte de sus ingresos, después de separar lo correspondiente a sus gastos perso­nales  (gastos  de operación, pues están destinados a transporte, comida y otros renglones ligados a cumplir con su trabajo), la mu­jer no considera ese dinero como propio. Lo aplica todo al funcio­namiento del hogar y teme gastar parte en algún gusto personal; en algún capricho suyo. Y cuando lo hace se ve impelida a dar una serie de explicaciones no pedidas sobre el motivo por el que gastó un dinero que, según ella, no le pertenece. En ocasiones llega a inventar regalos, donativos, rifas. . . y, casi siempre, lo que compró ¡fue una verdadera ganga!   ¡estaba relajadísimo! El hombre que­dará contento de que su dinero no haya sido dilapidado, y esa noche se dormirá satisfecho pensando que todos los ministros de Hacienda deberían ser mujeres.

Algunos movimientos feministas han exigido que se pague el trabajo de la mujer en el hogar. Tienen razón, es una forma de re­conocer el valor del mismo. Es aquilatar, en pesos y centavos, el esfuerzo de la mujer. Y ella se sentirá, así, segura de la pertenencia del dinero que ha ganado; lo podrá gastar libremente, sin dar ex­plicaciones, sin tener que entrar en teorías sobre el incremento en los rendimientos que produce la calidad y puntualidad en los servicios que paga.

No obstante, nunca se ha llevado una medida así a la práctica, pues esto implicaría hacer realidad, poner por escrito, el contrato de servicios. Sería necesario comparar los contratos-fantasía de cada uno de los cónyuges para llegar a uno que satisfaga a ambas partes. Resultaría demasiado complicado y quizá el hombre opta­ría por la solución más sencilla, más práctica, de contratar a alguna trabajadora doméstica, en vez de contratar a una esposa. Habría oleadas de divorcios. (¿Se incluirían las relaciones sexuales en este contrato? Estipular una paga por el préstamo de servicios sexuales tiene ya un nombre. Y un nombre no muy elegante por cierto).

La razón fundamental por la que no ha fructificado esta medi­da, pese a su justicia, es que haría demasiado evidente el carácter comercial del matrimonio: el carácter de intercambio de servicios en donde el afecto, la admiración, la atracción física y espiritual no tienen ninguna cabida. Reconocer que el matrimonio no tiene nada que ver con el amor sería su destrucción.

La única forma de que la mujer se libere de esta sensación de dependencia es que gane su propio dinero y para ello tiene que trabajar fuera del hogar. Como esto, a su vez, la conduciría a una sobreexplotación, será necesario que cada quien tenga su propio hábitat y que cada quien lo atienda por separado. El hombre deja­rá de utilizar a la mujer con este fin. Ambos tendrán autonomía territorial y económica y en estas condiciones el único servicio que se podrán dar el uno al otro será el amor. Se prestarán mutuamente el gran servicio de su comprensión, su admiración, su cariño… la mejor relación que puede existir entre dos seres libres.

Podrán, además, colaborar, hacer intercambios específicos, bien definidos, de mutuo acuerdo: “yo lavo y tu planchas”, “yo hago la comida y tu lacena”, etc. No habrá la obligatoriedad nebulosa del matrimonio actual sino el convencimiento, la conveniencia mutua, la colaboración. Y esta requiere comunicación, que fortalecerá el cariño y el amor.

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Si sorpresivamente le preguntamos a alguien por qué quiere casarse, es muy posible que no sepa que contestar, o que dé razo­nes como estas: "Para no estar solo", "Porque quiero tener hijos", "porque ya me toca".*

Esta última respuesta es típica de un autómata, y, sin embar­go, por la frecuencia con que se repite nos da la clave del motivo de casi todos los matrimonios: La costumbre, la tradición.

*"Para no morir solo. Para que alguien cierre mis ojos". Esta lúgubre razón también se oye con mucha frecuencia. Debe ser tremendamente decepcionante tener que sopor­tar toda la vida a un agente de pompas fúnebres para que, al final, se muera tres meses antes que uno.

Aunque presumimos de seres racionales, la verdad es que so­mos animales de costumbres; excesivamente rutinarios. La mayo­ría de nuestros actos no se deben al análisis o al raciocinio sino a reflejos condicionados. Como a los perros de Pavlov se nos progra­ma para que reaccionemos a determinados estímulos y estamos incapacitados para obrar de otra forma. Por eso ni siquiera pode­mos explicar el matrimonio como un convenio de préstamo de servicios. Ni explicarlo de ninguna otra manera. Simplemente aceptamos que así debe ser. Es la tradición; lo que se ha hecho siempre. Que sea bueno o malo, conveniente o no, sale de nuestros alcances. Hay que casarse porque en el programa grabado en nuestro cerebro hemos llegado a una instrucción que dice que ya tenemos la edad y posición económica adecuadas para formar un hogar y no puede seguir procesándose sin cumplir este requisito.

El diagrama de flujo de un ser humano es sumamente simple: nacer, crecer, capacitarse, conseguir un empleo estable, casarse, reproducirse, jubilarse, morir. Y lo cumplimos con el máximo rigor posible. "Terminó sus estudios", por ejemplo, suele indicar eso de una manera tajantemente definitiva. Cuando terminamos los estu­dios de una carrera, una profesión técnica o un oficio, nuestro in­terés por la adquisición de nuevos conocimientos muere radicalmente. Jamás volveremos a tomar un libro o a inscribirnos en un curso. Ya estamos capacitados y debemos pasar a la siguiente ins­trucción del programa; conseguir un empleo estable. Para muchos, lo único interesante de la ciencia, el arte, la filosofía o la técnica, es que permiten conseguir un empleo estable. Si, como sucede frecuentemente, hay una alteración en el programa y obtenemos el empleo antes de terminar la capacitación, automáticamente desechamos ésta, interrumpimos los estudios y continuamos al siguiente paso: casarse. Y esta instrucción se va haciendo más apre­miante mientras más tiempo pasa, mientras más estable es el empleo. Por eso, muchos al llegar a una edad relativamente avanzada están dispuestos a casarse contra cualquiera. ¡Y lo hacen!

 

Tan poderosa es la costumbre que nos sentimos incompletos mientras no efectuamos el rito de una boda.* Hay personas que vi­ven durante algunos años un idilio perfecto sin casarse y llegan incluso a tener hijos en esas condiciones y, a pesar de todo, consi­deran que no están realizándose, que deben contraer nupcias para que todo marche bien. Y muchas veces cuando "legalizan" sus re­laciones, estas se estropean; comienzan las dificultades que hasta ese momento no habían existido.

* Al hablar de ritos no nos limitamos a la ceremonia que se desarrolla en una iglesia o una sinagoga. En casi todas las sociedades primitivas el rito matrimonial incluye un simu­lacro de rapto y esta costumbre se sigue actualmente con demasiada frecuencia, aducien­do falta de fondos para pagar al cura o la negativa de los padres de ella para consentir en la boda.

Tenemos tan arraigada la tradición que no podemos ver un soltero sin concebirlo como un ser incompleto e inmediatamente le espetamos la pregunta: ¿Cuándo te casas? Consideramos que sólo después del matrimonio los humanos han cumplido cabalmen­te con los fines de su existencia. Unos amantes con hijos y con felicidad son seres incompletos; pero los casados, aunque al mes se divorcien, tienen vida plena y satisfactoria. ¿Por qué?

La sociedad ejerce una gran presión sobre el soltero, recordán­dole que no lo aceptará mientras no se case. Pero en cambio ve como natural que el casado ejerza la poligamia, no lo somete a ninguna presión. Y sin embargo, el soltero puede tener tantas pare­jas y tantos hijos como el casado. ¿Por qué entonces, esta presión? ¿Será por el hecho de que el soltero no está engañando a nadie y esto va contra las normas sociales? ¿En qué otra cosa se distinguen el soltero y el casado polígamo?

Aunque en la actualidad el peso de la sociedad no es tan paten­te como en el pasado, sigue siendo abrumador. Una pareja que viva en unión libre siempre será criticada. En nuestra sociedad machista el peor peso lo lleva la mujer a quien se considera como una golfa y los puritanos que la criticaran intentaran abusar de ella y gozar de sus "favores" de mujer fácil. Los hijos por otra parte serán discriminados incluso por la ley, que suele limitar los dere­chos de los hijos "naturales" (¿los otros, son artificiales? ¿son de plástico?) Muchas gentes que no creen en el matrimonio y, menos aún, en la necesidad de que el Estado o la Iglesia intervengan en las relaciones afectivas de dos personas, han terminado casándose para evitar enfrentamientos con una sociedad agresiva y abusiva que no los deja hacer su vida. El temor suele ser una razón bastante fre­cuente para contraer matrimonio.

 

 

Aunque parezca increíble hay demasiada gente que se casa con el único y exclusivo fin de no sentirse sola. En los casos extremos se trata de esas "almas solitarias" que anuncian en alguna revista especializada que están buscando a su pareja ideal. ¿Serás tú?, suele decir el final del aviso. Y entre los cientos y miles que se de­dican a pitorrearse de ellos, reciben la respuesta sincera y emociona­da de otra alma igualmente solitaria con la que inician una relación que invariablemente acaba en desastre.

Por supuesto, no todos recurren al anuncio; la mayoría espera pacientemente a que aparezca alguien que les haga compañía; pero el desastre final es casi axiomático.

Como consecuencia de una frustración, de un engaño, del can­sancio producido por la lucha diaria sin obtener, aparentemente, resultados positivos, de una vida demasiado retraída o de un cam­bio que nos lleva a un ambiente muy distinto de aquel en que nos habíamos desenvuelto, nos encontramos rodeados de gentes ajenas a nosotros, por las que no sentimos ninguna atracción y entonces, ante nuestra sensación de soledad, recurrimos a buscar más allá del horizonte a algún desconocido que llegará mágicamente a resolver nuestro problema.

Pero si a través del trato directo, diario, no podemos compenetrarnos con quienes nos rodean ¿Qué garantía hay de que lo logre­mos, por ejemplo, con alguien cuya única referencia es que con­testó nuestro anuncio en un periódico? ¿No es pedirle demasiado a la magia?

Quienes así actúan buscan un milagro. En lugar de encarar su problema, o sea el temor a otras gentes, la ubicación en un medio inadecuado, el miedo a fracasar sentimentalmente, se evaden de la realidad y esperan una solución sobrenatural. Esperan la llegada de un Mesías particular que resuelva sus dificultades y otean el hori­zonte tratando de encontrar una señal que les indique su venida. En su afán recurren a todas las artes adivinatorias a su alcance: Cábala, Tarot, Huija, lectura de café, aritmomancia, cartomancia, quiromancia y todas las mancias habidas y por haber.

En astrología, la más popular de estas farsas, a las almas soli­tarias y atormentadas siempre se les hace saber, como si se tratara del anuncio de un automóvil: "Hay un Leo en su futuro". Lógico, un astrólogo perspicaz siempre nos dirá lo que queremos oír. El león es el símbolo de la fuerza y la nobleza. ¿Qué más puede pedir un solitario que se siente débil e indefenso? Descansando en el león dejará que él se haga cargo de todo; los problemas, aparente­mente, habrán desaparecido. Es la conjunción de Leo con Avestruz, aunque este signo no exista en el Zodiaco. ¿No sería mejor reco­mendar un Libra, signo más sufridito al que se le atribuye la virtud de saber controlar sus preocupaciones cuando se trata de dar con­fianza y seguridad a los demás? Al menos habría la posibilidad de enfrentar y resolver el miedo a la comunicación que padece el soli­tario. Pero, aún así, me parece que recurrir a la astrología es hacer­le mucho al… Tauro.

El solitario debe resolver su incapacidad de comunicación. Y si desea ampliar su círculo de conocidos puede acudir a lugares donde se reúna la gente; hay muchos. Incluso, en la actualidad, se cuenta con clubes donde se reúnen divorciados, solteros y, en ge­neral, personas que se hallan aproximadamente en sus mismas con­diciones. Esta es una forma fácil, inventada como respuesta al creciente número de divorciados, de conectarse con otros seres, no estar solo y encontrar lo que se busca.

Por otra parte, si teme fallar, si quiere garantizar cierta seguri­dad antes de lanzarse a una aventura sentimental es más congruen­te utilizar métodos que se apoyen en la ciencia, como los servicios de asesoría que ya existen en algunos países, donde con ayuda de una computadora se selecciona de un banco de datos a las perso­nas con características adecuadas, de las que se tiene una refe­rencia sobre gustos, psiquismo, estudios, costumbres, aficiones, ideologías, etc. Incluso hábitos sexuales.

En el futuro se empleará este tipo de servicios para todo el mundo.  En efecto, el primer requisito que debe cubrir nuestra pareja es que la conozcamos, al menos de vista; es imposible unir­nos a alguien cuya existencia ignoramos. Pero estamos limitados en el tiempo y en el espacio; nuestra búsqueda se reduce, por fuer­za, al círculo de nuestros conocidos, a los lugares que nos son ase­quibles.  Y  posiblemente  nuestra pareja  se encuentre  sólo  unos metros más allá. Por eso, tratamos de ampliar nuestro horizonte asistiendo a bailes, conferencias, exposiciones y toda clase de even­tos sociales que nos permiten entrar en contacto con gentes desco­nocidas  hasta  ese   momento.   Pero  este   proceso   es   totalmente aleatorio. Las probabilidades de toparnos con alguien interesante son pocas. Si, por ejemplo, utilizáramos los datos computarizados para reunir en algún evento a personas afines, aumentaríamos mu­cho la probabilidad de que se formaran parejas muy compenetra­das que llegarían a amarse. Lograríamos noviazgos casi perfectos.

 

Pero ¡Cuidado! Una computadora no es más que una herra­mienta. No hace magia. Nos mostraría tendencias pero no hechos irrevocables. Sus resultados dependen de la veracidad y amplitud de los datos que procese. Y aún así, las relaciones afectivas entre dos humanos son tan variadas y tan subjetivas que nunca podre­mos predecir con seguridad absoluta lo que va a pasar. El mejor índice será siempre nuestro propio sentimiento: la intercomunica­ción que logremos con alguien, independientemente de la opinión de la computadora y de quienes nos rodean. Por encima de cualquier tendencia o cualquier divergencia está nuestro albedrío, nuestra voluntad para establecer una comunica­ción. Y si esta última no existe, el que se casa por no estar solo, se verá obligado a convivir con un desconocido, con un ser a quien no hay nada que decir. Y la soledad se vuelve desolación. No hay peor soledad que la de dos en compañía. El matrimonio fracasará rápi­damente. Especialmente cuando se casen dos solitarios.

Existe también el matrimonio por intereses financieros. Los poseedores de alguna riqueza, los terratenientes, desde el simple agricultor hasta el soberano de un imperio utilizan a sus hijos para crear alianzas destinadas a mantener sus posesiones y a establecer derechos sobre las de otros. La opinión de los futuros cónyuges nunca se toma en cuenta; primero están los intereses, la convenien­cia y, en el peor de los casos, el compadrazgo. En el pasado se llegó hasta el grado de casar niños que todavía no nacían.

Con la aparición del capitalismo este ajedrez de poseedores se trasladó a los empresarios. Viendo la sección de sociales de algún periódico nos preguntamos si describen una boda o una fusión de capitales.

Afortunadamente se ve cada vez menos esta práctica infamante y ojalá pronto sea sólo un mal recuerdo consignado en los libros de historia.

También hay quienes se casan para alcanzar algunas ventajas económicas de que gozan sólo los casados: diversas prestaciones sociales, posibilidad de adquirir una casa o un departamento, pre­ferencia sobre los solteros para obtener un empleo o conseguir un ascenso, etc. Generalmente estas ventajas se diluyen por la aparición de nuevos gastos, de otra índole, que no tienen los sol­teros y si las compararnos con la infelicidad que causa un matrimo­nio sin amor, notaremos que salen perdiendo.

Entre las mujeres es muy frecuente buscar como marido a al­guien que tenga una buena posición económica, o al menos, un buen empleo, estable y con ingresos aceptables. Esto les garantiza una vida cómoda, aunque tengan que prescindir del amor y de otras formas de dicha. La mujer domadora mira ante todo su segu­ridad personal. Pero esto no es exclusivo de la mujer; también hay bastantes hombres que consideran que lo mejor del matrimonio es contar con un suegro rico, con "palancas", bien relacionado, que les ayude a alcanzar rápida y fácilmente una buena posición o que les invente alguna colocación cómoda en su industria o nego­cio.

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Tampoco resulta muy convincente el matrimonio con el único fin de tener hijos. Si bien es cierto que el instinto de perpetuación de la especie es muy fuerte y, además, necesario, no es, sin embar­go, motivo suficiente para que dos seres humanos se encadenen de por vida si no tienen nada más en común.

Si lo enfocamos desde un punto de vista totalmente pragmá­tico y ligado exclusivamente a la perpetuación de la especie, quizá resulte más efectivo recurrir a la fabricación de niños de probeta o a que el Estado controle de alguna forma la producción de huma­nos. Quizá se podría substituir el servicio militar por el servicio marital. Al cabo de uno o dos años saldríamos liberados y con la cartilla  sellada.   Posiblemente   hasta  se  otorgarían medallas por méritos en campaña. Y el riesgo de guerras disminuiría.

Afortunadamente, nuestro instinto es mucho más profundo que esto. Exceptuando los casos más o menos patológicos en los que el afectado tiene serias dudas sobre su sexo y trata de des­vanecerlas demostrando con "hechos" su "normalidad", en la mayoría de los humanos lo importante no es tener un hijo sino cuidarlo, protegerlo y lograr que se desarrolle sanamente.

El ser humano normal se liga a sus crías por una complicada y extensa red de lazos afectivos. La emotividad que genera esta red es mucho más importante que la simple reproducción. Quizá la profundidad de nuestros sentimientos sea lo que nos hace dife­rentes como especie.

Pero si al decir "tener hijos" lo que significamos realmente es crear lazos de afecto, cuidar, dirigir, proteger. . . necesitamos esta­blecer al mismo tiempo una comunicación muy intensa con nues­tra pareja, puesto que ambos participaremos en la formación mental y emocional de los nuevos seres.

Si nuestros criterios son muy diferentes, si lo que queremos enseñar a nuestros hijos es radicalmente distinto, si no coincidi­mos en nuestras concepciones de lo que es un ser humano, cho­caremos y transmitiremos a los niños un cúmulo de informaciones opuestas y contradictorias que sólo servirán para embrollar sus cerebros, para causar confusión y hacerlos inseguros.

La diferencia de criterios nos conducirá a continuos enfrentamientos que terminarán en lucha por poseer a los hijos, por in­clinarlos a nuestro favor y, finalmente, a someterlos a nuestra voluntad impidiéndoles un desarrollo autónomo. Acabaremos por hacer de ellos facsímiles de nuestros deseos y frustraciones en lugar de seres libres y pensantes.

"Si tienes un hijo regocíjate. Pero tiembla ante la inmensa responsabilidad que se te encomienda" dice un viejo proverbio masónico. Y, sin embargo, qué poca gente capta en toda su mag­nitud esta responsabilidad. Es rara la pareja que planea con cierto detenimiento la educación que va a dar a sus hijos. Y al decir edu­cación no nos referimos a la instrucción que recibirán en una escuela, sino a todos los detalles, a todas las normas que regirán el conjunto de su vida.

"Enséñale sanos principios antes que bellas maneras" continúa el proverbio citado. Pero ¿Cuáles son esos sanos principios? ¿Cuá­les son esas bellas maneras que a la larga también deberá aprender? ¿Tiene nuestra pareja la misma opinión sobre ellos?

Generalmente cuando escogemos con quien aparearnos para la reproducción buscamos que tenga salud, belleza y ciertas caracte­rísticas psíquicas; emotividad y raciocinio. Esto nos asegura en gran medida la perpetuación de esas cualidades. Actuamos acordes con la selección natural.

Pero un cerebro sano no lo es todo. Mucho dependerá de lo que pongamos en él. La mente es como un campo fértil, cosechare­mos lo que sembremos.

Lo difícil es la selección de las semillas. Somos dos los que va­mos a sembrar y debemos estar de acuerdo. Esto es lo que suele fallar. Se requiere que nuestra pareja tenga características cultura­les similares a las nuestras, sobre todo en temas fundamentales, que suelen ser los más conflictivos, por ejemplo la religión, la polí­tica, los conceptos éticos, la actitud ante la ciencia, etc. Esto ga­rantiza cierto acuerdo, cierta unidad de intereses y metas comunes.

Es un buen comienzo, pero aún así debemos analizar nuestros conceptos, definir detalladamente lo que ambos queremos transmi­tir a nuestros hijos y en que forma: cuándo, como y por qué. Con frecuencia la semejanza en un cuadro general resulta ficticia cuan­do entramos al detalle: un católico y un hugonote son cristianos, pero ¿qué tan compatibles son sus ideas?, ¿no acabará el matrimo­nio en una Noche de San Bartolomé? Un stalinista y un trotskista ¿no terminarán a pioletazos, aunque ambos sean leninistas?

El análisis, la confrontación, la discusión de divergencias, la planeación de la educación deberían ser acciones previas a la con­cepción de un hijo. Y para esto se requiere que la pareja se identi­fique desde antes; debe llevar tiempo de tratarse profundamente para estar compenetrada y tener una relación estable que sólo se consigue cuando hay comunicación sincera; cuando hay amor.

Pero esto generalmente no sucede. En cuanto nos casamos en­cargamos  un niño, sin haber planeado su futuro. Esto, por una parte, libera de la duda que siempre tienen los hombres y las mu­jeres sobre su fertilidad, pero además sirve, en teoría, para afianzar el matrimonio; se trata del viejo chantaje emocional que inventó la mujer domadora, aunque también lo usan muchos hombres. Un matrimonio sin hijos corre el riesgo de disolverse; si las relaciones entre  marido y mujer van mal sobrevendrá el divorcio. Un hijo hace más difícil la separación: ¿Cómo abandonar a la pobre criaturita?, ¿cómo va a vivir sin padre o sin madre? Y el matrimonio queda consolidado. Ahora sólo falta educar al rehén. Si en el futu­ro hay problemas se puede repetir la receta: otro embarazo y ya.

Si prescindimos del matrimonio y nos concentramos en un idi­lio, el panorama cambiará totalmente. Los primeros años los em­plearemos para compenetrarnos con nuestra pareja, para confirmar que la queremos, que sentimos verdadero amor. Y cuando esta relación madure, cuando estemos convencidos de su estabilidad, empezaremos a planear la educación de los hijos. Estos llegarán después y se desenvolverán en un campo ya preparado en el que ambos padres sabremos qué hacer y estaremos de acuerdo. Si, a pesar de todo, la pareja se disuelve después del nacimiento de los hijos, también habremos planeado esta posibilidad y la afectación será mínima, no lucharemos por poseerlos ni por predisponerlos contra nadie. La ruptura será entre un hombre y una mujer, pero no entre éstos y sus hijos, cosa muy común en los divorcios actuales; pues sucede que casi nadie piensa, al casarse, en la posibilidad de un divorcio y cuando éste llega afloran de golpe todas las cues­tiones no planteadas o tratadas incorrectamente: la custodia de los hijos, la atención que van a recibir, etcétera. Sin contar los proble­mas de orden económico como la posesión del hábitat común, los bienes materiales y demás.  La falta de planeación hace excesivamente difícil el divorcio, pues hay que definir intereses en el momento en que ambos están resentidos y adoloridos contra su ex pareja.

Y sin embargo, somos tan absurdos que consideramos la planeación como una falta de afecto: ¡Todavía no nos casamos y hablas de divorcio! ¿Es que no me quieres?, ¡Bienes separados! ¿Es que no me quieres?, ¡Cuentas separadas! ¿Es que no me quieres?, ¡Habitáis separados! ¿Es que no me quieres?

¡Al contrario!: Planear, evitar discusiones futuras, respetar la autonomía y la libertad de nuestra pareja, son muestras de afecto; son actos destinados a proteger nuestro amor. Impedimos que se pueda destruir por nimiedades, por peleas estériles, por imprevi­sión… Amor no es sinónimo de insensatez.

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Como todo acto de creación, el nacimiento de un hijo nos maravilla. Somos capaces de dar vida, de reproducir nuestra propia vida. Nos sentimos perpetuados en el nuevo ser, que es producto de nuestros genes. Lleva nuestra sangre, nuestra propia carne. Hemos reencarnado.

La reencarnación no consiste en que una hipotética alma se desprenda del cuerpo para, después de varios miles de aburridísi­mos años de ociosidad flotando en calidad de globo por el infi­nito, terminar convertida en vaca.

La reencarnación, la verdadera reencarnación es la que efec­túan nuestras moléculas de ADN unidas a las de otro ser: nuestra pareja. La reencarnación no nos reproduce exactamente iguales; no hace copias monótonas de nosotros mismos. En la reencarna­ción aparecemos unidos a otro ser: a ese ser por el que tuvimos el afecto, el cariño, el amor suficientes para perpetuar sus virtudes junto con las nuestras. La criatura es la reencarnación de nuestro amor. Por eso la violación es un crimen, Por eso, también, los abuelos, cuyas vidas ya están gastadas, sienten tal ansiedad, tal pasión por sus nietos.

Ante el milagro de la reencarnación, ante el milagro de asistir a nuestro propio nacimiento nos llenamos de dicha y decimos ¡GRACIAS! a nuestra pareja, a esa persona que unida a nosotros hizo posible la magia de la creación.

"Tú" y "Yo;' hemos reencarnado en "nosotros". Cada uno de nuestros hijos en un "nosotros" que nos autorregalamos. Pero al vernos tan débiles, tan indefensos ante la nueva vida que iniciamos reencarnados, nos sobrecoge la angustia, el temor por los peligros y dificultades que vislumbramos en el futuro y sentimos la necesidad de proteger al nuevo ser, que equivale a protegernos a nosotros mismos. Debemos asegurar nuestra vida futura, nuestra vida reen­carnada.

Desde este momento lucharemos por él. Trataremos de mejo­rar en él nuestras virtudes, nuestras cualidades y evitaremos que caiga en nuestros vicios, en nuestros errores. Lucharemos por que tenga lo mejor. Pero esto nos puede llevar al exceso; podemos llegar a la sobreprotección; podemos cometer el error de olvidar que nuestra reencarnación es un ser diferente y tratar de hacerla a nuestra imagen y semejanza.

Debemos comprender que un hijo es un ser vivo que debe ex­perimentar, ensayar, para conocer la vida, para usar su libre albedrío y tornar sus propias decisiones. Un niño sobreprotegido jamás madurará. Al ir creciendo tendrá que desprenderse de sus padres, tomar sus propios riesgos.

Esto nos angustiará, pero no queda otro remedio; es su vida y debe  disponer de ella. Cuando llegue el momento abracémoslo y dejémoslo ir; llevará en su equipaje el cúmulo de conocimientos, experiencias y cualidades que le hayamos sabido inculcar. Si somos dos, el padre y la madre, de común acuerdo, los encargados de prepararlo para que se enfrente al mundo, las posibilidades de éxi­to son muchas. Si, por el contrario, los dos que debíamos estar unidos nos hemos opuesto el uno al otro, si hemos entorpecido nuestras labores mutuas, no nos sorprendamos de los resultados que obtendremos.

La educación de un hijo exige respeto mutuo del padre y la madre; ambos están reencarnados en él. Los dos tienen derecho a promover las cualidades y virtudes que más estimen, pero sin afectar los derechos de su compañero. Por eso es tan necesario el común acuerdo de los padres; por eso se necesita la planeación. La educación es un acto de colaboración.

No obstante, muchas veces nos ciega el egoísmo y pretende­rnos arrebatar a nuestra pareja el derecho a reencarnar. Queremos ser los únicos que decidan sobre la formación de los hijos.

Esto sucedía antiguamente cuando la mujer dependía notoria­mente del hombre y sigue sucediendo en nuestros días, aunque con menos frecuencia, en los matrimonios machistas. El varón por su carácter de autoridad máxima era el encargado de tomar todas las decisiones. La madre, a parte de sus labores de ama de llaves, tenía la función de niñera; pero la educación de los hijos era nor­mada por el padre; ella sólo debía auxiliarlo para vigilar que sus instrucciones se llevaran a cabo al pie de la letra. Limitada así a la condición de policía educativa, la madre no debía opinar. ¿Además que podría decir una mujer inculta obligada a vivir confinada entre las cuatro paredes de su casa? El hombre podía prescindir de ella. Los hijos eran del padre exclusivamente. La madre era sólo una incubadora.

Para asegurar su hegemonía el hombre se casaba con una "mu­jer decente", es decir alguien tan dócil, tan falta de personalidad que no pudiera oponer ninguna resistencia a su autoridad. Un ro­bot, un autómata incapaz de cualquier acto volitivo y, por lo tan­to, incapaz de interferir en sus decisiones, incapaz de inculcar en sus hijos cualquier pensamiento subversivo o simplemente incorrec­to. La mujer decente debía ser un ejemplo de obediencia, de sumi­sión, de aceptación de las normas establecidas, de respeto a los dictados del macho. En otras palabras, el modelo perfecto de la mujer violada por el nómada ladrón que quiso apoderarse de todas las riquezas para él solo. Y como toda mujer violada: frígida, insen­sible al amor; condición que permite al macho mantenerla en pro­piedad.

En este modelo matrimonial predomina el macho, pero en la medida en que la mujer toma iniciativas e influye sobre los hijos, se presentan desajustes y empiezan las fricciones. Es muy posible que ni siquiera en el pasado se haya podido realizar con éxito esta teoría.

 

En estas condiciones el matrimonio puede funcionar sin comu­nicación ni afecto, pero esto conduce, una vez más, a buscar el cariño fuera de la casa. Inexorablemente la carencia de amor de­semboca en el adulterio. En matrimonios de este tipo es bastante común que el hombre encuentre un amor externo, como compen­sación a la frigidez de su mujer, y que se desentienda de cualquier toma de decisiones. La mujer, semiabandonada, tendrá que afron­tar la situación y convertirse al mismo tiempo en padre y madre de los hijos, que entonces serán exclusivamente suyos.

Lo mismo sucede en los casos en que el hombre sólo trata de probar su virilidad; su fecundidad. Una vez hecha la demostración se alejará, pues la educación y cuidado de las crías es una carga demasiado pesada que no desea. Este modelo de hombre irrespon­sable, que duda de su virilidad y que, por tanto, hace ostentación de ella, es el encargado de producir madres solteras, mujeres aban­donadas antes del matrimonio y encintas como consecuencia de un exceso de confianza en las palabras de él o de un exceso de con­fianza en pensar que un hijo les permitiría atrapar al padre. Él se va feliz de su machismo y ella tiene que tomar, sola, la resolución de tener y sostener al niño o de abortarlo.

La mujer semiabandonada es un accidente, muy común, pero accidente al fin y al cabo. Es el resultado de la falta de afecto, de la falta de comunicación entre un hombre y una mujer. La incapa­cidad para amar de ella lo obliga a él a buscar el amor fuera del hogar. A pesar de que muchas veces es el sentido de "decencia" de él, el que provoca la falta de erotismo.

La antípoda del hombre que posee totalmente a sus hijos no es la mujer abandonada. La verdadera antípoda es la madre soltera por voluntad; aquella que prescinde del hombre para convertirse intencionalmente en la única rectora de los destinos de sus hijos. La mujer que escoge fríamente a un bello ejemplar del género masculino y se deja embarazar por él para tener una cría a la que educará a su entera satisfacción.

Ésta es una facilidad que no tiene el hombre. Para ser "padre soltero" tendría que disponer provisionalmente de una matriz y no hay muchas mujeres dispuestas a soportar voluntariamente to­do un embarazo para después desprenderse tranquilamente de su hijo. Aunque algunas lo hacen: lo dejan en un orfelinato o lo ceden a una pareja sin hijos para que lo adopten.

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En el divorcio, tal como se practica actualmente, se eliminan, o al menos se reducen, los derechos de uno de los padres. Al ser otorgados en custodia a uno de ellos, generalmente la madre, el otro ve restringidos sus derechos. Incluso para visitarlos tiene que hacerlo bajo horario, según el calendario especificado por la ley. Los hijos quedan confinados al hábitat del custodio y acaban con­siderándolo como propio, por lo que se sentirán extraños en el territorio del otro ex cónyuge que finalmente será considerado como un ser ajeno a ellos. El divorcio no se limita a la pareja, sino que afecta también las relaciones entre padres e hijos.

Por medio de la planeación y dotando de un hábitat propio a cada hijo los padres evitarán conflictos y ninguno perderá las relaciones afectivas con ellos. Evidentemente esto no significa dejar solo en un cuarto a un recién nacido. Éste debe estar junto a sus padres. Pero a medida que vaya creciendo se le irá dando más y más independencia, se­gún la planeación que hayan hecho los padres. Aprenderá gradual­mente a ser autónomo, a responsabilizarse de lo que le pertenece: su hábitat. Pero además aprenderá la importancia de la compañía: aprenderá a visitar a sus padres para buscar su afecto o su protec­ción; será independiente pero mantendrá los lazos de amor.

Si los padres llegan a divorciarse le ahorrarán el disgusto de verlos pelear, de verlos agredirse y degradarse mutuamente. Ellos por su parte dirimirán sus diferencias en privado, fuera del hábitat del hijo, sin la sensación de culpa y disgusto que representa una disputa en público; sobre todo cuando el público está constituido por unos hijos que ven angustiados la contienda. Si, además, el padre y la madre cuentan con su propio hogar, su territorio particular, podrán aislarse para calmarse, razonar y tomar con serenidad la solución más adecuada. Muchas veces esto evitaría una separación definitiva; una temporada lejos uno del otro puede servir para volverlos a unir y los hijos nunca tendrán noción de la gravedad de la desavenencia, no se verán comprome­tidos ni forzados a tomar partido.

Si, de todas formas, se llega a la. ruptura, bastará con que am­bos permanezcan aislados en sus respectivos territorios. Después de todo, lo primero que se hace en un divorcio es separar los hábitats. La separación será, casi siempre, tan simple como cerrar una puerta,

Pero los hijos podrán seguir visitando a ambos, podrán seguir la vida normal que han tenido con cada uno de ellos. Todas las re­laciones entre cada miembro de la pareja y sus hijos seguirán como siempre, sin afectarse en absoluto. No habrá alejamiento. Y los dos que se separan podrán continuar con el plan, concebido antes de la separación para educar y cuidar a los hijos. Se romperán los lazos de amor entre ambos, pero no los de responsabilidad compartida hacia las crías. Hay muchos divorciados que conviven en perfecta armonía pendientes de sus hijos, pero que mantienen separadas sus relaciones amorosas o sexuales.

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Gracias a la revolución sexual que se inició a mitad de este si­glo algunos motivos que conducían antes al matrimonio están aho­ra en vías de extinción.

En la actualidad la búsqueda polígama de una pareja es relati­vamente fácil, tanto para ellas como para ellos y esto incrementa la posibilidad de idilios duraderos y, consecuentemente, de seres felices y realizados. Pero antes de esta revolución la búsqueda era difícil. El tabú sexual, la prohibición del coito, el sacrosanto res­peto al himen, eran un obstáculo terrible para la comunicación entre dos seres. La sociedad y la ley imponían con ferocidad el culto a la virginidad femenina. La mujer decente debía llegar intacta al matrimonio, lo que significaba no haber experimentado nunca sexualmente; llegar en un estado de ignorancia total con respecto a la forma de comunicación más simple que puede haber entre un hombre y una mujer. Y esto después de haber acumulado a lo largo de toda su vida una cadena interminable de ideas subversivas y retorcidas sobre lo dañino y pecaminoso del sexo.

 

¿Sabes decir groserías?

¿Qué son groserías?

Palabras que no deben decirse.

Y ¿para qué quiero saber palabras que no se pueden decir?

 

Una conversación similar a ésta la hemos tenido todos entre los dos y los cinco años y representa el comienzo de una iniciación fatídica de la que sin excepción hemos sido objeto. Nuestro inter­locutor, un mocoso ligeramente menos inocente que nosotros, nos apartará hacia algún lugar solitario, y nos introducirá en el mundo de lo prohibido. Con una mezcla de miedo y orgullo deslizará en nuestros oídos las primeras groserías que aprendemos, quizá todas las que sepa él en ese momento. Con esta sencilla ceremonia habremos sido iniciados en la infe­licidad y la incomunicación. Nuestro iniciador nos confiará el gran secreto del arte de decir majaderías: "No debes decirlas delante de los mayores" (que, en este caso, son todos los que tienen más de siete u ocho años) y añadirá, si somos de género masculino: "Tampoco las digas cuando haya viejas presentes".

Con estas dos simples recomendaciones habrá saboteado toda nuestra confianza hacia los "mayores" y hacia todas las personas de nuestra edad pero con diferente sexo (en el, caso de las "viejas" la recomendación será que no hablen delante de los niños). Con estas dos simples recomendaciones quedaremos aislados de casi todo el género humano, a partir de ese instante sólo podremos confiar en un reducido número de gentes de nuestra edad y sexo, con las que creceremos desconfiando del resto del mundo, pues la experiencia demostrará que nuestro iniciador tenía razón y que la violación de estas dos recomendaciones traerá como consecuen­cia la denuncia, la reconvención, el regaño o el castigo. (Por lo menos la amenaza de éste: ¡Si vuelves a decir eso te lavo la boca con jabón!)

Pero, en sí, las groserías no son importantes. En última instan­cia podemos prescindir de ellas. Lo grave es que dentro de ese mundo prohibido al que entramos todos sin saber porqué y del que están excluidos "los mayores" y "las viejas", se desarrolla todo nuestro aprendizaje sexual. Todo lo concerniente a este tema lo aprenderemos en unión de unos cuantos y aislados de todos los demás, temerosos, recelosos, angustiados. Dentro de nuestro pen­samiento reservaremos un espacio para archivar todo lo prohibido, todo lo perverso todo lo que no se debe pronunciar. En ese espacio estará la totalidad de nuestros conocimientos sexuales, agrupados con los insultos, las majaderías, las obscenidades, etcétera.

El precio que pagamos por saber decir groserías es demasiado alto: la soledad.

Las primeras que aprendemos tienen apenas el carácter de inter­jecciones; desconocemos su significado preciso; sólo sabemos que sirven para insultar o demostrar desagrado y las clasificamos por la magnitud de su intensidad ofensiva; pero desconocemos lo que decimos. Sólo algún tiempo después descubriremos que esa prohi­bidísima y altisonante palabra de cuatro letras sirve para designar al homosexual o la prostituta, según el género que empleemos; pero para ello será necesario que aprendamos antes lo que son un homosexual y una prostituta.

De las interjecciones pasaremos casi en seguida a los chistes "colorados" cuya única gracia radica en pronunciar o escuchar pa­labras que por prohibidas causan nuestra hilaridad. (Es bien conocido el cuento del perico que acaba en la frase: "Si no me agacho me lastiman". Con este final el chiste no provocaría ni la más leve sonrisa. La gracia, la única gracia radica en substituir "lastiman" por otra palabra, mucho más florida, tomada del idioma proscrito).

La virtud del perico estriba en que agrede a "los mayores", nuestros enemigos, los ajenos a nosotros, que se ven obligados, en la trama del cuento, a oír lo que lastima sus tímpanos. El perico habla por nosotros, expresa en nuestro lugar el resentimiento que sentimos por un mundo que nos ha aislado, que nos ha dejado en la soledad.

Pero pronto pasaremos al segundo grado. En algún momento alguien nos contará el primer chiste "erótico". Será nuestra prime­ra lección de sexología, aunque en ese momento lo ignoremos. Sorprendidos, nos enteraremos del extraño entremezclar de aparatos urinarios (en ese momento desconocemos lo genital ya que nadie se ha molestado en hablarnos de ello) a que se dedican Pepi­to y, según el caso, su prima, la sirvienta o una prostituta. (En ese instante aprenderemos el significado de esta última palabra).

 

 

 

 

 

Sobre la extraña acción de Pepito sólo sacaremos en conclu­sión que, al igual que las palabrotas del perico, tiene como único fin molestar, agredir a su compañera de chiste, ya que en el mundo iniciático de lo prohibido todo es motivo de chanza y producto de la ofensa que se infiere a quienes nos desagradan que son a los que dirigimos las interjecciones aprendidas o, en este caso, las acciones tomadas. La palabra empleada para describir lo que hace Pepito tiene también como significados: molestar, fastidiar, ofender, da­ñar. . . Inconscientemente se nos grava en la mente que tal acción es nociva, es perjudicial, es agresiva para quien la recibe. Que es una forma de degradar a alguien nos lo demuestra el hecho de que Pepito ejerce su acción sobre una de esas personas a las que se designa con el epíteto de cuatro letras antes citado y que tenemos clasificado como altamente ofensivo, altamente degradante, o con la sirvienta, que en nuestra sociedad ocupa uno de los escalones más bajos y a la que, en consecuencia, es fácil humillar.

Pero Pepito no tiene limitaciones. Para sus fechorías recurre tanto a personas del género femenino como del masculino. Apren­demos una variante y al mismo tiempo descubrimos el significado de la palabra homosexual, que también es ofensiva y degradante.

El daño está hecho. Pasaremos nuestra primera infancia con­siderando el coito como algo sucio, ultrajante, malévolo: algo que sólo puede agradar al ofensivo Pepito y a las abyectas personas que le hacen pareja.

¿A qué especie de canalla se le ocurrió una manera tan sutil de manipularnos, de envenenar todas nuestras ideas sobre el sexo? ¿Por qué la humanidad se empeña, generación tras generación, en mantener el tabú, en hablar a escondidas y en voz baja?

Pero un día, cuando ya estemos completamente infiltrados por estas ideas, el acto de Pepito tendrá consecuenciasla sirvienta quedará embarazada. ¡Nuestra sorpresa será enorme!

¿Entonces lo de Pepito no es una simple extravagancia? ¿Así es como nacen los niños? En nuestro cerebro se agolparán las preguntas. Y a través de las sabias explicaciones de un niño de ocho o diez años descubriremos el milagro de la fecundación, de la gestación, de la vida todo lo que ni nuestros padres ni nuestros educadores son capaces de enseñarnos. Con tan erudito maestro aprenderemos todo sobre la erección, la ovulación, la menstrua­ciónen un sólo día entrarán en nuestra mente la sexología, el erotismo, las enfermedades venéreas, la obstetricia… nuestro sistema urinario se convertirá en genital.


¿Por qué se oculta? ¡Porque nunca se habla en público de este acto maravilloso gracias al cual vivimos? ¿Qué tiene de malo aquello que nos permitió nacer, que nos permite gozar de to­do lo bueno que hay en este mundo? ¿Se avergüenzan nuestros padres de habernos traído? ¿No estábamos invitados?

 

Estas preguntas siempre quedan sin contestar. Como iniciados que somos en la secta de lo proscrito no nos atrevemos a preguntar a los mayores y los de nuestra edad no tienen respuestas. Por algún motivo desconocido el acto de Pepito, que ahora nos parece tan maravilloso, sigue siendo tabú, sigue prohibido. Algo malo que no alcanzamos a vislumbrar debe tener puesto que se oculta.

 

Caemos en la confusión, en la incertidumbre. Si es malo, si es indebido ¿por qué lo hicieron nuestros padres? Y si no ¿por qué taparlo, por qué esconderlo? ¿Por qué se niegan a decirnos que so­mos el producto de su gozo mutuo, de su alegría, de su éxtasis? ¿Por qué no decirnos que somos fruto del amor? ¿Por qué dejar­nos con la angustia, con la duda de pensar que quizá seamos el resultado de una acción sucia y perversa?

 

Crecernos con la contradicción. Algunos no superan jamás el impacto de este descubrimiento; se quedan encallados en la lóbre­ga idea de la maldad del sexo; no llegan a entender lo bonito, lo grandioso que es dar vida. . .y esto los conduce a amar a la muerte. Considerarán malvados a sus propios padres por practicar esas su­ciedades y al no poder castigarlos se castigarán a sí mismos auto-condenándose a la amargura, la austeridad y la infelicidad.

 

Por el contrario, al superar la contradicción descubrimos un cúmulo de interesantísimas y fascinantes posibilidades. Nos senti­mos incitados a imitar a Pepito… queremos crear vida… como lo hicieron nuestros padres, como lo hicieron nuestros abuelos. Nuestros imberbes maestros nos documentarán al respecto: sabremos que hay que esperar a cierta edad para tener semen, a otra para que los niños nazcan sanos, que el acné es producto de la masturbación y quien sabe cuántas cosas más, ciertas unas, falsas otras, pero que no podemos confirmar consultando a los adultos porque se nos obligó a desconfiar de ellos desde muy temprano. No teniendo otra fuente de información daremos por válidas todas las consejas que aprendamos en el oculto mundo de lo prohibido y con ellas formaremos nuestros hábitos sexuales para toda la vida, seremos eternos ignorantes en esta materia. Siempre tendremos miedo a preguntar. Con lo que hayamos oído, con lo que hayamos apren­dido de otros tan inexpertos y desconocedores como nosotros mismos nos lanzaremos a ensayar, a crear nuestra propia experiencia.

 

 

 

 

La iniciación sexual suele ser difícil y casi siempre deja una sensación de desilusión y vacío tanto en hombres como en muje­res. Sensación perfectamente normal y lógica si consideramos que la sexualidad se aprende, al igual que aprendemos matemáticas o historia. En nuestra primera lección estamos demasiado atarea­dos familiarizándonos con el material de estudio (con demasiada frecuencia el "estudiante" ve por primera vez los órganos genitales de un ser del sexo opuesto o la totalidad de este ser al desnudo) y con las técnicas de trabajo (qué hacer y cómo hacerlo), por lo que a nuestra atención no le queda capacidad para pensar en el placer. Muchas veces esta primera lección queda inconclusa; más entre las mujeres que entre los hombres, quienes, cuando terminan, lo hacen por un doloroso y agotador acto de dignidad y orgullo masculino. Tradicionalmente los hombres reciben esta primera lec­ción en su adolescencia, mucho antes de casarse, y esto les da tiem­po para nuevas experiencias en las que aprenden a gozar el sexo y consiguen borrar la sensación inicial.

 

Los tabúes no solamente prohíben practicar el sexo sino que además exigen no hablar de él, razón por la cual llegamos a esta lección ignorantes de que lo más probable es que no nos guste. Como, por otra parte, la información extraoficial que hemos reci­bido al respecto nos indica que ¡es lo máximo!, nos sentimos to­talmente defraudados, desilusionados… y con serias dudas sobre nuestra normalidad y nuestros sentimientos. De ahí la desilusión y el vacío que nos produce.

 

Y si esperamos hasta la noche de bodas para iniciar el apren­dizaje el resultado es todavía más desastroso. En primer lugar por­que las condiciones son menos adecuadas, menos favorables que cuando lo hacemos antes de casarnos y en segundo lugar porque los efectos de esta desilusión son mucho más profundos.

 

La noche de bodas es el final de un proceso de varios meses en  el  que la pareja  tiene que pasar por presentaciones familia­res,  búsqueda de  una  casa, selección y adquisición de muebles, invitaciones, preparación de la  boda con  ensayos,  confesiones, análisis  clínicos, etc., contratos de luz, agua, teléfono y demás, gastos  inútiles,  gastos innecesarios  y gastos  absurdos,  tensiones nerviosas, sonrisas de circunstancias, más tensiones nerviosas, ama­gos de neurastenia, dudas, etc. Al final de este proceso se llega a una ceremonia más o menos teatral y un festejo donde se bebe y se  baila hasta el agotamiento. Después de pasar por las miradas suspicaces del recepcionista y botones de un hotel, los novios lle­gan a la cámara nupcial cansados, tensos, nerviosos, sudorosos y semiborrachos (¿semi?) para proceder inmediatamente a su primer contacto genital, sin una preparación previa, sin una fase de galan­teo inicial.

 

 

 

 

Antes de practicar cualquier deporte se  hacen ejercicios de calentamiento que acondicionan mental y físicamente al deportista. El sexo es como el deporte, pero en la noche de bodas tradi­cional el calentamiento se suprime o se reduce al mínimo. El coito se practica en frío. El recato y el pudor, es decir, las inhibiciones, los prejuicios y los tabúes que existían hasta el día anterior, deben ser descartados rápida y violentamente en la noche de bodas. Los recién casados se ven forzados a desnudarse, a hacer el sexo y, en general, a toda una serie de acciones a las que no se habían atrevi­do hasta entonces.

 

Si, como sucede tradicionalmente, el hombre tiene ya cierta experiencia y la mujer no, aquel tiene que asumir la actitud de 'profesor" y la noche transcurre en la impartición de una lección a una alumna tensa y cansada, con bajo aprovechamiento, que aprende torpemente hasta que, bajo los efluvios del alcohol, el "profe" se duerme en la suerte. Si ambos carecen de experiencia, la cosa es peor, pues no es el momento más adecuado para ponerse a leer un instructivo… y resulta muy engorroso consultar con el gerente del hotel.

 

La sensación de vacío y desilusión en estas condiciones nos in­duce a pensar que nos equivocamos, que escogimos a la pareja más inadecuada y que, si las cosas salieron así es por que la pareja no siente nada por nosotros ¡no nos ama! Y descubrimos esta falta de amor cuando todavía no llevamos veinticuatro horas de casados: nos arrepentimos vehementemente de la estupidez que acabamos de cometer y nos invade un sentimiento de rechazo total hacia nuestra pareja. Sentimiento que es correspondido, pues sus pensa­mientos evolucionan en forma similar a los nuestros. El amor, la atracción que existía hasta el día anterior desaparece súbitamente, no poique fuera falso o artificial, sino por las conclusiones subjeti­vas a las que llegamos después de una noche de bodas que resultó desafortunada por nuestros prejuicios, por nuestro culto a la virgi­nidad.

Infinidad de matrimonios fracasan en unos cuantos meses de­bido al desastre sexual de la primera noche. Los sentimientos de fracaso y repudio hacia la pareja se ven reforzados con cada nuevo contacto sexual hasta llegar a una situación de violencia insosteni­ble y finalmente a la ruptura. Una legislación racional debería pro­hibir el matrimonio a las vírgenes.

En bastantes ocasiones una situación así no concluye en rup­tura por el efecto de los convencionalismos o los intereses de los contrayentes, que se fuerzan a sí mismos a soportar resignadamente una coexistencia, generalmente no muy pacífica. Pero en estas condiciones, al haber desaparecido el amor, el centro de interés del matrimonio se desplaza, alejándose de la relación mu­tua de afecto entre los integrantes de la pareja, para fijarse en algún otro tipo de actividad: la obtención de bienes materiales o la adquisición de un hijo u otra mascota en la cual descargar el afecto que no somos capaces de dar al cónyuge. Los hijos conver­tidos en sucedáneos del amor matrimonial son víctimas de un amor enfermizo que los hace crecer con grandes conflictos emocionales. Los padres, por otra parte, se refugian en la apatía, la indiferencia y la frigidez convirtiéndose en seres amorfos e incompetentes no sólo dentro del hogar sino en toda su actividad social y laboral; son seres tristes que vegetan a lo largo de la vida, sin encontrar nin­gún objeto a su existencia. O, por el contrario, buscan el afecto y la realización sexual por fuera de un matrimonio que no se atreven a disolver de derecho, aunque ya esté disuelto de hecho; cayendo así en un doble juego incómodo y tortuoso con el que no pueden alcanzar la satisfacción y la felicidad plenas pues siguen atados por el convencionalismo y el interés.

Si a todo esto puede conducir la virginidad cuando no hay pre­juicios sexuales o cuando son pocos, podemos imaginar los estra­gos causados cuando estos, en gran cantidad, refuerzan a la primera. Una virgen con pocos prejuicios tratará, al menos, de encontrar placer; pero ¿cuál será la actitud de una persona que lleva toda la vida oyendo que el sexo es horroroso, que se le inculcó durante su tierna infancia (época en que las ideas se fijan con más fuerza en el cerebro) que el sexo es un pecado mortal, que ni siquiera se debe pensar en él, que es el origen de enfermedades, que es propio solamente de bestias y otras burradas semejantes que los adultos repiten impunemente a las pobres criaturas? ¿Qué sensación de pánico y perdición no sentirá la pobre virgen que, de pronto, se encuentra a solas con su marido? Todas sus ideas coinciden en que el sexo es maligno.   ¡Y no habrá sacramento capaz de hacerla cambiar de cri­terio!   ¡Vade retro, Satanás! y la infelicidad conyugal estará asegu­rada de por vida.

 

Si las cosas no salieron demasiado bien en nuestra primera lec­ción, sea o no en la noche de bodas, y tenemos pocos prejuicios, tomaremos una actitud positiva, abierta y racional, ante el proble­ma y lo analizaremos para corregirlo. El intercambio de información sobre nuestra mutua experiencia, la propuesta de soluciones, el diseño de ensayos en conjunto, etc., abrirán un nuevo camino de comunicación con nuestra pareja, la búsqueda de una meta común nos acercará y permitirá sobrepasar los tropiezos iniciales. Reconstruiremos el amor. Si, por e! contrario, los prejuicios imperan sobre la razón, si nos obstinamos en no hablar sobre un tema que consi­deramos censurable y condenado, nos encerraremos en nuestros errores e impediremos cualquier posibilidad de arreglo.

 

El origen de todos estos prejuicios se encuentra en la gran vio­lación. Sin embargo, los primeros violadores eran demasiado rústi­cos, demasiado primitivos, para elaborar teorías, por lo que se limitaron a prohibir el sexo a sus mujeres, tajante y arbitrariamen­te, sin más explicaciones. Fue necesario que el nuevo sistema social se asentara y tomara forma, para que aparecieran justificaciones, para que surgieran los ideólogos de la gran violación.

En occidente este nefasto papel lo desempeñaron Plotino y sus secuaces, quienes separaron el espíritu de la materia y decretaron la perfección, la pureza y supremacía del primero sobre la segunda, de carácter imperfecto, impuro e inferior.

No vamos a perder aquí el tiempo rebatiendo una teoría obso­leta que los filósofos modernos, y sobre todo la realidad, se han encargado de destruir; pero sí nos interesa resaltar los efectos so­ciales de esta teoría y sus consecuencias sobre la vida de las parejas.

Lo que hicieron los filósofos neoplatónicos fue justificar el do­minio de una clase que disfrazaba su inactividad con las máscaras del "pensamiento" y la "espiritualidad". La plebe se dedicaba al trabajo físico, a la modificación de la materia, mientras que la aris­tocracia, no teniendo necesidad de ensuciarse y sudar, se dedicaba al cultivo del… espíritu.

Consecuentemente con esto se identificaron por un lado plebe y materia y por otro aristocracia y espíritu. Por lo tanto era nece­sario separar la materia del espíritu, corno atributos distintivos de las dos clases sociales y condenar a la primera; darle un lugar secun­dario; rebajarla para asegurar el predominio del grupo agraciado: el espiritual.

De esta forma se asentaba la diferencia de clases sobre bases profundas, altamente filosóficas (emanadas del "espíritu", del "pensamiento", o sea lo no material), sobre la esencia misma del universo, sobre los designios de la divinidad…

La inferioridad del trabajo físico quedaba así demostrada ontológicamente. Es menos riesgoso culpar a algún ser abstracto que reconocen que el trabajo físico es muy cansado y que preferimos apropiarnos, cómodamente, de los productos del trabajo de otro

 

El contacto con la materia, inevitable al trabajar, era degra­dante, digno de seres inferiores. La materia era sucia, impura, so­bre todo en una sociedad fundamentalmente agrícola, la materia significaba estiércol, larvas, miasmas. Nada bueno se podía obtener de ella. Y su imperfección se debía a su carácter cambiante, su mutabilidad, su posibilidad de descomposición. El devenir, el cam­bio, adquirió categoría escatológica. Y por contraste el espíritu, opuesto a la materia, quedó petrificado; para ser puro y perfecto tenía que ser estático, eterno e inamovible: la molicie aristocrática elevada al arquetipo de la perfección ¡y para siempre!

 

Exaltada, explotada al máximo la idea de que la materia cam­biante termina por descomponerse, se llegó a la conclusión de que trabajar con materia era lo mismo que manipular excrementos, cosa que sólo puede agradar a las bestias, a los seres inferiores.

Como, además, la materia descompuesta es caldo de cultivo de toda clase de gérmenes y éstos producen infecciones y enfermeda­des, la materia (toda) se identificó con el mal y consecuentemente, el espíritu con el bien.

Toda la maldad, todas las enfermedades, toda la suciedad, to­dos los instintos bestiales se concentraban en la materia. Estando formado por materia (la carne) el ser humano quedaba, así, con­vertido en un excremento de 70 kg en promedio, capaz de mover­se y propagar toda clase de calamidades.

Pero "hay aves que cruzan el pantano sin mancharse". En el centro mismo de toda esta podredumbre, se encontraba el espíritu, limpio y puro a pesar de la basura en que estaba inmerso, dispues­to a movilizarse a pesar de ser estático y entablar una feroz batalla contra la materia. Batalla que generalmente perdía, a pesar de su perfección.

Para salir victorioso, el espíritu debía obligar a la carne a pres­cindir de sus goces groseros, debía repudiar la posesión de bienes materiales, obligarse a carecer de ellos. Por eso al arrebatar sus po­sesiones a los plebeyos, al despojarlos del producto de su trabajo y racionarles la comida, la aristocracia no hacía más que un acto de redención; las almas inferiores tenían así la posibilidad de purifi­carse; de elevarse.

Debido a la proximidad de los órganos genitales con los con­ductos de desecho del cuerpo humano (intestinos y aparato urina­rio) y al carácter fecal que se le dio a la materia, el goce sexual quedó identificado corno el ''mayor placer de la carne" y por lo tanto el más condenable de todos. La prohibición a priori del ma­cho violador obtuvo con esta teoría una confirmación basada en argumentos "pensados". Y dio lugar a algunas de las desviaciones sexuales más usuales.

Visto con esta mentalidad, con esta perspectiva de retrete, "el cuerpo humano es feo y se debe ocultar", "no debes ver ni tocar tu cuerpo. . . y menos aún 'eso' ", "el simple hecho de hablar o pensar en el cuerpo es malo". Aún ahora hay algunos "liberados" que toman una actitud de supuesta indiferencia: "Bueno, no hay por qué ocultarlo, pero para qué enseñarlo, no tiene nada de inte­resante"

Es malo o no es interesante, que lo digan, por ejemplo, Fidias, Praxiteles o Miguel Ángel.

Separados el espíritu y la materia y considerados como bajos y bestiales los placeres de la segunda, cualquier manifestación de esta representaba una trampa, una tentación, para el primero. Cualquier muestra, comentario o acción que indujeran a pensar en los placeres de la carne eran un atentado contra la integridad del espíritu, un intento de pervertirlo y perderlo. Quien hacía algo así era un aliado del Mal.

Lo más nocivo de esta teoría fue el sentimiento de resigna­ción, de aceptación de la infelicidad, o aún peor, de negación de la felicidad que generó, obligados a prescindir de los goces materiales, que son casi todos (la comodidad de una casa, la lim­pieza, la salubridad, la simplificación del trabajo, etc.), los seres humanos se condenaban a una vida precaria, de escasez y penuria, de insatisfacción, de falta de realización, de hambre y de enfer­medad. La elevación del espíritu exigía ser masoquista (nuevo cúmulo de desviaciones sexuales provocado también por los filósofos del estercolero).

'Pero" -dirán los que aún aceptan estos conceptos- "Jesús vino a sufrir”… Falso, mentira pura. ¿Qué clase de respeto muestran por Jesucristo los que lo difaman, los que lo calumnian, convirtiéndole en un simple masoquista? Jesús no vino a sufrir. Jesús NO vino a predicar el sufrimiento y la infelicidad. Todo lo contrario; la doctrina de Jesús es de amor, y por consiguiente, de felicidad. Sufrió, es cierto, pero no por un acto de tortura volun­taria, sino por oponerse a quienes pregonaban el odio y la destruc­ción, por oponerse a los violadores que acumulaban riquezas y poder mientras mantenían en la miseria a las mayorías. Enfrentarse a éstos implicaba un riesgo: el riesgo de ser perseguido, de ser tor­turado. Puso éste en un plato de la balanza, mientras en el otro puso el amor y la felicidad y decidió que bien valía la pena correr el riesgo y pagar con su vida la osadía de pregonar la fraternidad:

"Bienaventurados los de gustos sencillos, porque de ellos será el reino de los cielos".

"Los de gustos sencillos", no "los pobres de espíritu", o "los humildes" como se dice muchas veces, insinuando que para ganar el cielo se necesita ser idiota. "Los de gustos sencillos" son aquellos que se contentan con las satisfacciones de una vida sana, tranquila, del disfrute de los bienes obtenidos por su trabajo, en oposición a quienes sólo gozan en la ampulosa vida de la vanidad y la codi­cia. Y en oposición, también, a quienes prescinden de la felicidad para vivir renegando en su miseria).

"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia por­que serán hartados, bienaventurados los que tienen misericordia, porque para ellos habrá misericordia… Dar de beber al sediento, tener hambre de justicia, son modos de propagar la felicidad, de terminar con la escasez, de difundir el amor. Esto no tiene nada que ver con la resignación, con el ascetis­mo, con la renuncia a la felicidad. Recuerda más al "mente sana en cuerpo sano" de los antiguos griegos que a la "decencia" coprológica de la edad media.

No deja de ser cierto que en una época el neoplatonismo fue la doctrina oficial de la Iglesia, pero esta etapa ya fue superada y, hoy en día, sólo ciertos curas de pueblo, secundados por algunas aldeanas insatisfechas, son capaces de sostener tal filosofía. Veamos a Jesús en su verdadera grandeza: como un mártir de la lucha por la felicidad, no como un enfermo mental.                                  oO o

La negación de la felicidad elevada a la categoría de sublimación venía a reforzar los pobres resultados de la primera lección ya de por sí saboteada por las fobias escatológicas hacia el cuerpo, convirtiendo en un verdadero martirio al acto sexual. El hombre encontraba en la violación ciertas satisfacciones compensatorias que le permitían sobrepasar los prejuicios y gozar sexualmente. Pero la mujer sólo encontraba en la violación una comprobación de lo negativo y maléfico del sexo. Adquirió la conciencia de que le era imposible el placer sexual y esta actitud ha pasado de gene­ración en generación sin que, hasta nuestros días, haya podido ser erradicada totalmente. La mujer, se aduce, no está constituida para sentir este tipo de placer y su actitud es, por naturaleza, pasiva.

El mito de la pasividad ha sido particularmente nocivo. Ni qué decir que sólo la mujer violada está obligada a la pasividad; ésta es necesaria durante la violación. Las mujeres que han sido educadas en el mito de la pasividad, aceptan inconscientemente que no po­drán resistir el ataque brutal de su violador y adoptan una actitud estática para hacer más fácil, menos violenta la torna de posesión. Pero con esto no hacen sino aceptar su dependencia, su inferiori­dad, su calidad de objetos adquiribles.

Una mujer que se estime a sí misma, que se considere igual a su hombre, que no acepte papeles secundarios, que esté orgullosa de su dignidad de ser humano, no puede tomar una actitud pasiva ante el sexo.

La mujer libre es forzosamente activa en lo sexual. Esta activi­dad va implícita en su libertad y en su dignidad.

La similitud de la boca con la vulva femenina es notoria (En "El Mono Desnudo" Desmond Morris hace un ameno e interesante estudio del simbolismo sexual de la cara, que recomendamos al lector). La boca es una parte muy activa del cuerpo humano, la usamos para comer, paladear, hablar, morder. En ningún sentido podemos considerar pasiva la boca. Al comer una salchicha, no es ésta, sino la boca, la que tiene un papel activo. ¡Saquemos conclu­siones de esta prosaica comparación!

El mito de la pasividad se apoya en el de la insensibilidad, de la frigidez de la mujer. Pero resulta que ésta no tiene uno, sino dos centros de estimulación sexual (el clítoris y el punto G) que pro­voca, cada uno, un orgasmo distinto. Y eso sin contar la infinidad de puntos secundarios repartidos por todo el cuerpo (boca, senos, etc.) que ayudan a la estimulación sexual. ¿Dónde está pues, la frigidez? Por otra parte ¿Cómo explican los neoplatónicos tal abundancia y hasta redundancia de zonas erógenas? ¿Error de dise­ño del Creador? Al construir al ser humano ¿aplicó todos sus su­premos conocimientos de fisiología, ingeniería genética, etc., para al final, darse cuenta de que todo eso no servía para nada?

 

Si utilizamos un microscopio o un telescopio para observar la Naturaleza, en lugar de hacerlo con un tubo de albañal, veremos que la materia es hermosa: un cristal de nieve, una puesta de sol, una noche tachonada de estrellas. Uno de los regalos que más apre­cian las mujeres es el de un ramo de órganos genitales…pues eso son las flores, de las que extraemos su esencia para perfumarnos; para oler bonito; para oler a sexo. La materia no es opuesta al espí­ritu, sino complementaria del mismo. Ambos forman una unidad: la vida. Y la vida es belleza, es felicidad, es alegría. Limpiemos de heces nuestro cerebro y gocemos.

Al proscribir la materia, al prescindir de ella, los filósofos de letrina rompieron la unidad entre ésta y el espíritu, entre experi­mento y raciocinio y al apartarse del método científico, tan bri­llantemente iniciado por Tales, Anaximandro y los demás físicos de Jonia, condujeron a la humanidad a dos mil años de estancamiento y oscuridad. Al no cotejar el pensamiento contra la reali­dad convirtieron a la filosofía en especulación, en esgrima verbal para refutar al contrario, en sofisma, en competencia por elucubrar la aberración más grande. Pruebas de que también el espíritu se descompone y sus hedores llegan a ser peores que los de la materia.

La contradicción entre el "pensamiento" neoplatónico y la realidad es tan manifiesta que, de haberse aplicado con todo rigor el repudio a los placeres de la carne, hace mucho que la especie hu­mana habría desaparecido del planeta por falta de reproducción.

Para salir del problema fue necesario "pensar" nuevas incon­gruencias y crear una institución rígida y coercitiva que legislara y reglamentara las relaciones afectivas entre dos seres, sometiendo la libertad e individualidad de sus espíritus. ¡Todo un triunfo del espíritu!

Sólo dentro de esta institución, el matrimonio, se podían per­mitir los placeres de la carne. Pero, por supuesto, sujetos a normas severísimas dictadas por la "decencia".

De esta manera se llegó a una nueva contradicción:

La virgen que siente curiosidad hacia el sexo, del cual se habla tanto en voz baja, se casa por un solo motivo; se casa por conocer los placeres de la carne.

La virgen cuyo organismo se ha desarrollado completamente y necesita satisfacer sus necesidades, también se casa por conocer los placeres de la carne.

El célibe  que siente curiosidad hacia el sexo o que necesita satisfacer las necesidades de su organismo, se casa por conocer los placeres de la carne.

El hombre, célibe o no, que siente atracción física, sexual, por una virgen, se casa por satisfacer los placeres de la carne.

 

La única causa de muchos matrimonios es la satisfacción de los tan penados impulsos sexuales. ¡El triunfo del espíritu sobre la materia!

Curiosa filosofía, curiosa forma de razonar la que, después de condenar los placeres de la carne, establece que la única razón para que dos seres se unan de por vida es la de conocer los placeres de la carne. La que induce a la mayoría a confundir matrimonio con sexo.

Fijada en la mente la relación matrimonio-sexo, los jóvenes se sienten impelidos a casarse lo antes posible para normalizar su vida sexual. Esta es también una razón de por qué siempre se le pregun­ta al soltero que cuándo se casa.

Entre los hombres es poco común el celibato, pues el macho violador se cuidó muy bien de reservarse el derecho de practicar sexualmente, para lo cual instituyó la circuncisión a temprana edad, que es una forma de eliminar las evidencias físicas de la vir­ginidad masculina. (En la antigüedad esta operación se efectuaba al llegar a la pubertad, y así lo hacen aún muchos pueblos).

No obstante, los conceptos neoplatónicos inducen todavía a muchos jóvenes a considerar pecaminoso el contacto con mujeres y se conservan mentalmente vírgenes. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo las necesidades fisiológicas se van haciendo más notorias causando estados de angustia y toda clase de trastornos psíquicos que desembocan en neurastenia, por lo que terminan recurriendo a la masturbación como "pecado menor" ya que en ésta se evita la presencia real de un ser del sexo opuesto, identifica­do con el Mal.

Este ser sólo aparece "mentalmente", "espiritualmente" y por tanto el pecado no es tan "material". Es menos grave. Si los "ejerci­cios espirituales" no son suficientes, si la satisfacción no es com­pleta, se puede recurrir a algún otro ser; siempre y cuando no sea del sexo contrario, que ya hemos dicho que es la encarnación del Mal.

Entre las mujeres, obligadas a conservar la evidencia tísica de su "pureza", el proceso es semejante y también pueden optar por la neurastenia, la masturbación o la homosexualidad. Aunque, al igual que la mayoría de los hombres, casi todas prefieren recurrir al sexo opuesto, que después de todo, no es tan maligno.

Pero en este caso surge el conflicto entre la Naturaleza y la vir­ginidad y para conservar esta última tienen que buscar alternati­vas: encontrar modos que permitan la satisfacción sexual y la conservación de la "pureza" al mismo tiempo.

Por eso hay vírgenes expertísimas en amor turco, griego, fran­cés…y así hasta recorrer por completo la Organización de las Naciones Unidas.

Esta mentalidad induce igualmente a muchas mujeres a consi­derar su vagina como una carretera federal: Una vez inaugurada queda abierta al libre tránsito de toda clase de vehículos.

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Ni qué decir que todas estas actitudes denotan una inmensa hipocresía: los baños púbicos de pureza y la práctica de un sexualismo tortuoso en privado. Pero la hipocresía no es pecado, es una norma de conducta ejemplar.

Ya en plena confusión mental, en total debacle de la lógica, se dictaminaron las normas a que debían atenerse quienes quisieran tener un matrimonio "decente".

La decencia coincidió, casualmente, con los criterios del ma­cho violador tendientes a asegurar su propiedad y hacer depen­dientes a la mujer y los hijos, todo ello dosificado con toda clase de consejas y patrañas sobre el sexo que, siendo pecaminoso, sólo se debía ejercer mecánicamente para la reproducción de la especie, sin ningún goce, sin comunicación, sin alegría. Hasta se llegó a especificar la forma, la única forma decente, de cohabitar, que, obviamente, resultó ser la que se empleó en la violación; la que los orientales conocen como postura misionera por haberla propagado en Asia los misioneros europeos. (No deja de ser admirable el espí­ritu evangélico de estos santos varones que se sacrificaron hasta el grado de fabricar los feligreses.)

Cualquier alteración de lo establecido, cualquier variación, cualquier intento de utilizar las zonas erógenas del cuerpo que no tienen una función netamente reproductora, fue condenada por sucia, pecaminosa y escatológica. ( ¡Fuchi!, debe saber a pipí).

Es evidente que un criterio así es causa de muchísimos adulte­rios, ya que la falta de variedad, de fantasía, de inventiva, de ale­gría induce a buscar fuera del hogar lo que no existe en él. La mujer decente no debe hacer "degeneraciones". La mujer decente no puede permitir que su marido la degrade con "esas cosas" y el marido decente es incapaz de proponérselas, siquiera, a su virtuosísima esposa. En consecuencia ambos buscan otro hombre y otra mujer, respectivamente, con quienes hacer "indecencias" sin que se dañe la imagen de virtuosismo que deben conservar ante su pa­reja.

Muchos solteros tienen magníficos idilios con personas que son su pareja ideal pero a las que jamás proponen matrimonio, pues no son "decentes" y acaban casándose, según el caso, con un aburri­dísimo caballero de sólida posición económica o con una igual­mente aburrida dama virtuosa y se dedican en el matrimonio a las decentes tareas de procrear hijos y conservar un hábitat frío y sin alegría; lo que no les impide continuar con el idilio, que sólo se interrumpe el tiempo que dura la luna de miel. ¡Lógica pura!

Aunque ya no se impone la decencia a fuerza de golpes y pro­hibiciones, la mayoría de los adultos no hemos conseguido liberar­nos de estos prejuicios y seguimos manteniendo una actitud de recatado silencio con respecto al sexo. Seguimos considerándolo como poco apropiado en nuestras conversaciones y, sobre todo, en presencia de niños. Aunque somos tan tolerantes que hasta nos permitimos oír un chiste colorado que nos cuentan nuestros hijos y somos capaces de darles densísimas conferencias de ginecobstetricia cuando nos preguntan sobre sexo, amor o reproducción, seguimos siendo incapaces de abordar de frente y con naturalidad el tema del erotismo.

Bajo nuestra aparente indiferencia o tolerancia se sigue ocul­tando un espíritu timorato del que no conseguimos liberarnos. Solemos restringir nuestras muestras de afecto hacia la pareja a los espacios y momentos en que estamos a solas. Suponemos que una muestra de afecto ante nuestros hijos es inapropiada y ellos crecen observando a unos padres que son totalmente indiferentes entre sí, unos padres que no se aman. ¡Bonito ejemplo, buena manera de educar a nuestros hijos!

En ocasiones, si uno de los cónyuges cornete la indiscreción de ser afectivo, el otro lo detiene violentamente; los hijos ya no ven indiferencia sino rechazo: sus padres se repudian; ¡mejora la edu­cación que les damos! Y cuando los niños crecen y se enteran (fue­ra del hogar, por supuesto) que no aparecieron en una col ni los trajo la cigüeña, los padres quedan desenmascarados como dos per­fectos hipócritas que también hacen "eso" pero lo disimulan. Los niños acaban de aprender que "eso" es algo siniestro y tenebroso que no se puede hacer abiertamente. Acaban de aprender que no deben hablar con sus padres sobre temas tan escabrosos como ha­ber besado a una niña o tener novio. Acaban de aprender a ser hipócritas. Acaban de aprender que la comunicación con sus pa­dres es imposible. Esta es la educación que proporcionamos a nuestros hijos: soledad, hipocresía, falta de afecto, represión de la emotividad y la ternura.

No se trata de convertir la vida hogareña en un festival porno. pero ¿Por qué no enseñarles lo correcto y lo incorrecto sexualmente, en lugar de dejar que lo aprendan sórdidamente a nuestras espaldas?, ¿Por qué no abrazar y besar, ante ellos, a nuestra pareja para que aprendan que el amor es la fuerza más positiva que hace avanzar a la humanidad? En la medida en que nos abramos a la ternura, al cariño; en la medida que destruyamos los prejuicios que todavía existen, la hu­manidad se hará más sana, más alegre, más pura. Terminemos de una vez, la revolución sexual. Acabemos con el culto a la virgini­dad y la gazmoñería.

¡Sensuales de todo el Mundo. Uníos!

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Hemos dejado para el final los dos tipos de matrimonios más conocidos: El que apareció históricamente cuando el macho violó a la mujer y el que surgió como respuesta a éste, el varón domado.

Si lo hemos hecho así es porque, aunque hay una gran canti­dad de motivos para llegar al matrimonio, una vez cometido éste, los cónyuges suelen tomar las características de alguno de estos ti­pos y ajustarse a ellas durante todo el tiempo que permanezcan casados.

En otras palabras, estos dos tipos dan la pauta en que se desa­rrollan prácticamente todos los matrimonios, independientemente del motivo de la boda.No obstante debemos aclarar que, aunque los dos modelos son bastante abundantes en su forma pura, suelen aparecer rasgos de ambos mezclados dando como resultado formas intermedias varia­bles y variadas.

Para el macho posesivo, el violador, el matrimonio presenta muchas ventajas; es su capital. Posee una mujer que le resuelve to­dos los problemas domésticos y además en el campo tiene un peón para cultivar la tierra o cuidar el ganado y en la ciudad le sirve como oficial en la industria artesanal o como empleada sin sueldo en el comercio. Esta sirvienta, esta esclava tiene además otra virtud: le permite acrecentar su capital, para lo cual basta con violarla. El resultado de este acto será un hijo que pronto podrá trabajar para beneficio del macho. A mayor virilidad mayor capi­tal. Su orgullo de propietario se manifiesta en frases como: "Soy padre de más de cuatro" (aunque, por sus actos, más bien parece hijo de más de cuatro).

La familia se organiza artesanalmente. El amo, el patrón, deci­de las actividades, distribuye el trabajo, reparte los "salarios" (cuando los reparte) por un método subjetivo de premios y casti­gos, toma para sí las ganancias y las emplea en satisfacer sus gus­tos, sin considerar en absoluto las necesidades de los demás, ordena, castiga… su voluntad es irrevocable.

Las relaciones están basadas en la opresión del fuerte sobre el débil, por lo que dentro de la familia se establece toda una jerar­quía de dominio. La madre, menos fuerte que el padre pero más que los hijos, impera sobre ellos y los utiliza en su propio benefi­cio, convirtiéndose en el lugarteniente del amo. Los hijos, a su vez, luchan entre sí creando un escalafón basado en el sexo y la edad. El primogénito, el macho mayor domina sobre los demás y se convierte en el heredero que sustituirá al amo cuando éste falte; incluso las hermanas mayores que él están sujetas a su fuero; desde joven tendrá que velar por la riqueza que algún día será suya y en ésta están incluidas las esclavas.

 

Bajo estas normas los demás hijos encuentran tan incómodo el hogar que tratan de huir lo antes posible y la forma de liberarse es formar su propia familia, pues sin este requisito siguen siendo propiedad de los padres.

Los varones conseguirán, con esto, independizarse del amo y tener su propiedad con riquezas similares a las de él. Las hembras, aunque no se independizan, pues el matrimonio significa sólo un cambio de dueño, logran elevarse en el escalafón: se convierten en capataces del nuevo amo, posición que es más importante que la de simples sirvientas que ocupaban durante la soltería.

Por este motivo, tanto ellos como ellas se casan a edades tem­pranas y contribuyen a propagar este tipo de matrimonio. No co­nocen  otro pues no han tenido oportunidad de experimentar y siempre han estado sometidos a los mandatos del amo. Para ellos no existe más relación entre seres humanos que la basada en la prepotencia, en el abuso del fuerte contra el débil y esto condi­ciona todos los actos de su vida, en la familia y en la sociedad. No saben actuar más que ante reacciones de esta clase. Servilismo ante el poderoso y despotismo ante el débil. Carecen de ideales o inte­reses  más elevados; viven para sobrevivir. Y la supervivencia, en este caso, se logra escalando por la jerarquía. Esta trasciende de lo familiar; las relaciones de fuerza se extienden al trato con otros seres a los que sólo se puede ver como dominadores o domina­dos. El rencor de la impotencia hacia unos y el desprecio hacia otros. Toda relación humana se limita, para ellos, a ultrajar o ser vejados y esto conduce a clasificar en castas, en grupos de poder, a todos los semejantes. La existencia y el conocimiento de esta clasificación permite actuar adecuadamente ante los demás: ser feroz o rastrero. Resulta importante saber distinguir los signos externos que permiten conocer en seguida a quien tratamos. El automóvil elegante, el reloj de oro, la ropa fina son símbolos de riqueza y por lo tanto de poder. Quien los ostenta es un dominador, un amo de alto nivel. Hay que arrastrarse ante él para evitar su ira. Por el contrario al mugroso, al piojoso, le podemos patear impunemente el trasero; no se merece otra cosa; está hecho para que abusemos de él y como lo sabe no opondrá resistencia; su ren­cor, su impotencia nos proporcionarán una alegría extra a la del ultraje que le inferimos, ¡nos hará sentir poderosos!

El matrimonio del macho violador es la base de nuestra socie­dad. Nos desenvolvemos en medio de ritos y símbolos destinados a dar a conocer el lugar jerárquico que ocupamos. Las órdenes que damos o acatamos, la forma de saludar, etc., son ritos de este tipo y tienen su origen en la relación de prepotencia que distingue a este matrimonio, el inventado en la gran violación; el más antiguo y generalizado. Pero además, este simbolismo permite crear una imagen falsa. Haciendo trucos podemos aparentar una posición más elevada que la que realmente tenemos. Fomentar la vanidad y  la falsa apariencia.

Un truco es tener una pareja vistosa y llamativa, que emane erotismo, una pareja sensual; es decir una propiedad deseada por todos.

Otro truco es unirnos con alguien de una jerarquía social más elevada, especialmente si sus signos de clase son notables a simple vista. Dentro de esta tónica, como el racismo sigue vigente, es muy frecuente sacrificar una belleza real y prescindir de otros valores para obtener a cambio un pelo rubio o unos ojos claros; lo impor­tante es sentirnos emparentados con una raza superior.

Si el truco anterior no es posible nos contentaremos con exhibirnos en un automóvil grande y ostentoso; preferentemente, úl­timo modelo.

O si no, hacer el amor con muchas mujeres. Esto equivale a ampliar nuestras riquezas o a usar la propiedad de otro; es un des­pojo y eso nos eleva jerárquicamente; ¡realza nuestra imagen ante la sociedad! Si somos casados demostramos con ello ser los amos; nuestra esposa pertenece a una casta inferior, es de nuestra propie­dad y tenemos derecho a rebajarla; o, en todo caso, no tenemos por qué darle explicaciones de nuestro comportamiento; esto sería humillante para el amo.

Este es el verdadero motivo por el que los machistas practican el adulterio: alardean de un poder mayor del que realmente tienen; suben jerárquicamente.

Claro que estos trucos cuestan, pero para eso están los escla­vos, nuestra propiedad. Basta con reducir los gastos que originan, para disponer del dinero suficiente para comprar el coche o pagar el hotel. ¿Cuántos hombres ostentosos no tienen a su familia co­mo auténticos angelitos… desnudos y sin comer? Pero ¿Qué vale esto comparado con el placer de sentirse superior?

La lucha por la supervivencia nos lleva a aparentar jerarquías más altas que las reales. Hacemos alarde de poseedores. Inventa­mos trucos. Vivimos en la mentira. Tratamos de engañar a quienes nos rodean. Nos hacemos vanidosos. Y acabamos por creer que nuestra fantasía es real. Caemos en la esquizofrenia.

La necesidad de aparentar es tan fuerte que, por sí sola, lleva a muchos hombres al matrimonio. El soltero carece de mujer e hi­jos; puede tener otro tipo de propiedades; pero las básicas, las que denotan más que ninguna el poder, no las tiene. Se le puede considerar impotente o afeminado, lo que equivale a decir que no tiene características de poseedor, de propietario, de dominador. El po­der se adquiere por violación. Un soltero nunca podrá ser un buen amo. Para escalar las cumbres del poder hay que ser violador. Por eso en el juego del poder a gran escala, en la industria y en la polí­tica, es requisito estar casado. Un gerente o un director soltero darían la impresión de debilidad, lo mismo que un gobernador o un presidente en esas condiciones. La esposa y los hijos son su carta de presentación como gran violador, como animal brutal y codicioso. La falta de este requisito provocaría desprecio y burla; se resquebrajaría el principio de autoridad.

Esta es la razón por la que muchos se casan: para evitar el des­precio y la burla; sin ningún otro interés o sentimiento. Así se evi­tan ser menospreciados y demuestran su virilidad. Ellos también pueden ser violadores; son muy machos.

Por otra parte, también hay quienes ven ante sí la probabilidad de una brillante carrera política, industrial o financiera y recurren al matrimonio por el mismo motivo. Siendo casados no tendrán obstáculos en la correría de depredación y pillaje que pretenden iniciar.

Por supuesto que en el lenguaje de apariencias que se habla en estos medios no se dice la verdad. Es preferible ocultarla haciendo referencia a la "responsabilidad y madurez que se adquieren con el matrimonio". El casado, dicen, sabe responder a las obligaciones que representan los hijos, la esposa y el hogar. (Y el segundo fren­te, añadiríamos nosotros).

Lo que realmente se quiere decir es que el futuro ejecutivo estará tan aprisionado por los gastos que le ocasionan sus necesi­dades de aparentar, que no podrá liberarse de la presión de sus jefes que lo extorsionarán todo lo que sea posible, lo manipularán a su antojo y, en caso que así lo deseen, ejercerán sobre él, el de­recho de pernada, a veces en forma simbólica haciendo que su esposa participe en colectas, actos de caridad publicitaria o eventos sociales; a veces en forma objetivamente real. . .

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Existe en el cerebro humano una parte, la más primitiva, de­nominada complejo R (complejo reptílico) en donde radican fundamentalmente los impulsos de agresividad y dominio, terri­torialidad, ritualidad y establecimiento de jerarquías sociales. Otra parte del cerebro, el complejo límbico, está relacionada con las emociones intensas, el comportamiento altruista, el sentido de grupo y de protección hacia los seres desvalidos. Este complejo se encuentra desarrollado solamente en los mamíferos y, en menos proporción, en las aves y de hecho es el que permite la superviven­cia de los órdenes superiores de la escala zoológica. Sin los senti­mientos de altruismo y protección, las crías se verían abandonadas y, dado su carácter de seres en formación y por tanto indefensos, sus probabilidades de supervivencia serían prácticamente nulas.

Con la gran violación, la especie más evolucionada del planeta, el ser humano, dio un gran salto atrás. Retrocedió hasta los reptiles y basó todas sus relaciones sociales y familiares en los impulsos del complejo R, relegando totalmente las funciones del complejo lím­bico.

El complejo R bloquea también, en gran medida, la actividad del neo córtex, la parte que podríamos llamar pensante, racio­nal, del cerebro y que sólo ha evolucionado en los mamíferos su­periores. Nuestra capacidad para imaginar, para ligar pensamientos deductivos e inductivos, para reconstruir el pasado y prever el futuro, para crear, se ve coartada por los instintos de ritualidad, territorialidad y posesión, y sólo la empleamos para apoyar a estos; para reforzarlos. Desarrollamos sólo las habilidades que nos permi­ten alcanzar mejores posiciones en el escalafón de la supervivencia, pero desdeñamos aquellas que no tienen una aplicación y beneficio inmediatos. Las ciencias puras, la filosofía, el pensamiento abstrac­to, el arte, son para la mayoría de los humanos cosas superfluas y carentes de interés. Se ha llegado, incluso, a dar el nombre de "re­servas tecnológicas para el futuro" a estas actividades con el fin de justificar de alguna forma el que haya individuos y hasta institucio­nes que pierden el tiempo en tales fruslerías.

Afortunadamente siempre han existido grupos capaces de reba­sar el complejo R, que han hecho evolucionar a la especie en el sentido correcto, desarrollando la ciencia y la tecnología para lo­grar formas de vida más acordes con la capacidad mental del ser humano. Formas de vida menos brutales.

Pero el avance tecnológico trae apareado el riesgo de una ma­yor destrucción, de una posibilidad de dominio más eficiente por parte de los reptiles que lo poseen o incluso la probabilidad de la autodestrucción. ¿Qué harían un grupo de caimanes o de víboras si pudieran agredirse con pistolas o bombas atómicas? ¿No es algo semejante lo que estamos haciendo los humanos?

Ante esta perspectiva hay quienes proponen suprimir la tecno­logía, evitar el progreso. Pero no es ésta la solución. El ser humano tiene un cerebro lo suficientemente evolucionado como para poder utilizarlo en empresas mucho más interesantes, mucho más gran­diosas que la de simplemente sobrevivir. . . y sobrevivir agrediendo a los demás. En lugar de proscribir la tecnología lo que debemos hacer es liberarnos de nuestro complejo R. Usar todo el cerebro. Y para ello tenemos que destruir el modelo de posesión inventado en la gran violación. La desaparición de la forma más tradicional de matrimonio es un requisito para nuestra supervivencia como especie.

Evidentemente esto no es fácil. Los sentimientos de posesión y jerarquía no solamente están grabados profundamente en nues­tra herencia psíquica, sino que casi todas las actividades diarias, desde nuestro nacimiento, actúan como estímulos para crearnos reflejos condicionados que refuerzan nuestra conducta de reptiles.

Tan grabadas tenemos estas ideas que aún en los casos en que es obvio el daño ocasionado, los individuos insisten en perjudicar­se. Ejemplo de esto es la fecundidad de los grupos con menos re­cursos económicos. Si entre quienes tienen algún tipo de propiedad productiva la familia representa una forma de riqueza pues se capi­taliza su trabajo, entre los que carecen de ella, entre los que sobre­viven solamente de vender su trabajo (que son los más) la aparición de una nueva criatura es únicamente una carga adicional que hay que mantener con grandes esfuerzos. Y cuando el hijo crece lo suficiente para subsistir por sí solo, se convierte en un competidor. A mayor oferta el precio de la mano de obra disminuye y el asala­riado ve reducidos aún más sus ingresos. La relación entre virilidad y capital actúa en forma inversa en este caso.

Pero las clases más desposeídas tienen tal angustia por su falta de bienes, viven en tal escasez y frustración que recurren al falismo como única forma de poseer y sentirse poderosos. La violación es la única manifestación de poder que les es permitida. Por tal moti­vo, estas clases reaccionan violentamente contra el control natal. Y por lo mismo los grupos más elevados de la jerarquía social tam­bién se oponen: necesitan mano de obra barata y abundante.

Al principio de los años 30's,en muchos países se hicieron verdaderas campañas en pro de la natalidad. Se veía ya venir la guerra y las potencias, o más bien los niveles superiores de las diversas jerarquías, se preparaban para la contienda. Las fábricas debían producir al máximo toda clase de objetos para la destrucción, se requería mucha mano de obra. Pero además se necesitaba gente que manejara, que empleara, lo que salía de las fábricas.

 

¡Mano de obra barata y carne de cañón gratis!

Era todo lo que se necesitaba para mantener el estatus, para mantener las relaciones de posesión y pillaje. Y los más desposeídos contribuyeron alegremente con el ma­yor contingente.

Guernica, Lídice, Varsovia, Stalingrado, Berlín, Hiroshima, Nagasaki no son más que monumentos al matrimonio machista y al sistema de despojo que es su continuación a nivel social.

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Pero veamos el otro extremo. El macho violador suele resumir su justificación para casarse en una frase: "Necesito alguien que me atienda", que debemos interpretar como: "Necesito ex­plotar a alguien". La mujer del varón domado tiene también su frase: "Necesito apoyarme en alguien". Significa exactamente lo mismo que la del macho.

No obstante, la explotación en este caso es menos brutal, más positiva. Descansa en el chantaje emocional y no en la fuerza. El complejo límbico del cerebro entra en actividad. El varón se ve forzado a abandonar su barbarie y como mamífero, recupera los sentimientos altruistas y se hace emotivo.

En "El Varón Domado" Esther Vilar describe con precisión las relaciones en este tipo de matrimonios. La mujer simula ser torpe y estúpida para cargar al varón con todo el trabajo y toda la responsabilidad. Para ello recurre a distintas estratagemas que des­piertan en él sus instintos de protección a los seres débiles y a tra­vés de éstos logra el control.

 

Habiéndose perdido toda la comunicación entre hombre y mujer durante la gran violación, ella la restableció en su forma más instintiva: el erotismo. La falta de éste produce una sensación de insatisfacción en el macho que al mismo tiempo está obsesionado con la idea de que el sexo proporciona poder. Mientras más insa­tisfecho está, más piensa en sexo; más mujeres necesita. La mujer aprendió a aprovechar esta circunstancia para mantener al hombre en un estado de exaltación permanente, adornándose y vistien­do en tal forma que se realcen todos los símbolos sexuales secundarios  de su cuerpo: ropa ceñida, pintura en labios y ojos, etc. De esta forma se convirtió en el objeto de los deseos más intensos del hombre y pudo domarlo satisfaciéndolo en ellos. Hasta la fe­cha el hombre da mucha más importancia al sexo, que la que le atribuye la mujer. Con la mujer domadora el hombre siempre tiene dudas sobre la satisfacción sexual de ella y se obsesiona tratando de que goce tanto como lo hace él, lo cual sirve también para con­trolarlo.

 

La satisfacción, en estas condiciones, debe dosificarse pues el hombre satisfecho puede salirse de la trampa. Esto exige un autocontrol femenino; para regular las dosis debe conservar el dominio de sí misma y participar con menos intensidad que él. Para el proceso de doma es muy recomendable una notable falta de emotividad. La mujer domadora no puede comprometerse pues corre el riesgo de salir domada.

 

Aunque tampoco es buena una indiferencia total, pues el varón se desesperará y buscará otros horizontes. Este proceso, bien admi­nistrado, hace que el hombre termine por considerar como un pre­mio el goce de cierto erotismo y, consecuentemente, encaminará todos sus actos, encauzará sus energías a la consecución del premio.

Siendo la emotividad y el altruismo vecinos en el cerebro, la excitación de la primera despertará al segundo. El varón que es capaz de sentir grandes emociones se embarga también de ternura ante la presencia de sus hijos y, por extensión de cualquier ser indefenso y desvalido. Surge así el concepto de paternidad como protección al débil, en lugar del de dominio y explotación que rige las relaciones del macho violador con sus crías.

Bajo estas nuevas sensaciones, el varón domado encuentra un sentido de la vida totalmente opuesto al del macho. Las funciones se trastocan y se convierte en proveedor y protector de los débiles, vive para ellos y no de ellos. La conciencia de que un grupo de seres desvalidos dependen de él para subsistir lo conduce a la abnegación y el sacrificio. A través de la emotividad el hombre aprende a pensar en tercera persona y con ello descubre que pueden haber relaciones mucho más intensas, mucho más constructivas, que las de rapiña y prepotencia. El varón domado se encuentra en un. pla­no más humano, más elevado que el macho violador. En su mundo existen la colaboración, el afecto, el compañerismo, la entrega a una causa abstracta que beneficie a otros. . . la emotividad.

El macho violador sólo vive al día; es incapaz de prever, de planear sus acciones a futuro y, menos aún, de colaborar con otros seres. Acosado de un lado por el miedo y del otro por la codicia, sólo actúa para la apropiación y la huida; es incapaz de cualquier otro sentimiento, con excepción de la vanidad. Sólo cuando pen­samos en tercera persona somos capaces de tener sensaciones más intensas y de sentir curiosidad por actividades no inmediatas; sólo así podemos tener pensamientos profundos, interesarnos por las artes y las ciencias; tener la necesidad de otros seres. El macho vio­lador crea hijos a su imagen: acobardados y violentos; su mujer es un ser nulificado sin personalidad ni iniciativa. Ni siquiera es ab­negada, pues esto implica sacrificio voluntario.

La mujer domadora, por el contrario, crea un mundo de emoción, de abnegación, de colaboración; pero se excluye a sí misma. Dirige desde afuera sin comprometerse; sólo aprovecha los resul­tados.

El sacrificio por otros es el principal distintivo del varón do­mado. Siempre busca algún desvalido a quien propiciar sus aten­ciones,   alguien   por   quien  luchar  y   trabajar. Normalmente los desvalidos son los propios hijos, pero si faltan éstos se lanza "por los caminos de Dios a desfacer entuertos y desafíos". Pero siempre necesita alguien a quien dedicar sus esfuerzos. Por este motivo la mujer domadora emplea a los hijos para retener al varón. Son sus rehenes. Y hace que ellos también desarrollen emotividad para poder presionar al varón con sus angustias. Mientras más desvali­dos los vea más los protegerá.

La misma mujer toma una actitud infantil en sus acciones en sus emociones e incluso en su físico. Esto le permite vivir bajo la protección del varón. Rasgos faciales poco pronunciados, nariz pequeña y respingada, piel delicada, ojos brillantes, cuerpo delga­do y de poca estatura con curvas suaves y sin ángulos, caderas y senos poco desarrollados, son las características de la mujer do­madora. Recuerdan la imagen de un niño más que la de una mujer adulta. Cuando no se tienen naturalmente se pueden lograr por medio del maquillaje y el vestuario apropiados. Mientras más in­fantil parezca, más la protegerá el hombre. Su cuerpo es distinto del de la mujer del violador. Éste las prefiere de anchas caderas reforzadas por voluminosos glúteos y con ubres exuberantes; sig­nos inequívocos de fecundidad, necesaria para incrementar el capi­tal. Las prefiere fuertes y toscas, resistentes al mal trato y el trabajo pesado que les va a encomendar. Si fuera posible las com­praría por kilo: ¡Le gustan buenotas!

 

El aspecto de la mujer refleja a que tipo de matrimonio perte­nece. Y su comportamiento también: la mujer violada suele sopor­tar con absoluta resignación cualquier trabajo, cualquier ultraje, sin ninguna protesta. Por el contrario, la mujer domadora finge constantemente ser víctima y protesta a todas horas de su condición. Una de sus frases favoritas es: "Aquí yo sólo soy la gata".

Algunas de estas "gatas" gozan de una mansión en una zona elegante, limusina a la puerta, con chofer, toda clase de lujos y comodidades, viajes, tres o cuatro sirvientes y hasta mayordomo. Pero se quejan. Reniegan de su condición de "gatas".

 

Las que no poseen tanto sufren patéticamente y responsabili­zan al marido de no tener todas las comodidades de las anteriores. El varón domado se angustia y lucha aún más para enmendar su error.

Como para controlarlo la domadora hace que toda actividad productiva recaiga en el hombre, lo mismo que cualquier decisión, se debe mantener en el papel de niña eterna, incapaz de madurar y esto la obliga a renunciar a participar o interesarse por las "acti­vidades masculinas" que, bajo este criterio, resultan ser casi todas. Cuando el varón trata de atraerla a su mundo se opone aduciendo toda clase de excusas: no entiendo, no sé suficiente, es muy difí­cil. . . Y esta oposición constante a interesarse por lo que es im­portante para su pareja crea una barrera para la comunicación. Ésta sólo se podrá establecer para hablar de los seres indefensos (esposa e hijos) o de las necesidades económicas del grupo.

 

 

 

 

 

Surge así una relación en la que todo es a medias: erotismo parcial y dudoso y comunicación elemental pragmática. Como las relaciones familiares descansan, en este caso, en sentimientos de compasión y altruismo, aparecen entre los miembros nexos de afec­to y cariño. Hay comodidad, confort, seguridad, agradecimiento, placidez y, parcialmente, metas comunes. Es un gran paso adelan­te comparado con el primer tipo de matrimonio; pero no es sufi­ciente.

 

Para hacer las cosas completas, para llegar al amor hace falta una comunicación total; hace falta que ésta sea tan intensa que produzca admiración y hace falta también la participación abierta y sin reservas de la mujer en el erotismo. Y esto sólo se logrará con la libertad absoluta de todos. Mientras existan lazos de dependen­cia en vez de lazos de amistad y colaboración no habrá amor.

El amor es libertad; no es compatible con esclavos ni con rehe­nes. No se basa ni en el dominio ni en el chantaje, sino en el com­pañerismo.

El amor a medias, la comunicación a medias, los intereses co­munes a medias implican el no amor a medias, la incomunicación a medias, el desinterés a medias. La monogamia, la fidelidad tam­bién serán a medias. Y buscaremos lejos de nuestra pareja la otra mitad.

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Una. vez instalados en el matrimonio nos posesionamos de nuestro papel; jugamos el rol de machos violadores y varones domados o de esclavas y mujeres domadoras al mismo tiempo.

No es común que se den casos perfectos. Lo normal es que todos tengamos rasgos de ambos tipos. Los extremos, en su forma pura, son cada vez menos frecuentes. Basta con que una mujer tenga un mínimo de dignidad para que se rebele contra el macho violador; basta con que un hombre se sienta demasiado acosado por el exceso de demandas para que se rebele contra la mujer domadora. Y entonces, iniciada la sublevación se seguirá una lucha feroz e irreversible por el poder.

Aún será peor cuando, por un mutuo error de cálculo, se casen un macho y una domadora, ambos ávidos de poder.

O cuando la unión es entre un varón domado y una esclava; ésta interpretará las atenciones de él como falta de fuerza, como falta de carácter y tenderá a convertirse en ama, en mujer viola­dora y pretenderá tomar todo el poder. Cuando una mujer ha sido educada para esclava y se encuentra con un hombre débil, o que ella considera débil, tiende a transformarse en la versión femenina del macho violador, se convierte en "macha". Domina a quien tenía la obligación de violarla y no supo hacerlo, lo considera un pusilánime, un fiasco. Pero su actitud es sólo hacia el macho endeble que le tocó en suerte, en el fondo de su alma de esclava estará deseando encontrar un macho de verdad que la domine, la viole, la ultraje…para hacerla sentirse "mujer", pues la mujer ha sido creada para esto. Su macho es tan débil que no puede do­minarla y eso lo hace aún más "femenino" que una mujer; por lo tanto, al elevarse sobre el poco-hombre, el afeminado que le tocó, no hace más que demostrar lo deleznable que es un macho que no sabe serlo. La "macha" rinde culto al machisrno.

 

No hay que confundir a la "macha" con la "hembrista". La primera ejerce la virilidad por falla de su hombre en par­ticular, la segunda es varonil por costumbre, es varonil en todo momento. Criada en un ambiente machista en donde se la deni­gró, se rebela, no contra el sistema que genera tal injusticia, sino contra los que la ejercen, trata de substituirlos, de tomar su lugar, Adora el machismo pero odia a los hombres y por extensión a todo lo masculino.

La hembrista no es feminista; no piensa en liberar a la mujer; no piensa en crear un sistema social justo en donde lo femenino (que afortunadamente es y siempre será distinto de lo masculino) se considere digno. La hembrista reniega de ser mujer y decide convertirse en  macho, en un  macho sin genitales, pero macho. La hembrista se rige por el complejo de castración. Se pasa toda la vida tratando de demostrar que es superior a cualquier hombre. Compite constantemente no con un hombre sino con todo el género masculino. Adopta actitudes viriles, procura hacer activi­dades masculinas y rehúsa las que se consideran femeninas y trata constantemente de demostrar que los hombres son torpes y que las mujeres pueden hacer cualquier cosa mejor que ellos. Incluso, en los casos extremos, hasta hacen el amor a las mujeres mejor que los hombres.

No obstante cuando un hombre accidental o intencionalmente la supera en algo, la hembrista reacciona femeninamente hacién­dose la ofendida y lo chantajea acusándolo de machista y brutal.

Para la hembrista el ideal es un mundo en que unas mujeres muy machas dominen totalmente a los hombres. Su máxima sa­tisfacción es poner al hombre a lavar platos.

 

Revancha no es lo mismo que justicia. Esta última no consiste en substituir una arbitrariedad por otra. La justicia no consiste en que los plebeyos exploten a los nobles, sino en acabar con la explotación; la justicia no consiste en que los negros discriminen a los blancos, sino en acabar con la segregación; la justicia no consis­te en que las "hembras" violen a los hombres, sino en eliminar la sumisión y lograr que florezca el amor, para lo cual se requieren dos seres libres.

Si el machismo se puede explicar como un fenómeno históri­co producto de una época en que el homo sapiens, recién descen­dido de los árboles, carecía de sensibilidad y de conocimientos, de una época en que la escasa producción obligaba al más fuerte a despojar al débil para sobrevivir; en una era de adelanto cientí­fico y producción masiva como la actual el hembrismo no tiene siquiera esta justificación. El hembrismo resulta absurdo, anacró­nico, clasista, irracional, reaccionario y revanchista.

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Siempre que hay dualidad de papeles hay choques. Nuestra conducta varía por temporadas afinándose unos rasgos más que los otros hasta que se invierte el ciclo. La lucha por el poder condicio­na los actos de la vida matrimonial; nuestros objetivos se van ale­jando de la realidad y actuamos pensando en función de la imagen de fuerza que debemos mantener ante quienes nos rodean.

Y al desligarnos de la realidad, al crearnos nuestro propio juego de apariencias, evolucionamos mentalmente hacia la esquizofrenia. Lo que realmente hacemos o sentimos deja de ser importante; lo importante es creer que nos creen. Como toda actividad que impli­ca lucha por el poder, el matrimonio es esquizofrénico. El poder destruye los nexos de admiración y cariño que existen o que hubieran podido formarse de no habernos visto obligados a permanecer en actitud de constante defensa ante nuestra pareja.

Desligados de la realidad ajustamos las reglas morales a nuestra conveniencia. Condenamos en otros lo que nosotros hacemos, pero la condena es sólo aparente, en el fondo todos nos autoperdonamos. Predicamos una cosa y ejecutamos otra. La moralidad se convierte en hipocresía. Y roto el respeto a las normas éticas la corrupción se extiende a cualquier actividad social.

¿No es más fácil y más honesto reconocer que la moralidad actual y, consecuentemente, el matrimonio están obsoletos?

¿No es mejor y más sano establecer normas éticas que no esté basadas en las relaciones de pillaje y prepotencia establecidas en la gran violación ?

¿No es más racional crear una nueva moral cimentada en el amor, el compañerismo y el respeto mutuo, en vez de aparentar que reconocemos unas leyes que no somos capaces de cumplir?

Seamos polígamos, pero franca, sinceramente. Sin trampas, sin hipocresía, sin fraude. Enterremos la inmoralidad disfrazada de ética. Hagamos nuevas normas que nos permitan vivir limpiamente; gozar de nuestros semejantes.

Y busquemos un idilio tan largo que parezca eterno.

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III

 

 

Quien vive solo tiene autonomía económica; no depende de nadie; puede sobrevivir con sus propios recursos y, por lo tanto, no pensará en unirse a alguien que lo mantenga. Y tampoco aceptará que se le explote bajo la amenaza de morir de hambre. El contar con nuestros propios medios de subsistencia nos hace libres e independientes. Nuestra relación con una persona del otro sexo dejará de ser una prestación de servicios. La unión de un hombre y una mujer no implicará lucha de clases.

 

El macho violador se verá obligado a prescindir de una esclava eficiente y esto lo llevará a la extinción; lo cual será un primer paso para liberar a la sociedad entera del esquema basado en el abuso. Al igual que entre un hombre y una mujer, las relaciones entre todos los seres humanos cambiarán hacia metas mas elevadas, puesto que habrá desaparecido el simio agresivo que controla el poder pues lo necesita como esencia de su vida. Y no habrá quien se ocupe de ejercerlo. A nadie le interesarán la acumulación de poder y los instintos de apropiación y jerarquía que la caracterizan. Libera­dos de nuestro complejo R podremos construir una sociedad más justa donde la amistad y la colaboración dicten las normas. Nos elevaremos a pensamientos y acciones más nobles, más positivas.

 

Para la mujer violada la independencia económica es la base de su libertad; al no depender del macho no se ve obligada a permane­cer sometida para poder sobrevivir. En el pasado, cuando la mujer sólo trabajaba en la casa y carecía de recursos financieros propios, ser abandonada equivalía casi a la muerte pues estaba totalmente desvalida. Esto explica el constante crecimiento en el número de divorcios desde que la mujer se incorporó a la actividad económi­ca; el machista es todavía el tipo de matrimonio más abundante.

 

Otra ventaja es que, al emanciparse, esta mujer podrá decidir el número de hijos que quiere y los liberará de ser propiedad del macho. Éste mismo, si es pobre, saldrá beneficiado puesto que no podrá seguir con la absurda costumbre de procrear niños que lo empobrecen. Pero sobre todo, éstos al adquirir la libertad tendrán la posibilidad de desarrollar sus cualidades humanas. Dejarán de ser educados como reptiles para la agresión y la huida. Dejarán de vivir en el temor y la irracionalidad.

 

También el varón domado obtiene la ventaja de encontrar a una compañera a su altura. Una compañera con quien compartir intereses y conocimientos; con quien lograr la comunicación to­tal. No comprará amor.

La mujer domadora dejará de vivir a costillas de su hombre. Pero esta pérdida es relativa ya que a cambio de ello se hace inde­pendiente, se capacita y puede lograr una comunicación más pro­funda con su pareja. Pasará del amor a medias al amor completo. Recuperará el orgasmo.

 

Cada quien planeará sus propios gastos de acuerdo a sus nece­sidades destinando a cada partida lo que crea conveniente sin reci­bir críticas o recriminaciones por ello. Todos se sentirán libres de utilizar sus ingresos como mejor les parezca, incluyendo los regalos que quieran hacer a su pareja. Los gastos comunes, que se limita­rán al mantenimiento de los hijos, se prorratearán de acuerdo a los ingresos, de acuerdo a la capacidad de cada uno y servirán para fomentar la responsabilidad y colaboración, ambos padres partici­parán activa y voluntariamente en la educación y cuidado de los niños.

Por otra parte los dos miembros de la pareja tendrán vidas si­milares: parte en el hogar, parte fuera de él y esto evitará la dife­rencia de enfoques que se tienen cuando la mujer trabaja en la casa y el hombre fuera de ella. Para éste el hogar es el lugar de descanso,  de recogimiento, para la mujer es el lugar de trabajo. Él llega a la casa con la idea de no hacer nada; es decir nada que implique  esfuerzo  y  obligación; nada que se pueda considerar como trabajo. Buscará ponerse cómodo y descansar. Pero "poner­se cómodo" significa estropear el trabajo de su compañera, des­arreglar aquello que ha tardado todo el día en ordenar y limpiar. Ante las colillas en el cenicero, la ropa tirada, los muebles fuera de su sitio, etc., se sentirá agredida, considerará la actitud de él como una verdadera falta de atención. Además ¿Cómo puedes estar, ahí, tiradote, mientras yo me mato, cuando hay tantas cosas que hacer? El descanso masculino se ve interrumpido por la llave que gotea., la puerta desclavada, la pared que hay que pintar. . . ¿Cómo se le ocurre descansar en el lugar donde ella trabaja? Su actitud sería similar si su compañera se sentara en medio del taller u oficina donde él trabaja y se pusiera a pintarse las uñas o leer el periódico. Pero esto no suele suceder y resultaría exage­rado que un hombre tomara el teléfono a media mañana para re­criminar, a su mujer ¿Cómo puedes estar, ahí, tiradora mientras yo me mato?

Cuando ella quiere descansar sale del hogar. No se descansa haciendo comidas y limpiando platos como en cualquier día de trabajo. El trabajo en el hogar es el único que no tiene jubilación ni días de descanso. Ella desea relajarse, ver gente, salir del paisaje eterno de las paredes de la casa, romper la monotonía. Pero comer en un restaurante, hacer colas, sufrir aglomeraciones, forman parte de lo cotidiano para él, eso lo hace los días de trabajo.

 

La diferencia de enfoques obliga a uno a sacrificarse por el otro y crea desavenencias. Con vidas similares la distribución del tiem­po de ambos es parecida y el acoplamiento es más fácil.

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Al aceptar el matrimonio en su forma clásica aceptamos simul­táneamente una serie de condiciones impuestas por la tradición y la costumbre a las que debemos amoldarnos independientemente de que creamos o no en ellas, de que nuestro carácter sea o no ade­cuado para cumplirlas.

Por ejemplo, la preponderancia, el dominio del hombre (real en el macho violador, aparente en el varón domado) es un requisi­to indispensable. Para cumplir con esta condición hay que ser fuer­te, audaz y valiente.  ¿Y los débiles y los cobardes?  ¿No tienen derecho a un matrimonio feliz? ¿Cuántas veces se necesita, en realidad, hacer un verdadero acto de fuerza o de heroísmo? y cuando se presenta esta necesidad, ¿cuántos lo hacen? Muy pocos. Sometidos a las presiones económicas, a la violencia organizada (dentro o fuera de la ley) e, incluso, a las críticas sociales, pasamos la mayor parte de la vida acobardados por muchos aspavientos de bravura que simulemos.

Por otra parte, mientras más evoluciona la humanidad más se recurre a la razón y al diálogo y menos a la agresión y la violencia. La brutalidad está perdiendo su atributo de virtud.

La mayoría de los actos de la vida de una pareja son de colabo­ración; no de defensa.

No obstante, no deja de ser cierto que el hombre está mejor acondicionado fisiológicamente para hacer frente a una situación de violencia (un asalto, un incendio) por lo cual resulta inadecuado que la mujer tome, en este caso, la absoluta responsabilidad mientras él corre a esconderse bajo la cama. Aunque tampoco parece correcto que el papel de la mujer se deba limitar a dar saltitos ridículos y emitir chillidos histéricos.

Gracias a la fotografía todos estamos habituados a la imagen de una mujer con el fusil en la espalda cultivando un campo. El hombre de esta mujer sabe que tiene una auténtica compañera en la retaguardia. Es posible que el arma le reste femineidad, pero, sin duda, acrecienta su dignidad. ¡Con cuánta ternura, con cuánta pasión se abrazan estos dos compañeros después de un día de lu­char juntos, aunque distantes, por un objetivo común!

El gran error al que nos aferramos todos, el gravísimo error que impide progresar a la humanidad es el poder. El poder implica la sumisión permanente de un ser ante otro, implica la existencia de un individuo hábil y apto para todas las cosas y de otro torpe e inútil que sólo debe obedecer, pues es incapaz de hacer nada bien.

Esta idea maniqueista y neoplatónica no resiste al más ínfimo análisis lógico. No hay superdotados en todo y el número de im­béciles integrales es muy reducido.

Resulta absurdo que un ingeniero, por el simple hecho de ser hombre, le diga a su esposa, doctorada en medicina, cómo cuidar la salud de los hijos.

Resulta absurdo que una licenciada en economía reciba instrucciones de su viril marido de cómo llevar los gastos de una casa, por muy brillante astrónomo que sea él.

Resulta absurdo que el director de una empresa le diga al con­tador cómo llevar la contabilidad, al mecánico cómo apretar las tuercas, etcétera.

Resulta absurdo que el presidente de un país sepa más arqui­tectura que todos los arquitectos, más química que todos los quí­micos, más táctica y estrategia que todos los militares. . .

Y, sin embargo, esta es la forma que rige el comportamiento de la familia, la industria y el gobierno de las naciones.

El superdotado, el buenoparatodo, el dominador, toma todas las decisiones. El subordinado es un papanatas que echa todo a perder en cuanto se le deja solo. Por eso el jefe nunca delega toma de decisiones, sólo delega responsabilidades; siempre es convenien­te tener un tonto a quien culpar de nuestros errores.

La experiencia demuestra que para que las cosas salgan bien se requiere que todos los participantes aporten sus mejores ideas, sus mejores aptitudes. En cuanto uno de ellos decide tomar todas las decisiones, en cuanto uno de ellos decide convertirse en dios, viene el fracaso.

Es bien conocida la historia de Cincinnato (Scevola) que un día, mientras cultivaba la tierra, fue avisado de que el senado lo acaba­ba de nombrar dictador para defender a su patria amenazada de invasión.

Dejó el arado a medio campo y asumió la dirección, el mando de toda Roma para batir a los agresores y en cuanto acabó la cam­paña, volvió a enganchar los caballos al arado y siguió abriendo el surco que había dejado a medias.

Hay ocasiones en que, ante la gravedad de los hechos, es nece­sario concentrar toda la organización, toda la toma de decisiones, en una sola persona: la que consideremos más apta. Pero una vez resuelto el problema esa persona debe volver a arar. Los problemas que se presenten después requerirán de otro tipo de aptitudes y por lo tanto de otras gentes que los resuelvan. En la mayoría de los casos no se necesitará otro dictador, sino la colaboración, la aportación de ideas, el análisis y discusión de las mismas, la elabo­ración de un programa de trabajo en conjunto.

En tiempos de Cincinnato existía el compartimiento de respon­sabilidades, Roma crecía. Con Julio César se inició la decadencia.

La idea de que el matrimonio es. la unión entre un hombre superdotado y una mujer idiota para procrear oligofreniquitos es tan absurda como el concepto de poder.

Partiendo del supuesto de que, quizá, en algún instante de su larga vida el hombre debe asumir un papel hegemónico para liarse a mamporros con otro energúmeno y salvar así la integridad de la pareja, se concluye que el hombre debe estar siempre y en todo por encima de la mujer, que sólo él puede tomar decisiones acerta­das, aunque delegue en ella la responsabilidad de hacer la comida para protestar si el menú no le gusta. ¡Ave César!

De esto a aceptar la violación como método sexual no hay más que un paso. Y de ésta al sadismo ni uno solo.

El matrimonio como forma de vasallaje sólo puede funcionar, aunque mal, si la personalidad de ambos corresponde a lo que exi­ge la detentación del poder. Sólo funciona si el hombre está convencido de ser un micronapoleón y si la mujer acepta gustosa la sumisión total. Pero ni el hombre suele tener tales delirios de gran­deza ni, mucho menos, la mujer acepta ser anulada. De ahí nuestro doble papel de macho violador-varón domado o esclava-domadora y la lucha por el poder, por la supremacía dentro del matrimonio. Somos incapaces de concebir la relación hombre-mujer como un acto de colaboración, de compañerismo, Sólo la imaginamos como forma de vasallaje.

Y al mismo tiempo pedimos ternura de la mujer. Es demasiado común la escena del hombre que, después de. un arduo día de trabajo, o de holgar en la oficina, llega arrastrando los pies y cae ago­nizante en brazos de su esposa para que "mamita" lo consuele, lo conforte, le dé la sopita, lo mime, lo arrope. . . y se acueste con él. Estas 'Adiposidades' están en franca contradicción con la bravura, la fortaleza del superhombre que todo lo puede y todo lo sabe. El rudo, el autosuficiente hombre superior se convierte en un bebito indefenso al que la idiota inferior tiene que cuidar. ¡Congruen­cia ante todo!

Todos los hombres tenemos necesidad de ternura. Todos. No somos ese ser frío y duro que aparentamos cuando salimos a la calle con el ceño fruncido y el gesto adusto. No somos los seres rígidos e inflexibles que pretendemos ser, porque la rigidez es pro­pia de cadáveres y los hombres estamos vivos. La vida es ternura, es caricia, es amor, es creación. El rigor mortis sólo produce des­composición.*

 

*Tan acendrada está la idea de rudeza varonil que algunos grupos de jóvenes hastia­dos de las guerras, el desempleo, la agresión y la sumisión a que se ven sometidos, pro­testan vistiéndose y actuando como afeminados. Según este criterio, justo en el fondo pero excesivamente simplista, el hombre sólo puede ser bestia o marica.

 

 

 

 

 

Seamos tiernos; no es deshonroso dar ternura. Y pidamos, exi­jamos que nos la den. Pero no a la vasalla, no al ser inferior, sino a nuestra compañera, a ese ser que tiene tantas cualidades y defec­tos como nosotros, a ese ser que tiene tanta, necesidad de dominar y someterse como nosotros, a ese ser tan perfectamente imperfec­to como nosotros mismos. Al fin y al cabo todos los hombres tenemos algo de Edipo.

Aunque algunos abusan y acaban convertidos en el juguete fa­vorito de una mujer demasiada maternal que se pasa la vida jugan­do a los muñecos.

En este caso, como en muchos otros, los papeles se invierten y la mujer hace el papel de esposo y el hombre el de esposa, chocan­do así su vida íntima contra su vida social.

Pero siempre, sea normal o invertido, el matrimonio exige va­sallaje. El poder no se puede compartir y hay que ejercerlo perma­nentemente. El rey que pone la cabeza en brazos de su súbdita la está invitando a la rebelión.

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No deja de ser admirable la tremenda habilidad de la doma­dora para hacer creer a su vasallo que él es el amo. Fomenta su machismo, lo alaba en su masculinidad, se denigra a sí misma to­mando una actitud dócil, sumisa, de mártir obediente a las órdenes de él, y, sin embargo, en el fondo es ella la que ordena, es ella la que impone su voluntad, la que decide. El varón domado vive un sueño, en un mundo de fantasía donde se considera todopoderoso, donde todo funciona por efecto de su virilidad, donde, como ma­cho que es, puede permitirse la infidelidad (pequeñas aventurillas intrascendentes de las cuales sale tan arrepentido que se vuelca en atenciones hacia su mujer para compensar la mala acción), donde la esposa está tan enamorada de él que es imposible que lo engañe, donde él es el eje del universo. . .

La irrealidad, el onirismo del varón domado son el comple­mento al mundo esquizoide deseado por su domadora: un mundo de posesiones, apariencias y poder puesto a su entera disposición. Como indica Esther Vilar, la domadora sólo considera al varón domado en función de su utilidad, pero en cambio, está muy pen­diente de las opiniones de las demás mujeres. Son ellas las que juz­gan sobre el prestigio, la altura alcanzada en la escala social, el poder y las comodidades obtenidas por sus rivales femeninas.

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Al suprimir el matrimonio suprimimos el vasallaje y con ello el ansia de poder desaparece de nuestros cerebros. Liberados de este lastre mental nuestra actividad diaria se canalizará a cosas más positivas; descubriremos que la vida es bonita y la gozaremos. Veremos al poder en su exacta dimensión: igual de nefasto que de ridículo. Sólo a un loco, a un enfermo, le puede parecer grande y subli­me algo tan grotesco, tan inhumano.

La desaparición del matrimonio es el último paso de la revolu­ción sexual. Una revolución incruenta, una revolución en la que no hay perdedores, todos ganamos; una revolución que el único derramamiento de sangre que exige es el de unas cuantas gotas en la primera lección. Pero todavía hay muchos revolucionarios que se equivocan y caen en la trinchera enemiga: el matrimonio. Hay que evitar la trampa, hay que vivir solos.

Se dirá que es absurdo, que no es posible mantener una relación estable en esas condiciones, pero si lo vemos objetivamente notaremos que con excepción del matrimonio, o la unión libre, que es un matrimonio no ratificado por la ley, todas las relaciones entre un hombre y una mujer se efectúan de esta forma. En un noviazgo, en un amasiato, en un romance pasajero los miembros de la pareja habitan cada uno en un lugar distinto (hábitats separa­dos) tienen distintas fuentes de ingresos (independencia económica, cuentas separadas), generalmente ambos trabajan y si no dependen de un familiar, como los jóvenes y las casadas dedicadas al hogar, y duermen ¡en camas separadas!* a pesar de lo cual se la pasan admirablemente bien, conviven mejor que muchos matrimonios y, si descontamos el que emplean en roncar en tán­dem, uno junto al otro, el tiempo que comparten es mayor que el de muchos casados.

*Los norteamericanos son muy aficionados a las estadísticas. Tienen estadísticas de todo. Incluso de la frecuencia con que se realizan los contactos sexuales en un matrimonio promedio. El resultado es bastante descorazonador: dos veces por semana. Considerando que una buena parte del juego amatorio se hace antes de llegar a la cama, por ejemplo en un salón de baile, en el sofá de la sala, en un bar, en un coche, etc., resulta que la cama tiene una utilización sexual de cuatro a cinco horas a la semana, incluyendo el tiempo que la pareja permanece abrazada después de concluir el acto y hasta el momento en que ambos quedan totalmente dormidos. Esta cifra es bastante menor que las 56 horas sema­nales de sueño que recomiendan los médicos, o las cuarenta y tantas que suele dormir una persona promedio. ¿Conclusión?: La cama es para dormir. La cama no es un símbo­lo sexual.

Es más, una pareja con imaginación puede prescindir de la cama; puede hacer e! sexo en el suelo, en el sofá, en el closet, en el baño, sobre una mesa o encima del refrigerador (adentro resulta muy incómodo y frío).

La cama matrimonial no solamente no es un símbolo erótico, sino que muchas veces actúa como inhibidor del sexo. Si consideramos el tiempo no incluido en los dos contac­tos semanales, en algún momento, al menos un miembro de la pareja tendrá deseos se­xuales y el otro no. El primero iniciará un acercamiento para tratar de excitar al segundo y en ese momento vendrá el cortón:

Estoy muy cansado.

Mañana tengo que madrugar.

Me duele la cabeza.

                               Los niños estuvieron insoportables.

Hoy no.

¡Hoy no! El que inició el acercamiento se siente rechazado; le invade una sensación de frustración, de desaliento. La felicidad conyugal se congela.

Es su culpa. Inició un acercamiento subrepticio, reptante, casi artero, para obligar a su pareja a hacer algo que no quería en ese momento. Lógicamente, la pareja se sintió agredida y vino el rechazo.

Por el contrario, para entrar a una cama individual hay que pedir permiso. Tocar a la puerta. La cama individual es la expresión mínima de ese espacio privado, de .ese espacio de soledad que todos necesitamos.

¿Me puedo acostar contigo? La pregunta nos dice mucho más de lo que aparenta. Nos dice: ¿puedo entrar en tu mundo privado?; ¿puedo entrar en tu intimidad? ¿puedo compartir tus sueños?

Y ¿cómo negarnos ante esa pregunta ? Cuando alguien, todo respeto y toda ternura nos dice candorosamente que nos necesita es imposible negarnos. Por poco dispuestos que estuviéramos un minuto antes, nuestra actitud cambiará y sentiremos el deseo del abrazo, del beso, del calor. . . del amor.

El acto sexual no será un mero ejercicio físico sino un acto de amor; de entrega to­tal. El amor sólo se puede practicar en los espacios privados. Un sueño reparador nos condiciona para estar alegres, para tender al amor. Por el contrario despertar ateridos de frío cuando nos jalan la cobija o sentirnos en medio de un terremoto cada vez que nues­tra pareja se acomoda en la cama, intercambiar patadas, rodillazos y codazos accidentales, sentirnos desplazados o inmovilizados, son hechos que sólo conducen al cansancio y al rencor. No hay porqué  "compartir en el día los malos humores y en la noche los malos olores". '

 

Vivir solos no significa aislarnos permanentemente del resto del mundo. Esto no es posible. Ni deseable. Vivir solos significa aislarnos cuando así lo necesitemos, para pensar, para soñar (que es lo mismo que crear) o para descansar. Pero el resto del tiempo lo emplearemos en convivir con otros seres, en compartir con ellos, en hacer el esfuerzo de ir hacia ellos.

Y en los momentos más hermosos abrir nuestro espacio privado a las personas con quienes más congeniemos, abrirles nuestra intimidad y compartirla. Compartir la intimidad es la base del amor.

El aislamiento es tan necesario como la compañía. La soledad es tan importante como la comunicación. Son dos estados que se complementan y se refuerzan mutuamente. La soledad alternada con una comunicación amplia y afectiva resalta la importancia de esta última, hace más apreciable la unión con nuestros semejantes.

 

Para la creación se necesita concentración, intimidad, estar solo consigo mismo. Cualquier intromisión, aún la de un ser ama­do, rompe el aislamiento, el recogimiento y distrae la atención. Se va la inspiración.

Creación no es sólo la científica, artística o técnica, sino tam­bién la que efectuamos en muchas actividades cotidianas: hacer una cuenta, escribir una carta, etcétera.

También en la recreación, en el recuerdo, necesitamos estar solos. Con la memoria volvemos a crear un pasaje de nuestra niñez, la emotividad de nuestra pareja, la ternura de los hijos, el éxito en el trabajo, el triunfo en el deporte. En ese momento sólo existe el recuerdo. Y lo estamos gozando. Cualquier intromisión lo destruye.

Para leer, para oír música, para la contemplación, necesitamos soledad.

Ante una nueva perspectiva, ante un suceso que altera nuestras vidas, ante una posibilidad no vislumbrada anteriormente, necesita­mos aislarnos para poder analizar, planear, presentarnos alternati­vas, para convencernos de que la solución que tomamos es la mejor, para conocer las ventajas y los riesgos. Podremos consultar a otras personas y comparar puntos de vista; pero la decisión final la to­maremos cuando nos instalemos en nuestra soledad y nos conven­zamos a nosotros mismos.

Todos necesitamos un espacio privado. Pequeño, no hace falta mucho, pero privado. Exclusivo. Nuestro espacio de soledad. Un espacio para estar en la intimidad con nosotros mismos. Un espa­cio para auto conocernos. Para crear. Para soñar. Para compartir.

Solamente alguien que esté totalmente vacío, alguien que no tenga nada que decirse a sí mismo, puede vivir sin la necesidad de ese espacio.

Hay también quien tiene demasiados problemas internos, y por eso teme a la soledad. Necesita apoyarse constantemente en otros para no sentir terror. Alguien así negará la necesidad de la soledad. Pero tarde o temprano tendrá qué enfrentarla, tendrá qué resolver sus problemas y en ese momento entrará a su espacio de soledad (abstracto, si no lo tiene concreto) para encontrarse a sí mismo.

Y sin embargo, casi nadie tiene un espacio privado. Ni en el hogar, ni en el trabajo. Cuando tenemos que concentrarnos, cuan­do tenemos que tomar soluciones, debernos hacer esfuerzos extra­ordinarios de abstracción para aislarnos de lo que nos rodea; nos encontramos en medio de un marasmo de ruidos, gentes, máqui­nas, equipos, etc., que interfieren con nuestro pensamiento, que impiden la concentración, que nos interrumpen y nos irritan. En lugar de abstraemos, de reconcentrarnos en medio de un espa­cio ocupado por muchos ¿por qué no contar con un espacio físi­co, concreto, para aislarnos?

La casa-habitación actual se parece extraordinariamente a la instalación fabril. Ambas están concebidas bajo el concepto de dominación, de vasallaje. En primer lugar, tienen un único dueño. En la casa es la mujer domadora o el macho violador. El resto de la familia transita en ella pero está en los dominios de alguien y puede, incluso, ser expulsada. En todo caso siempre debe obedecer las reglas del dueño; el hogar se convierte en cárcel, y una cárcel de la que no se puede salir pues no hay a dónde ir, ya que no tene­mos otro hábitat. En segundo lugar reduce al máximo los espacios privados. Estos son privilegio del dueño. Los subalternos deben estar siempre a la vista, no se les puede dejar solos pues son torpes y marrulleros. Por eso en la fábrica o en la oficina son apiñados en grandes salas, en grandes barracones, bajo la mirada vigilante del pastor; aunque su trabajo requiera de concentración y meticulosi­dad, lo deben hacer sin aislarse.

En la casa, por razones de "decencia", el barracón de los su­balternos se substituye por dos pequeñas celdas: el "cuarto de los niños" y el "cuarto de las niñas" que complementan al "cuarto matrimonial", la habitación más amplia y mejor ubicada de la casa. . . la oficina del jefe.

El hábitat con tres recámaras es el ideal al que aspiramos to­dos, es el típico de las clases medias e incluso de las altas. Cuando se tienen recursos económicos suficientes para adquirir un hábitat más amplio, los cuartos restantes se emplean para otros fines: despacho, estudio, cuarto de televisión, bar, salón de billar, etc. y los niños y las niñas siguen hacinados en sus respectivos cubículos comunes. Los subalternos carecen de individualidad.

En una ocasión se hizo un experimento para conocer los efec­tos de la sobrepoblación, Se aisló a un grupo de ratas en un espacio amplio, del cual no podían salir, y se dejó que se reprodujeran li­bremente. Mientras el número fue pequeño conservaron una vida social de convivencia y cordialidad. Pero al crecer en cantidad, al reducirse el espacio para cada una, se fueron acentuando los ins­tintos de territorialidad y agresión. Las ratas mas fuertes abusaban cada vez más de las débiles; éstas sufrían de grandes depresiones y llegaban hasta el suicidio mientras que las primeras se volvían cada vez más feroces. Se hacían indiferentes a lo que les rodeaba, se perdía el espíritu de colaboración e imperaba el egoísmo.

El humano no es una rata, pero es un ser vivo cuyas necesida­des de espacio son muy semejantes a las de estos inteligentes roedores y a las de los demás mamíferos, ¿Por qué nos extrañamos de que los niños sean agresivos, apáticos e indiferentes, o de que tengan profundas depresiones?

De cuando en cuando alguna calamidad (un terremoto, un huracán) pone al descubierto el hecho de que las clases con menos recursos económicos viven en condiciones que harían temblar a la rata más templada. Familias enteras, y a veces varias familias, vi­ven amontonadas en un minúsculo cuarto que sirve al mismo tiem­po  de dormitorio, cocina, cuarto de baño, etc., en las peores condiciones de miseria, insalubridad, promiscuidad e inseguridad. Y nos sorprendemos de ver que en ese medio también se abusa de los más débiles. ¿Por qué nos extrañamos de que esos seres huma­nos sean agresivos, apáticos e indiferentes, y de que tengan profun­das depresiones?

Ante esta imagen nos conmovemos, nos horrorizarnos y, en­tonces, las instituciones gubernamentales enarbolan las banderas de la redención y deciden hacer algo por los desposeídos: construir hábitats con tres recámaras. . .

Algunos de los perjudicados por la catástrofe serán agraciados con estos hábitats, los gobernantes develarán placas y erigirán estatuas a la justicia social y los que no vivimos en la indigencia res­piraremos aliviados de saber que ya no existen condiciones de vida tan miserables.

Pero en poco tiempo, ante la escasez de recursos, ante la falta de un trabajo decorosamente remunerado, los agraciados por la justicia social volverán a amontonarse en un solo cuarto, compar­tirán con otros desdichados el hábitat. Volverán a su situación anterior de damnificados permanentes de la avaricia y el ansia de poder.

 

Hasta el próximo sismo, hasta el siguiente huracán.

Los desposeídos no tienen derecho a la individualidad. Se les niega la personalidad. Deben vivir hacinados. Los hábitats de las clases pobres corresponden perfectamente al cuarto redondo, al establo en que los hacendados encerraban a sus esclavos durante la noche. Lo mismo sucede con "el cuarto de los niños", "el de­partamento de estudiantes", las salas de hospital, donde la muerte se convierte en espectáculo público al que se obliga a asistir a los demás moribundos. . .

La masificación nos condiciona a aceptar como natural que debemos estar siempre bajo la mirada vigilante del amo; que la per­sonalidad sólo es privilegio del poderoso; que en una sociedad supuestamente individualista, en la que "el espíritu" impera sobre la materia sólo hay dos alternativas: aceptar ser una masa informe manejada por un amo o entrar a la lucha por el poder.

Por eso, en las condiciones actuales, solamente podrán contar con un espacio privado quienes tengan resueltos, al menos, sus problemas económicos básicos.

No obstante si éstos desechan la idea del hábitat familiar y deciden vivir solos, ayudarán considerablemente a que los grupos más desposeídos alcancen mejores formas de vivienda.

En efecto, para vivir solo, se requiere poco espacio; apenas algo más que el cuarto de un hotel moderno o, mejor aún, de un motel tipo americano que suele contar con una cocineta provista de estufa y refrigerador. En un espacio pequeño pero bien apro­vechado y con una instalación adecuada quedan cubiertas las ne­cesidades de cocina,  baño, estancia y dormitorio, así como de ventilación,  calefacción y aire acondicionado. Esto significa que para satisfacer las demandas de personas solas no se requerirían casas particulares, sino edificios de departamentos semejantes a hoteles. Con esto se utilizaría el terreno mucho mejor que ahora, evitando espacios muertos o subaprovechados. como pasillos, áreas de acceso y muchos cuartos de dudosa utilidad (en una casa típica de clase media o alta suele haber una sala de estar (living room, en inglés) y una sala de no estar (parlor), un desayunador en el que, como su nombre no indica, se desayuna, almuerza, cena, etc. y un comedor en el que sólo se come en ocasiones muy especiales; baños enteros, medios baños y hasta décimos de baño, etc.).

Al eliminar todo esto, el costo de construcción se reduciría y además al comprar o rentar áreas menores habría que desembolsar mucho menos que en la actualidad. El costo de mantenimiento también sería menor, tanto para el departamento como para los gastos comunes del edificio, ya que se repartiría entre un número mayor de inquilinos o copropietarios. Además, la demanda crece­ría lo que permitiría aumentar la producción y esto conduce siem­pre a costos unitarios más bajos. También disminuiría el precio unitario de los terrenos ya que su mejor utilización evitaría la expansión exagerada de las ciudades y esto traería como conse­cuencia adicional menos gasto social, menos impuestos. Muchos grupos que actualmente carecen de recursos suficientes podrían adquirir un hábitat de este tipo más barato y, por ende, a su alcan­ce. El problema de vivienda se reduciría notablemente. Aunque siguieran existiendo hacinamientos, éstos serían menores. La solu­ción definitiva a esto último no es de construcción, sino de remu­neración justa del trabajo.

Existe un gran mercado para hábitats individuales: divorciados, viudos, jóvenes que se independizan de sus padres, solteros que tienen que emigrar por razones de estudio o de trabajo, etcétera. Todos ellos, en la actualidad, se ven obligados a adquirir un hábitat de tres recámaras, demasiado grande para sus necesidades y si sus recursos no son suficientes tienen que compartirlo con otros que ayuden a la manutención, como es el caso de los estu­diantes que viven fuera de su hogar. Esto les obliga a gastos innece­sarios o a convivir con extraños con los que no siempre congenian.

En el otro extremo, las familias demasiado numerosas se ven obligadas a amontonar en un cuarto a "niños" de escasos meses junto a "niños" de más de veinte años con necesidades totalmente diferentes: los mayores interfieren en el sueño de los niños, éstos impiden a los primeros el libre uso de su recámara, etc. Se generan sentimientos de hostilidad y entorpecimiento. Los nexos fraterna­les se debilitan.

El hábitat común es inadecuado para todos. Por el contrario un hábitat individual económico y bien diseñado cubre las necesi­dades de cada persona y permite en un caso dado, crecer modularmente a medida que aumente la familia o que crezcan las nece­sidades de espacio de alguien.

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El hábitat es al mismo tiempo territorio para vivir y capital. Es el lugar donde moramos y el sitio donde se encuentran los bienes, pocos o muchos, que hemos ido adquiriendo en el curso de nuestras vidas, por eso tenemos una doble necesidad de conser­varlo. Esto es aún más evidente si el hábitat es de nuestra propie­dad.

Acumulamos en él todas las cosas que hemos adquirido, que nos son necesarias, pero cuya utilidad muchas veces sólo conocemos nosotros pues está ligada a un recuerdo muy personal, a una volición muy particular, que otros no entienden o no compar­ten. Poco a poco vamos llenando nuestro territorio con cosas estorbosas para los demás.

Los animales marcan las fronteras de su territorio dejando se­ñales de orín que indican los límites de su propiedad. Los huma­nos no somos diferentes; sólo que en vez de ácido úrico emplea­mos objetos: retratos, ropas, papeles, muebles, letreros, rejas, etc. Y este es uno de los motivos más frecuentes de conflicto no sólo entre los miembros de una pareja sino de todos los integrantes de una familia que conviven en una casa común.

Al compartir un mismo territorio los miembros de una familia marcan, generalmente en forma inconsciente, los limites de sus dominios. Depositan sus mícciones-objetos por toda la casa. La selección de muebles, cuadros, vajillas, etc., la colocación de los mismos, la elección de un lugar en la sala o el comedor, el colgar la ropa o dejarla en una silla, son formas de indicar nuestros lími­tes, de posesionarnos de la casa.

Corno no hay dos seres idénticos, la diferencia en gustos y cos­tumbres termina por provocar el choque; algo molesta a otro; hay una reacción y sobreviene la pelea. Si, por ejemplo, quitan el ceni­cero del sitio exacto donde lo ponemos por costumbre, sentimos que somos víctimas de una agresión, que se están apoderando de nuestro territorio, y para recuperarlo volvemos el cenicero a su lugar, pero con energía, protestando por la intromisión. Actuamos corno si hubieran borrado nuestra señal depositando sobre ella una micción y recuperamos nuestros derechos orinando con más fuer­za, para eliminar las marcas anteriores y reforzar la nuestra. Nuestra actitud violenta molesta a quienes la observan, que reaccionarán en forma semejante y se inicia así una guerra urinaria por la pose­sión del hábitat. Cuando esta guerra se agudiza se pasa abiertamente a la lucha por el poder, al intento de imponer nuestros gustos, nuestras costumbres, al rival; a aquel que invade nuestro territorio. Poseyéndolo, eliminando su voluntad quedará aprisionado en nues­tro hábitat lo utilizaremos y no interferirá en nuestras decisiones. El vasallaje asegura nuestra propiedad.

 

 

Los miembros de la pareja luchan por arrebatar al otro su terri­torio, el único que poseen ambos. Y también luchan por no ser desalojados, por no ser despojados. La casa es campo de batalla, territorio propio y botín, todo al mismo tiempo. Por eso luchamos por poseerla y tratamos de restringir los derechos de los demás.

Si, como se cree erróneamente, el matrimonio se limitara a la unión de dos personas, el problema aunque grave, sería más senci­llo; pero la realidad es que el matrimonio es el enfrentamiento de dos tribus. Cada uno de los contrayentes arrastra tras de sí a padres, hermanos, tíos, amigos, compañeros de trabajo, etcétera. El choque entre dos culturas, entre dos formas de interpretar la vida, entre dos grupos de gentes, es patente.

Desde el inicio de la vida en común los dos clanes se hacen pre­sentes y no solamente respaldan al que pertenece a su grupo, sino que, además, pretenden intervenir en la lucha por el poder, en la posesión del territorio. Con el mayor desparpajo orinan libremente por el hábitat recién adquirido; modifican a su gusto las micciones-objeto de la pareja y hasta introducen las propias. El otro cónyuge o lo que es peor ¡a otra tribu en pleno, reacciona ante la invasión del hábitat depositando más ácido úrico. Pronto se llega así a la "Batalla de la Puerta". La mala cara, el gesto de contrariedad, el comentario irónico, la observación sobre la fatiga que produce atender a los miembros de la otra tribu, son formas de cerrar la puerta,  de decir que nos oponemos a la invasión del otro clan. Y esto hiere a nuestra pareja, que peleará por conservar sus derechos y por desalojar a los nuestros. La felicidad conyugal agoniza en un ataque de cistitis.

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Con la llegada de los hijos, nuevas tribus se incorporan al hábitat. Los padres ven horrorizados como bandadas de malévolos pigmeos devastan el hogar, arrasando los recuerdos familiares y untando de gelatina y helado los más finos tapices del mobiliario y ante tal invasión deciden expulsar a los niños del hábitat. El pa­tio, la calle, el jardín público o el salón para fiestas infantiles son los lugares de destierro.

Al crecer, cuando los jóvenes alcanzan esa edad en que inician sus relaciones amorosas, cuando necesitan aislarse con su pareja para descubrir la ternura, el destierro sigue. Tendrán qué buscar algún lugar, generalmente inapropiado, para intimidar, para comu­nicarse. El patio, la calle, el jardín público, el café, el motel, el salón de baile, etc., son los lugares de destierro.

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El hábitat particular ayuda a evitar, o al menos a reducir los cataclismos a que tenemos que enfrentarnos durante nuestra exis­tencia: los cataclismos que se producen cada vez que nos unimos o nos separamos de otras gentes.

Con bastante frecuencia los jóvenes deciden independizarse, A veces emigran por razones de estudio, trabajo o aventura, otras porque no soportan la imposición de unos padres demasiado auto­ritarios o por no aguantar las riñas si éstos no se llevan bien; cuan­do son hijos de divorciados hasta por emulación o por permanecer neutrales. Los motivos son muchos. Pero el simple hecho de anunciar la separación provoca un cataclismo, Quienes conviven con el joven se horrorizan, se sienten defraudados, piensan en cosas terri­bles que le están sucediendo ocultamente 3! que se separa y co­mienzan los llantos, las quejas, las recriminaciones. ¿Te hemos tratado mal?; ¿no nos tienes confianza?; ¿no nos quieres?; ¿así pagas nuestros desvelos?; ¡pobrecito! ¡tan joven y va a tomar tan­tas responsabilidades! (para los padres seguimos siendo niños hasta cumplir los ochenta años); ¡Cuántos peligros lo amenazan! ¡no nos olvides! ¡no nos abandones!. ¡Consternación! los padres ven alejarse a su criaturita y saben que el vacío que deja nunca podrá volverse a llenar, el niño ya no es de ellos, se marcha y los deja solos, algo se rompe en ese instan­te y las relaciones de afecto se modifican sustancialmente. Para el joven que se va, también hay un cambio radical; ya no podrá vol­ver a la casa, ya no volverá a ser el niño al que cuidaban sus padres, a partir de este momento ya es un adulto que mirará por su auto­suficiencia, que luchará por subsistir y no podrá volver atrás. El cataclismo ha roto los esquemas de vida de todos los que partici­pan en el evento. En un solo instante transcurren todos los años que hemos frenado, que no hemos querido ver pasar; en un solo instante el niño, el bebé tierno que arropábamos en la cunita se ha transformado en un adulto y, también en ese instante, el niño que se dejaba arropar se ha sentido crecer hasta alcanzar su edad real. El  cataclismo ha trastornado todo: padres e hijos. Todos lloran por lo que se pierde, por lo que ya no será.

Este primer cataclismo, si bien no se evita, al menos se demora en muchos casos hasta juntarlo con la boda. De esta forma conse­guirnos un cataclismo doble: por un lado la separación entre pa­dres e hijos y por otro la unión de la pareja que se casa, el enfrentamiento de las tribus. El segundo cataclismo da una razón de ser al primero, que, así, queda atenuado.

Los novios suelen aislarse de lo que los rodea para congeniar, para conocerse, para lograr la intimidad. Durante el noviazgo casi no hay trato con la tribu opuesta y el que se establece es circuns­tancial, esporádico y sumamente formal; las relaciones son exce­sivamente diplomáticas. En el mejor de los casos se llega a cierto trato más profundo con algunos, pocos, miembros del otro clan.

Como el matrimonio, con o sin papeles, es un acto irracional en el que cualquier intento de planificación se considera falta de afecto, hay que esperar hasta el momento en que se habla de la unión para plantearse precipitadamente una serie de preguntas que causan desavenencias y altercados: el tipo de hábitat, la localización del mismo, las micciones-objeto que habrá en él, los derechos de ambas tribus, la redistribución de actividades y el tiempo para las mismas. . .y, por supuesto, el presupuesto.

Hasta antes  de la boda ambos cónyuges tenían sus propios ingresos y los administraban a su plena voluntad, sabían en qué los gastaban y porqué. Y consideraban perfectamente justificado el gasto. En cuanto se unen, aunque los dos sigan trabajando y, por ende, teniendo sus propios ingresos, éstos dejan de ser suyos, forman un fondo común destinado a los gastos del matrimonio y como el "costo de instalación" suele ser bastante elevado absorbe la mayor parte del fondo obligando a ambos contrayentes a pres­cindir de muchas de las satisfacciones que obtenían cuando dispo­nían  de sus ingresos particulares; en otras palabras ven alterada toda la rutina de sus vidas por el cataclismo económico. Tienen que modificar sus hábitos, sus costumbres, para adaptarse a la penuria financiera que se desata en los primeros meses de vida en común. A esto hay que añadir los "costos de operación" del matrimonio generados sobre todo por el hábitat recién adquirido y, posteriormente, por los hijos. Estos últimos serían los únicos que originarían gastos extras en caso de vivir separados: la afectación económica sería menor y además gradual, no habría dudas de la necesidad de los gastos y éstos no se presentarían en forma violen­ta al comienzo de la vida en común, cuando hay más posibilidades de choques y fricciones, cuando los miembros de la pareja se en­frentan a más alteraciones en su vida cotidiana, cuando tienen más problemas que resolver, cuando es más posible que sus relaciones afectivas se enfríen por una mala interpretación.

El inicio del matrimonio siempre produce una crisis económica en ambos contrayentes y los obliga a la reacción lógica de luchar por el control del presupuesto. Cualquier gasto que haga el otro será considerado como innecesario, como despilfarro y se le recri­minará. Por el contrario, los dispendios propios siempre los creere­mos indispensables y al vernos coartados saltaremos enfurecidos.

Lucha por el territorio, lucha por el presupuesto, lucha por los ahorros (el hábitat adquirido es una inversión), lucha por subordi­nar, por someter a nuestra pareja, lucha por imponer nuestras costumbres, lucha por establecer nuestros derechos, lucha contra la invasión de las tribus, lucha por perpetuarnos en nuestros hi­jos. , . El matrimonio es lucha, es guerra, es enfrentamiento. El amor es colaboración.

 

 

Los primeros meses de un matrimonio transcurren en medio de batallas constantes, encarnizadas, entre las dos tribus. Con el paso del tiempo, los frentes se estabilizan, se toman posiciones y poco a poco se llega a una guerra de desgaste, una guerra de trin­cheras en la que no hay avances ni retrocesos. El matrimonio dis­curre sin novedad en el frente.

Es evidente el motivo por el que tantos enlaces terminan en pocos meses, cuando la guerra está generalizada. Y también resul­ta obvio porque se nota tal tristeza, tal desasosiego en los que han llegado a la fase de trincheras; muchos de estos matrimonios sólo son aparentes, no existe más que la fachada, los cónyuges tienen vidas afectivas fuera del hogar pues éste no es más que un campo de batalla que, quién sabe porqué, se niegan a abandonar.

Sólo cuando el amor inicial es muy grande consigue sobrevivir al cataclismo del matrimonio. Una vez pasada la virulencia inicial, los cónyuges podrán recoger el maltrecho, deteriorado, minimiza­do amor que se tenían para comenzar a reconstruirlo. Se necesita­rá mucha paciencia, mucha tolerancia, mucha comprensión por ambas partes para recuperar el afecto, la admiración mutua que existían antes; para volver a amarse. Pero el matrimonio seguirá al acecho, colocando nuevas trampas para destruirlo, para provo­car nuevos enfrentamientos.

Durante la vida matrimonial se presentan algunos cataclismos menores: al crecer la familia el hábitat se hace insuficiente y hay que mudarse a uno más grande, más amplio. . . pero con las mis­mas tres recámaras que tenía el anterior. Pequeños sismos sin im­portancia (7 u 8 Mercalli solamente).

Pero, cada vez con más frecuencia, el matrimonio termina en otro cataclismo, más grave, más doloroso: el divorcio.

Algo no funciona. Las relaciones se hacen cada vez más frías, más tirantes. Hay fricción. Cualquier pretexto sirve para iniciar una discusión. Y cada día las peleas son más violentas. Y más se­guidas. Los ataques son cada vez más dañinos más corrosivos.

Instalados en el malestar permanente, los contendientes pasan el día elucubrando nuevas maldades, nuevas agresiones. Tienen tiempo de sobra para perfeccionar su hiel y soltarla en el momento preciso para que su efecto sea demoledor.

Los hijos ven transformarse a sus padres. Aquellos dos seres que representaban todo para ellos, aquellos dos seres admira­bles que los crearon, que les dieron la vida, aquellos dos seres fan­tásticos, que les enseñaron el cariño, la curiosidad, la virtud, el placer de vivir, aquellos que los guiaban, aquellos dos seres se están transfigurando ahora, ante sus ojos, en monstruos repugnantes que se atacan con sus babas. Quieren huir. Pero ¿adonde? Los brami­dos de los monstruos se oyen por toda la casa. ¡Mamá no es lo que yo que era! ¡Papá no es lo que yo creía que era! Ante ellos se pre­sentan magnificados por el otro, todos los vicios, todos los defec­tos, todas las características negativas que tienen cada uno de los. Y ninguna virtud. Los ídolos se desmoronan. Los días transcurren pesadamente. Cuando no hay pelea se siente un silencio espeso, incómodo; de ausencia. Uno de los dos se escapa a la calle, sin saber adonde ir. Al regresar sigue ausente, su cuerpo está allí, paseando nerviosa­mente, pero su alma se encuentra en el infierno seleccionando nuevos materiales de agresión.

Y, de pronto, otra explosión. Con los ojos inyectados de odio, con los nervios tensos, se encuentran en algún corredor estrecho de la casa. Se miran furibundos y se embisten tratando de ganar el paso.

¡Bestia!

 ¡Bruta!

El hábitat es insuficiente para los dos. Alguno debe abandonar­lo. La guerra de trincheras se hace guerra franca, abierta. Portazos. Objetos rotos. Quizá, lleguen a la agresión física. Más portazos. ¿Por qué siempre responsabilizamos a las puertas de nuestras disputas?

Los bufidos de los monstruos despiertan a las tribus. Comienzan a llegar refuerzos. A veces, alguien de la tribu consigue calmar los ánimos y restablecer la serenidad. Es una crisis pasajera y no se repetirá. En ocasiones se consigue una tregua. El final se retrasa algunos meses y quizá años. . . Pero esta vez no es así. Se ha ido muy lejos. Los dos monstruos se han hecho demasiado daño. Están gravemente heridos. El final es inevitable.

Las tribus se ven comprometidas. La separación se convierte en noticia. Los más prudentes se retiran a un lado y contemplan consternados el triste espectáculo. Los más belicosos toman ban­do, intervienen en la batalla, dan opiniones, dan sugerencias, orga­nizan ataques. . .

Finalmente, uno de los monstruos, adolorido y con la vejiga seca, abandona: ¡Basta!  ¡Me voy!

Comienza la destrucción del hábitat. Maletas por el suelo. Cajones vacíos. Paquetes de libros. Ropa. Retratos. Niños llorando.

Los hijos ven como se desvanece el hábitat de sus padres, que también es el suyo. Se les ha obligado a vivir siempre en un solo lugar, no han tenido su propio terreno, y ahora ese lugar desapa­rece, se desmorona. ¿Adonde irán? Se les obligó a depender siem­pre de sus padres; de ambos. Y ahora los padres desaparecen. Se quedarán, entre las ruinas, cuidados por un monstruo herido, colérico, lleno de rencor. El otro se va. Lo podrán ver ocasional­mente, pero se va. Y también se va herido, colérico, lleno de rencor.

Durante algún tiempo las tribus seguirán luchando, defendiendo al monstruo de su elección. Algunos cambiarán de tribu. Los monstruos se agredirán algunas veces más, por medio de sus abo­gados. Y los hijos seguirán llorando. Uno de los padres se separará de ellos. Creerán que ellos tuvieron la culpa. Se comprometerán. El que los abandona será desde ahora un ser distante. Después, todo volverá a la normalidad. Se acabó el espectáculo.

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¿Son necesarios estos acontecimientos? ¿Son inevitables? Por­que, definitivamente, no son deseables. En el matrimonio estamos asesinando al amor en una lucha de nimiedades, de futilezas. Le estamos tendiendo trampas constantemente. ¿Es lógico atentar contra el amor por la colocación de un florero o algo semejantes? En el divorcio la cosa es peor. Ya nos hemos hecho daño. Pero como fervientes masoquistas provocamos el ataque del otro para que los daños crezcan al máximo. Y lastimamos a otros: los hijos, los miembros de las tribus.

¿Qué sucedería, por el contrario, si cada quien tuviera su hábitat particular, sus recursos propios? ¡Nada! La unión de una pareja sería tan simple como abrir una puerta y la desunión como cerrar­la. La posibilidad de daño se reduciría a algún dedo magullado o algún tímpano adolorido si damos un portazo.

Para ejemplificar esta tesis supongamos que un hombre y una mujer, ambos divorciados, se conocen un día y traban una amistad que va creciendo con el tiempo. Hablan, pasean juntos, intercam­bian opiniones, entablan una comunicación cada vez más amplia. Se sienten a gusto uno junto al otro, comienzan a admirarse mutuamente. Inician una relación sexual, crece la admiración, la necesidad de uno por el otro. Comparten esporádicamente sus respectivos habitáis. En un momento él pasa todo un fin de semana en el territorio de ella. En otras ocasiones es ella la que per­manece un mes entero con él. Los tiempos que están juntos se hacen más y más largos. Pero respetan el hábitat de su compañero: lo utilizan pero no lo invaden. Cuando se cansan se retiran a su propio espacio privado para descansar y volver con nuevas ener­gías, con renovada pasión a gozar de su compañero. Ante un apuro económico uno ayuda al otro, sin compromisos, sin desequilibrar sus actividades. Las conversaciones se centran en temas que intere­san a ambos, no se habla de posesión, vasallaje o finanzas. Cada quien revela sus puntos de vista, sus aspiraciones. Y ambos van conociendo, poco a poco, a su pareja. Descubren las semejanzas y las diferencias. Y ambas les gustan.

Porque para que una relación funcione se necesitan estas dos cosas. Dos seres completamente iguales son incompatibles; resulta excesivamente aburrido saber todo lo que va a hacer, todo lo que va a decir nuestra pareja. Aunque estemos de acuerdo con ello, es demasiado monótono ver repetidas nuestras acciones, vernos refle­jados en otra persona. La diferencia de opiniones, de actividades, permite la confrontación, el enfoque desde otro ángulo, la varie­dad. En cierta forma, mientras más distinto sea nuestro compañero, más ameno nos resultará. Siempre y cuando la divergencia no sea tan radical que conduzca al choque, la intransigencia y la ruptura. El equilibrio entre semejanzas y diferencias, entre confirmación y confrontación es lo que nos hace admirar a otros seres; es lo que nos hace amarlos. Amor es capacidad de sorprendernos. Por esto el vasallaje, la sumisión, la anulación de la voluntad y el albedrío de nuestra pareja sólo conduce a matar el amor.

Pero sigamos con la historia. Estos dos adultos, maduros e independientes llevan ya tratándose el tiempo suficiente como para saber que su afecto es real y no se debe a una admiración pasajera o a un simple deseo sexual. Se conocen, saben cuales son las virtudes y defectos de ambos, sus posibilidades y limitaciones. Y deciden voluntariamente, de común acuerdo, tener un hijo.

Antes de "escribir a París", es decir, antes de dejar de emplear el método anticonceptivo que han usado hasta ese momento, los futuros padres se ponen de acuerdo sobre el futuro del hijo; pla­nean como será su desarrollo y deciden firmar ante un notario las obligaciones que tendrán para con la cría.

Esto no es un acta de matrimonio; ellos siguen siendo inde­pendientes uno del otro; ni el Estado ni ninguna otra institución tiene porqué intervenir en sus relaciones afectivas. Lo que firman es el compromiso que, cada uno por separado, adquiere con su hijo. El compromiso de alimentarlo, de garantizarle un crecimien­to sano, de instruirlo, de educarlo, de protegerlo, de apoyarlo en todo momento. Es un compromiso que adquieren los padres, no el hijo que todavía no nace y que no puede firmar un convenio que desconoce. Es un compromiso que, si todos los adultos fueran responsables, no sería necesario; se podría eliminar lo mismo que el acta de matrimonio. Pero como no siempre es así, conviene ga­rantizar la seguridad del nuevo ser que, a fin de cuentas, llega a este mundo sin que se le haya pedido su parecer.

La "patria potestad" que otorgan las leyes actuales es, por el contrario, el derecho que tienen los adultos de poseer a sus hijos, es un derecho de propiedad. Y, desgraciadamente, muchas veces equivale al derecho de subalimentar, de raquitizar, de fanatizar, de torturar, de explotar, de prostituir a los hijos.

A principios del siglo XX gozó de cierta fama un político que había quedado semiparalítico a consecuencia de la golpiza que le propi­nara su padre siendo aún niño. Cuentan que en una ocasión se le acercó un pequeño mendigo diciendo:  "Una limosna, por favor, no tengo padre". A lo que él replicó: "¿Y te quejas?"

Aunque la legislación moderna tiende a reducir el derecho a la brutalidad de los padres, ésta sigue existiendo y seguirá mientras no se acepte el hecho de que el recién nacido es un ser libre; mien­tras se siga considerando como un objeto adjudicable. En un divor­cio los padres luchan por la posesión de los hijos; por su propiedad. Se debe dar la vuelta a este concepto: son los padres los que deben ser propiedad del hijo. Son los padres los que tienen obligaciones con el hijo. Este debe reclamar en todo momento el dere­cho a tener un padre y una madre, el derecho a que ambos cum­plan el compromiso de proporcionarle salud, educación y bienestar.

Al adjudicar la posesión del hijo a uno de los divorciados, las leyes actuales le arrebatan a aquél el derecho a gozar del padre o de la madre, según el caso. Coartan el derecho de los hijos. Y al mismo tiempo fomentan la irresponsabilidad al liberar al padre del compromiso que tiene con su hijo y limitar éste a cierta apor­tación económica; necesaria, pero menos importante que el afecto y el apoyo que nunca deberían faltar.

Reconocer la libertad de los menores, reconocer sus derechos, implica obligar a ambos padres a cumplir sus compromisos, impli­ca otorgar al pequeño un hábitat propio para que pueda convivir con cada uno de sus padres independientemente de que estén sepa­rados o no. Si cada quien tiene su espacio particular, el hijo podrá visitarlos según lo desee. No tendrá la sensación de alejamiento de uno y dependencia del otro a la que se enfrentan los hijos de divor­ciados, que actualmente viven con un miembro de la ex pareja, y que identifican su hábitat como propio, considerándose ajenos al del otro.

Los primeros años de vida el niño estará muy ligado a sus pa­dres. Vivirá alternativamente en la casa de uno o del otro, o ellos se instalarán en el hábitat que hayan adquirido para él. Los dos compartirán la responsabilidad de cuidarlo, alimentarlo, etc. Aun­que obviamente durante la lactancia será mayor la carga de la ma­dre; por lo que, en compensación, al terminar esta fase el padre deberá atender más al niño dejando que ella descanse. Los espacios separados evitarán que los cólicos y la dentición se conviertan en fenómenos de insomnio multitudinario; alternándose, ambos pa­dres podrán recuperarse de los desvelos.

 

Pronto el hijo estará en condiciones de ir a la escuela, de relacionarse con otros de su edad, de jugar con ellos. Y teniendo su hábitat propio contará con un territorio que ensuciar a su gusto, con mobiliario resistente a las manitas gástricas de los infantes, sin que nadie pretenda arrojarlo a la calle o tenerlo encadenado y amordazado para que no cause destrozos. Crecerá libre y con ini­ciativa y, poco a poco, aprenderá a estimar y conservar su lugar de residencia.

 

A medida que crezca, que aprenda a valerse por sí mismo, los padres relajarán la vigilancia y la ayuda que le proporcionen, hasta que llegue, el momento en que pueda vivir solo.

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Puede pensarse que hay algo de irreal, de inalcanzable, en todo lo anterior. Se pueden poner dos objeciones: la adquisición del hábitat y la disponibilidad de tiempo por parte de los dos padres para hacerse cargo de la criatura. Algo hay de cierto en este año, pues los arquitectos, los constructores de casas, siguen empeñados en fabricar hábitats de tres recámaras sin darse cuenta del magnífico negocio que sería para ellos (y para los comprado­res) el hacerlos de una sola. Sin embargo, la tendencia es vivir en espacios cada vez más reducidos, debido al costo de construcción, al costo y la escasez del terreno, a la falta de servicios domésti­cos, al atentado contra la ecología que representa el sacrificio de áreas verdes para cubrir de cemento al planeta, etc. Las grandes mansiones que se levantaban hace apenas un siglo, han sido dese­chadas; ni siquiera los pudientes buscan en la actualidad ese tipo de hábitats. En lo futuro nuestro espacio será individual.

Otro factor que tiende a este fin es el desarrollo tecnológico: los empresarios se han dado cuenta ya de lo absurdo que es ocupar grandes y onerosos espacios para tener encarcelados a todos sus empleados. Muchos de ellos pueden laborar igual o mejor en su propia casa, sobre todo ahora que se cuenta con microcomputadoras  y terminales de grandes ordenadores, equipos de comunicación electrónica (teléfono, télex, etc.) e infinidad de aparatos que faci­litan el trabajo individual, mientras que el traslado de una parte a otra de una gran ciudad se hace cada vez más difícil y costoso y el empleado tiene que cargárselo a la empresa. Los trabajos de me­canografía, dibujo, diseño, contabilidad, cálculo, evaluación, etc. se pueden desarrollar mejor en el domicilio particular que en la aglomeración de los grandes corralones industriales. En las nacio­nes más avanzadas está en marcha un proceso para regresar al tra­bajo domiciliario y éstas arrastrarán al resto del mundo a instaurar sistemas de este tipo.

El día que esto se generalice surgirá otro conflicto, el hábitat será al mismo tiempo para vivir y trabajar; habrá que acondicio­narlo y esto provocará interferencias entre quienes vivan juntos pero trabajen en cosas distintas. El espacio privado se hace indispensable.

Pero no estamos hablando del futuro, aunque éste se encuen­tre a escasos 10 años. ¿Qué podemos hacer en el presente? Acon­dicionar nuestra casa. Redistribuir el hábitat de tres recámaras para crear en el terreno que ocupa espacios individuales que puedan ser ocupados por los miembros de una familia. Convertir el domicilio común en tres o cuatro hábitats individuales. En muchas ocasiones esto será suficiente y, en caso contrario, será poca la necesidad de espacio suplementario.

La otra objeción no es tal para la mayoría, ya que hoy en día son muchísimas las familias en las que el padre y la madre trabajan fuera del hogar y tienen que resolver, ahora mismo, el problema del cuidado de los hijos. Para ello se recurre a diversas soluciones desde las guarderías de Finlandia y los países escandinavos, por ejemplo, donde las madres, auxiliadas por enfermeras, educadoras y toda clase de personal especializado, se turnan en el control de dichas instituciones y el cuidado colectivo de los niños, tarea que alternan generalmente con un trabajo, hasta el remedio de dejar a las criaturas encargadas a un pariente o amigo, como ocurre en los países menos avanzados en este aspecto. Las soluciones son múltiples y ya están tomadas. Incluso dentro de esa minoría que se puede permitir que la mujer se dedique de tiempo completo al hogar es frecuentísimo que desde los dos o tres años los niños asis­tan a una escuela, dejando algún tiempo libre a la madre.

Nuevamente son las tendencias en la industria las que nos dan la solución definitiva de este problema: por un lado el trabajo en el hogar que cada vez será más común y por otro la disminución de horas de la jornada y el incremento en los tiempos de descanso. Se estima para el año 2000 una jornada normal de cinco horas y será frecuente gozar de dos o tres meses de vacaciones. Por otra parte, la automatización y el empleo de robots reducirá notoriamente la utilización de mano de obra industrial, predominando las tareas de investigación, educación y servicio que podrán reali­zarse, en gran medida, en el hogar.

Una vez aclaradas estas dudas, continuemos.

Pediremos al lector que tome el lugar del hijo de la pareja del relato. Suponga que inicia su adolescencia. Hasta este momento ha dependido mucho de sus padres. Ha vivido bajo su tutela porque es un ser en formación. Aunque le han ido dando cada vez más independencia, ha estado dirigido por ellos. Ha tenido que pasar bastante tiempo aprendiendo, madurando, para poderse enfrentar solo a la vida. Pero ya es hora de volar solo. Si sigue recurriendo a sus padres nunca madurará completamente. Ellos lo saben y lo alejan un poco, sólo un poco. . . Lo dejan solo en su hábitat par­ticular. Hasta el momento intervenían directamente en él, diri­giéndolo y haciendo recomendaciones, pero ahora será responsa­bilidad exclusiva suya. Sin embargo, ellos están ahí, cerca. En cualquier momento puede correr hacia ellos, cosa que hará muchas veces. Al encontrarse solo con su espacio privado, usted necesitará mucha ayuda. Tendrá que atender a todo un conjunto de activida­des que antes hacían en su lugar. Ir al banco, lavar, planchar, coci­nar, actividades que el hombre actual casi nunca hace y que no aprecia debidamente pues las suele delegar en alguna mujer. Cam­biar focos, arreglar la llave del agua, acondicionar un equipo de sonido, fundir la instalación eléctrica, actividades que la mujer actual casi nunca hace y que no aprecia debidamente pues las suele delegar en algún hombre. Todo esto representará un aprendizaje del cual saldrá enriquecido y que le permitirá ser autosuficiente, ser responsable, conocer su propio valor. Pero para este aprendizaje necesitará quién le enseñe y recurrirá, ante todo, a sus padres (si la tarea es demasiado complicada, contratará los servicios de un especialista, que para esto está). Ellos derramarán sobre usted toda una serie de conocimientos, le proporcionarán toda clase de ayu­da y colaboración. Surgirá un torrente de comunicación. Y apa­recerá la admiración. Ellos se admirarán de sus habilidades y usted de las de ellos. La admiración es el nutriente del afecto y éste de la unión. Habrá una gran unión entre usted y sus padres. Y, en menor medida, lo mismo sucederá con otros miembros de su tribu. El acondicionamiento de su espacio propio será tranquilo. Los de su tribu le ayudarán. Como no sentirán olores extraños no se sentirán impelidos a orinar. Le dejarán que lo acomode a su gusto. Le suge­rirán, pero no tratarán de imponer criterios. Y como, más adelante, cuando llegue su pareja, ésta tendrá su propio espacio, sabrá respe­tar el suyo y no traerá a su tribu. Nadie estará interesado en jugar a las casitas. La guerra urinaria habrá sido conjurada.

Comenzará entonces una vida diferente. Gozará de su soledad. Acostarse tarde sin que le digan que no deja dormir. Mantener el hábitat acondicionado, decorarlo. Dejar la ropa tirada o pasarse toda una tarde arreglándola. Estudiar. Oír música. Meditar, Soñar. Crear. . . Un día preparará una cena especial e invitará a sus padres, otro vendrán sus amigos a tomar café y conversar. O quizá una fiesta. . . el reventón.

En su espacio aprenderá a valerse por sí mismo y a conocer el valor de una ayuda, de un apoyo. Apreciará la amistad, la colabo­ración y al mismo tiempo la discreción y el respeto al derecho de los demás. Tendrá que regular su vida, hacer toda una serie de ta­reas para que su espacio se conserve y medir y distribuir su tiempo de tal forma que le alcance para hacer sus cosas y mantener los lazos de amistad y de cariño con otros seres. Aprenderá a evaluar el esfuerzo que se debe hacer para salir en busca de otros seres y conservar su afecto.

Tendrá libertad e independencia.  Sus padres le darán estos dones junto con el hábitat. Para obtenerlos no tendrá que recurrir a casarse, como el hijo del macho violador.

Y siendo libre e independiente aprenderá a reconocer el dere­cho que tienen otros seres a ser tratados en igual forma. Entenderá la responsabilidad y el placer que simultáneamente representa el hecho de ser autónomo. Madurará.

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Como es usted adolescente tiene todavía mucho que aprender. Entre los conocimientos que le faltan hay dos, entre otros, que sólo se aprenden bien en la intimidad: sexo y comunicación. Que, como dijimos antes, son los ingredientes del amor.

Ambos se deben aprender juntos, y hasta cierto punto, así su­cede. No obstante la mayoría de los humanos no tienen una con­ciencia clara de la importancia de la comunicación en el amor. Se suele confundir amor con matrimonio y éste con apareamiento y reproducción. De esta forma se entiende que el amor es una acti­vidad manufacturera cuyo producto, el hijo, debe ser cuidado y pulido hasta el momento en que pueda instalar su propia industria de seres humanos. Como esta fabricación sólo es posible por medio del apareamiento, resulta que desde muy jóvenes tomamos con­ciencia de la importancia del sexo, mientras que la idea de comuni­cación yace subconsciente y muchas veces jamás se toma en cuenta. Esto, aunado a los tabúes que todavía existen, despierta nuestra curiosidad hacia el sexo y hace que tomemos una actitud de inves­tigación hacia esta actividad, independientemente de que se pre­sente o no la comunicación.

Los primeros pasos en este aprendizaje son muy simples: tomar de la mano a alguien del sexo opuesto, dar un beso en la mejilla. Y a pesar de la simplicidad ¡cuánta emoción sentimos en estos primeros ensayos! Ello se debe a que, al mismo tiempo, estamos estableciendo una comunicación. Estamos diciendo a nuestra pare­ja que nos interesa, que sentimos algo hacia ella.

Además estamos aprendiendo. Estamos descubriendo nuevas sensaciones, nuevas experiencias. Y entonces surge la admiración. La admiración por quien produce ese efecto, mágico, maravilloso. Y la admiración por nuestra capacidad para sentir.

La alegría que producen estos primeros ensayos nos impulsa a seguir adelante, a buscar nuevas sensaciones, a hacer nuevos des­cubrimientos, y entramos así a relaciones más completas, a expe­rimentos más elaborados dirigidos al conocimiento del sexo.

Utilizamos nuestro propio cuerpo y el de nuestra pareja como material de ensayo. En un proceso de análisis los observamos, los dividimos, los clasificamos y experimentamos con cada una de las partes, atentos a nuestras reacciones y a las de la pareja. No todos los ensayos tienen éxito, pero cada vez que hacemos un nuevo descubrimiento, cada vez que encontramos una nueva sensación, nuestra curiosidad siente un nuevo acicate para continuar, para seguir buscando.

Viene después un proceso de síntesis. Todo aquello que desar­mamos, todo lo que descubrimos, lo vamos uniendo, combinán­dolo de la manera más armónica para obtener sensaciones aún más elaboradas y complejas. Descubrimos el erotismo.

Pero todo este proceso de aprendizaje no se puede hacer abier­tamente. No solamente porque existan arcángeles vestidos de negro dispuestos a echarnos del Paraíso por atentar contra la moral, ni porque existan ángeles vestidos de azul dispuestos a encerrarnos en una patrulla por el mismo motivo. Sino, ante todo, porque el aprendizaje requiere de intimidad, necesita un lugar cerrado, tran­quilo, propicio para nuestras prácticas eróticas, un lugar en el cual podamos admirarnos de nuestros descubrimientos, en el que poda­rnos experimentar sin interferencias exteriores. ¿Y qué lugar más apropiado para ello que nuestro hábitat, nuestro espacio personal privado? Por supuesto, también se puede hacer en una cloaca o en el cuarto de un hotel de paso (generalmente así se practica), pero el erotismo o el amor, en esas condiciones, resultarán tan sórdidos como sórdido sea el sitio elegido. En nuestro hábitat, en nuestra intimidad y con la pareja adecuada, la práctica del sexo será mu­cho más agradable y será más fácil que se presente la comunica­ción. Del erotismo pasaremos al amor.

¡Ah! ¡Ya salió el peine! (o ya salió el pene) dirán los arcángeles vestidos de negro. ¡El mentado espacio no es otra cosa que una 'leonera", un departamento de soltero! ¡Pecado! ¡Pecado!

Todos los deseos insatisfechos, todas las frustraciones, todas las represiones sexuales de la humanidad se presentan de golpe para condenar el espacio privado. ¡Es erótico! ¡Es malo ¡ ¡Es sucio!

Una sociedad sexualmente enferma piensa que lo único que se puede hacer en un espacio privado es el sexo. Y eso   ¡es inmoral!

Resulta curioso nuestro concepto de moralidad. Lo podemos observar en los programas de televisión: Un individuo enfermo de poder y soberbia lanza a la quiebra a otros, tan enfermos pero menos hábiles, cierra industrias, deja sin sustento a familias enteras, destruye hogares, compra conciencias, induce a suicidios, alquila mujeres, crea un imperio. . . Clasificación "A".

Varios miles, o millones, de humanos se lanzan armados hasta los dientes contra un contingente similar considerado enemigo (posiblemente como efecto último de sujetos como el del progra­ma anterior). Se ametrallan, se lanzan bombas, se ensartan unos a otros en sus bayonetas, hay destrucción de alimentos, de ciuda­des, de obras de arte… Clasificación "A".

Billy the Kid se jacta de haber matado a 27 seres humanos, sin considerar a los indios. (Matón y racista)… Clasificación "A".

Los piratas del Caribe asaltan barcos, queman ciudades, violan mujeres, adquieren esclavos… Clasificación "A".

Se trafica con drogas, se induce al alcoholismo, se hace nego­cio de la prostitución, hay gangsterismo… Clasificación "A",

Una mujer enseña sus hermosos pechos…¡Qué horror!... Clasificación "C".

 

Y eso que sólo se trata de caracteres sexuales secundarios. Si lo exhibido hubiera sido la característica sexual primaria, la clasifica­ción hubiera ascendido a X. Se recomendaría la hoguera.

¿Qué podemos decir de una sociedad que mira con indiferen­cia a los niños de Biafra o Etiopía convertidos en cadáveres vivien­tes (Clasif. A), a los muertos en Auschwitz arrastrados por palas mecánicas (Clasific, A), a las ruinas de Hiroshima o Stalingrado (Clasific. A), a la explotación de unos por otros (Clasific. A), a la humillación y degradación del ser humano (Clasific. A), al tráfico de drogas, (Clasific. A), al ocultamiento de víveres (Clasific. A), pero que se escandaliza ante la presencia de unas bellas nalgas?

En tal tipo de sociedad la palabra sexo toma siempre un carácter delictivo y pecaminoso. Para tal sociedad un espacio privado sólo sirve para la práctica oculta, sórdida, secreta, siniestra del sexo. Y el que tiene un espacio para eso, de acuerdo con esta lógi­ca, es un enfermo, un depravado que dedica sus principales esfuer­zos a mantener un lugar pecaminoso para hacer en él sus sucias orgías, sus degeneraciones sexuales.

Pero no hay tal. En un espacio privado, como hemos visto, podemos hacer muchas cosas: descansar, pensar, recordar, orga­nizar nuestras ideas, planear nuestros actos, soñar, imaginar, crear. . . Y también, ¿por qué no?, hacer el sexo. O, mejor aún, amar. Porque no es lo mismo. El sexo sin comunicación, no es amor. Como tampoco es amor la comunicación sin sexo. Amor conyugal, por supuesto. Alguien puede amar a un maestro, a su músico preferido, a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos, a sus amigos. . . En todos estos casos hay comunicación y admiración, pero no hay sexo. No es amor conyugal. No es el amor entre un hombre y una mujer.

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El aprendizaje sexual primero y su práctica cotidiana después, en nuestro hábitat, nos llevará al erotismo y por último al amor. Creceremos sin culpabilidades, sin frustraciones, sin ideas retorci­das y siniestras sobre un acto natural.

Veremos a éste como lo que es: comunicación. Y dejaremos de tener los conceptos de agresión y dominio que surgieron en la gran violación. No usaremos nuestros órganos como armas. No pensaremos en posesiones forzadas, sino en mutuo deleite. Dejare­mos de actuar como reptiles y al prescindir de rituales y escalas sociales transformaremos a la sociedad. ¿Será esto último lo que tanto temen los arcángeles negros?

En la medida en que usted progrese en esta búsqueda se senti­rá más satisfecho, más realizado. De los contactos breves con mu­chas parejas evolucionará a temporadas prolongadas con una sola; habrá encontrado un amor; tendrá un hermoso noviazgo.

Lo más probable es que este primer noviazgo no dure mucho. Pero ni el inicio ni el final serán espectaculares. Su pareja habrá llegado un día y habrá permanecido algunas horas dentro de su hábitat, los dos habrán gozado compartiéndolo. Algunos días des­pués usted habrá ido al hábitat de su pareja y las escenas de ter­nura y comprensión se habrán repetido. Esta alternancia, este compartir de hábitats se prolongará durante el tiempo que duren sus relaciones, cada vez con mayor duración y con más frecuencia. Ambos pasarán días enteros en el territorio del uno o del otro. Se separarán por necesidades de la vida (trabajo, estudio, etc.) o para continuar sus relaciones de afecto con otras personas (padres, ami­gos) y volverán a juntarse. Habrá una redistribución del tiempo de cada uno, como sucede siempre que iniciamos una nueva actividad, pero esto no será motivo para cortar bruscamente los nexos con nuestras respectivas tribus, solamente los reajustaremos. No habrá cataclismos. El trato con los miembros de la otra tribu vendrá des­pués, gradualmente, sin invasiones del hábitat, sin choques, vendrá como parte de la coexistencia con su pareja, como integración a su vida cotidiana, pues no podrán permanecer eternamente encerra­dos en sus espacios privados.

El convivir los pequeños problemas diarios, el conocer la cotidianeidad de su pareja le servirá para entenderla cada vez más y para apreciarla, para sentir admiración por ella: Verá como se de­senvuelve en otros medios, verá como reacciona, verá como enfrenta las dificultades.

Usted irá entrando poco a poco en el mundo de su pareja, hará contacto con sus amigos, sus compañeros, sus familiares, Y vice­versa. Pero esto ocurrirá gradualmente, suavemente, en el momen­to oportuno y sin violencia; sin verse forzado. Habrá aceptación dé unos y rechazo de otros, o indiferencia, pero esto no obligará a rupturas sino, nuevamente, a reajustes.

 

Como su relación empezó de una forma gradual, como ya vive con su pareja compartiendo los espacios mutuos, como ya se va integrando a la vida diaria de ella y como todo esto fue producto de una evolución, nadie ha tocado los clarines para convocar a las tribus y anunciar que van a vivir juntos y consecuentemente las tri­bus no han tenido oportunidad de intervenir.

Sus miembros se irán enterando gradualmente de que los dos están unidos y lo verán como algo natural, no como una noticia extraordinaria. No habrá luchas intertribales.

Resultado de un acoplamiento progresivo sin las trampas de los ritos, ni la lucha por el poder y el territorio, sin la intromisión de las tribus, su amor podrá durar tanto que parezca eterno.

Pero si no es este el caso, si después de una temporada se des­vanece, la separación será tan sencilla como fue la unión. Cada quien se retirará a su espacio privado, procurando dañar lo menos posible al otro. Volverán a ser autónomos, no se afectarán territo­rial ni económicamente, y habrá que volver a empezar; buscar otro noviazgo.

Continuará así de un noviazgo a otro, cada vez más intensos, más completos, más maduros, y llegará un día en que descubrirá a alguien con quien se sentirá totalmente transformado, con quien tendrá una intimidad tan honda, una intercomunicación tan total, que no deseará más que vivir permanentemente con esta persona. Habrá descubierto la monogamia.

¡Y entonces nos casaremos!

Si ya encontré mi pareja, mi alma gemela, mi media naranja ¿No es lógico que piense en casarme inmediatamente? Si ya me acoplé física y espiritualmente con una persona, si ya gocé del éx­tasis, si ya no puedo pensar sino en ella, juntos podemos lanzar­nos a inventar, a compartir, a soñar, a crear. ¿No debo casarme inmediatamente?

¡No!, No debe casarse. ¿Por qué? Pues porque es totalmente innecesario. Si, en efecto; ha logrado esa unidad perfecta con su pareja, si sólo piensa en ella, si todas sus acciones están destinadas a comunicarse con ella, si sólo en su compañía se encuentra feliz y realizado, y si a su pareja le sucede lo mismo, ¿Para qué necesita un papelito con sellos oficiales que testifique su unión? ¿Dice el papelito cuánto es el amor que sienten el uno por el otro? ¿Expre­sa el papelito las sensaciones, los anhelos, las alegrías de ustedes dos? Existe un lazo no escrito, muy poderoso, que los mantiene unidos: La necesidad del uno por el otro, la entrega mutua. . . el amor.

Ninguna ley, ninguna autoridad, ninguna barrera, podrá evitar que se sientan atraídos mutuamente. Nada los separará. Y, por el contrario, si con el paso del tiempo, el amor desapa­rece ¿La simple lectura del papelito lo hará volver? ¿Se sentirán más unidos por la existencia de un acta? ¿Cuánto dura el amor?

"Pero, en fin, si no es necesario, tampoco hace daño. Podemos cubrir este trámite como mero formulismo. . ." ¡Error! El pape­lito, aparentemente inocente e inútil, hace mucho daño. El ma­trimonio es un contrato .de exclusividad, de posesión del uno por el otro. Y esto provoca cambios en la manera de pensar. Recorde­mos un viejo chiste:

"Cuando éramos novios —dijo ella— me llevabas a pasear, me comprabas flores, íbamos al cine. . . Y ahora nada.

¡Claro! —respondió él- ¿Cuándo has visto que al pez se le dé carnada después de pescarlo?"

Hemos dicho que el amor es curiosidad, es búsqueda constante de la comunicación con la pareja, es creación, es inventar un sueño cada mañana y experimentarlo, esperando que sea cierto. Necesita­mos alimentarlo diariamente con nuestra imaginación, con nuestra entrega, para que no se desvanezca. Es esta inestabilidad, este peli­gro de perderlo, lo que lo mantiene vivo. Si nos hacen creer que ya es definitivo, si nos lo dan en posesión permanente, ¡y por escrito!, nos están poniendo una trampa. Creeremos que ya no es necesario alimentarlo, que ya no necesitamos esforzarnos en inventar, en soñar, en crear. Creeremos que el amor se puede con­vertir en rutina. Lo concebiremos como una de esas líneas telefó­nicas que están permanentemente abiertas a la comunicación. Y cuando menos lo esperemos, oiremos una voz: "Deposite otra moneda para poder seguir hablando".

El amor es devenir, es cambio continuo, pertenece a Heráclito. En el estático mundo de Parménides no es posible el amor

El acta de matrimonio, predispone a creer en la inamovilidad del amor. Es un objeto que poseemos y del que ya no debemos de preocuparnos. ¡Tenemos la factura del amor! Y el amor ya factu­rado lo podemos guardar en una caja fuerte, y sacarlo cuando lo necesitemos. Craso error que conduce al fracaso. Cuando abramos la caja fuerte sólo encontraremos la factura. Y no tendremos monedas para el teléfono.

Pero hay otro riesgo: El sentido de posesión. El acta establece la pertenencia del uno al otro; la propiedad. Cada uno se siente propietario del otro, y pretende actuar como tal: No uses cami­seta, te vistes como viejito. No te pintes tanto, no te pongas faldas tan cortas.

El dueño puede modificar a su gusto la propiedad. Esta es un objeto y no tiene derecho a opinar. La dificultad radica en que en este caso, ambas propiedades se creen dueñas de la contraparte.

Cualquier intento por cambiar a nuestra pareja., es una agre­sión en su contra. Y su reacción será violenta.

Si durante todo el noviazgo, la pareja usó faldas cortas y nunca nos molestó que lo hiciera. Si, incluso, la contemplación de sus hermosas piernas fue uno de los motivos de que nos fijáramos en ella, ¿Por qué, una vez firmada el acta, queremos que cambie su personalidad y se vista como monja?

Si durante todo el noviazgo nuestra pareja fumó ¿Por qué, una vez firmada el acta, nos damos cuenta de que tiene mal aliento?

La falda corta, el habano, la camiseta, son características de nuestra personalidad. Son señales que emitimos para decir quienes somos. Son nuestra forma de interpretar la vida. Son parte de no­sotros mismos. Y no queremos que nos modifiquen.

Esta es una de las grandes trampas del matrimonio. Durante el noviazgo aceptamos parcialmente a la pareja, pero vamos elabo­rando una lista de las cosas que no nos agradan y que cambiaremos en cuanto nos casemos, en cuanto tomemos posesión de nuestro compañero. Nuestra actitud es la misma que la del comprador de una casa: "El inmueble, en general, está bien, pero tiene detalles. habrá que tirar aquella pared, ampliar esa ventana, pintar las puer­tas…"

Si no hubiera matrimonio, el noviazgo sería eterno. No cabría la posibilidad de esperar una toma de posesión para remodelar, re­mozar, a nuestro compañero. Lo tendríamos que aceptar tal como es. Y esta aceptación no sería parcial sino completa. En lugar de un tortuoso matrimonio con un Golem que hemos inventado, ten­dríamos un agradable noviazgo, con un ser humano lleno de cua­lidades y defectos, de virtudes y de vicios, pero en el que pesarían más las partes buenas que las malas. De lo contrario no habría noviazgo.

"¡Eres tan distinto de lo que creí!". Esta frase, suele tener un significado muy diferente de lo que expresa, su verdadero sen­tido es: 'Te voy a modificar para que seas como yo quiero, voy a utilizarte para crear el Frankenstein que concebí en mi imagina­ción".

Obnubilados por el sentido de propiedad, queremos convertir a nuestra pareja en un robot que reaccione a nuestros menores deseos, que además tiene la obligación de adivinar, y que viva sola­mente para darnos gusto. Bastará, simplemente, con que lo pense­mos, para que nuestro robot, pase de la alegría a la tristeza, de la apacibilidad a la agresividad, para que deje instantáneamente todas sus actividades y corra a arreglar nuestro coche, a planchar nuestra camisa.

Como complemento, el matrimonio nos proporciona otra trampa adicional cuando "Eres tan distinto de lo que creí". Signi­fica precisamente lo que expresa. Consciente o inconscientemente todos tendemos a ocultar nuestros defectos durante el noviazgo. Nos peinarnos, nos perfumamos, usamos nuestras mejores ropas. sonreímos y damos muestras de nuestro mejor humor, hacemos poemas, somos siempre dulces y cariñosos, somos serenos, equili­brados y justos. . . Mostramos lo mejor de nosotros. Fingimos. Damos una imagen idealizada muy distinta a nuestra realidad.

"Ese señor de barba incipiente y pijama arrugada, no es el príncipe azul con el que me casé".

"Esa señora con bata y tubos, no es la princesa dorada con la que me casé".

Y si sólo fuera el aspecto físico, la cosa no sería tan importan­te. Lo grave es que esta sorpresa, se extiende a todos los niveles: Costumbres, manías, vicios, ritos, ideas, sentimientos, reacciones, emotividad.

A diferencia de un conocido cuento de hadas, en la realidad, cuando la princesa besa al príncipe, éste se convierte en sapo. El matrimonio es la charca.

Si prescindiéramos de casarnos, y decidiéramos vivir en un no­viazgo eterno, o tan largo como fuera posible, evitaríamos este tipo de sorpresas. Los noviazgos condenados a matrimonio son relativamente breves, es raro que duren más de dos años antes de cometerse la boda. Esto nos permite ocultarnos, disimular el tiem­po suficiente para llegar al matrimonio, después: ¡fuera máscaras!

Y aunque desde el primer momento, tratáramos de mostrarnos tal cual somos, aunque hiciéramos esfuerzos desesperados por mos­trar nuestra parte mala antes de la boda, aun así, lo que dura un noviazgo no es suficiente para que presentemos todas nuestras facetas, todas nuestras posibilidades, todas nuestras formas de reaccionar. A los dos años, seguimos siendo desconocidos para nuestra pareja. De hecho, nunca llegamos a conocernos completa­mente: Un ser vivo es un ser cambiante, lo que pensábamos hace diez años, es distinto de lo que pensamos hoy, los hechos a los que nos enfrentamos, son distintos, mudamos a cada instante, somos movimiento, la vida es devenir.

En un noviazgo sin límite de tiempo, no podemos ocultarnos, no podemos fingir eternamente, y eso nos impulsará a mostrar­nos realmente desde el principio. No habrá trampa.

O, por el contrario, podremos pasarnos la vida en un acto ilu­sionista, mostrando a nuestra pareja sólo nuestra parte buena y ocultándonos en nuestro espacio privado cada vez que nos trans­formemos en Dr. Hyde. No será muy real, pero cuando menos resultará agradable. Y a lo mejor, a la larga nuestra pareja acabará amando al monstruo.

 

 

 

En cuanto suenan las campanas de boda los príncipes conver­tidos en sapos, alzan los puños y salen de sus esquinas. Ha llegado la hora de las sorpresas, la hora de corregir los defectos que tolera­mos durante el noviazgo: Deberías ser más cortés. Bájate la falda. ¿Qué le ves a esa? Siempre estás de mal humor. Nunca tienes una conversación agradable. Fulano gana más que tú.

Los contendientes, se agreden. La varita mágica con que pen­saban transformar al otro, se convierte en garrote. Se oponen a ser mutados. Se entabla una lucha por el poder. Cada quien quiere imponer su personalidad al otro.

Y, como de costumbre, en el instante más álgido, aparecen las tribus que habían estado ocultas. El noviazgo es intimidad, es estar a solas con el otro. Durante ese tiempo, él y ella se han tratado de conocer y han permanecido aislados, las tribus quedaron relegadas, se hizo caso omiso de ellas. Si él y ella apenas se conocen durante su relación, es evidente que cada cual desconoce casi por completo a la otra tribu.

Los miembros del clan ven al intruso con una objetividad de­masiado crítica. Les es difícil aceptar al príncipe sapo: ¿Pero có­mo le permites. . ? Deberías exigirle. ¿No has observado que. . ? ¿Tú le crees?

Apenas despojados de los estrambóticos e inverosímiles disfra­ces con que asistieron a la boda, visten los penachos de guerra y blandiendo sus tomahawks, se lanzan a conquistar al enemigo. Pretenden separarlo de su tribu y arrastrarlo al hábitat propio. La idea de que uno. de ellos forma parte de su tribu, los induce a supo­ner que tienen derecho a intervenir para ayudarlo. ¿Y en qué lo pueden ayudar? Como el matrimonio es lucha por el poder, será en esto precisamente, lo ayudarán en su tarea de dominar al opo­nente.

El matrimonio implica lucha por el poder, intento de dominio sobre la pareja, posesión de los bienes y territorios concentrados en el hábitat común, dependencia económica. . , y todo esto con­duce a fricciones inevitables que van apagando nuestra admiración.

Por el contrario en el idilio, con bienes y territorios separados, los motivos que tiene una pareja para permanecer unida, son el respeto al compañero, la comunicación, la búsqueda de metas comunes, la admiración. . . es decir el amor.

Y esta es la única razón que puede mantener unidos, sin enga­ños, con lealtad absoluta, a un hombre y una mujer: un idilio que parezca eterno.

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IV

 “¡Oh Freunde! ¡Nitch die se tone!”

Quizá sea bueno iniciar este último capítulo con la parte coral de la Novena de Beethoven: “¡Hermanos! ¡Cesen ya esos tonos!” es necesario que cesen; que terminen los ruidos del poder, la enajenación, el pillaje, la agresión, la esquizofrenia, para que quede un solo sonido, dulce, diáfano: el de la Alegría.

¡Alegría, bella chispa divina, hija del Eliseo

Ebrios de fuego pisamos el umbral celeste de tu sagrario”

La búsqueda de la alegría compartida es la única razón de la unión entre un hombre y una mujer.

Al liberarnos de convencionalismos sociales, de contratos tram­posos, de ideas preconcebidas y nunca analizadas, de reflejos con­dicionados que nos hacen actuar irracionalmente, nos uniremos a quienes nos rodean por la alegría que nos causa su presencia, su contacto, su comunicación. La amistad y el amor regirán nuestro comportamiento; desecharemos los rituales y las jerarquías. Encontraremos la dicha, la comunicación, el erotismo, la admiración.

“Atan de nuevo tus encantos

lo separado por la moda estricta.

A la suave sombra de tus alas

tórnanse todos los hombres hermanos”.

La amistad, la fraternidad, el amor, sólo son posibles entre gen­tes libres, entre individuos que sólo se atan por el mutuo placer de su cariño y no para obtener beneficios.

"Quien la suerte inmensa goza

de ser de un amigo, amigo;

quien ha amado a una mujer hermosa,

quien siquiera una alma suya

pueda nombrar en el mundo;

únase a nuestro júbilo.

Quien nada ha logrado de esto,

rehúya gimiendo esta alianza."

 

 

 

 

 

 

En alguna ocasión se tomó a la granada como símbolo de lo que debía ser la humanidad. Esta fruta está constituida por un conjunto de granos aislados, independientes, totalmente caracte­rizados. Cada uno de ellos es un individuo. Podríamos decir que cada grano tiene su propia personalidad. Es autónomo, es libre. Pero ¡qué difícil es desgranar una granada! Todos los individuos que la forman están interconectados por una telilla que los pe­ga, que los une, que hace que todos formen un sólo ser.

Sin sacrificar su carácter, su personalidad, su individualidad, los humanos deberían estar unidos por una telilla que los hiciera hermanos, que les permitiera mirar en la misma dirección, buscar las mismas metas. Esta telilla es el amor, el respeto al semejante, la alegría.

Entre los humanos unos granos se comen a otros, los oprimen, los avasallan. Granada es el nombre de una fruta, pero también el de un arma explosiva, debemos corregir el equívoco. Hay que curar a los granos. Hacer que recuperen su individualidad. Que aprendan a respetarse a sí mismos respetando a sus semejantes. Deben librarse de su irracionalidad, de su tendencia a los sueños de poder, a las jerarquías oníricas; utilizar el gran potencial de emotividad y capacidad de análisis que contiene su cerebro para encontrar una pareja, una sola, que los colme de ternura, de emo­ción, de alegría, de amor.

"Quien siquiera un alma suya puede nombrar en el mundo". El alma es libre no podemos posesionarnos de la de otro ser. La podremos reprimir, coartar. . . pero sólo será nuestra si ella lo de­sea, si se entrega a nosotros. Y para ello es necesaria la comunica­ción. El alma no admite más jerarquías que las que a sí misma se dicta, no admite más fronteras que las que a sí misma se impone. Por eso busquemos un idilio, que es la comunicación de dos almas, que es la admiración mutua. Y hagámoslo tan largo que parezca eterno.

El juego, la fantasía, el sueño es el lenguaje de las almas; es su modo de comunicación. Trasciende de las pláticas sobre jerarquías y penurias financieras tan típicas de los matrimonios clásicos. Tras­ciende de lo necesario, de lo cotidiano.

Nuestra comunicación con otros seres gira alrededor de lo necesario y suele ser excesivamente formal; poco profunda; sobre temas concretos. A veces damos muestras de una gran erudición, fría y académica, sobre algún tema que conocemos; pero sin comprometernos, sin hacer intervenir nuestros sentimientos, sin revelar lo más personal de nuestras ideas.

A esto se limita nuestro trato con la mayoría de la gente. Co­municamos datos fácilmente catalogables para que nos clasifiquen en su archivo particular de conocidos. Les mostramos nuestra uti­lidad: Fulano es ingenioso, Zutano sabe mucho de música, Men­gano puede hacernos este favor. . .

Esto nos permite  echar mano de ellos cuando los necesitamos. Recurrimos a sus capacidades. Es una relación funcional, de inter­cambio de servicios, práctica, útil. Y múltiple; todos necesitamos de todos, nadie tiene capacidad para resolver todos nuestros pro­blemas. Es nuestra comunicación diaria con el mundo. Es el lengua­je cotidiano para resolver asuntos cotidianos. Facilita la actividad. Elimina obstáculos. Pero carece de profundidad, carece de fanta­sía, carece de admiración. El médico que nos cura, el mecánico que arregla el automóvil, el padre que solventa los gastos de la casa no nos causan admiración. Para eso están, para eso se especializa­ron, para eso recurrimos a ellos. Sentiremos agradecimiento, pero nunca admiración. Esta sólo aparece cuando dejamos el mundo de lo necesario y entramos al del juego, de la fantasía, de la ensoña­ción. El lenguaje que entienden las almas, aún sin que hablemos.

Decir nuestros sueños significa abrirnos; mostrar a otros lo más profundo de nuestro pensamiento, lo más íntimo de nuestros sentimientos, las cosas imposibles que creemos que se pueden rea­lizar… lo no necesario hecho realidad. Y esto es exponernos.

Exponernos a la incomprensión, a la burla, al rechazo, al repu­dio… a la hoguera. Exponer nuestra intimidad, nuestros anhelos más preciados, nuestros sentimientos más delicados, con el riesgo de que los destruyan o los dañen. Exponer  nuestra parte más sensi­ble a los ataques de otros seres. Exponernos a un dolor intenso.

Por eso es tan difícil que nos abramos. Tememos al dolor. Preferimos la intrascendencia indolora de la comunicación formal al riesgo de sufrimiento que puede causar un sueño. Nos refugia­mos en la cotidianeidad de lo necesario y evadimos la posibilidad de la magia. No queremos arriesgarnos.

Cuando se arriesga poco se gana poco. El mundo de lo necesa­rio no exige grandes riesgos, pero tampoco da grandes ganancias. Nos conformamos con la comodidad del sillón frente al televisor, el apoyo de un brazo fuerte, la habilidad administrativa de alguien que sepa a qué médico recurrir, a qué mecánico llamar, qué pelícu­la ver. Negamos a los sueños el derecho a formar parte de nuestra vida cotidiana. Nos negamos a soñar.

 

 

 

 

 

 

Cuando hablamos de vivir los sueños corremos el riesgo de que se nos malinterprete. Generalmente, quien nos oye supone que pre­tendemos sumergirnos en el paraíso artificial de un fumadero de opio, evadir todo contacto con la realidad, hundirnos en fantasías irrealizables.

No, vivir un sueño es meterlo en la realidad, hacerlo compati­ble con lo necesario. No podemos prescindir del médico, ni del mecánico, como tampoco podemos prescindir de comer, beber, trabajar… Pero junto a esto podemos realizar nuestros sueños. Hay espacio suficiente para lo necesario y lo fantástico. Hay tiem­po para lo rutinario y lo mágico.

Vivir un sueño es experimentar. Es tomar riesgos. Es plantarlo en la realidad y comprobarlo. ¡Comprobarlo! Esta es la diferencia entre el amor y la rutina enajenante de las jerarquías y el poder. En ésta también se sueña pero no se pide que sea cierta. Se condi­ciona esquizofrénicamente la realidad para ajustarla al sueño; no se compara éste con la realidad. No es sueño, sino pesadilla.

Seguir el método experimental/analítico de los científicos. Pues ¿qué otra cosa es la ciencia sino sueños? Espacios curvos que se dilatan. Tiempos que se retardan al acercarnos a la velocidad de la luz. Conjuntos de átomos capaces de autoreproducirse. Prima­tes que deciden caminar erguidos. Estrellas.

Pero la ciencia no se queda en el limbo de lo irreal; de lo que pudo ser. Hace posible los sueños. Los mete en la realidad, los hace cotidianos. La ciencia no acepta sus sueños más que después de someterlos a prueba. Los analiza y experimenta con ellos. Un científico es una mezcla muy bien equilibrada de sensatez y en­sueño. Su labor es conocer: satisfacer su curiosidad. Preguntarle todos los días a la Naturaleza si está contenta con lo que hace. Aprender. Enriquecerse todos los días con un dato nuevo. Inventar un sueño cada mañana y experimentarlo esperando que sea cierto.

El científico se compromete con su sueño. Abre su alma y su mente para captar hasta el mínimo detalle del experimento. Está expuesto al dolor del fracaso. Al abrirse no tiene defensas. El riesgo es mucho. Pero también es mucha la ganancia. Debe experimentar continuamente, nunca se puede estar seguro. El si­guiente ensayo puede resultar mal. Pero cada nueva verificación lo llena de gozo. Se siente feliz de que su sueño siga siendo cierto. ¿No es lo mismo el amor que la ciencia? ¿No es esa comunión entre uno y su sueño lo que hace desear la vida? ¿No es la angus­tia de saber que el experimento puede fracasar lo que lo engran­dece? ¿No es el placer de la verificación experimental lo que nos llena de éxtasis? ¡Amor es saber!

 

 

Si queremos  compenetrarnos con alguien, si queremos dejar la rutina de lo necesario y elevarnos a planos más altos, debemos pasar a una comunicación más íntima. Debemos dejar la sintaxis de lo meramente utilitario y penetrar a la del sueño. Amar es soñar que soñamos a compartir los sueños.

Juguemos a amar. El juego no es una obligación, no se comer­cializa. El juego es "per se". Tiene su finalidad en sí mismo. Lo hacemos por lo que tiene de agradable y por lo que aprendemos. Es un perfeccionamiento gradual, es una búsqueda constante de nuevas sensaciones. Se requiere coordinación, trabajo en conjunto. Esto implica comunicación, aporte de ideas, inventiva. Cada nue­vo aporte sugiere, a su vez, nuevas estrategias, nuevas perspectivas, nuevos horizontes. La comunicación se amplía. Al ensayar cada posibilidad surge la admiración. El que juega se admira de su pro­pia capacidad, de lo que puede hacer su pareja, de lo que logran en conjunto.

Además, al amor se juega desnudos. Y con luz. Es decir, sin barreras. Para que nuestra pareja perciba claramente cada una de nuestras indicaciones, cada uno de nuestros movimientos, cada una de nuestras sensaciones. Si ocultamos nuestras intenciones, la pareja se desconcierta; no sabe lo que queremos. No hay comunicación. Y sin ésta es imposible el milagro de la admiración. Es imposible el amor.

Hay que jugar abiertamente, de cuerpo entero y con todos los sentidos: el oído, el olfato, el gusto, la vista, el tacto, la imaginación y la intuición, para que el juego sea de comunicación y admi­ración. Para que sea amor.

Si no somos capaces de abrirnos totalmente, si tememos que nuestro compañero nos vea, si apagamos la luz, es que no quere­mos quitar nuestras barreras. Impedimos el paso a alguien que no entrará en nuestra intimidad. Un extraño. Ajeno a nosotros. El amor sin gusto, sin curiosidad, sin experimentación, se convierte en rutina.

Por eso es importante contar con un espacio privado. Un lugar en el que estemos habituados a quitarnos la armadura; a no tener barreras. Un lugar en el que nuestra pareja, al vernos libres, al ver­nos abiertos, sienta el deseo de despojarse también de sus barreras, de sus ataduras, de sus tabúes. Un lugar donde poder intimar, don­de buscar el amor. Necesitamos desnudar nuestra alma junto con nuestro cuerpo.

 

 

 

Alcanzar el amor requiere un gran esfuerzo de compenetra­ción. No es comunicación unilateral sino intercomunicación. Ambos debemos ser receptores y transmisores al mismo tiempo. Si alguno falla, la comunicación se interrumpe. Por eso se necesita toda la curiosidad, toda la perceptibilidad, toda la atención de cada uno. Como en una orquesta, cada quien debe entrar en el momento oportuno, con el tono y la intensidad adecuados. No se permite desafinar. Es una cuestión de coordinación no de tiempo. Se puede tratar de un "presto agitato" o de un "largo maestoso", pero siempre habremos de ligar nuestro ritmo al de la pareja. En ocasiones tocaremos al unísono. En otras desarrollaremos un con­trapunto. Pero siempre atentos al tema del otro. Como en la forma-sonata, habrá dos temas principales: "tú" y "yo". Cada uno se desarrollará por separado, pero entrelazado con el otro. Ninguno puede evolucionar aisladamente.

En la intercomunicación-sonata alguien debe presentar el pri­mer tema. Lo debe hacer en el momento preciso. Con la intensidad y duración adecuadas. Si lo hace demasiado breve, o sin la clari­dad necesaria, resultará frío; no habrá la apertura necesaria para que se presente el otro tema. Si, por el contrario, se abre demasiado desde el principio, si se pretende desarrollar totalmente el tema no habrá posibilidad para la entrada del segundo. El amor requiere equilibrio, mucho equilibrio para que ambos temas puedan evolu­cionar simultáneamente, para que uno no ahogue al otro. En oca­siones será necesario un "ritenuto" para que ambos temas se igualen. Luego un "incalzando" lanzará a la pareja por caminos de armonía, de diafanidad. Los temas secundarios se irán enlazan­do espontáneamente sirviendo para entremezclar los dos princi­pales. Armonías, disonancias, unísonos, variaciones, síncopas, modulaciones… eso es el amor. Requiere atención, requiere entrega, requiere que nos abramos totalmente, sin reservas, sin temores. El miedo al dolor el miedo a la burla, el miedo al fracaso, a no ser correspondidos, nos hace reservados. Inhibe nuestra capa­cidad de amor. Nos protegemos en una cueva de pequeños objetos materiales, de confort, de seguridad, de ligeros goces compartidos superficialmente, de rutinas en común. Y encerramos con can­dado nuestra alma, nuestra capacidad de sentir, nuestra capacidad de comunicación, nuestra capacidad de amor. La vida se desarro­llará tranquila, sin demasiados contratiempos. Sin "fortes". Sin "pianos". Sin síncopas. Sentiremos agradecimiento por aquellos que no perturben nuestro ambiente, que nos permitan seguir ence­rrados en el plano de lo necesario, del "siempre ha sido así". Y confundiremos el agradecimiento con el amor.

Como las gacelas de Saint Exupéry (Tierra de Hombres) pasa­remos la vida dentro de la empalizada, dejando que nos acaricien y nos den de comer en la mano. Quizá, a diferencia de éstas, nunca llegaremos "a empujar contra el cercado, en dirección del desier­to". Quizá nunca pensemos en "convertirnos en verdaderas gacelas, nunca lleguemos a sentir nostalgia"… "Son demasiados aquellos a quienes se deja dormir".

 

Pero, como los patos de granja, citados en la misma obra, es posible que "al ver volar a los patos silvestres ensayemos un torpe salto", que en nuestra cabeza "por donde circulan imágenes de charca, de gusanos, de gallinero, se desarrollen las extensiones continentales, el sabor de los vientos de alta mar y la geografía de los océanos". Solemos ignorar que "nuestro cerebro sea tan vasto como para contener tantas maravillas".

Y ese torpe salto se puede convertir en vuelo, en fusión de dos pensamientos, en unificación de sueños… "Ligados a nuestros hermanos por un objetivo común y que se sitúa fuera de noso­tros, sólo entonces respiramos. La experiencia nos enseña que amar no significa en absoluto mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección. No existen compañeros si no se hallan unidos en idéntica tarea, si no se encaminan juntos hacia la misma cumbre".

Démosle un sentido a la vida. Establezcamos una comunica­ción más profunda, que al hermanarnos con nuestra pareja nos hermane con el universo. Abramos nuestra alma a alguien que nos pueda comprender, alguien a quien enseñar nuestros tesoros internos, alguien que pueda ver quienes somos en realidad. "Sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos".

En ocasiones "cantabile", en otras "stacatto". "Pianísimo" ahora, "forte" después. Las dos almas, los dos pensamientos deben ir tirando sus barreras, abriéndose simultáneamente, para cono­cerse, para que la música se convierta en luz, para que el universo entero se una al juego de coordinación y armonía, para que desa­parezcan los conceptos de espacio y tiempo, para que, finalmente, los dos temas se fundan en uno solo, para que ya no existan el "tú" y el "yo" sino el "nosotros". Y en ese momento de unidad cósmica surja la intercomunicación total. . . el amor.

 

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01 de Junio, 2013 · SOCIOLOGIA



 

 

 

 

 

 




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29 de Mayo, 2013 · LITERATURA





PRÓLOGO

Esta obra se escribió en 1988 y nunca ha sido editada.

 Cansado de gastar tiempo y dinero haciendo copias (no entiendo el motivo de la alergia a los CD’s y correos electrónicos, pero agradezco que no exijan que  los escribamos con pluma de ganso y en papiro) para diversas editoriales que, generalmente, ni siquiera leían el libro pero que me citaban entre dos y seis meses después para hacerme perder el tiempo y decirme que no les interesaba, decidí debutar como “editautor” y publicarla por mi cuenta. La falta de recursos económicos me obligó a hacer un resumen de la obra y publicarla por partes, reviviendo la idea de las “novelas por entregas” empleada en el siglo XIX. Solo edité la primera parte, pues la experiencia me demostró que los distribuidores  y dueños de librerías se dividen en dos grupos: los que solo aceptan “best sellers” (muchas veces “bestial sellers”) de venta rápida y dinero fácil y los que esconden las obras nuevas en lo mas recóndito de las librerías (casi siempre en la bodega) para evitar que algún posible lector se entere de la existencia del libro.

Todo esto me llevó a la conclusión de que lo mejor es publicar E-Books gratuitamente en Internet; al menos habrá algunas personas que se interesen  y, quizá, compartan mis opiniones. De todas formas, considerando que los autores solo reciben el 6%  del precio del libro, nunca pensé en hacerme rico como escritor (aunque no me caerían mal unos cuantos pesos).

Publico aquí la edición resumida, mientras actualizo la obra completa que prometo editar próximamente.

 

 

 










 

 

FIN

 

 

publicado por cog1937 a las 00:36 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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