PRÓLOGO
Esta obra se editó en Octubre de 1986. Aunque ya
esté algo anticuada, creo que todavía sigue vigente en muchos aspectos. La
publico como una referencia histórica para quienes se interesen en estudiar
aquellos tiempos y como un consejo para los que quieran hacerme caso
El editor añadió la siguiente nota, que considero
muy acertada:
“Si usted ama verdaderamente a su pareja, no la haga
infeliz casándose con ella. Es la tesis que sustenta el autor de este
fascinante libro que suscitará, que duda cabe, apasionantes polémicas. Algunos
opinarán que se trata de puntos de vista muy personales expresados con fina
ironía y un agudo sentido del humor; otros, en cambio, descubrirán detrás de
este ropaje aparentemente frívolo, una de las opiniones mas sólidas y
justificadas acerca de esa institución llamada matrimonio”.
Tiro… y vale.
¿Es usted soltero o divorciado, de uno u otro sexo,
y quiere tener una buena vida matrimonial?
¿Desea una relación plena, llena de satisfacciones
con su pareja?
¿Desea crear lazos de cariño fuertes y duraderos con
sus hijos?
¿Quiere, en pocas
palabras, gozar de lo que se llama felicidad conyugal?
Entonces,
por favor háganos caso, no se case, viva
solo.
oOo
Vivir solo
significa, ante todo, tener una casa, un hábitat exclusivo para sí y contar con sus propios medios de subsistencia
(obtener sus propios recursos financieros). Estas dos cosas lo hacen
autosuficiente territorial y económicamente, lo que equivale a ser libre e
independiente de una manera casi absoluta.
Sólo en posesión de esta libertad sus relaciones con
una persona del sexo opuesto se basarán exclusivamente en el gusto y la
admiración que sienta por ella y no en
la dependencia funcional o económica. Se unirá a esta persona por amor y vivirá
con ella una relación intensa de emociones, comunicación, erotismo, satisfacción.
Vivirá un idilio permanente.
Y el idilio es el
estado perfecto de la pareja.
oO o
Con demasiada
frecuencia se ha dicho que el matrimonio es la base en que descansa la sociedad actual. En otras palabras, el matrimonio es la base en la que descansan las
relaciones de pillaje, abuso, prepotencia, desconfianza, rapiña, explotación, engaño, usura, que caracterizan a
la sociedad actual. El matrimonio es la base en que descansan la hambruna, la
guerra, el secuestro, la expoliación, la miseria, la ignorancia, el fanatismo,
el robo, la privación de la libertad, la
injusticia, la corrupción, la dilapidación de recursos y vidas. . .
El
matrimonio es la base de una sociedad dispuesta a extinguir, junto consigo misma,
toda traza de vida en este hermoso planeta azul que nos tocó vivir. Las posibilidades de supervivencia en los próximos cien años son inferiores al 1% (Carl
Sagan-Cosmos.)
Lo anterior sería razón más que suficiente para que cualquiera
rehuyera al matrimonio. Sin embargo, quizá sea una justificación demasiado
abstracta, por lo que daremos otra más sencilla, más directa, más al alcance de nuestros intereses inmediatos: la estadística.
¿Quién no entiende una estadística?, y ésta nos dice que, cada día, los índices
de divorcios son más altos. Resulta inútil dar valores pues éstos se volverían
obsoletos en unos cuantos meses. Nos limitaremos a decir que si se casa tiene
una probabilidad casi absoluta de
divorciarse.
Entonces
¿Para qué lo hace? Evitando el
matrimonio eliminará
las molestias del divorcio.
¿Qué mejor razón?
oO o
Divorcio equivale siempre
a fracaso. Por muy razonablemente que lo tomemos, por mucho que justifiquemos nuestra actitud, siempre nos quedará una sensación
de frustración, de desasosiego, de haber fallado.
Los consultorios
de psicólogos y psiquiatras están atestados de divorciados en busca de explicaciones, en busca de saber que es lo que hicieron mal. Los jueces y abogados tienen exceso de
trabajo atendiendo pleitos, riñas y chismes de hombres y mujeres que, en lugar
de contentarse con la separación, luchan con todas
sus fuerzas por hacerle la vida insoportable a su ex cónyuge. Y por hacérsela
insoportable a sí mismos. Obsesionados por un espíritu de venganza no viven
más que para el odio. Amenazas, violencia,
rencor; su mente está impregnada de ideas punitivas y por lo tanto
incapacitada para cualquier sentimiento constructivo. Si ya llegó al
divorcio, al menos hágalo lo más fácil posible y después olvide todo lo que pasó.
oOo
El resultado del
divorcio es siempre el mismo; dos seres heridos,
frustrados, obsesionados por las sensaciones de culpa e incapacidad para hacer las cosas bien,
encerrados en sí mismos hasta el enquistamiento
por el terror a un nuevo fracaso, a un nuevo dolor.
Desconfiados. Temerosos.
Generalmente el divorciado prescinde de una vida realmente
afectiva y se refugia en la práctica
promiscua de un erotismo superficial,
de un sexualismo pueril, en el que no es posible recibir daños pues nada es
profundo. No hay comunicación, sólo intercambio de genes.
La relación afectiva profunda entre un hombre y una mujer requiere de
comunicación y sexo. Estos dos ingredientes bien dosificados se
convierten en admiración y erotismo... o sea amor. Si nos limitamos a uno de
los ingredientes no llegaremos muy lejos. Especialmente si escogemos
el segundo como única forma de relación con otro
ser. Es interesante oír hablar a la mayoría de los divorciados sobre sus
múltiples amoríos. Sus risas y expresiones semejan más el grito desesperado de
la soledad que el relato de una conquista amorosa. Gritan pidiendo ayuda,
pidiendo afecto, pero temen abrirse y presentar su ser íntimo, su ser
afectuoso. Piden, pero no se atreven a dar. En esto son iguales a muchos casados.
Existe
también infinidad de divorciados que
se dedican apasionadamente a ensartar fracasos
como si fueran cuentas de un collar: matrimonio… divorcio… matrimonio…
divorcio… y así sucesivamente. La angustia de la soledad producida por el
primer fracaso los impele a llenar su vida
de cualquier forma: ¡Hay que llenar el hueco que dejó la pareja! Y se intenta un nuevo matrimonio para evitar los
espacios vacíos. Con quien sea, cómo sea, sin haber verificado la realidad de los sentimientos, sin pensar siquiera si hay afinidad.
Se trata, solamente, de no estar solo, de no angustiarse, de sentir cualquier
tipo de compañía, como esos monitos a los que se separa de la madre para
sustituirla por el tic-tac de un reloj o el tacto de un muñeco de peluche.
También estos son iguales a muchos casados.
oO o
En ambos casos la
sensación de fracaso se debe a que consideramos que el
matrimonio es algo definitivo y eterno. El divorcio conduce a pensar en una
destrucción irreparable. Tan definitiva y eterna como lo destruido. Regimos
nuestro concepto del matrimonio por las ideas parmenideanas de perfección. Lo
perfecto es estático, eterno e inamovible Hemos disuelto lo indisoluble. Hemos fracasado para siempre.
Durante
la juventud
tenemos
una
serie casi ininterrumpida de relaciones más o menos amorosas:
galanteos, "flirts", "movidas", amasiatos, noviazgos. Todos acaban.
Y sin embargo, nunca nos queda la sensación de
fracaso que deja el divorcio. ¿Por qué? Porque no pretendemos que estas relaciones sean
eternas. Porque las consideramos transitorias. Al terminar sólo llegó a su fin un juego que fue
agradable; no hemos destruido la eternidad. No hay fracaso.
Por este motivo, evitando el divorcio, no casándonos,
impedimos la frustración y con ello conseguimos mantener siempre una condición afectiva
que nos permita gozar nuestras relaciones (superficiales o profundas;
galanteos o noviazgos) a las que entraremos abiertamente, sin barreras, sin
fobias. Y eso nos permitirá obtener lo mejor de ellas. Siempre saldremos
enriquecidos con una nueva experiencia, con una nueva sensación. ¡Y con uno que
otro frentazo!
En efecto, el término de una de estas relaciones nos causará dolor;
posiblemente mucho dolor… ¿Quién alguna vez, no se ha lanzado a la pasión de un
idilio o de un amor no correspondido? ¿Quién
no ha sentido, alguna vez, la necesidad de entregarse totalmente, sin
reservas, a su pareja… de abrir su alma y contar todas sus intimidades? ¿Quién
no ha necesitado, alguna vez, la presencia constante de otro ser, sin el cual
se siente incompleto e irrealizado? ¿Quién, en fin, no se ha enamorado alguna
vez? Y sin embargo, cuando viene la ruptura, después de un intenso dolor
temporal, no queda ninguna sensación de fracaso, sino la dulzura del recuerdo
de los momentos gratos pasados en compañía de, o pensando en, el ser amado. No salimos frustrados, sino
enriquecidos.
Los divorciados y
con mucha más razón los solteros deben olvidar las frustrantes
ideas de fracaso derivadas del matrimonio y a cambio de
esto vivir en el idilio, buscar el amor. Si éste dura poco, no importa; se habrán enriquecido, habrán ganado en
experiencia para intentarlo una y otra vez;
hasta lograr un idilio que dure tanto que parezca eterno. . . pero que se puede desvanecer
en cualquier momento.
oO o
Cuando surge el amor
nos hacemos monógamos: no necesitamos de ninguna otra persona del otro sexo,
pues con la que estamos nos satisface totalmente. Gozamos de su compañía y nos
sentimos incompletos en su ausencia.
Necesitamos vehementemente de esta persona; no podemos prescindir de
ella; nos hace falta. Esta imagen puede describir un amor no correspondido,
cuando sólo uno está enamorado. Pero cuando el sentimiento es recíproco,
cuando la comunicación fluye tanto en un sentido como en otro, cuando la
admiración es mutua, se llega al idilio, con toda la pasión, con todo el
entusiasmo que produce la obtención de una satisfacción
plena en todos los sentidos.
El idilio se
retroalimenta. Cada nueva sensación, cada nuevo descubrimiento, nos alienta a seguir experimentando, a buscar nuevos
goces, nuevas sensaciones. Nos obliga a permanecer alertas, atentos a las
relaciones de nuestra pareja. El idilio es búsqueda, es ensayo; no puede
permanecer estático; es incompatible con Parménides. Si lo paralizamos, si se
enfría, morirá. Tenemos que alimentarlo con nuestra pasión, con nuestra
entrega, para que siga viviendo. El idilio se vive a cada momento. Y este
momento puede ser el último. Puede durar sólo unos días. Pero si lo sabemos cuidar,
si lo sabemos cultivar, durará eternamente. Y su movilidad lo hará mucho más interesante que el
matrimonio supuestamente estático y eterno.
Por su temporalidad,
por su fragilidad, por la necesidad de cuidarlo
y alimentarlo constantemente, nos obliga a
permanecer sensibles, a permanecer
abiertos y alertas.
El
idilio es el estado perfecto de la pareja.
En el idilio se practica la
monogamia: la entrega total, la dependencia total de uno al otro. Pero entrega
voluntaria, no forzada. Es el regalo
que un humano libre hace de sí mismo a otro. Aunque aparentemente signifique lo
mismo, no es igual "Yo soy tuyo"
que "Tú eres mío". No es lo mismo entrega que apropiación. Quien
recibe este regalo no se debe apoderar de
él, lo gozará pero no lo tomará
en pertenencia, deberá respetar su libertad. La monogamia es un acto de libertad,
es la renuncia voluntaria, no imposición. No se puede establecer por decreto.
El amor
correspondido lleva al idilio y éste a la monogamia.
Pero el amor sólo es posible cuando hay libertad. Sólo
es posible entre dos seres libres.
Cualquier atadura, cualquier nexo de dependencia no aceptado
voluntariamente, mata al amor. Por eso, conserve
su autonomía, conserve su libertad. Viva solo.
oOo
Por definición, el matrimonio además de perfecto, eterno e inamovible, es monógamo. Y esto es absurdo.
La monogamia sólo es posible como acto voluntario
dentro del amor. Pretender implantar la monogamia por ley o por decreto es
irrealizable. Quien no la acepte encontrará siempre la forma de escapar de
esta imposición. Y son muy pocos los que han tenido la oportunidad de convencerse de la monogamia.
Ésta es el resultado de un proceso evolutivo. No se
llega a ella por definición ni por obligación. La especie humana fue originalmente
polígama y sólo en fechas relativamente recientes adquirió consciencia de la
monogamia. Cada individuo de la especie debe recorrer un camino semejante. Debe
convencerse de que para obtener un estado pleno de interrelación con otro ser
de su misma especie, pero de género opuesto, se requiere alcanzar un grado muy
alto de comunicación, incluyendo al sexo como una forma especial de ésta. Debe
convencerse de la necesidad de una pareja que lo complemente, que lo
enriquezca, que haga aflorar sus mejores sentimientos, sus mejores
posibilidades. Que lo induzca a alcanzar planos cada vez más elevados en cuanto
a conocimiento, a sensaciones, a
pensamientos, a intuiciones…
Pero esto sólo es posible por medio del ensayo. La relación
múltiple, la experimentación con distintas parejas y en distintos campos de comunicación, o sea la poligamia nos
servirá para aprender, para distinguir lo bueno, lo trascendente, lo
importante. Aprenderemos a
seleccionar, a separar el trigo.
Al
cabo de un tiempo escogeremos nuestros ensayos. Desecharemos los
experimentos que, de antemano, sabemos no conducen a nada. La búsqueda de relaciones más profundas nos llevará a la
intimidad y esto sólo será posible con un número reducido de personas.
Mientras más profunda sea la comunicación menor será el número de gentes con
quienes la logremos. Y finalmente para llegar
al máximo, para alcanzar la sublimación sólo quedará una persona:
nuestra pareja perfecta. Aquella con la que lograremos el máximo de intimidad,
el máximo de comunicación, la máxima admiración
mutua… el amor.
Como expresa
Saint-Exupéry en "Tierra de Hombres". "La perfección se
consigue no cuando ya no puede añadirse nada, sino cuando ya no puede omitirse
nada".
La monogamia es
madurez. Se llega a ella después de todo un
proceso de búsqueda que pasa por la poligamia como primera fase por episodios
temporales de monogamia que no llegan a la perfección y que acaban por
romperse. No existe una norma, ni un tiempo preestablecido, para alcanzar la
madurez. En ocasiones esta llega muy pronto. En otras jamás se alcanza. Pero
sólo cuando tengamos el convencimiento, cuando encontremos a nuestra pareja,
sólo entonces seremos verdaderamente monógamos. Sólo en la monogamia lograremos
una comunión perfecta con alguien. Pasaremos de dos seres a uno solo.
Lograremos la intercomunicación Total y eso abrirá las posibilidades de buscar
metas más elevadas, externas a los dos, metas que muevan al mundo que
enriquezcan el cosmos. oOo
Pero esto que es una
verdad, se convirtió en decreto hace
unos milenios. Se proscribieron el ensayo y la búsqueda. La monogamia se hizo
ley, se hizo obligación. Y de premio se transformó en castigo.
Forzados
a entrar en la monogamia sin haber sido convencidos, los reos se escapaban (se siguen escapando) por las puertas
falsas, para intentar el ensayo, para
intentar el experimento. Pero perseguidos y señalados como proscritos no podían
concentrarse en una búsqueda sana, limpia
y honesta y convirtieron su poligamia en un juego deshonroso e ilegal,
de tahúres y de hipócritas. La búsqueda convirtió
en cinismo permanente, en burla constante. En desesperación.
o O o
Cuando se habla de
monogamia, cuando se habla de ensayar el amor se piensa siempre en función de sexo. Se supone que la única forma de ensayar
es acostarse con alguien. Esto es falso. El ensayo múltiple, con muchas
parejas, lo practican desde hace mucho tanto los hombres como las mujeres. Es
difícil encontrar un ser humano que se haya casado con su primera pareja, su
primer novio o novia según el caso, y es más difícil aún que ambos sean
primerizos, que nunca hayan tenido otra relación. El ensayo polígamo se ha hecho desde siempre, aunque
excluyendo la entrega sexual. Por un tabú, por un prejuicio, no se
llegaba a la cama, pero casi todos los hombres, casi todas las mujeres, han
tenido varios noviazgos antes de caer en la monogamia obligatoria del matrimonio.
En
estos noviazgos, casi siempre sucesivos, a veces simultáneos, se ensaya el amor como comunicación, como
comparación de ideas y sentimientos, como admiración mutua y, generalmente,
como juego erótico incompleto. Tomarse las manos, tocarse los cuerpos, besarse, son juegos eróticos, aunque en
ellos no se llegue al contacto sexual total.
Todos pasamos por
ensayos polígamos antes de encontrar una pareja con quien practicar la monogamia. La única
diferencia entre el pasado y el
presente es que en la actualidad se ha incluido el coito como parte del ensayo.
oOo
La poligamia es
buena. Pero dentro del matrimonio, que por definición es monógamo, equivale a
fraude.
Los solteros y
divorciados practican la poligamia. Así
debe ser. Se encuentran en un proceso de maduración, de búsqueda de una pareja ideal con la cual volverse monógamos. Pero
encontrar esta pareja es relativamente difícil. Lo común es que
sintamos atracción por varias
personas, cada una de las cuales nos satisface en determinados aspectos, pero
no en todos. No hay razón alguna para prescindir del placer que nos
proporcionan estas relaciones múltiples. La poligamia es recomendable y se
debe jugar con gusto, con libertad.
Sinceramente. Nadie se siente engañado en estas condiciones. No hay
cuernos. Quienes la practican así, saben que sus parejas hacen lo mismo. Y lo
aceptan. No existiendo el contrato de
exclusividad que implica el matrimonio, no hay razón alguna para limitarse.
Nadie piensa en restringir la libertad de otros. Pueden disfrutar de relaciones
múltiples con cuantas personas quieran sin el remordimiento de estar engañando a alguien y sin el riesgo de sanciones físicas, morales, penales o económicas.
Esta actitud no es válida dentro del matrimonio. Este implica monogamia
y salirse de ella es violar su definición, salirse de las reglas. Y entonces
¿para qué entrar en un juego que no
pensamos respetar? ¿Por qué casarnos si nos sentimos
polígamos? Refleja falta de ordenación lógica; confusión
mental.
Pero
además denota hipocresía y traición. Existen muchas
personas que, si no por convencimiento, al menos por acondicionamiento
mental, por haber sido educadas así, por costumbre o por tradición, aceptan la
monogamia y aceptan las reglas del matrimonio. Son fieles a su cónyuge. Si
éste viola las reglas, no está jugando limpio; está cometiendo un fraude
puesto que no era esto lo que se esperaba de él. Tan patente es esta actitud
fraudulenta que quien la comete lo oculta. Nunca se le dice a la pareja que
seguimos siendo polígamos. Engañamos.
El
llamado "matrimonio abierto" tiende a corregir
esto último; en él tenemos la
honestidad de avisar a la pareja de
nuestras relaciones extramatrimoniales.
Se evita
la estafa, no hay hipocresía. Es un adelanto. Pero sigue siendo absurdo:
convertirnos en polígama una
institución monógama. Si mantenemos relaciones con varias personas
;Cual es la diferencia de una en particular con respecto a las demás? ¿Qué diferencia hay con una poligamia? ¿No existe
la posibilidad
de que
con el tiempo cambiemos de opinión y nos sintamos
mas unidos a otra de las personas
con quienes estamos ligados? y
en este caso será necesario deshacer un matrimonio para formar otro, que,
a su vez, se disolverá en el futuro. El
matrimonio se convertirá en algo provisional,
habrá perdido sus cualidades de perfecto, eterno, inamovible y monógamo. No quedará nada de él.
Entonces, ¿para qué
casarse? Es más lógico y más sencillo mantener varias relaciones simultáneas
entre seres libres, aunque alguna se viva, en un momento, con más intensidad que las demás.
Ya sea con o sin fraude, ya sea tradicional o libre, el
matrimonio en que se practica la
poligamia es irracional y absurdo. Ésta requiere de
libertad para practicarse sanamente.
oO o
El fracaso de casi
todos los matrimonios se debe a la excesiva prisa por convertirnos en monógamos. Hemos visto
que esto requiere de tiempo y de experimentación.
En ocasiones hace falta demasiado tiempo. Y sin embargo, la presión de la
sociedad y las ideas que hemos heredado nos empujan a atarnos indisolublemente, es decir a casarnos, en cuanto notamos
el primer síntoma de que podemos llevarnos bien con alguien. Esta prisa
tiene su origen en el culto a la virginidad femenina que prohíbe las
relaciones sexuales antes del matrimonio, culto que afortunadamente va cayendo
en desuso pero que todavía sigue cobrando sus víctimas.
Cuando logramos cierto grado de
comunicación con alguien pensamos en ampliarlo, hacerlo más
íntimo, y eso nos conduce al sexo, puesto que comunicación y sexo son los
ingredientes del amor. Pero para ampliar esta relación, si aceptamos el culto a
la virginidad, debemos casarnos. En nuestro subconsciente están tan unidos
matrimonio y sexo que sí practicamos el segundo consideramos que es necesario
llegar al primero y actuamos así aunque conscientemente
no estemos de acuerdo con el culto a la virginidad. Son demasiados siglos de
tradición, de costumbres, de rutina,
para que nuestro raciocinio se pueda
liberar de una idea tan grabada en nuestro interior y que nunca analizamos
desde un punto de vista lógico.
Antes de la revolución sexual el casamiento tenía una razón práctica:
acostarnos, practicar el sexo. Pero en la actualidad ya no hay razón para ello; las relaciones sexuales se
practican libremente; no hay nada que nos obligue a aceptar una monogamia de la
que no estamos convencidos. Borremos de nuestro subconsciente la mancuerna
matrimonio-sexo y experimentemos cuanto sea necesario; busquemos constantemente
el idilio perfecto en vez de correr hacia una relación monógama, en la que no
creemos o que sabemos que no existe. La
precipitación nos lleva a la monogamia por
decreto y ésta al fracaso.
Ya pasaron
los tiempos en que se entraba casi a ciegas al matrimonio, con una escasa comunicación y corriendo el albur de no compenetrarse
sexualmente, cuando a la mujer se le negaba el derecho a experimentar y poder
decidir lo que le gustaba y lo que no, cuando no podía, ni siquiera, satisfacer
su curiosidad sobre un acto que por el convencionalismo social resultaba tan
importante.
oO o
En una ocasión se disolvió una pareja después de bastantes años
de convivir apaciblemente. En apariencia todo iba muy bien. Nadie sospechaba, al verlos, que pudieran llegar
a separarse. Tranquilidad, buena posición económica, tiempo a su disposición,
hijos, amigos… Ni una nube en el horizonte.
Pero un día ella conoció a alguien que la
impresionó poderosamente. Se inició una
comunicación. De simples pláticas al principio
se pasó a un interés por conocerse mutuamente, a una búsqueda del uno
por el otro, a la comunicación íntima, a la admiración recíproca. Y en poco
tiempo ella comprendió que necesitaba de forma total a su nuevo compañero.
Estaba enamorada. Su monogamia anterior, mezcla de amor y tradicionalismo, no
tenía sentido. El nuevo sentimiento
monógamo era mucho más fuerte, mucho más
intenso.
Esta historia no tiene nada de
sorprendente. Es bastante común. Sobre todo con
mujeres que se casaron "como Dios manda", sin haber tenido
oportunidad de experimentar antes. Se presenta muchas veces en la realidad, con
distintos personajes, con distintos intérpretes.
También es muy frecuente entre quienes practican la poligamia extramarital;
corren muchos peligros de encontrar una pareja que los conmueva. Pero, como en
esta historia, también le puede suceder a un monógamo, incluso a un monógamo
convencido que ame a su pareja. Por un mero accidente puede suceder que alguien
encuentre un amor mucho más intenso que el que conocía hasta ese momento. Por
azar, por pura casualidad, se puede destruir un matrimonio. No hay nada eterno
e inamovible.
En el caso que nos ocupa ella se
vio ante un dilema. Tenía que escoger. Cuando
el amor pega demasiado fuerte la elección es de encrucijada: o todo o nada. O
se rompe totalmente con la pareja anterior afrontando los problemas del
divorcio y los efectos que causa, o se ahoga por completo al nuevo amor y se
prescinde de él. No hay término medio. La primera alternativa causa muchos
trastornos, la pareja abandonada recibe una desagradable sorpresa que rompe su
estabilidad, se siente engañada, víctima de un fraude, los hijos pierden la
confianza, la armonía en que han vivido hasta ese instante; hay pleitos en los
que las imágenes de ambos salen bastante distorsionadas; surge la crítica y el
repudio. Es correr tras un sueño que una vez alcanzado puede resultar ilusorio.
Y en ese caso se habrá perdido todo, el pasado y el futuro. Sólo quedará un
presente vacío y doloroso.
La otra alternativa representa
el sacrificio de la propia felicidad; el quedar sumergido en una especie de
papilla semiviscosa en donde ya no habrá
amor sino conformismo; el vivir pensando en lo que hubiera podido ser. Un
sacrificio que nadie agradece, pues el único que lo conoce es el sacrificado.
En estas condiciones el matrimonio se irá desmoronando. Cada vez será más
incómodo. Cada vez será menor la comunicación. Finalmente se llegará a la
ruptura que se trató de evitar, Y entonces será demasiado tarde. Ni
pasado, ni futuro.
Pero hay
otra posibilidad. En nuestra historia la planteó una amiga
de ella: "¡Qué tonta! Yo no hubiera dicho nada y hubiera seguido con los dos. Uno me daría comodidad y otro
amor". Y volviéndose a su esposo
agregó: "¿Tú que opinas?''
"¿Muuuuuu?"
Esta no es
alternativa. Es fraude. Es engaño.
La monogamia hay que
vivirla honestamente o salirse de ella. No es aceptable para el engañado y
tampoco lo es para los dos que se quieren, que necesitan estar juntos constantemente, que no pueden ni
quieren ocultar su
pasión.
Si alguien
en estas condiciones ve como aceptable la poligamia, el
compartir al amante y al cónyuge,
es que no está completamente
enamorado ni de uno ni de otro. Encuentra cierto placer en ambas relaciones sin que ninguna
lo satisfaga totalmente. Y en este caso
es mejor ser polígamo libre. No contraer un compromiso de fidelidad que no se puede
cumplir. Mantener un matrimonio en estas
condiciones es un juego. Pero un juego que afecta a otras personas que van a salir dañadas
sin haber sido invitadas a jugar. Es un juego de irresponsabilidad.
Sin
embargo, se dirá, hasta
los monógamos más convencidos tienen
a veces caprichos. ¿No tienen derecho a comprarse alguna vez un chocolate? ¿A
"soltar una cana al aire"?
La respuesta es: sí. Una cana al aire es aceptable. Pero una, porque hay muchos que pretenden quedarse
totalmente calvos en una semana.
A veces, aunque tengamos en casa
"creppes suzette" se nos antoja una capirotada. Puede ser agradable.
Pero ¿Vale la pena? Corremos el riesgo de que las crepas
se enfríen. Ofendidas por la comparación pueden alejarse de nosotros, perder el
interés. ¿Vale la pena?
Además
¿Cuántas veces se nos antoja la capirotada? Si tenemos una relación plena,
satisfactoria, llena de goces, de comunicación,
de admiración, de erotismo con nuestra pareja es muy difícil que deseemos otra
cosa: no necesitamos más. Nos limitaremos a echar una mirada a la capirotada;
en todo caso una probadita, y seguiremos con nuestra crepa. Satisfacer
ocasionalmente un capricho puede ser saludable: rompe la monotonía y sirve
para resaltar el valor de lo que tenernos, pero, a fin de cuentas las
capirotadas carecen de interés.
¿Y
si en vez de capirotada es un Mont Blanc (puré de marrons glacees con crema
chantilly)? Entonces lo mejor es no probarlo. Eso no es "una canita",
sino una decisión de encrucijada: o las crepas o el Mont Blanc: todo o nada.
Será la sustitución de un amor por otro, de una monogamia por otra. No son
compatibles.
La monogamia por convencimiento,
la monogamia por amor es un acto voluntario. Dura tanto como dure el amor. Este
se puede extinguir o ser sustituido por otro. Pero en cualquier caso nos lleva
a la separación. Lo que se acaba es un
idilio, no un matrimonio. No es leal engañar a quien fue nuestra pareja, a
quien nos dio amor. Si éste se acabó
digamos adiós honestamente.
oO o
Como consecuencia de la relación matrimonio-sexo que nos dicta el subconsciente y del casamiento prematuro sin la confirmación
de la experiencia, la poligamia suele ser demasiado frecuente en los
matrimonios. La monogamia es excepcional. Al menos uno de los cónyuges suele
tener relaciones extramatrimoniales. Y en muchas
ocasiones son los dos. Cuando alguien, como en la historia anterior,
decide, por sinceridad, deshacer su matrimonio, es tachado de tonto. ¿Por qué
no jugar con dos barajas? ¿Por qué no sacar ventajas de las dos partes? El
matrimonio es la base de la sociedad y en nuestra sociedad el fullero, el
tramposo, el cínico, el felón es el que lleva la mejor parte. Es el triunfador.
Es el admirado. Se admira a quien oculta mercancías, a quien adultera los
alimentos, a quien utiliza un cargo público para enriquecerse, a quien tiene
muchas amantes. En otras palabras, se admira a quien traiciona la confianza que
le han depositado. El sincero es un tonto.
La vanidad de vernos admirados
por nuestra astucia es un atractivo. A nuestro ego no le gusta reconocer que es
mejor una poligamia
limpia, en plena libertad, llevada con sinceridad, que un matrimonio con
trampa. Ser sinceros es ser tontos.
En lugar de reconocer este hecho
preferimos inventar excusas para justificar
nuestra actitud.
En especial el género masculino ha inventado pretextos tan pueriles
como absurdos. El más común es el de asegurar que el hombre es polígamo por
naturaleza y la mujer no. Si consideramos
que el amor es comunicación y sexo, la primera es igualmente necesaria
para todos. Incluso la mujer suele ser más parlanchina, aunque esto no implique necesariamente comunicación. Pero generalmente
nos olvidamos de la comunicación. Cuando hablamos de poligamia nos referimos exclusivamente a sexo, y en este caso…
En este caso resulta que fue un
hombre, en pleno uso de su masculinidad, quien rebautizó con el nombre de "Laguna de la Ilusión"
a la que se encuentra cerca de Acapulco: la Laguna de Tres Palos.
¿Son necesarios más argumentos
para rebatir la tesis?
Sólo uno más, Si es verdad que las mujeres son
monógamas, ¿Con quién demonios practican el amor los hombres polígamos? ¿Lo hacen entre ellos?
Por último, en su vanidad, el adúltero, el casado que
practica la poligamia olvida un detalle: su pareja también puede ser astuta.
¡Cuidado señor don Juan, o señora doña Juana! Cuando esté en sus correrías
tóquese de cuando en cuando la frente. Puede llevarse una sorpresa. Este es
otro inconveniente del matrimonio. El engaño sólo es posible entre casados. A
nadie se le ocurre decirle a su amante: "Te estoy poniendo los cuernos con
mi cónyuge". Los adornos frontales son
privilegio del matrimonio.
Con excepción de un número relativamente pequeño de monógamos,
que cada día es menor, nadie respeta el matrimonio.
Los casados polígamos no cumplen las normas de eternidad, inamovilidad y monogamia que lo definen.
Los solteros y los
divorciados viven en la poligamia abierta y sin fraudes. No necesitan el
matrimonio.
Entonces ¿para qué sirve el matrimonio?
¿Para que los solteros entren a él como una fase
intermedia antes de engrosar las filas de los divorciados y los adúlteros?
¿Para adquirir todas las frustraciones y resentimientos que produce el
divorcio?
¿Para que los adúlteros hagan
gala de su astucia?
¿Para que los divorciados reincidan y acumulen más
fracasos?
No parece haber ninguna razón que lo justifique. Ni siquiera es útil a los
monógamos. Para ellos, como veremos más adelante el matrimonio es una trampa
que tiende a destruir su amor. Los monógamos que han encontrado a su pareja no
necesitan actas, ni leyes, para vivir juntos. Son más felices en un noviazgo
permanente que en una institución rígida.
Entonces ¿Para qué sirve el matrimonio?
Para una sola cosa:
Mantener el sentido de propiedad.
El matrimonio no
tiene nada que ver con el amor. En él no intervienen para nada
la comunicación, la admiración y el erotismo.
El sexo sí, pero sin erotismo. El sexo interviene como un acto de posesión, de
adquisición de una propiedad. Por eso, cuando hablamos de adulterio nos
referimos exclusivamente a relaciones sexuales fuera del matrimonio. Si,
respondiendo a una necesidad de comunicación, nos pasamos toda una agradable
tarde conversando con una persona del sexo opuesto, no nos sentimos adúlteros.
Pero si nos acostamos, aunque sólo sea una vez, nos invaden los sentimientos de
culpabilidad; estamos violando una propiedad privada: estamos dejando entrar
extraños en la nuestra. El estatus de poder peligra.
Poder y propiedad,
he ahí los ingredientes del matrimonio.
Existe una abundante literatura
relacionada con esta afirmación, Desmond Morris y
F. Engels, por ejemplo, presentan datos muy interesantes al respecto, por lo
que aquí nos limitaremos a una breve demostración, dejando al lector la opción
de consultar fuentes más especializadas.
Desde sus
primeros pasos en la tierra el homo sapiens fue polígamo. Aunque no se
sabe en detalle, se supone que los primeros grupos tribales eran semejantes a
los de los gorilas. Dos o tres machos adultos dominantes, algunos jóvenes y un
grupo de mujeres con sus crías. Durante el largo período en que el hombre fue
nómada este esquema sufrió pocas alteraciones. Estas se debieron especialmente
a los adelantos tecnológicos que se fueron presentando gradualmente y que condujeron
a cierta especialización y distribución del trabajo y en esta distribución jugó
un papel importante la diferencia de sexo; el macho se fue especializando en
las tareas de protección del grupo: agresión y defensa; la hembra tomó a su
cargo el cuidado de los niños y la organización interna del
clan: la protección de las
herramientas y enseres de la tribu, la distribución de los productos del
trabajo.
Siendo poca la tecnología, la especialización no era demasiada y en
general el trabajo era de conjunto y muy similar para todos los integrantes de
la tribu. Siendo iguales los derechos e intereses de todos, la comunicación era fácil.
Con la
aparición de la agricultura y la
necesidad de establecerse permanentemente,
la distribución de trabajo sufrió un impacto muy grande y fue forzosa una
especialización mayor. Podemos decir que con la agricultura y el sedentarismo
aparece por primera vez una especialización completa. Las tendencias que se
habían presentado anteriormente se radicalizan y el trabajo de hombres y
mujeres se hace distinto. La mujer, en esta época, tiene un papel
preponderante. El embarazo y el cuidado de las crías hace que se dedique a las
actividades sedentarias: el cultivo de la tierra, el acondicionamiento del hábitat, la conservación de la casa, el almacenamiento
de víveres, la ingeniería hidráulica para regar los campos, el cuidado
de los animales en cautiverio, la fabricación de enseres domésticos, la
conservación de un fuego que proporciona calor
y seguridad, etc. Todas estas actividades presentaban problemas de
control y organización distintos y mucho más complejos que los de los grupos nómadas y la solución de los mismos se debe a
la mujer. La mujer inventó la administración. La palabra economía etimológicamente corresponde a estas
actividades.
El hombre, por el contrario, se
mantuvo en un estado casi nómada, siguió
pastoreando o cazando, recorriendo grandes distancias en compañía de otros
cazadores, lejos del lugar en que se estableció la tribu y volviendo a éste al
final de la jornada. Sus actividades y organización siguieron siendo nómadas.
Su estancia en el hábitat se limitaba a
motivos de defensa.
La diferencia en especialidades,
en organización, en intereses, fue distanciando
al hombre de la mujer. La comunicación que había hasta entonces se hizo más
difícil, aunque siguió existiendo. Muchos de los rasgos del matrimonio moderno
aparecieron entonces. El hombre se fue acostumbrando a tener sus actividades
productivas fuera del hogar y a compartir el trabajo con otros hombres. Al final de la jornada regresaba al
hogar donde le esperaban toda clase de comodidades: el baño y los óleos
perfumados con que fue recibido Ulises (Hornero: Odisea), el calor de un buen
fuego, comida sabrosa y abundante, el sueño reparador, erotismo, etc. Todo ello
proporcionado por la mujer. Sólo faltaban las pantuflas, la cuba libre y el televisor.
La mujer, por su parte, se fue
habituando a la idea de trabajar en el hábitat y tener todo dispuesto para que,
a su regreso, el hombre contara con todas estas comodidades.
El hombre nómada, menos evolucionado que la mujer sedentaria,
fue tratado por ésta como un niño a quien había que proteger.
Inconsciente y paulatinamente la
mujer decidió esclavizarse al hombre, vivir para él, y éste, a
su vez, se fue convirtiendo en un niño mimado: el rey del hogar. Su cuota para
gozar de las ventajas del sedentarismo se limitaba a entregar el producto de su
caza diaria (su salario) al fin de ¡a
jornada. Y ocasionalmente a luchar contra fieras o humanos que invadían
el territorio.
Durante sus correrías, había
ocasiones en que los hombres se alejaban demasiado del hogar y los sorprendía
la noche sin que pudieran regresar. Corrían el riesgo de tener que esperar el
amanecer expuestos a los elementos, las alimañas y los animales feroces. En
condiciones severas esto representaba un alto peligro de muerte.
Afortunadamente, casi siempre había en las cercanías
algún grupo de humanos sedentarios y se podía llegar a él, en son de paz,
pidiendo protección por una noche. Bastaba con entregar a aquel grupo la cuota
diaria para tener una acogida igual a la que hubieran tenido en su propio
hogar. Todavía en la actualidad algunos grupos primitivos, como los esquimales,
practican este tipo de hospitalidad total y franca y ponen a disposición del
peregrino todas las comodidades de que disponen: alimento, calor, descanso, sexo.
Este tipo de relación intertribal estuvo muy extendido hasta hace poco.
Marco Polo lo observó en casi toda Asia durante sus viajes y en el siglo pasado todavía se veía entre los sioux y
otros grupos de América. La solidaridad humana, era más fuerte que el egoísmo.
Pero con la generalización de esta práctica el hombre, el nómada, empezó a
comparar. Vio que había grupos con más comodidades, con más riqueza que otros
y en su interior comenzó a desear lo mejor
para sí mismo. Apareció la codicia.
Y en cuanto tomaron
conciencia de ella, los distintos grupos masculinos se lanzaron a la lucha, a
despojarse unos a otros, a robarse mutuamente. Nadie deseaba compartir. Querían todo el pastel
para ellos solos.
Pero una vez adueñados del botín se encontraban ante el peligro de
perderlo. Tenían que buscar la forma de asegurarlo, de confirmar su posesión. Y
la única manera de conservar la riqueza adquirida era apropiándose de quien la
generaba. Para mantener la riqueza era necesario poseer a la mujer, convertirla
en un objeto de su propiedad, por la buena
o por la mala. Y la mujer fue arrojada al suelo sobre su espalda, el hombre la inmovilizó con el peso
de su cuerpo, la sujetó, la sometió y la poseyó. Fue violada.
Resulta
curioso que los enemigos del erotismo sólo acepten como
“normal”, como "decente" esta postura y consideren inmoral y
degenerada cualquier otra, incluyendo la que adoptan casi tidos los anímales,
la que era más usual antes de inventar la violación.
Privada de su libertad,
convertida en objeto posible, la mujer .se cerró
al amor. En estas condiciones no podía haber más comunicación que las órdenes del
amo al esclavo y sin comunicación no hay
admiración. Tampoco podía haber erotismo, pues éste también es comunicación, también es búsqueda mutua y admiración.
Sin fantasía, sin ensayo, sin juego, el sexo quedó limitado a
la práctica fría y metódica de la violación. A la toma de posesión de la
propiedad privada. Al ultraje.
Faltaba legalizar
los nuevos métodos. Se requerían reglas que garantizaran la propiedad de los
conquistadores. Y se inventó el matrimonio, el acto legal por el cual un hombre
adquiría una mujer y todas las riquezas que ésta generaba. Y se
garantizó, también, la propiedad permanente de los bienes adquiridos:
“No desearás a la
propiedad de tu prójimo”.
Obsérvese que el
mandamiento bíblico no prohíbe desear al hombre de tu prójima, pues éste no es
objeto apropiable. En ese momento seguía existiendo la poliginia, o sea un
hombre podía poseer cuantas mujeres fuera capaz de capturar. Su codicia no
tenía límites. Pero la mujer como propiedad solo podía tener un dueño, debía
ser monoandria. La
monogamia total para uno u otro sexos apareció después inventada por la mujer.
El sistema de
propiedad establecido con la violación masiva de las mujeres exigía condenar el
adulterio. La mujer se vería tentada a buscar el amor fuera de su casa y esto
la llevaría a cambiar de dueño. La propiedad estaba amenazada. A su vez, el
hombre podría arrebatar sus bienes a otro, robando a su mujer.
En un principio los
grupos, como tales, se apropiaban de los establecimientos sedentarios y gozaban
en común de todas sus ventajas dirigidos por el cazador más fuerte, el jefe.
Pero, pronto, cada cual quiso su parte del botín, todos querían su propia
mujer, sus propios hijos, su parte de la
propiedad conquistada.
El jefe, para evitar
motines, tuvo que acceder, aunque haciendo patente su autoridad, recordándoles
que, en última instancia, todo era suyo y lo podía reclamar en cualquier
momento: estableció el derecho de pernada, o sea, el derecho del más fuerte a
arrebatar lo suyo a los débiles. Este acto, por una reacción en cadena,
condujo a la estratificación de la sociedad, que desde entonces quedó dividida
en clases, en castas. El más fuerte arriba, el más débil abajo. Y cada quien
despojando a sus víctimas. ¿Qué otra cosa
se podía esperar? Si el hombre había sido capaz de esclavizar, de
convertir en objetos a su mujer y sus hijos ¿a qué infamia no se atrevería?
Pero la mujer no se
conformó. Tomada por sorpresa había sido vencida por el hombre, pero no
renunció voluntariamente. Entró al juego de
la codicia y decidió adueñarse del poder.
Ahora era su turno.
Menos brutal, menos violenta que su ex compañero, optó por usar la sutileza. El
matrimonio se presentaba en toda su descarnada realidad: Lucha por el poder.
El
sistema de propiedad inventado por el hombre ayudaba a la
mujer, le daba la oportunidad
de hacer que él trabajara para ella.
Una posesión valiosa
se debe guardar para evitar el robo o la pérdida. Y
eso es lo que hizo el hombre. La encerró, la enclaustró para poseerla en
exclusividad. "La mujer como la carabina cargada y atrás de la puerta" dice un refrán. Y con ello la inutilizó.
Su creatividad se vio coartada. Su
destreza se perdió. Su capacidad administrativa fue sustituida por las órdenes
del macho. Y en poco tiempo se
convirtió en un objeto inservible capaz solamente de efectuar algunas rutinas
de orden y limpieza dentro del hogar.
Al ver desaparecer
la riqueza recién adquirida el hombre tuvo que intervenir para conservarla.
Tuvo que sustituir a la mujer en cada una de las actividades para las que ésta
quedaba inutilizada por su encarcelamiento. El hombre se hizo sedentario y
aprendió a crear las riquezas que antes inventara la mujer. Fue ésta la que
comenzó a gozar de las comodidades producidas por el hombre. El varón fue domado.
Acuciado por la
nostalgia del erotismo perdido y por la necesidad de verificar su virilidad
como muestra de poder, ya que el pene se había convertido en herramienta de
posesión, el hombre fue fácilmente manipulado por una mujer que había
renunciado al orgasmo y que, en consecuencia, podía controlar sus emociones y
dosificar la satisfacción proporcionada a su aparente dominador. Se inventó
la explotación por el sexo. La vagina se
convirtió también en
herramienta de dominio. Una vez dominado el hombre, la mujer legalizó su posesión estableciendo la monandria. El hombre .debía
tener un solo propietario, una sola mujer.
Estos son los dos
modelos clásicos del matrimonio practicados hasta nuestros días: el macho
brutal ávido de poder y riqueza y el varón domado por una mujer fría,
taimada, calculadora e igualmente
codiciosa.
Cimentado en la
codicia, la desconfianza, el ansia de poder, la brutalidad y el engaño, el
matrimonio es la base de nuestra sociedad. Por eso nos despedazamos, robamos,
luchamos por la posesión de objetos que no
necesitamos, balandroneamos aparentando lo que no somos, presumimos de
astutos y de zafios, nos hacemos trampa. Hemos perdido la comunicación.
Naves salidas del
planeta Tierra circulan ya por el sistema solar. La humanidad ha iniciado su
aventura cósmica. Estamos por despegar hacia las estrellas. Y éstas siempre han
estado ligadas a los sueños. Tenemos la posibilidad de hacer realidad nuestros
sueños. ¡Podremos hablar con las estrellas! ¿Y qué les diremos? ¿Que poseemos
muchas cosas? ¿Que nos matamos unos a otros? ¿Que nos encanta destruir?...
¿Podremos despegar
hacia las estrellas arrastrando el pesado fardo de nuestra codicia? ¿Podremos
elevarnos cuando el presupuesto para destroyers es tanto que nos impide
construir radiotelescopios?
Al
volar a las estrellas volveremos a ser nómadas, necesitaremos libertad de
movimiento, dejar pesos innecesarios. Y necesitaremos comunicarnos con
nuestros compañeros. La aventura cósmica exige que, antes, los humanos
reencontremos la comunicación, que olvidemos el egoísmo, que unidos a nuestros
semejantes restablezcamos el amor.
Y
para ello los hombres y las mujeres deben reconciliarse, olvidar las trampas y
las posesiones. Unirse en la búsqueda múltiple, polígama, pero abierta y sin
engaños, de goces y nuevas sensaciones,
o encontrar a su pareja ideal con la
cual practicar una monogamia real. Cualquiera
de los dos caminos nos llevará al amor.
Y con el amor moveremos el universo,
enriqueceremos al cosmos.
oOo
Afortunadamente, en
la sórdida carrera, de codicia, en el afán de posesión, los más poderosos cometieron un error.
Primero
los hombres despojaron a las mujeres. Luego los hombres más fuertes despojaron
a los más débiles. Después las mujeres pusieron a
su servicio a los hombres.
Y cuando un grupo
pequeño había despojado a todos, cuando ya no había qué quitarles, cuando la
mayoría de los humanos eran objetos adjudicables, este pequeño grupo intentó el
último despojo: apropiarse de las mujeres que todavía conservaban en propiedad,
los hombres despojados. En una pernada general que cubrió toda la tierra, las
mujeres fueron arrebatadas del hogar y lanzadas como objetos productivos a la actividad fabril.
Este fue el gran
error. Introducida en la producción industrial, la mujer recuperó las
cualidades olvidadas desde la gran violación. Volvió
a sentir interés por la ciencia y por el arte. Entró a las universidades. Se
capacitó, recobró su creatividad, su inventiva, su ingenio, su
imaginación. Y el hombre quedó maravillado al descubrir a
su compañera, al encontrar un ser semejante con quien podía hablar, con quien podía
intercambiar conocimientos, sensaciones, sueños. Surgió la admiración. Volvía a existir la
posibilidad del amor. Aquella mujer no
era la que en el pasado había sido violada para poseer sus riquezas,
ni la que astutamente se había convertido en
explotadora. Aquella mujer —esta mujer, puesto que es la de nuestros días—, era algo totalmente distinto:
sutil, receptiva, inteligente, graciosa, dotada para entender los
problemas, dispuesta a la colaboración,
independiente, capaz de valerse por sí misma. Aquella mujer era libre.
Era la compañera del nómada que un día desapareció en el pantano de la
codicia. El hombre la reconoció:
Yo
soy
Tú
eres
NOSOTROS
SOMOS
Y el amor. . . que
es lo único que importa.*
Tampoco ahora el
camino es fácil. Si en la prehistoria fue necesario luchar contra las fieras,
cruzar selvas y pantanos, en la actualidad hay que combatir contra el egoísmo
y la codicia, contra la rutina y el conformismo, hay que atravesar pantanos de
incomprensión y selvas de soberbia.
Pero unidos por un
objetivo común, situado fuera de nosotros, podemos
avanzar en parejas hasta alcanzar las estrellas.
Sin
más ley que el amor, polígamos francos o monógamos convencidos, debemos
vivir en el idilio y buscar uno que dure tanto que parezca eterno. . . pero que
se puede desvanecer en cualquier momento.
oOo
*
Hay que completar a Richard Bech
II
Siempre se ha considerado al amor
como la fuerza que nos induce al matrimonio. Amor y matrimonio son casi
sinónimos. Sin embargo, aunque existen muchos
casos en que los contrayentes están, o creen estar enamorados, la mayoría
de la gente se casa sin amor, lo que
confirma que éste no tiene nada que ver con el
matrimonio.
En el capítulo anterior vimos
que históricamente el matrimonio
asesinó al amor y en esté proceso debemos encontrar la única causa que
ha inducido a generaciones y generaciones a casarse: la posesión de
esclavos por parte del macho violador y, posteriormente, la explotación del varón por la mujer que supo domarlo y ponerlo a
su servicio.
Tanto en
estos dos extremos como en la infinidad de variaciones intermedias existentes, el matrimonio tiene todas las características de una transacción económica, de un convenio, más o
menos voluntario, para
la prestación de ciertos servicios, para la
adquisición de determinados
bienes.
Y sin embargo, ¡cosa
curiosa!, nunca se especifican las cláusulas
de tal convenio; ni siquiera se
habla de ellas. Cada uno de los contrayentes
sobreentiende que existen, pero las interpreta a su manera: lo que espera el macho violador es muy distinto de lo que imagina la mujer domadora. Cada quien llega a la
boda con un listado diferente de cláusulas y jamás trata de compararlo
con el otro. La aplicación simultánea de
dos procedimientos, de dos concepciones, conduce a los constantes
choques que aparecen en los matrimonios.
Antes de
casarse los contrayentes deberían ser obligados a firmar
un contrato en que se estipularan todos los derechos y obligaciones de cada uno
de ellos. El estudio detenido de las cláusulas. la discusión y el convenio
antes de la boda evitarían muchos problemas posteriores. O quizá evitarían la
boda. Más que al derecho civil, el
matrimonio corresponde al derecho mercantil y laboral.
Nuestras
ideas sobre el matrimonio son siempre brumosas, imprecisas, y casi nunca
concuerdan con las de nuestro cónyuge.
Entre los
hombres es muy común la idea de contar con alguien que los
atienda, es decir, que les resuelva todo un conjunto de actividades, sobre todo
de tipo doméstico: comida, lavado y planchado, limpieza, etc. Y, por supuesto,
muchas mujeres creen que esto es todo lo que se requiere para llevar una vida
conyugal feliz. A cambio de estos servicios
el hombre debe proporcionar los recursos económicos para la sustentación del
hogar y dar a la mujer apoyo y protección ante situaciones difíciles o
conflictivas. El apoyo es la forma en que la
mujer es atendida por el hombre.
Se trata de un intercambio de servicios, pero
nebulosamente especificados. No hay claridad. Además varían no sólo de persona
a persona, sino también con el tiempo y tipo de sociedad.
Hasta
hace poco la mujer llevó la peor parte ya que su dependencia económica la obligaba a
un papel de sirvienta o, en el mejor de los
casos, de ama de llaves. Mientras duró el feudalismo fue tratada como
sierva. Pero con la llegada del capitalismo se convirtió en obrera doméstica y
al establecerse los derechos proletarios aparecieron también los de la mujer;
el sindicalismo entró en el hogar al mismo tiempo
que en las fábricas. Apareció la mujer-sindicato dispuesta a consultar a cada momento el contrato laboral para determinar si tal o cual
actividad están incluidas en el mismo: El tipo
e intensidad
de la relación sexual, el número de
hijos, los descansos y vacaciones, las prestaciones (o sea el
apoyo que debe recibir), la calidad
de los servicios contratados, todo queda
perfectamente estipulado en las cláusulas,
incluso el derecho de huelga de brazos caídos o de piernas cruzadas.
Todo de acuerdo al contrato.
El único,
pequeño, pequeñísimo, inconveniente es que el contrato no está escrito, sólo
existe en su imaginación. Y el patrón, o sea el hombre, tiene otro contrato,
también en su cerebro, con cláusulas
distintas.
La relación entre un hombre y una mujer basada en la lucha de
clases no funciona. Ya sea entre el amo y la sierva o entre el capitalista y la
obrera. Está basada en la desconfianza mutua, en el resentimiento, en la
astucia para aprovechar los descuidos y debilidades de la contraparte y sacarle
ventajas. No hay amistad, no hay compañerismo, no hay metas comunes. Y por lo
tanto no puede haber amor. Las dos partes contratantes tenderán a satisfacer sus necesidades de cariño y comunicación
fuera del hogar, donde podrán encontrar una relación sustentada en el
afecto y no en los intereses materiales, donde no exista espíritu de
competencia, sino de colaboración. Pero esto es una violación al contrato.
oOo
La mujer
tiene a su cargo las tareas domésticas.
Si además cuenta con un trabajo remunerado
estará sobreexplotada, pues aunque el marido ayude en el hogar, ella seguirá
llevando la parte principal de estas tareas. Por el contrario, si
sólo se dedicara a la casa podríamos pensar en
establecer una relación equilibrada, un intercambio de trabajos que se
complementen y permitan la especialización de cada uno en su área. Pero después
de tantos siglos de dominación masculina la mujer no cree en esto; no puede
considerar como un trabajo especializado y de calidad aquél en el que se vio
sometida y degradada por tanto tiempo; lo sigue considerando humillante y esto
cierra la posibilidad al acuerdo de buen grado para la colaboración y la
especialización de ambos trabajos..
La sensación de que el trabajo hogareño es de índole inferior
se ve reforzada por el hecho de que no exista una paga en efectivo. Aunque
generalmente el hombre le entrega la mayor parte de sus ingresos, después de
separar lo correspondiente a sus gastos personales (gastos
de operación, pues están destinados a transporte, comida y otros
renglones ligados a cumplir con su trabajo), la mujer no considera ese dinero
como propio. Lo aplica todo al funcionamiento del hogar y teme gastar parte en
algún gusto personal; en algún capricho suyo. Y cuando lo hace se ve impelida a
dar una serie de explicaciones no pedidas sobre el motivo por el que gastó un
dinero que, según ella, no le pertenece. En ocasiones llega a inventar regalos,
donativos, rifas. . . y, casi siempre, lo que compró ¡fue una verdadera ganga! ¡estaba relajadísimo! El hombre quedará
contento de que su dinero no haya sido dilapidado, y esa noche se dormirá
satisfecho pensando que todos los ministros de Hacienda deberían ser mujeres.
Algunos movimientos
feministas han exigido que se pague el trabajo de la mujer en el hogar. Tienen
razón, es una forma de reconocer el valor del mismo.
Es aquilatar, en pesos y centavos, el esfuerzo de la mujer. Y ella se sentirá,
así, segura de la pertenencia del dinero que ha ganado; lo podrá gastar
libremente, sin dar explicaciones, sin tener que entrar en teorías sobre el
incremento en los rendimientos que produce la calidad y puntualidad en los servicios que paga.
No obstante, nunca
se ha llevado una medida así a la práctica,
pues esto implicaría hacer realidad, poner por escrito, el contrato de
servicios. Sería necesario comparar los contratos-fantasía de cada uno de los
cónyuges para llegar a uno que satisfaga a ambas partes. Resultaría demasiado
complicado y quizá el hombre optaría
por la solución más sencilla, más práctica, de contratar a alguna trabajadora
doméstica, en vez de contratar a una esposa. Habría oleadas de divorcios. (¿Se
incluirían las relaciones sexuales en este contrato?
Estipular una paga por el préstamo de servicios sexuales tiene ya un nombre. Y
un nombre no muy elegante por cierto).
La razón
fundamental por la que no ha fructificado esta medida, pese a su justicia, es
que haría demasiado evidente el carácter comercial del matrimonio: el carácter
de intercambio de servicios en donde el afecto, la admiración, la atracción
física y espiritual no tienen ninguna cabida. Reconocer que el matrimonio no
tiene nada que ver con el amor sería su destrucción.
La única
forma de que la mujer se libere de esta sensación de dependencia es que gane su
propio dinero y para ello tiene que trabajar fuera del hogar. Como esto, a su
vez, la conduciría a una sobreexplotación, será necesario que cada quien tenga
su propio hábitat y que cada quien lo atienda por separado. El hombre dejará
de utilizar a la mujer con este fin. Ambos tendrán autonomía territorial y
económica y en estas condiciones el único servicio que se podrán dar el uno al
otro será el amor. Se prestarán mutuamente el gran servicio de su comprensión,
su admiración, su cariño… la mejor relación que puede existir entre dos seres
libres.
Podrán,
además, colaborar, hacer intercambios específicos, bien definidos, de mutuo
acuerdo: “yo lavo y tu planchas”, “yo hago la comida y tu lacena”, etc. No
habrá la obligatoriedad nebulosa del matrimonio actual sino el convencimiento,
la conveniencia mutua, la colaboración. Y esta requiere comunicación, que
fortalecerá el cariño y el amor.
oOo
Si sorpresivamente le
preguntamos a alguien por qué quiere casarse, es muy posible que no sepa que
contestar, o que dé razones como estas: "Para no estar solo",
"Porque quiero tener hijos", "porque
ya me toca".*
Esta última respuesta es típica de un autómata, y, sin
embargo, por la frecuencia con que se repite nos da la clave del motivo de casi todos los matrimonios: La costumbre, la
tradición.
*"Para no morir solo. Para que alguien cierre mis ojos".
Esta lúgubre razón también se oye con mucha frecuencia. Debe ser tremendamente decepcionante
tener que soportar toda la vida a un agente de pompas fúnebres para que, al
final, se muera tres meses antes que uno.
Aunque presumimos de
seres racionales, la verdad es que somos
animales de costumbres; excesivamente rutinarios. La mayoría de nuestros actos no se deben al análisis o al
raciocinio sino a reflejos condicionados.
Como a los perros de Pavlov se nos programa para que reaccionemos a
determinados estímulos y estamos incapacitados para obrar de otra forma. Por
eso ni siquiera podemos explicar el
matrimonio como un convenio de préstamo de servicios.
Ni explicarlo de ninguna otra manera. Simplemente aceptamos que así debe ser. Es la tradición; lo que se ha hecho
siempre. Que sea bueno o malo, conveniente o no, sale de nuestros alcances. Hay
que casarse porque en el programa grabado en nuestro cerebro hemos llegado a
una instrucción que dice que ya tenemos la edad y posición económica adecuadas
para formar un hogar y no puede seguir
procesándose sin cumplir este requisito.
El diagrama de flujo
de un ser humano es sumamente simple: nacer, crecer, capacitarse, conseguir un
empleo estable, casarse, reproducirse, jubilarse, morir. Y lo cumplimos con el
máximo rigor posible. "Terminó sus
estudios", por ejemplo, suele indicar eso de una manera tajantemente
definitiva. Cuando terminamos los estudios de una carrera, una profesión
técnica o un oficio, nuestro interés por la adquisición de nuevos
conocimientos muere radicalmente. Jamás volveremos a tomar un libro o a
inscribirnos en un curso. Ya estamos capacitados y debemos pasar a la siguiente
instrucción del programa; conseguir un empleo estable. Para muchos, lo único
interesante de la ciencia, el arte, la filosofía o la técnica, es que permiten
conseguir un empleo estable. Si, como sucede frecuentemente, hay una alteración
en el programa y obtenemos el empleo antes de terminar la capacitación,
automáticamente desechamos ésta, interrumpimos los estudios y continuamos al siguiente paso: casarse. Y esta instrucción se va
haciendo más apremiante mientras más tiempo pasa, mientras más estable
es el empleo. Por eso, muchos al llegar a una edad relativamente avanzada están dispuestos a casarse contra cualquiera. ¡Y
lo hacen!
Tan poderosa es la
costumbre que nos sentimos incompletos mientras no
efectuamos el rito de una boda.* Hay personas que viven durante algunos años un idilio perfecto sin casarse y llegan incluso
a tener hijos en esas condiciones y, a pesar de todo, consideran que no están
realizándose, que deben contraer nupcias para que todo marche bien. Y muchas veces cuando
"legalizan" sus relaciones, estas se estropean; comienzan las
dificultades que hasta ese momento no habían existido.
* Al hablar de ritos no nos limitamos a la
ceremonia que se desarrolla en una iglesia o una sinagoga. En casi todas las sociedades primitivas el rito
matrimonial incluye un simulacro de rapto y esta costumbre
se sigue actualmente con demasiada frecuencia, aduciendo
falta de fondos para pagar al cura o la negativa de los padres de ella para
consentir en la boda.
Tenemos tan
arraigada la tradición que no podemos
ver un soltero sin concebirlo como un ser incompleto e inmediatamente le
espetamos la pregunta: ¿Cuándo te casas? Consideramos que sólo después del
matrimonio los humanos han cumplido cabalmente con los fines de su existencia.
Unos amantes con hijos y con felicidad son seres incompletos; pero los casados,
aunque al mes se divorcien, tienen vida plena y satisfactoria. ¿Por qué?
La sociedad ejerce
una gran presión sobre el soltero, recordándole
que no lo aceptará mientras no se case. Pero en cambio ve como natural que el
casado ejerza la poligamia, no lo somete a ninguna presión. Y sin embargo, el soltero
puede tener tantas parejas y tantos hijos como el casado. ¿Por qué entonces,
esta presión? ¿Será por el hecho de que el soltero no está engañando a nadie y
esto va contra las normas sociales? ¿En qué otra cosa se distinguen el soltero
y el casado polígamo?
Aunque en la
actualidad el peso de la sociedad no es tan patente como en el pasado, sigue
siendo abrumador. Una pareja que viva en unión
libre siempre será criticada. En nuestra sociedad machista el peor peso lo
lleva la mujer a quien se considera como una golfa y los puritanos que la
criticaran intentaran abusar de ella y gozar de sus "favores" de
mujer fácil. Los hijos por otra parte serán discriminados incluso por la ley, que suele
limitar los derechos de los hijos "naturales" (¿los otros, son
artificiales? ¿son de plástico?) Muchas gentes que no creen en el matrimonio y,
menos aún, en la necesidad de que el Estado
o la Iglesia intervengan en las relaciones afectivas de dos personas, han
terminado casándose para evitar enfrentamientos con una sociedad
agresiva y abusiva que no los deja hacer su vida. El temor suele ser una razón
bastante frecuente para contraer matrimonio.
Aunque parezca increíble hay demasiada gente que se casa con el único y
exclusivo fin de no sentirse sola. En los casos extremos se trata de esas
"almas solitarias" que anuncian en alguna revista especializada que
están buscando a su pareja ideal. ¿Serás tú?,
suele decir el final del aviso. Y
entre los cientos y miles que se dedican
a pitorrearse de ellos, reciben la respuesta sincera y emocionada de otra alma igualmente solitaria con la que
inician una relación que
invariablemente acaba en desastre.
Por supuesto, no
todos recurren al anuncio; la mayoría espera
pacientemente a que aparezca alguien que les haga compañía; pero el desastre final es casi axiomático.
Como consecuencia de
una frustración, de un engaño, del cansancio
producido por la lucha diaria sin obtener, aparentemente, resultados positivos,
de una vida demasiado retraída o de un cambio que nos lleva a un ambiente muy
distinto de aquel en que nos habíamos desenvuelto, nos encontramos rodeados de
gentes ajenas a nosotros, por las que no sentimos ninguna atracción y entonces,
ante nuestra sensación de soledad,
recurrimos a buscar más allá del horizonte a algún desconocido que
llegará mágicamente a resolver nuestro
problema.
Pero si a través del trato directo, diario, no podemos compenetrarnos
con quienes nos rodean ¿Qué
garantía hay de que lo logremos, por ejemplo,
con alguien cuya única referencia es que contestó nuestro anuncio en un
periódico? ¿No es pedirle demasiado a la magia?
Quienes así actúan buscan un milagro. En lugar de encarar su
problema, o sea el temor a otras gentes, la ubicación en un medio inadecuado,
el miedo a fracasar sentimentalmente, se evaden de la realidad y esperan una solución sobrenatural. Esperan la llegada de un
Mesías particular que resuelva sus dificultades y otean el horizonte tratando
de encontrar una señal que les indique su venida. En su afán recurren a todas
las artes adivinatorias a su alcance: Cábala, Tarot, Huija, lectura de café,
aritmomancia, cartomancia, quiromancia y
todas las mancias habidas y por haber.
En astrología, la más popular de estas farsas, a las almas solitarias
y atormentadas siempre se les hace saber, como si se tratara del anuncio de un
automóvil: "Hay un Leo en su futuro". Lógico, un astrólogo perspicaz
siempre nos dirá lo que queremos oír. El león es el símbolo de la fuerza y la
nobleza. ¿Qué más puede pedir un solitario que se siente débil e indefenso?
Descansando en el león dejará que él se haga cargo de todo; los problemas,
aparentemente, habrán desaparecido. Es la
conjunción de Leo con Avestruz, aunque este signo no exista en el
Zodiaco. ¿No sería mejor recomendar un
Libra, signo más sufridito al que se le atribuye la virtud de saber
controlar sus preocupaciones cuando se trata de dar confianza y seguridad a
los demás? Al menos habría la posibilidad de enfrentar
y resolver el miedo a la comunicación que padece el solitario. Pero, aún así, me parece que recurrir a la
astrología es hacerle mucho al…
Tauro.
El
solitario debe resolver su incapacidad de comunicación. Y si desea ampliar su círculo de conocidos puede acudir a lugares donde se reúna la gente; hay muchos. Incluso, en la actualidad,
se cuenta con clubes donde se reúnen divorciados, solteros y, en general, personas que se hallan aproximadamente en
sus mismas condiciones. Esta es una forma fácil, inventada como
respuesta al creciente número de divorciados, de conectarse con otros seres, no
estar solo y encontrar lo que se busca.
Por otra parte, si
teme fallar, si quiere garantizar cierta seguridad antes de lanzarse a una aventura sentimental es más congruente utilizar métodos que se apoyen en la ciencia,
como los servicios de asesoría que ya existen en algunos países, donde con
ayuda de una computadora se selecciona de un banco de datos a las personas con
características adecuadas, de las que se tiene una referencia sobre gustos,
psiquismo, estudios, costumbres, aficiones, ideologías,
etc. Incluso hábitos sexuales.
En el futuro se
empleará este tipo
de servicios para todo el mundo. En
efecto, el primer requisito que debe
cubrir nuestra pareja es que la conozcamos,
al menos de vista; es imposible unirnos a alguien cuya existencia
ignoramos. Pero estamos limitados en el
tiempo y en el espacio; nuestra búsqueda se reduce, por fuerza, al círculo de
nuestros conocidos, a los lugares que nos son asequibles. Y
posiblemente nuestra pareja se encuentre
sólo unos metros más allá. Por
eso, tratamos de ampliar nuestro horizonte asistiendo
a bailes, conferencias, exposiciones y toda clase de eventos sociales que nos permiten entrar en contacto
con gentes desconocidas hasta
ese momento. Pero
este proceso es
totalmente aleatorio. Las probabilidades de toparnos con alguien
interesante son pocas. Si, por ejemplo, utilizáramos los datos computarizados para reunir en algún evento a personas afines,
aumentaríamos mucho la probabilidad de que se formaran parejas muy
compenetradas que llegarían a amarse. Lograríamos noviazgos casi perfectos.
Pero ¡Cuidado!
Una computadora no es más que una herramienta. No hace magia. Nos mostraría
tendencias pero no hechos irrevocables. Sus resultados dependen de la veracidad
y amplitud de los datos que procese. Y aún así, las relaciones afectivas entre
dos humanos son tan variadas y tan
subjetivas que nunca podremos predecir con seguridad absoluta lo que va a
pasar. El mejor índice será siempre nuestro propio sentimiento: la
intercomunicación que logremos con alguien, independientemente de la opinión
de la computadora y de quienes nos rodean. Por encima de
cualquier tendencia o cualquier divergencia está
nuestro albedrío, nuestra voluntad para establecer una comunicación. Y si esta
última no existe, el que se casa por no estar solo, se verá obligado a convivir
con un desconocido, con un ser a quien no hay nada que decir. Y la soledad se
vuelve desolación. No hay peor soledad que la de dos en compañía. El matrimonio
fracasará rápidamente. Especialmente cuando se casen dos solitarios.
Existe también el matrimonio por intereses financieros. Los
poseedores de alguna riqueza, los terratenientes, desde el simple agricultor
hasta el soberano de un imperio utilizan a sus hijos para crear alianzas
destinadas a mantener sus posesiones y a establecer derechos sobre las de
otros. La opinión de los futuros cónyuges nunca
se toma en cuenta; primero están los intereses, la conveniencia y, en el peor de los casos, el compadrazgo.
En el pasado se llegó hasta el grado de casar niños que todavía no
nacían.
Con la aparición del capitalismo este ajedrez de poseedores se
trasladó a los empresarios. Viendo la sección de sociales de algún periódico
nos preguntamos si describen una boda o una fusión de capitales.
Afortunadamente
se ve cada vez menos esta práctica
infamante y ojalá pronto sea sólo un mal recuerdo consignado
en los libros de historia.
También hay quienes se casan para alcanzar algunas
ventajas económicas de que gozan sólo los casados: diversas prestaciones sociales, posibilidad de adquirir una casa o un departamento,
preferencia sobre los solteros para obtener un empleo o conseguir un
ascenso, etc. Generalmente estas
ventajas se diluyen por la aparición de nuevos gastos, de otra índole, que no
tienen los solteros y si las compararnos
con la infelicidad que causa un matrimonio sin amor, notaremos que salen perdiendo.
Entre
las mujeres es muy frecuente buscar como marido a alguien que tenga una
buena posición económica, o al menos, un buen empleo, estable y
con ingresos aceptables. Esto les garantiza una vida cómoda, aunque tengan que
prescindir del amor y de otras formas de
dicha. La mujer domadora mira ante todo su seguridad personal. Pero esto no es exclusivo de la mujer; también hay bastantes
hombres que consideran que lo mejor del matrimonio es contar con un suegro
rico, con "palancas", bien relacionado, que les ayude a alcanzar
rápida y fácilmente una buena posición o que
les invente alguna colocación cómoda en su industria o negocio.
oOo
Tampoco resulta muy
convincente el matrimonio con el único fin de tener
hijos. Si bien es cierto que el instinto de perpetuación de la especie es muy
fuerte y, además, necesario, no es, sin embargo, motivo suficiente para que
dos seres humanos se encadenen de por vida si no tienen nada más en común.
Si lo enfocamos
desde un punto de vista totalmente pragmático y ligado exclusivamente a la perpetuación de
la especie, quizá resulte más efectivo recurrir a la fabricación de
niños de probeta o a que el Estado controle de alguna forma la producción de
humanos. Quizá se podría substituir el servicio militar por el servicio marital.
Al cabo de uno o dos años saldríamos liberados y con la cartilla sellada.
Posiblemente hasta se
otorgarían medallas por méritos en
campaña. Y el riesgo de guerras disminuiría.
Afortunadamente,
nuestro instinto es mucho más profundo que
esto. Exceptuando los casos más o menos patológicos en los que el afectado
tiene serias dudas sobre su sexo y trata de desvanecerlas demostrando con
"hechos" su "normalidad", en la mayoría de los humanos lo
importante no es tener un hijo sino cuidarlo,
protegerlo y lograr que se desarrolle sanamente.
El ser humano normal
se liga a sus crías por una complicada y extensa
red de lazos afectivos. La emotividad que genera esta red es mucho más
importante que la simple reproducción. Quizá la profundidad de nuestros
sentimientos sea lo que nos hace diferentes
como especie.
Pero si al decir
"tener hijos" lo que significamos realmente es crear lazos de afecto, cuidar, dirigir, proteger.
. . necesitamos establecer al mismo tiempo una comunicación muy intensa con nuestra pareja, puesto que ambos participaremos en la formación mental y emocional de los nuevos seres.
Si nuestros
criterios son muy diferentes, si lo que queremos enseñar
a nuestros hijos es radicalmente distinto, si no coincidimos en nuestras
concepciones de lo que es un ser humano, chocaremos y transmitiremos a los
niños un cúmulo de informaciones opuestas y contradictorias que sólo servirán
para embrollar sus cerebros, para causar confusión
y hacerlos inseguros.
La diferencia de
criterios nos conducirá a continuos
enfrentamientos que terminarán en lucha por poseer a los hijos, por inclinarlos
a nuestro favor y, finalmente, a someterlos a nuestra voluntad impidiéndoles un
desarrollo autónomo. Acabaremos por hacer de ellos facsímiles de nuestros
deseos y frustraciones en lugar de seres libres
y pensantes.
"Si tienes un
hijo regocíjate. Pero tiembla ante la inmensa responsabilidad
que se te encomienda" dice un viejo proverbio masónico. Y, sin embargo,
qué poca gente capta en toda su magnitud esta responsabilidad. Es rara la
pareja que planea con cierto detenimiento la educación que va a dar a sus
hijos. Y al decir educación no nos referimos a la instrucción que recibirán en
una escuela, sino a todos los detalles, a todas las normas que regirán el conjunto de su vida.
"Enséñale sanos principios antes que bellas
maneras" continúa el proverbio citado.
Pero ¿Cuáles son esos sanos principios? ¿Cuáles son esas bellas maneras que a
la larga también deberá aprender? ¿Tiene nuestra pareja la misma opinión sobre
ellos?
Generalmente cuando
escogemos con quien aparearnos para la reproducción
buscamos que tenga salud, belleza y ciertas características psíquicas;
emotividad y raciocinio. Esto nos asegura en gran medida la perpetuación de
esas cualidades. Actuamos acordes con la
selección natural.
Pero un cerebro sano
no lo es todo. Mucho dependerá de lo que pongamos en él. La mente es como un campo
fértil, cosecharemos lo que sembremos.
Lo
difícil es la selección de las
semillas. Somos dos los que vamos a sembrar y
debemos estar de acuerdo. Esto es lo que suele fallar. Se requiere que
nuestra pareja tenga características culturales
similares a las nuestras, sobre todo en temas fundamentales, que suelen ser los
más conflictivos, por ejemplo la religión, la política, los conceptos éticos,
la actitud ante la ciencia, etc. Esto garantiza
cierto acuerdo, cierta unidad de intereses y metas comunes.
Es un buen comienzo,
pero aún
así debemos analizar nuestros conceptos, definir detalladamente
lo que ambos queremos transmitir
a nuestros hijos y en que forma: cuándo, como y por qué. Con frecuencia la
semejanza en un cuadro general resulta ficticia cuando entramos al detalle: un
católico y un hugonote son cristianos, pero ¿qué tan
compatibles son sus ideas?, ¿no
acabará el matrimonio en una Noche
de San Bartolomé? Un stalinista y un trotskista ¿no terminarán a pioletazos, aunque ambos sean leninistas?
El análisis, la confrontación, la discusión de
divergencias, la planeación de la educación deberían ser
acciones previas a la concepción de un hijo. Y para esto se requiere que la
pareja se identifique desde antes; debe llevar tiempo de tratarse
profundamente para estar compenetrada y tener una relación estable que sólo se
consigue cuando hay comunicación sincera; cuando hay amor.
Pero esto
generalmente no sucede. En cuanto nos casamos encargamos un niño,
sin haber planeado su futuro. Esto, por una parte, libera de la duda que
siempre tienen los hombres y las mujeres sobre su fertilidad, pero además
sirve, en teoría, para afianzar el matrimonio; se trata del viejo chantaje
emocional que inventó la mujer domadora, aunque también lo usan muchos hombres.
Un matrimonio sin hijos corre el riesgo de disolverse; si las relaciones entre
marido y mujer van mal sobrevendrá el divorcio. Un hijo hace más difícil
la separación: ¿Cómo abandonar a la pobre criaturita?, ¿cómo
va a vivir sin padre o sin madre? Y el matrimonio queda consolidado.
Ahora sólo falta educar al rehén. Si en el futuro hay
problemas se puede repetir la receta: otro embarazo y ya.
Si prescindimos del matrimonio y
nos concentramos en un idilio, el panorama
cambiará totalmente. Los primeros años los emplearemos para compenetrarnos con
nuestra pareja, para confirmar que la queremos, que sentimos verdadero amor. Y
cuando esta relación madure, cuando estemos convencidos de su estabilidad,
empezaremos a planear la educación de los hijos. Estos llegarán después y se
desenvolverán en un campo ya preparado en el que ambos padres sabremos qué hacer
y estaremos de acuerdo. Si, a pesar de todo, la pareja se disuelve después del
nacimiento de los hijos, también habremos planeado esta posibilidad y la
afectación será mínima, no lucharemos por poseerlos ni por predisponerlos
contra nadie. La ruptura será entre un hombre y una mujer, pero no entre éstos
y sus hijos, cosa muy común en los divorcios actuales; pues sucede que casi
nadie piensa, al casarse, en la posibilidad de un divorcio y cuando éste llega
afloran de golpe todas las cuestiones no planteadas o tratadas
incorrectamente: la custodia de los hijos, la atención que van a recibir,
etcétera. Sin contar los problemas de orden económico como la posesión del
hábitat común, los bienes materiales y demás.
La falta de planeación hace excesivamente difícil el divorcio, pues hay
que definir intereses en el momento en que ambos están resentidos y adoloridos
contra su ex pareja.
Y sin embargo, somos
tan absurdos que consideramos la planeación
como una falta de afecto: ¡Todavía no nos casamos y hablas de divorcio! ¿Es que
no me quieres?, ¡Bienes separados! ¿Es que
no me quieres?, ¡Cuentas separadas! ¿Es que no me quieres?, ¡Habitáis
separados! ¿Es que no me quieres?
¡Al contrario!: Planear, evitar discusiones futuras,
respetar la autonomía y la libertad de nuestra pareja, son muestras de
afecto; son actos destinados a proteger nuestro amor. Impedimos que se pueda
destruir por nimiedades, por peleas estériles, por imprevisión… Amor no es sinónimo de insensatez.
o O o
Como todo acto de creación,
el nacimiento de un hijo nos maravilla. Somos capaces de dar vida, de
reproducir nuestra propia vida. Nos sentimos perpetuados en el nuevo ser, que
es producto de nuestros genes. Lleva nuestra sangre, nuestra propia carne. Hemos reencarnado.
La reencarnación no consiste en que una hipotética alma se
desprenda del cuerpo para, después de varios miles de aburridísimos años de
ociosidad flotando en calidad de globo por el infinito, terminar convertida en
vaca.
La reencarnación, la verdadera reencarnación es la que efectúan
nuestras moléculas de ADN unidas a las de otro ser: nuestra pareja. La
reencarnación no nos reproduce exactamente iguales; no hace copias monótonas de
nosotros mismos. En la reencarnación aparecemos unidos a otro ser: a ese ser
por el que tuvimos el afecto, el cariño, el amor suficientes para perpetuar sus
virtudes junto con las nuestras. La criatura es la reencarnación de nuestro
amor. Por eso la violación es un crimen, Por eso, también, los abuelos, cuyas
vidas ya están gastadas, sienten tal ansiedad, tal pasión por sus nietos.
Ante el milagro de la
reencarnación, ante el milagro de asistir a nuestro propio
nacimiento nos llenamos de dicha y decimos ¡GRACIAS! a nuestra pareja, a esa
persona que unida a nosotros hizo posible
la magia de la creación.
"Tú" y "Yo;' hemos reencarnado en
"nosotros". Cada uno de nuestros hijos en un "nosotros" que
nos autorregalamos. Pero al vernos tan
débiles, tan indefensos ante la nueva vida que iniciamos reencarnados, nos sobrecoge la angustia, el temor
por los peligros y dificultades que
vislumbramos en el futuro y sentimos la necesidad de proteger al nuevo
ser, que equivale a protegernos a nosotros mismos.
Debemos asegurar nuestra vida futura, nuestra vida reencarnada.
Desde este momento lucharemos
por él. Trataremos de mejorar en él nuestras virtudes,
nuestras cualidades y evitaremos que caiga en nuestros vicios, en nuestros
errores. Lucharemos por que tenga lo mejor. Pero esto nos puede llevar al exceso;
podemos llegar a la sobreprotección; podemos cometer el error de olvidar que
nuestra reencarnación es un ser diferente y tratar de hacerla a nuestra imagen y semejanza.
Debemos comprender que un hijo
es un ser vivo que debe experimentar, ensayar, para conocer la vida, para usar
su libre albedrío y tornar sus propias
decisiones. Un niño sobreprotegido jamás madurará. Al ir creciendo tendrá que
desprenderse de sus padres, tomar sus propios riesgos.
Esto nos angustiará, pero no queda otro remedio; es su vida y
debe disponer de ella. Cuando llegue el
momento abracémoslo y dejémoslo ir; llevará en su equipaje el cúmulo de
conocimientos, experiencias y cualidades que
le hayamos sabido inculcar. Si somos dos, el padre y la madre, de común
acuerdo, los encargados de prepararlo para que se enfrente al mundo, las
posibilidades de éxito son muchas. Si, por el contrario, los dos que debíamos
estar unidos nos hemos opuesto el uno al otro, si hemos entorpecido nuestras
labores mutuas, no nos sorprendamos de los resultados que obtendremos.
La educación de un hijo exige respeto mutuo del padre y la
madre; ambos están reencarnados en él. Los dos tienen derecho a promover las
cualidades y virtudes que más estimen, pero sin afectar los derechos de su
compañero. Por eso es tan necesario el común acuerdo de los padres; por eso se
necesita la planeación. La educación es un acto de
colaboración.
No obstante, muchas veces nos
ciega el egoísmo y pretendernos arrebatar a nuestra pareja el
derecho a reencarnar. Queremos ser los
únicos que decidan sobre la formación de los hijos.
Esto sucedía antiguamente cuando la mujer dependía notoriamente
del hombre y sigue sucediendo en nuestros días, aunque con menos frecuencia, en
los matrimonios machistas. El varón por su carácter de autoridad máxima era el
encargado de tomar todas las decisiones. La madre, a parte de sus labores de
ama de llaves, tenía la función de niñera; pero la educación de los hijos era
normada por el padre; ella sólo debía auxiliarlo para vigilar que sus
instrucciones se llevaran a cabo al pie de la letra. Limitada así a la condición de policía educativa, la madre no debía
opinar. ¿Además que podría decir una mujer inculta obligada a vivir confinada
entre las cuatro paredes de su casa? El hombre podía prescindir de ella.
Los hijos eran del padre exclusivamente. La madre era sólo una incubadora.
Para
asegurar su hegemonía
el hombre se casaba con una "mujer
decente", es decir alguien tan dócil, tan falta de personalidad que no
pudiera oponer ninguna resistencia a su autoridad. Un robot, un autómata
incapaz de cualquier acto volitivo y, por lo tanto, incapaz de interferir en
sus decisiones, incapaz de inculcar en sus
hijos cualquier pensamiento subversivo o simplemente incorrecto. La mujer decente debía ser un ejemplo de
obediencia, de sumisión, de aceptación de las normas establecidas, de
respeto a los dictados
del macho. En otras palabras, el modelo perfecto de la mujer violada por el nómada ladrón
que quiso apoderarse de todas las
riquezas para él solo. Y como toda mujer violada: frígida, insensible al amor; condición que
permite al macho mantenerla en propiedad.
En este
modelo matrimonial predomina el macho, pero en la medida en
que la mujer toma iniciativas e influye sobre los hijos, se presentan
desajustes y empiezan las fricciones. Es muy posible que ni
siquiera en el pasado se haya podido realizar con éxito esta teoría.
En estas
condiciones el matrimonio puede funcionar sin comunicación
ni afecto, pero esto conduce, una vez más, a buscar el cariño fuera de la casa. Inexorablemente la carencia de amor desemboca
en el adulterio. En matrimonios de este tipo es bastante común que el hombre encuentre un amor externo, como
compensación a la frigidez de su mujer, y que se desentienda de cualquier toma de decisiones. La mujer, semiabandonada,
tendrá que afrontar la situación y convertirse al mismo tiempo en padre y
madre de los hijos, que entonces
serán exclusivamente suyos.
Lo mismo
sucede en los casos en que el hombre sólo trata de probar su virilidad; su fecundidad. Una vez hecha la
demostración se alejará,
pues la educación y cuidado de las crías es una carga demasiado pesada que no desea.
Este modelo de hombre irresponsable,
que duda de su virilidad y que, por tanto, hace ostentación de ella, es el encargado de
producir madres solteras, mujeres abandonadas antes del matrimonio y encintas como
consecuencia de un exceso
de confianza en las palabras de él o de un exceso de confianza en pensar que un hijo les
permitiría atrapar al padre. Él se va
feliz de su machismo y ella tiene que tomar, sola, la resolución de tener y sostener al niño o de
abortarlo.
La mujer
semiabandonada es un accidente, muy común,
pero accidente al fin y al cabo. Es el resultado de la falta de afecto, de la
falta de comunicación entre un hombre y una mujer. La incapacidad para amar de
ella lo obliga a él a buscar el amor fuera del hogar. A pesar de que muchas veces es el sentido de "decencia"
de él, el que provoca la falta de erotismo.
La antípoda del hombre que posee totalmente a sus hijos no
es la mujer abandonada. La verdadera antípoda es la madre soltera por voluntad;
aquella que prescinde del hombre para convertirse intencionalmente en la única
rectora de los destinos de sus hijos. La mujer que escoge fríamente a un bello
ejemplar del género masculino y se deja embarazar por él para tener una cría a
la que educará a su entera satisfacción.
Ésta es una facilidad que no tiene el hombre. Para
ser "padre soltero" tendría que disponer provisionalmente de una
matriz y no hay muchas mujeres dispuestas a soportar voluntariamente todo un
embarazo para después desprenderse tranquilamente de su hijo. Aunque algunas lo
hacen: lo dejan en un orfelinato o lo ceden a una pareja sin hijos para que lo
adopten.
o O o
En el divorcio, tal
como se practica actualmente, se eliminan, o al menos se reducen, los derechos
de uno de los padres. Al ser otorgados en custodia a uno de ellos, generalmente
la madre, el otro ve restringidos sus derechos. Incluso para visitarlos tiene
que hacerlo bajo horario, según el calendario
especificado por la ley. Los hijos quedan confinados al hábitat del custodio y
acaban considerándolo como propio, por lo que se sentirán extraños en el
territorio del otro ex cónyuge que finalmente será considerado como un ser ajeno a ellos. El divorcio no se limita
a la pareja, sino que afecta también las
relaciones entre padres e hijos.
Por medio de la
planeación y dotando de un hábitat propio a cada hijo los
padres evitarán conflictos y ninguno perderá las relaciones afectivas con ellos. Evidentemente esto
no significa dejar solo en un cuarto a un recién
nacido. Éste debe estar junto a sus padres. Pero a medida que vaya creciendo se
le irá dando más y más independencia, según la planeación que hayan hecho los
padres. Aprenderá gradualmente a ser autónomo, a responsabilizarse de lo que
le pertenece: su hábitat. Pero además aprenderá la importancia de la compañía:
aprenderá a visitar a sus padres para buscar su afecto o su protección; será
independiente pero mantendrá los lazos de amor.
Si los padres llegan
a divorciarse le ahorrarán el disgusto de
verlos pelear, de verlos agredirse y degradarse mutuamente. Ellos por su parte
dirimirán sus diferencias en privado, fuera del hábitat del hijo, sin la
sensación de culpa y disgusto que representa una disputa en público; sobre todo
cuando el público está constituido por unos
hijos que ven angustiados la contienda. Si, además, el padre y la madre cuentan con su propio hogar,
su territorio particular, podrán aislarse para calmarse, razonar y tomar con
serenidad la solución más adecuada. Muchas veces esto evitaría una separación
definitiva; una temporada lejos uno del otro puede servir para volverlos a unir
y los hijos nunca tendrán noción de la
gravedad de la desavenencia, no se verán comprometidos ni forzados a
tomar partido.
Si, de todas formas,
se llega a la. ruptura, bastará con que ambos
permanezcan aislados en sus respectivos territorios. Después de todo, lo primero
que se hace en un divorcio es separar los hábitats. La separación será, casi siempre, tan simple como cerrar una puerta,
Pero los hijos podrán seguir visitando a ambos, podrán seguir la vida normal que han tenido con cada uno de
ellos. Todas las relaciones entre
cada miembro de la pareja y sus hijos seguirán como siempre, sin afectarse en absoluto. No habrá
alejamiento. Y los dos que se separan podrán continuar con el plan,
concebido antes de la separación para educar y cuidar a los hijos. Se romperán
los lazos de amor entre ambos, pero no los de responsabilidad compartida hacia
las crías. Hay muchos divorciados que conviven en perfecta armonía pendientes de sus hijos, pero que mantienen
separadas sus relaciones amorosas o
sexuales.
oOo
Gracias a la
revolución sexual que se inició a mitad de este siglo
algunos motivos que conducían antes al matrimonio están ahora en vías de
extinción.
En la actualidad la
búsqueda polígama de una pareja es relativamente
fácil, tanto para ellas como para ellos y esto incrementa la posibilidad de
idilios duraderos y, consecuentemente, de seres felices y realizados. Pero
antes de esta revolución la búsqueda era difícil. El tabú sexual, la
prohibición del coito, el sacrosanto respeto al himen, eran un obstáculo terrible para la comunicación entre dos seres. La sociedad y la ley imponían
con ferocidad el culto a la virginidad femenina. La mujer decente debía
llegar intacta al matrimonio, lo que significaba no haber experimentado nunca
sexualmente; llegar en un estado de ignorancia total con respecto a la forma de
comunicación más simple que puede haber entre un hombre y una mujer. Y esto
después de haber acumulado a lo largo de toda su vida una cadena interminable
de ideas subversivas y retorcidas sobre lo dañino y pecaminoso del sexo.
¿Sabes decir groserías?
¿Qué son groserías?
Palabras que no deben decirse.
Y ¿para qué quiero saber palabras que no se pueden
decir?
Una conversación similar a ésta la hemos tenido todos entre los
dos y los cinco años y representa el comienzo de una iniciación fatídica de la
que sin excepción hemos sido objeto. Nuestro interlocutor, un mocoso
ligeramente menos inocente que nosotros, nos apartará hacia algún lugar
solitario, y nos introducirá en el mundo de lo prohibido. Con una mezcla de
miedo y orgullo deslizará en nuestros oídos las primeras groserías que
aprendemos, quizá todas las que sepa él en
ese momento. Con esta sencilla ceremonia
habremos sido iniciados en la infelicidad y la incomunicación.
Nuestro iniciador nos confiará el gran secreto del arte de decir majaderías:
"No debes decirlas delante de los mayores" (que, en este caso, son
todos los que tienen más de siete u ocho años) y añadirá, si somos de género
masculino: "Tampoco las digas cuando haya viejas presentes".
Con estas dos
simples recomendaciones habrá saboteado toda
nuestra confianza hacia los "mayores" y hacia todas las personas de
nuestra edad pero con diferente sexo (en el, caso de las "viejas" la
recomendación será que no hablen delante de los niños). Con estas dos simples
recomendaciones quedaremos aislados de casi todo el género humano, a partir de
ese instante sólo podremos confiar en un reducido número de gentes de nuestra
edad y sexo, con las que creceremos desconfiando del resto del mundo, pues la
experiencia demostrará que nuestro iniciador tenía razón y que la
violación de estas dos recomendaciones
traerá como consecuencia la denuncia, la
reconvención, el regaño o el castigo. (Por lo menos
la amenaza de éste: ¡Si vuelves a decir eso te lavo la boca con jabón!)
Pero,
en sí, las groserías no son
importantes. En última instancia podemos
prescindir de ellas. Lo grave es que
dentro de ese mundo prohibido al que entramos todos sin saber porqué y del que están
excluidos "los mayores" y
"las viejas", se desarrolla todo nuestro aprendizaje sexual.
Todo lo concerniente a este tema lo aprenderemos en unión de unos cuantos y
aislados de todos los demás, temerosos,
recelosos, angustiados. Dentro de nuestro pensamiento reservaremos un espacio
para archivar todo lo prohibido, todo
lo perverso todo lo que no se debe
pronunciar. En ese espacio estará la
totalidad de nuestros conocimientos sexuales, agrupados con los insultos, las majaderías, las
obscenidades, etcétera.
El
precio que pagamos por saber decir groserías es demasiado alto: la soledad.
Las
primeras que aprendemos tienen apenas el carácter de interjecciones; desconocemos su significado preciso; sólo
sabemos que sirven para insultar o demostrar
desagrado y las clasificamos por la magnitud de su
intensidad ofensiva; pero desconocemos lo que decimos.
Sólo algún tiempo después descubriremos que esa prohibidísima y altisonante palabra de cuatro letras
sirve para designar al homosexual o la prostituta, según el género que
empleemos; pero para ello será necesario
que aprendamos antes lo que son un homosexual
y una prostituta.
De las
interjecciones pasaremos casi en seguida a los chistes "colorados" cuya única gracia radica en pronunciar o escuchar palabras que por prohibidas causan
nuestra hilaridad. (Es bien conocido el cuento del perico que acaba en la frase:
"Si no me agacho me lastiman". Con este final el chiste no provocaría ni la más leve sonrisa. La gracia, la única
gracia radica en substituir "lastiman" por otra palabra,
mucho más florida, tomada del idioma proscrito).
La virtud del perico
estriba en que agrede a "los mayores", nuestros enemigos, los ajenos
a nosotros, que se ven obligados, en la trama del cuento, a oír lo que lastima sus tímpanos. El perico habla por
nosotros, expresa en nuestro lugar el resentimiento que sentimos por un mundo
que nos ha aislado, que nos ha dejado en la
soledad.
Pero pronto
pasaremos al segundo grado. En algún momento alguien
nos contará el primer chiste "erótico". Será nuestra primera lección
de sexología, aunque en ese momento lo ignoremos. Sorprendidos, nos enteraremos del extraño entremezclar de
aparatos urinarios (en ese momento desconocemos lo genital ya
que nadie se ha molestado en hablarnos de ello) a que se dedican Pepito y,
según el caso, su prima, la sirvienta o una prostituta. (En ese instante aprenderemos el significado de esta
última palabra).
Sobre la extraña acción de Pepito sólo sacaremos en conclusión
que, al igual que las palabrotas del perico, tiene como único fin molestar,
agredir a su compañera de chiste, ya que en el mundo iniciático de lo prohibido
todo es motivo de chanza y producto de la ofensa que se infiere a quienes nos
desagradan que son a los que dirigimos las
interjecciones aprendidas o, en este caso, las acciones tomadas. La palabra
empleada para describir lo que hace Pepito tiene también como significados:
molestar, fastidiar, ofender, dañar. . . Inconscientemente se nos grava en la
mente que tal acción es nociva, es perjudicial, es agresiva para quien la
recibe. Que es una forma de degradar a alguien nos lo demuestra el hecho de que
Pepito ejerce su acción sobre una de esas personas a las que se designa con el epíteto de cuatro letras antes citado y que tenemos
clasificado como altamente ofensivo, altamente degradante, o con la sirvienta,
que en nuestra sociedad ocupa uno de los escalones más bajos y a la que, en consecuencia, es fácil humillar.
Pero Pepito no tiene
limitaciones. Para sus fechorías recurre tanto a
personas del género femenino como del masculino. Aprendemos una variante y al
mismo tiempo descubrimos
el significado de la palabra homosexual, que también es ofensiva y degradante.
El daño está hecho. Pasaremos nuestra primera infancia
considerando el coito como algo sucio, ultrajante, malévolo: algo que sólo
puede agradar al ofensivo Pepito y a las abyectas personas que le hacen pareja.
¿A qué especie de canalla se le ocurrió una manera
tan sutil de manipularnos, de envenenar todas nuestras ideas sobre el sexo?
¿Por qué la humanidad se empeña, generación tras generación, en mantener el
tabú, en hablar a escondidas y en voz baja?
Pero un día, cuando ya estemos completamente infiltrados por
estas ideas, el acto de Pepito tendrá consecuencias… la
sirvienta quedará embarazada. ¡Nuestra
sorpresa será enorme!
¿Entonces lo de Pepito no es una simple
extravagancia? ¿Así es como nacen los niños? En nuestro cerebro se agolparán
las preguntas. Y a través de las sabias explicaciones de un niño de ocho o diez
años descubriremos el milagro de la fecundación, de la gestación, de la vida… todo lo que
ni nuestros padres ni nuestros educadores son capaces de enseñarnos. Con tan
erudito maestro aprenderemos todo sobre la erección, la ovulación, la menstruación… en un sólo día entrarán en nuestra mente la
sexología, el erotismo, las enfermedades venéreas,
la obstetricia… nuestro sistema
urinario se convertirá en genital.
¿Por qué se oculta? ¡Porque nunca se habla en
público de este acto maravilloso gracias al cual vivimos? ¿Qué tiene de malo
aquello que nos permitió nacer, que nos permite gozar de todo lo bueno que hay
en este mundo? ¿Se avergüenzan nuestros padres de habernos traído? ¿No
estábamos invitados?
Estas preguntas
siempre quedan sin contestar. Como iniciados que somos en la secta de lo
proscrito no nos atrevemos a preguntar a los mayores y los de nuestra edad no
tienen respuestas. Por algún motivo
desconocido el acto de Pepito, que ahora nos parece tan maravilloso, sigue
siendo tabú, sigue prohibido. Algo malo que no alcanzamos a vislumbrar debe tener puesto que se oculta.
Caemos en la confusión, en la incertidumbre. Si es malo, si es indebido
¿por qué lo hicieron nuestros padres? Y si no ¿por qué taparlo, por qué
esconderlo? ¿Por qué se niegan a decirnos que somos el producto de su gozo
mutuo, de su alegría, de su éxtasis? ¿Por qué no decirnos que somos fruto del
amor? ¿Por qué dejarnos con la angustia, con la duda de pensar que quizá
seamos el resultado de una acción sucia y
perversa?
Crecernos con la
contradicción. Algunos no superan jamás el impacto de este
descubrimiento; se quedan encallados en la lóbrega idea de la maldad del sexo;
no llegan a entender lo bonito, lo grandioso que es dar vida. . .y esto los
conduce a amar a la muerte. Considerarán malvados a sus propios padres por
practicar esas suciedades y al no poder castigarlos se castigarán a sí mismos
auto-condenándose a la amargura, la
austeridad y la infelicidad.
Por el contrario, al superar la contradicción descubrimos
un cúmulo de interesantísimas y fascinantes posibilidades. Nos sentimos
incitados a imitar a Pepito… queremos crear vida… como lo hicieron nuestros
padres, como lo hicieron nuestros abuelos. Nuestros imberbes maestros nos
documentarán al respecto: sabremos que hay que esperar a cierta edad para tener semen, a otra para que los
niños nazcan sanos, que el acné es producto de la masturbación y quien sabe
cuántas cosas más, ciertas unas, falsas otras, pero que no podemos
confirmar consultando a los adultos porque se nos obligó a desconfiar de ellos
desde muy temprano. No teniendo otra fuente de información daremos por válidas
todas las consejas que aprendamos en el oculto mundo de lo prohibido y con
ellas formaremos nuestros hábitos sexuales para toda la vida, seremos eternos
ignorantes en esta materia. Siempre tendremos miedo a preguntar. Con lo que
hayamos oído, con lo que hayamos aprendido de otros tan inexpertos y
desconocedores como nosotros mismos nos lanzaremos a ensayar, a crear nuestra
propia experiencia.
La iniciación sexual suele ser difícil y casi siempre deja una
sensación de desilusión y vacío tanto en hombres como en mujeres. Sensación
perfectamente normal y lógica si consideramos que la sexualidad se aprende, al
igual que aprendemos matemáticas o historia. En nuestra primera lección estamos
demasiado atareados familiarizándonos con el material de estudio (con
demasiada frecuencia el "estudiante" ve por primera vez los órganos
genitales de un ser del sexo opuesto o la totalidad de este ser al desnudo) y
con las técnicas de trabajo (qué hacer y cómo hacerlo), por lo que a nuestra
atención no le queda capacidad para pensar en el placer. Muchas veces esta
primera lección queda inconclusa; más entre las mujeres que entre los hombres,
quienes, cuando terminan, lo hacen por un doloroso y agotador acto de dignidad
y orgullo masculino. Tradicionalmente los hombres reciben esta primera lección en su adolescencia, mucho antes de casarse,
y esto les da tiempo para nuevas experiencias en las que aprenden a
gozar el sexo y consiguen borrar la
sensación inicial.
Los tabúes no solamente prohíben practicar el sexo sino que además exigen no hablar de él, razón
por la cual llegamos a esta lección ignorantes de que lo más probable es que no
nos guste. Como, por otra parte, la información extraoficial que hemos recibido
al respecto nos indica que ¡es lo máximo!, nos sentimos totalmente
defraudados, desilusionados… y con serias dudas sobre nuestra normalidad y
nuestros sentimientos. De ahí la desilusión y el vacío que nos produce.
Y si esperamos hasta la noche de bodas para iniciar el
aprendizaje el resultado es
todavía más desastroso. En primer
lugar porque las condiciones son menos adecuadas, menos
favorables que cuando lo hacemos antes de
casarnos y en segundo lugar porque los efectos de esta desilusión son
mucho más profundos.
La noche de bodas es
el final de un proceso de varios meses en
el que la pareja tiene que pasar por presentaciones familiares, búsqueda de una
casa, selección y adquisición de muebles, invitaciones, preparación de
la boda con ensayos,
confesiones, análisis clínicos,
etc., contratos de luz, agua,
teléfono y demás, gastos inútiles, gastos
innecesarios y gastos absurdos,
tensiones nerviosas, sonrisas de circunstancias, más tensiones
nerviosas, amagos de neurastenia, dudas, etc. Al final de este proceso
se llega a una ceremonia más o menos teatral y un festejo donde se bebe y
se baila hasta el agotamiento. Después
de pasar por las miradas suspicaces del recepcionista y botones de un hotel,
los novios llegan a la cámara nupcial cansados, tensos, nerviosos, sudorosos y
semiborrachos (¿semi?) para
proceder inmediatamente a su primer contacto genital, sin una
preparación previa, sin una fase de galanteo
inicial.
Antes de practicar
cualquier deporte se hacen ejercicios de
calentamiento que acondicionan mental y físicamente
al deportista.
El sexo es como el deporte, pero en la noche de bodas tradicional
el calentamiento se suprime o se reduce al mínimo. El coito se practica en frío. El recato y el pudor, es decir,
las inhibiciones, los
prejuicios y los tabúes que existían hasta el día anterior, deben ser descartados rápida y
violentamente en la noche de bodas. Los recién casados se ven forzados a desnudarse, a hacer
el sexo y, en general, a
toda una serie de acciones a las que no se habían atrevido hasta entonces.
Si, como sucede
tradicionalmente, el hombre tiene ya cierta experiencia y la mujer no, aquel
tiene que asumir la actitud de 'profesor"
y la noche transcurre en la impartición de una lección a
una alumna tensa y cansada, con bajo aprovechamiento, que aprende torpemente
hasta que, bajo los efluvios del alcohol, el "profe"
se duerme en la suerte. Si ambos carecen de experiencia, la cosa es peor, pues no es el momento más
adecuado para ponerse a leer un instructivo… y resulta muy engorroso
consultar con el gerente del hotel.
La
sensación de vacío y desilusión en
estas condiciones nos induce a pensar que nos equivocamos, que escogimos a la
pareja más inadecuada y que, si las cosas
salieron así es por que la pareja no siente nada por nosotros ¡no nos ama! Y descubrimos
esta falta de amor cuando
todavía no llevamos veinticuatro horas de casados: nos arrepentimos vehementemente de la estupidez que
acabamos de cometer y nos invade un sentimiento de rechazo
total hacia nuestra pareja. Sentimiento que
es correspondido, pues sus pensamientos evolucionan en forma similar a
los nuestros. El amor, la atracción que
existía hasta el día anterior desaparece súbitamente, no poique fuera falso o artificial, sino por las
conclusiones subjetivas a las que
llegamos después de una noche de bodas que resultó desafortunada por nuestros prejuicios, por nuestro
culto a la virginidad.
Infinidad de
matrimonios fracasan en unos cuantos meses debido al desastre sexual de la
primera noche. Los sentimientos de fracaso y repudio hacia la pareja se ven
reforzados con cada nuevo contacto sexual hasta llegar a una situación de violencia insostenible y finalmente a la
ruptura. Una legislación racional debería prohibir
el matrimonio a las vírgenes.
En bastantes
ocasiones una situación así no concluye
en ruptura por el efecto de los
convencionalismos o los intereses de los contrayentes,
que se fuerzan a sí mismos a soportar resignadamente una coexistencia,
generalmente no muy pacífica. Pero en estas condiciones, al haber desaparecido
el amor, el centro de interés del
matrimonio se desplaza, alejándose de la relación
mutua de afecto entre los integrantes de la pareja, para
fijarse en algún otro tipo de
actividad: la obtención de bienes materiales o la adquisición de un hijo u otra
mascota en la cual descargar el afecto que no somos capaces de dar al cónyuge.
Los hijos convertidos en sucedáneos del amor matrimonial son víctimas de un
amor enfermizo que los hace crecer con grandes conflictos emocionales. Los
padres, por otra parte, se refugian en la apatía, la indiferencia y la frigidez
convirtiéndose en seres amorfos e incompetentes no sólo dentro del hogar sino
en toda su actividad social y laboral; son
seres tristes que vegetan a lo largo de la vida, sin encontrar ningún
objeto a su existencia. O, por el contrario, buscan el afecto y la realización
sexual por fuera de un matrimonio que no se atreven a disolver de derecho,
aunque ya esté disuelto de hecho; cayendo así en un doble juego incómodo y
tortuoso con el que no pueden alcanzar la satisfacción y la felicidad plenas
pues siguen atados por el convencionalismo
y el interés.
Si a todo esto puede
conducir la virginidad cuando no hay prejuicios sexuales o cuando son pocos,
podemos imaginar los estragos causados
cuando estos, en gran cantidad, refuerzan a la primera. Una virgen con pocos prejuicios tratará, al menos,
de encontrar placer; pero ¿cuál será la actitud de una persona que lleva toda
la vida oyendo que el sexo es horroroso, que se le inculcó durante su tierna infancia (época en que las ideas se fijan
con más fuerza en el cerebro) que el sexo es un pecado mortal, que ni
siquiera se debe pensar en él, que es el
origen de enfermedades, que es propio solamente de bestias y otras
burradas semejantes que los adultos repiten impunemente a las pobres criaturas?
¿Qué sensación de pánico y perdición no sentirá la pobre virgen que, de pronto,
se encuentra a solas con su marido? Todas sus ideas coinciden en que el sexo es
maligno.
¡Y no habrá sacramento capaz de hacerla cambiar de criterio! ¡Vade retro, Satanás! y la infelicidad
conyugal estará asegurada de por
vida.
Si
las cosas no salieron demasiado bien en nuestra primera lección, sea o no en la noche de bodas, y tenemos pocos
prejuicios, tomaremos una actitud positiva, abierta y racional, ante el problema y lo analizaremos para corregirlo. El
intercambio de información sobre nuestra mutua experiencia, la propuesta
de soluciones, el diseño de ensayos en conjunto, etc., abrirán un nuevo camino
de comunicación con nuestra pareja, la búsqueda de una meta común nos acercará y permitirá sobrepasar los tropiezos
iniciales. Reconstruiremos el amor. Si, por e! contrario, los prejuicios
imperan sobre la razón, si nos obstinamos en no hablar sobre un tema que
consideramos censurable y condenado, nos encerraremos en nuestros errores e impediremos cualquier posibilidad de
arreglo.
El
origen de todos estos prejuicios se encuentra en la gran violación. Sin embargo, los primeros
violadores eran demasiado rústicos, demasiado
primitivos, para elaborar teorías, por lo que se limitaron a prohibir el sexo a
sus mujeres, tajante y arbitrariamente, sin
más explicaciones. Fue necesario que el nuevo sistema social se asentara
y tomara forma, para que aparecieran justificaciones, para que surgieran los ideólogos de la gran violación.
En occidente este
nefasto papel lo desempeñaron Plotino y sus
secuaces, quienes separaron el espíritu de la materia y decretaron la perfección, la pureza y supremacía del primero
sobre la segunda, de carácter imperfecto, impuro e inferior.
No vamos a perder
aquí el tiempo rebatiendo una teoría obsoleta que los
filósofos modernos, y sobre todo la realidad, se han encargado de destruir;
pero sí nos interesa resaltar los efectos sociales
de esta teoría y sus consecuencias sobre la vida de las parejas.
Lo
que hicieron los filósofos
neoplatónicos fue justificar el dominio de una clase
que disfrazaba su inactividad con las máscaras del "pensamiento" y la
"espiritualidad". La plebe se dedicaba al trabajo físico, a la modificación de la materia, mientras que la aristocracia,
no teniendo necesidad de ensuciarse y sudar, se dedicaba al cultivo del… espíritu.
Consecuentemente con
esto se identificaron por un lado plebe y materia y por otro aristocracia y espíritu. Por lo tanto era necesario separar la
materia del espíritu, corno atributos distintivos de las dos clases sociales y condenar a la primera; darle un lugar secundario; rebajarla para asegurar el predominio del
grupo agraciado: el espiritual.
De esta forma se
asentaba la diferencia de clases sobre bases profundas, altamente filosóficas (emanadas del "espíritu", del
"pensamiento", o sea lo no material), sobre la esencia misma del universo, sobre los designios de la
divinidad…
La inferioridad del
trabajo físico quedaba así demostrada ontológicamente. Es
menos riesgoso culpar a algún ser abstracto que reconocen que el trabajo físico
es muy cansado y que preferimos apropiarnos, cómodamente, de los productos del
trabajo de otro
El contacto con la materia,
inevitable al trabajar, era degradante, digno de seres inferiores. La materia
era sucia, impura, sobre todo en una sociedad fundamentalmente agrícola, la materia significaba
estiércol, larvas, miasmas. Nada bueno se podía obtener de ella. Y su
imperfección se debía a su carácter cambiante, su mutabilidad, su posibilidad de descomposición. El devenir, el cambio,
adquirió categoría escatológica. Y por contraste el espíritu, opuesto a la
materia, quedó petrificado; para ser puro y perfecto tenía que ser estático,
eterno e inamovible: la molicie aristocrática elevada
al arquetipo de la perfección ¡y para siempre!
Exaltada, explotada al máximo la idea de que la materia cambiante termina
por descomponerse, se llegó a la conclusión de que trabajar con materia era lo
mismo que manipular excrementos, cosa que
sólo puede agradar a las bestias, a los seres inferiores.
Como, además, la materia descompuesta es
caldo de cultivo de toda clase de gérmenes y éstos producen infecciones y
enfermedades, la materia (toda) se identificó con el mal y consecuentemente,
el espíritu con el bien.
Toda la maldad, todas las
enfermedades, toda la suciedad, todos los instintos bestiales se concentraban
en la materia. Estando formado por materia (la carne) el ser humano quedaba, así, convertido en un excremento de 70 kg en
promedio, capaz de moverse y propagar toda
clase de calamidades.
Pero "hay aves
que cruzan el pantano sin mancharse". En el centro mismo de toda esta
podredumbre, se encontraba el espíritu, limpio y puro a pesar de la basura en que estaba
inmerso, dispuesto a movilizarse a pesar de ser estático y entablar una feroz
batalla contra la materia. Batalla que generalmente perdía, a pesar de
su perfección.
Para salir
victorioso, el espíritu
debía obligar a la carne a prescindir de sus goces
groseros, debía repudiar la posesión de bienes materiales, obligarse a carecer de ellos. Por eso al arrebatar sus posesiones
a los plebeyos, al despojarlos del producto de su trabajo y racionarles la
comida, la aristocracia no hacía más que un acto
de redención; las almas inferiores tenían así la posibilidad de purificarse; de elevarse.
Debido a la
proximidad de los órganos genitales con los conductos
de desecho del cuerpo humano (intestinos y aparato urinario) y al carácter
fecal que se le dio a la materia, el goce sexual quedó identificado corno el
''mayor placer de la carne" y por lo tanto el más condenable de todos. La
prohibición a priori del macho violador obtuvo con esta teoría una
confirmación basada en argumentos "pensados". Y dio lugar a algunas
de las desviaciones sexuales más usuales.
Visto con esta
mentalidad, con esta perspectiva de retrete, "el cuerpo humano es feo y se
debe ocultar", "no debes ver ni tocar tu cuerpo. . . y menos aún 'eso' ", "el simple hecho de hablar o
pensar en el cuerpo es malo". Aún ahora hay algunos "liberados"
que toman una actitud de supuesta indiferencia: "Bueno, no hay por qué
ocultarlo, pero para qué enseñarlo, no tiene nada de interesante"
Es malo o no es
interesante, que lo digan, por ejemplo, Fidias, Praxiteles o Miguel Ángel.
Separados el espíritu y la materia y considerados como bajos y
bestiales los placeres de la segunda, cualquier manifestación de esta
representaba una trampa, una tentación, para el primero. Cualquier muestra,
comentario o acción que indujeran a pensar en los placeres de la carne eran un
atentado contra la integridad del espíritu, un intento de pervertirlo
y perderlo. Quien hacía algo así era un
aliado del Mal.
Lo más nocivo de esta teoría fue el sentimiento de
resignación, de aceptación de la infelicidad, o aún peor, de negación de la
felicidad que generó, obligados a prescindir de los goces materiales, que son
casi todos (la comodidad de una casa, la limpieza, la salubridad, la
simplificación del trabajo, etc.), los seres humanos se condenaban a una vida
precaria, de escasez y penuria, de insatisfacción, de falta de realización, de
hambre y de enfermedad. La elevación del espíritu exigía ser masoquista (nuevo
cúmulo de desviaciones sexuales provocado también por los filósofos del estercolero).
'Pero" -dirán los que aún aceptan estos conceptos-
"Jesús vino a sufrir”… Falso, mentira
pura. ¿Qué clase de respeto muestran por Jesucristo los que lo difaman,
los que lo calumnian, convirtiéndole en un simple masoquista? Jesús no vino a
sufrir. Jesús NO vino a predicar el sufrimiento y la infelicidad. Todo lo
contrario; la doctrina de Jesús es de amor, y por consiguiente, de felicidad.
Sufrió, es cierto, pero no por un acto de tortura voluntaria, sino por oponerse a quienes pregonaban el odio y la destrucción,
por oponerse a los violadores que acumulaban riquezas y poder mientras mantenían en la miseria a las mayorías. Enfrentarse a éstos implicaba un riesgo: el riesgo de ser
perseguido, de ser torturado. Puso éste en un plato de la balanza,
mientras en el otro puso el amor y la felicidad y decidió que bien valía la
pena correr el riesgo y pagar con su vida la osadía de pregonar la fraternidad:
"Bienaventurados los de gustos
sencillos, porque de ellos será el reino de los cielos".
"Los de gustos
sencillos", no "los pobres de espíritu",
o "los humildes" como se dice muchas veces, insinuando que para ganar
el cielo se necesita ser idiota. "Los
de gustos sencillos" son aquellos que se contentan con las
satisfacciones de una vida sana, tranquila, del disfrute de los bienes
obtenidos por su trabajo, en oposición a quienes sólo gozan en la ampulosa vida
de la vanidad y la codicia. Y en oposición, también, a quienes prescinden de
la felicidad para vivir renegando en su
miseria).
"Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia porque serán
hartados, bienaventurados los que tienen misericordia, porque para ellos habrá
misericordia… Dar
de beber al sediento, tener hambre de justicia, son modos de propagar la
felicidad, de terminar con la escasez, de difundir el amor. Esto no tiene nada
que ver con la resignación, con el ascetismo,
con la renuncia a la felicidad. Recuerda más al "mente sana en cuerpo
sano" de los
antiguos griegos que a la "decencia" coprológica de la edad media.
No deja de ser
cierto que en una época el neoplatonismo fue la
doctrina oficial de la Iglesia, pero esta etapa ya fue superada y, hoy en día,
sólo ciertos curas de pueblo, secundados por algunas aldeanas insatisfechas,
son capaces de sostener tal filosofía. Veamos a Jesús en su verdadera grandeza: como un mártir de la
lucha por la felicidad, no como un enfermo mental. oO o
La negación de la felicidad elevada a la categoría de sublimación venía a reforzar los pobres resultados de la
primera lección ya de por sí saboteada por las fobias escatológicas hacia el
cuerpo, convirtiendo en un verdadero martirio al acto sexual. El hombre
encontraba en la violación ciertas satisfacciones compensatorias que le
permitían sobrepasar los prejuicios y gozar sexualmente. Pero la mujer sólo
encontraba en la violación una comprobación de lo negativo y maléfico del sexo.
Adquirió la conciencia de que le era imposible el placer sexual y esta actitud
ha pasado de generación en generación sin que, hasta nuestros días, haya
podido ser erradicada totalmente. La mujer, se aduce, no está constituida para
sentir este tipo de placer y su actitud es, por naturaleza, pasiva.
El mito de la
pasividad ha sido particularmente nocivo. Ni qué decir que sólo la mujer violada está obligada a
la pasividad; ésta es necesaria durante la violación. Las mujeres que
han sido educadas en el mito de la pasividad, aceptan inconscientemente que no
podrán resistir el ataque brutal de su violador y adoptan una actitud estática
para hacer más fácil, menos violenta la torna de posesión. Pero con esto no
hacen sino aceptar su dependencia, su inferioridad, su calidad de objetos adquiribles.
Una mujer que se
estime a sí misma, que se considere igual a su hombre, que no
acepte papeles secundarios, que esté orgullosa de su dignidad de ser humano, no
puede tomar una actitud pasiva ante el sexo.
La
mujer libre es forzosamente activa en lo sexual. Esta actividad va implícita en su libertad y en su
dignidad.
La similitud de la
boca con la vulva femenina es notoria (En "El
Mono Desnudo" Desmond Morris hace un ameno e interesante estudio
del simbolismo sexual de la cara, que recomendamos al lector). La boca es una
parte muy activa del cuerpo humano, la usamos para comer, paladear, hablar,
morder. En ningún sentido podemos considerar
pasiva la boca. Al comer una salchicha, no es ésta,
sino la boca, la que tiene un papel activo. ¡Saquemos conclusiones de esta prosaica comparación!
El mito de
la pasividad se apoya en el de la insensibilidad, de la frigidez de la
mujer. Pero resulta que ésta no tiene uno,
sino dos centros de estimulación sexual (el clítoris y el punto G) que provoca,
cada uno, un orgasmo distinto. Y eso sin contar la infinidad de puntos
secundarios repartidos por todo el cuerpo (boca, senos, etc.) que ayudan a la
estimulación sexual. ¿Dónde está pues, la frigidez? Por otra parte ¿Cómo
explican los neoplatónicos tal abundancia y
hasta redundancia de zonas erógenas? ¿Error de diseño del Creador? Al
construir al ser humano ¿aplicó todos sus supremos conocimientos de
fisiología, ingeniería genética, etc., para al
final, darse cuenta de que todo eso no servía para nada?
Si utilizamos un
microscopio o un telescopio para observar la Naturaleza, en lugar de hacerlo
con un tubo de albañal, veremos que la
materia es hermosa: un cristal de nieve, una puesta de sol, una noche tachonada de estrellas. Uno de los
regalos que más aprecian las mujeres es el de un ramo de órganos genitales…pues
eso son las flores, de las que extraemos su esencia para perfumarnos; para oler bonito; para oler a sexo. La materia no
es opuesta al espíritu, sino complementaria del mismo. Ambos forman una
unidad: la vida. Y la vida es belleza, es felicidad,
es alegría. Limpiemos de heces
nuestro cerebro y gocemos.
Al proscribir la
materia, al prescindir de ella, los filósofos
de letrina rompieron la unidad entre ésta y el espíritu, entre experimento y
raciocinio y al apartarse del método científico, tan brillantemente iniciado
por Tales, Anaximandro y los demás físicos de Jonia, condujeron a la humanidad
a dos mil años de estancamiento y oscuridad. Al no cotejar el pensamiento contra la realidad
convirtieron a la filosofía en especulación,
en esgrima verbal para refutar al contrario, en sofisma, en competencia por
elucubrar la aberración más grande. Pruebas de que también el espíritu se descompone y sus hedores llegan a ser peores que
los de la materia.
La contradicción entre el "pensamiento" neoplatónico y
la realidad es tan manifiesta que, de haberse aplicado con todo rigor el repudio a los placeres de la carne, hace mucho
que la especie humana habría desaparecido del planeta por falta de
reproducción.
Para salir del
problema fue necesario "pensar" nuevas incongruencias y crear una
institución rígida y coercitiva que legislara y reglamentara
las relaciones afectivas entre dos seres, sometiendo la libertad e
individualidad de sus espíritus. ¡Todo un triunfo del espíritu!
Sólo dentro de esta institución, el matrimonio, se
podían permitir los placeres de la carne. Pero, por supuesto, sujetos a normas
severísimas dictadas por la
"decencia".
De
esta manera se llegó
a una nueva contradicción:
La virgen que siente
curiosidad hacia el sexo, del cual se habla tanto en voz baja, se casa por un
solo motivo; se casa por conocer los
placeres de la carne.
La virgen cuyo
organismo se ha desarrollado completamente y necesita satisfacer sus
necesidades, también se casa por conocer los placeres de la carne.
El célibe que
siente curiosidad hacia el sexo o que necesita satisfacer
las necesidades de su organismo, se casa por conocer los placeres
de la carne.
El hombre, célibe o no, que siente atracción física, sexual, por
una virgen, se casa por satisfacer los
placeres de la carne.
La única causa de muchos matrimonios es la satisfacción
de los tan penados impulsos sexuales. ¡El triunfo del espíritu sobre la materia!
Curiosa filosofía, curiosa forma de razonar la que, después de condenar los placeres de la carne, establece que
la única razón para que dos seres se unan de por vida es la de conocer
los placeres de la carne. La que induce a la mayoría a confundir
matrimonio con sexo.
Fijada en la mente
la relación matrimonio-sexo, los jóvenes se sienten impelidos a casarse lo antes posible para
normalizar su vida sexual. Esta es también una razón de por qué siempre se le
pregunta al soltero que cuándo se casa.
Entre los hombres es
poco común el celibato, pues el macho violador se cuidó muy
bien de reservarse el derecho de practicar sexualmente, para lo cual instituyó
la circuncisión a temprana edad, que es una
forma de eliminar las evidencias físicas de la virginidad masculina.
(En la antigüedad esta operación se efectuaba al
llegar a la pubertad, y así lo hacen aún muchos pueblos).
No obstante, los
conceptos neoplatónicos inducen todavía a muchos
jóvenes a considerar pecaminoso el contacto con mujeres y se conservan
mentalmente vírgenes. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo las necesidades
fisiológicas se van haciendo más notorias causando estados de angustia y toda
clase de trastornos psíquicos que desembocan en neurastenia, por lo que
terminan recurriendo a la masturbación como "pecado menor" ya que en ésta se evita la presencia real de un ser del
sexo opuesto, identificado con el
Mal.
Este ser sólo aparece "mentalmente",
"espiritualmente" y por tanto el
pecado no es tan "material". Es menos grave. Si los "ejercicios
espirituales" no son suficientes, si la satisfacción no es completa, se
puede recurrir a algún otro ser;
siempre y cuando no sea del sexo contrario, que ya hemos dicho que es la
encarnación del Mal.
Entre las mujeres,
obligadas a conservar la evidencia tísica de su
"pureza", el proceso es
semejante y también pueden optar por la neurastenia, la masturbación o la
homosexualidad. Aunque, al igual que la mayoría de los hombres, casi todas prefieren recurrir al sexo opuesto, que después de todo, no es tan maligno.
Pero
en este caso surge el conflicto entre la Naturaleza y la virginidad y para
conservar esta última tienen que buscar
alternativas: encontrar modos que permitan la satisfacción sexual y la
conservación de la "pureza" al mismo tiempo.
Por eso hay vírgenes expertísimas en amor turco, griego, francés…y
así hasta recorrer por completo la Organización de las Naciones Unidas.
Esta mentalidad
induce igualmente a muchas mujeres a considerar su vagina como una carretera
federal: Una vez inaugurada queda abierta
al libre tránsito de toda clase de vehículos.
Ni qué decir que todas estas actitudes denotan una
inmensa hipocresía: los baños púbicos de pureza y la práctica de un sexualismo tortuoso en privado. Pero
la hipocresía no es pecado, es una norma de conducta ejemplar.
Ya
en plena confusión mental,
en total debacle de la lógica, se dictaminaron las
normas a que debían atenerse quienes quisieran tener un matrimonio
"decente".
La decencia coincidió, casualmente, con los criterios del macho
violador tendientes a asegurar su propiedad y hacer dependientes a la mujer y
los hijos, todo ello dosificado con toda clase de consejas y patrañas sobre el
sexo que, siendo pecaminoso, sólo se debía
ejercer mecánicamente para la reproducción de la especie, sin ningún
goce, sin comunicación, sin alegría. Hasta se llegó a especificar la forma, la
única forma decente, de cohabitar,
que, obviamente, resultó ser la que se
empleó en la violación; la que los orientales
conocen como postura misionera por haberla propagado en Asia los misioneros europeos. (No deja de ser
admirable el espíritu evangélico de
estos santos varones que se sacrificaron hasta el grado de fabricar los feligreses.)
Cualquier
alteración de lo establecido, cualquier
variación, cualquier intento de utilizar las zonas erógenas del
cuerpo que no tienen una función netamente reproductora, fue condenada por sucia, pecaminosa y escatológica. ( ¡Fuchi!, debe
saber a pipí).
Es
evidente que un criterio así
es causa de muchísimos adulterios, ya que la
falta de variedad, de fantasía, de inventiva, de alegría induce a buscar fuera
del hogar lo que no existe en él. La mujer decente no debe hacer
"degeneraciones". La mujer decente no puede permitir que su marido la
degrade con "esas cosas" y el marido
decente es incapaz de proponérselas, siquiera, a su virtuosísima esposa. En consecuencia
ambos buscan otro hombre y otra mujer,
respectivamente, con quienes hacer "indecencias" sin que se dañe la imagen de virtuosismo que deben
conservar ante su pareja.
Muchos
solteros tienen magníficos
idilios con personas que son su
pareja ideal pero a las que jamás proponen matrimonio, pues no son "decentes" y
acaban casándose, según el caso, con un aburridísimo
caballero de sólida posición económica o con una igualmente aburrida dama virtuosa y se dedican en el matrimonio a las decentes tareas de procrear hijos y conservar un
hábitat frío y sin alegría; lo que no les impide continuar con el
idilio, que sólo se interrumpe el tiempo que
dura la luna de miel. ¡Lógica pura!
Aunque
ya no se impone la decencia a fuerza de golpes y prohibiciones,
la mayoría de los adultos no hemos
conseguido liberarnos de estos
prejuicios y seguimos manteniendo una actitud de recatado silencio con respecto
al sexo. Seguimos considerándolo como poco apropiado en nuestras conversaciones
y, sobre todo, en presencia de niños. Aunque
somos tan tolerantes que hasta nos permitimos
oír un chiste colorado que nos cuentan nuestros hijos y somos capaces de darles densísimas conferencias
de ginecobstetricia cuando nos preguntan sobre sexo, amor o
reproducción, seguimos siendo incapaces de
abordar de frente y con naturalidad el
tema del erotismo.
Bajo
nuestra aparente indiferencia o tolerancia se sigue ocultando un espíritu timorato del que no conseguimos liberarnos. Solemos restringir nuestras muestras de afecto
hacia la pareja a los espacios y momentos en que estamos a solas. Suponemos que
una muestra de afecto ante nuestros hijos es inapropiada y ellos crecen
observando a unos padres que son totalmente indiferentes entre sí, unos padres que no se aman. ¡Bonito ejemplo,
buena manera de educar a nuestros
hijos!
En ocasiones,
si uno de los cónyuges cornete la indiscreción
de ser afectivo, el otro lo detiene violentamente; los hijos ya no ven
indiferencia sino rechazo: sus padres se repudian; ¡mejora la educación que les damos! Y cuando los niños crecen y
se enteran (fuera del hogar, por supuesto) que no aparecieron en una
col ni los trajo la cigüeña, los padres
quedan desenmascarados como dos perfectos hipócritas que también hacen
"eso" pero lo disimulan. Los niños
acaban de aprender que "eso" es algo siniestro y tenebroso que no se puede hacer abiertamente. Acaban
de aprender que no deben hablar con sus padres sobre temas tan escabrosos como
haber besado a una niña o tener novio. Acaban de aprender a ser hipócritas.
Acaban de aprender que la comunicación con sus padres es imposible. Esta es la
educación que proporcionamos a nuestros hijos: soledad, hipocresía, falta de
afecto, represión de la emotividad y
la ternura.
No se trata de
convertir la vida hogareña en un festival
porno. pero ¿Por qué no enseñarles lo correcto y lo incorrecto sexualmente, en
lugar de dejar que lo aprendan sórdidamente a nuestras espaldas?, ¿Por qué no
abrazar y besar, ante ellos, a nuestra pareja para que aprendan que el amor es
la fuerza más positiva que hace avanzar a
la humanidad? En la medida en que
nos abramos a la ternura, al cariño; en la medida que
destruyamos los prejuicios que todavía existen, la humanidad se hará más sana,
más alegre, más pura. Terminemos de una vez, la revolución sexual. Acabemos con
el culto a la virginidad y la gazmoñería.
¡Sensuales de todo el Mundo. Uníos!
oOo
Hemos dejado para el
final los dos tipos de matrimonios más conocidos: El que
apareció históricamente cuando el macho violó a la mujer y el que surgió como
respuesta a éste, el varón domado.
Si lo hemos hecho así es porque, aunque hay una gran cantidad de
motivos para llegar al matrimonio, una vez cometido éste, los cónyuges suelen
tomar las características de alguno de estos tipos y ajustarse a ellas durante
todo el tiempo que permanezcan casados.
En otras palabras,
estos dos tipos dan la pauta en que se desarrollan prácticamente todos los matrimonios,
independientemente del motivo de la boda.No obstante debemos aclarar que,
aunque los dos modelos son bastante abundantes en su forma pura, suelen
aparecer rasgos de ambos mezclados dando como resultado formas intermedias
variables y variadas.
Para el macho
posesivo, el violador, el matrimonio presenta muchas ventajas; es su capital.
Posee una mujer que le resuelve todos los problemas domésticos y además en el
campo tiene un peón para cultivar la tierra o cuidar el ganado y en la ciudad
le sirve como oficial en la industria artesanal o como empleada sin sueldo en
el comercio. Esta sirvienta, esta esclava tiene además otra virtud: le permite
acrecentar su capital, para lo cual basta con violarla. El resultado de este acto será un hijo que pronto podrá trabajar
para beneficio del macho. A mayor virilidad mayor capital. Su orgullo de
propietario se manifiesta en frases como: "Soy padre de más de
cuatro" (aunque, por sus actos, más bien parece hijo de más de cuatro).
La familia se
organiza artesanalmente. El amo, el patrón, decide las actividades, distribuye
el trabajo, reparte los "salarios" (cuando los reparte) por un método
subjetivo de premios y castigos, toma para sí las ganancias y las emplea en
satisfacer sus gustos, sin considerar en
absoluto las necesidades de los demás, ordena, castiga… su voluntad es
irrevocable.
Las relaciones están
basadas en la opresión del fuerte sobre el débil, por lo que dentro de la
familia se establece toda una jerarquía de dominio. La madre, menos fuerte que
el padre pero más que los hijos, impera sobre ellos y los utiliza en su propio
beneficio, convirtiéndose en el lugarteniente del amo. Los hijos, a su vez,
luchan entre sí creando un escalafón basado en el sexo y la edad. El primogénito,
el macho mayor domina sobre los demás y se convierte en el heredero que
sustituirá al amo cuando éste falte; incluso las hermanas mayores que él están
sujetas a su fuero; desde joven tendrá que velar por la riqueza que algún día
será suya y en ésta están incluidas las
esclavas.
Bajo estas normas
los demás hijos encuentran tan incómodo el hogar que tratan de huir lo antes
posible y la forma de liberarse es formar su propia familia, pues sin este
requisito siguen siendo propiedad de los
padres.
Los varones
conseguirán, con esto, independizarse del amo y tener su propiedad con riquezas
similares a las de él. Las hembras, aunque no se independizan, pues el
matrimonio significa sólo un cambio de dueño, logran elevarse en el escalafón:
se convierten en capataces del nuevo amo, posición que es más importante que la de simples sirvientas que ocupaban durante la
soltería.
Por este motivo,
tanto ellos como ellas se casan a edades tempranas y contribuyen a propagar
este tipo de matrimonio. No conocen
otro pues no han tenido oportunidad de experimentar y siempre han estado
sometidos a los mandatos del amo. Para ellos no existe más relación entre seres
humanos que la basada en la prepotencia, en el abuso del fuerte contra el débil
y esto condiciona todos los actos de su vida, en la familia y en la sociedad.
No saben actuar más que ante reacciones de
esta clase. Servilismo ante el poderoso y despotismo ante el débil.
Carecen de ideales o intereses más
elevados; viven para sobrevivir. Y la supervivencia, en este caso, se logra
escalando por la jerarquía. Esta trasciende de lo familiar; las relaciones de
fuerza se extienden al trato con otros seres a los que sólo se puede ver como
dominadores o dominados. El rencor de la impotencia hacia unos y el desprecio
hacia otros. Toda relación humana se limita, para ellos, a ultrajar o ser
vejados y esto conduce a clasificar en castas, en grupos de poder, a todos los
semejantes. La existencia y el conocimiento de esta clasificación permite
actuar adecuadamente ante los demás: ser feroz o rastrero. Resulta importante
saber distinguir los signos externos que permiten conocer en seguida a quien
tratamos. El automóvil elegante, el reloj de oro, la ropa fina son símbolos de
riqueza y por lo tanto de poder. Quien los ostenta es un dominador, un amo de alto
nivel. Hay que arrastrarse ante él para evitar su
ira. Por el contrario al mugroso, al piojoso, le podemos patear impunemente el
trasero; no se merece otra cosa; está hecho para que abusemos de él y como lo
sabe no opondrá resistencia; su rencor, su impotencia nos proporcionarán una
alegría extra a la del ultraje que le inferimos, ¡nos hará sentir poderosos!
El matrimonio del
macho violador es la base de nuestra sociedad. Nos desenvolvemos en medio de
ritos y símbolos destinados a dar a conocer el lugar
jerárquico que ocupamos. Las órdenes que damos o acatamos, la forma de saludar,
etc., son ritos de este tipo y tienen su origen en la relación de prepotencia
que distingue a este matrimonio, el inventado en la gran violación; el más
antiguo y generalizado. Pero además, este simbolismo permite crear una imagen falsa.
Haciendo trucos podemos aparentar una posición más elevada que la que realmente
tenemos. Fomentar la vanidad y la falsa
apariencia.
Un truco es tener
una pareja vistosa y llamativa, que emane erotismo, una pareja sensual; es
decir una propiedad deseada por todos.
Otro truco es
unirnos con alguien de una jerarquía social más elevada, especialmente si sus signos de clase son
notables a simple vista. Dentro de
esta tónica, como el racismo sigue vigente, es muy frecuente sacrificar
una belleza real y prescindir de otros valores para obtener a cambio un pelo rubio o unos ojos claros; lo importante es sentirnos emparentados con una raza
superior.
Si
el truco anterior no es posible nos contentaremos con exhibirnos en un automóvil grande y ostentoso; preferentemente, último modelo.
O si no, hacer el
amor con muchas mujeres. Esto equivale a ampliar nuestras riquezas o a usar la
propiedad de otro; es un despojo y eso nos eleva jerárquicamente;
¡realza nuestra imagen ante la sociedad! Si somos casados demostramos con ello
ser los amos; nuestra esposa pertenece a una casta inferior, es de nuestra
propiedad y tenemos derecho a rebajarla; o, en todo caso, no tenemos por qué
darle explicaciones de nuestro comportamiento; esto sería humillante para el amo.
Este es el verdadero
motivo por el que los machistas practican el adulterio: alardean de un poder
mayor del que realmente tienen; suben jerárquicamente.
Claro que estos
trucos cuestan, pero para eso están los esclavos,
nuestra propiedad. Basta con reducir los gastos que originan, para disponer del
dinero suficiente para comprar el coche o pagar el hotel. ¿Cuántos hombres
ostentosos no tienen a su familia como auténticos angelitos… desnudos y sin
comer? Pero ¿Qué vale esto comparado con el placer de sentirse superior?
La lucha por la
supervivencia nos lleva a aparentar jerarquías
más altas que las reales. Hacemos alarde de poseedores. Inventamos trucos.
Vivimos en la mentira. Tratamos de engañar a quienes nos rodean. Nos hacemos
vanidosos. Y acabamos por creer que nuestra
fantasía es real. Caemos en la esquizofrenia.
La necesidad de aparentar
es tan fuerte que, por sí sola, lleva a
muchos hombres al matrimonio. El soltero carece de mujer e hijos; puede tener
otro tipo de propiedades; pero las básicas, las que denotan más que ninguna el
poder, no las tiene. Se le puede considerar impotente o afeminado, lo
que equivale a decir que no tiene características
de poseedor, de propietario, de dominador. El poder se adquiere por violación.
Un soltero nunca podrá ser un buen amo. Para escalar las cumbres del poder hay
que ser violador. Por eso en el juego del
poder a gran escala, en la industria y en la política, es requisito
estar casado. Un gerente o un director soltero darían la impresión de
debilidad, lo mismo que un gobernador o un presidente en esas condiciones. La
esposa y los hijos son su carta de presentación como gran violador, como animal
brutal y codicioso. La falta de este requisito provocaría desprecio y burla; se resquebrajaría el principio de autoridad.
Esta
es la razón por la que muchos se casan:
para evitar el desprecio
y la burla; sin ningún otro interés o sentimiento. Así se evitan ser menospreciados y demuestran su virilidad.
Ellos también pueden ser violadores; son
muy machos.
Por otra parte,
también hay quienes ven ante sí la probabilidad de una
brillante carrera política, industrial o financiera y recurren al matrimonio
por el mismo motivo. Siendo casados no tendrán obstáculos en la correría de
depredación y pillaje que pretenden iniciar.
Por
supuesto que en el lenguaje de apariencias que se habla en estos medios no se
dice la verdad. Es preferible ocultarla haciendo referencia a la
"responsabilidad y madurez que se adquieren con el matrimonio". El casado, dicen, sabe responder a las obligaciones
que representan los hijos, la esposa y el hogar. (Y el segundo frente, añadiríamos nosotros).
Lo que realmente se
quiere decir es que el futuro ejecutivo estará
tan aprisionado por los gastos que le ocasionan sus necesidades de aparentar,
que no podrá liberarse de la presión de sus jefes que lo extorsionarán todo lo que sea posible, lo manipularán a su
antojo y, en caso que así lo deseen, ejercerán sobre él, el derecho de
pernada, a veces en forma simbólica haciendo que su esposa participe en
colectas, actos de caridad publicitaria o eventos sociales; a veces en forma
objetivamente real. . .
oOo
Existe en el cerebro
humano una parte, la más primitiva, denominada complejo R (complejo reptílico) en donde
radican fundamentalmente los impulsos de agresividad y dominio, territorialidad, ritualidad y establecimiento de
jerarquías sociales. Otra parte del cerebro, el complejo límbico, está
relacionada con las emociones intensas, el
comportamiento altruista, el sentido de grupo y de protección hacia los seres desvalidos. Este complejo se encuentra
desarrollado solamente en los mamíferos y, en menos proporción, en las aves y de hecho es el que permite la supervivencia de los órdenes superiores de la escala
zoológica. Sin los sentimientos de altruismo y protección, las crías se verían
abandonadas y, dado su carácter de seres en formación y por tanto
indefensos, sus probabilidades de
supervivencia serían prácticamente nulas.
Con
la gran violación, la
especie más evolucionada del planeta, el ser humano, dio un gran salto atrás.
Retrocedió hasta los reptiles y
basó todas sus relaciones sociales y familiares en los impulsos del complejo R, relegando totalmente
las funciones del complejo límbico.
El complejo R
bloquea también, en gran medida, la actividad
del neo córtex, la parte que podríamos llamar pensante, racional, del cerebro y que sólo ha evolucionado en
los mamíferos superiores. Nuestra
capacidad para imaginar, para ligar pensamientos deductivos e
inductivos, para reconstruir el pasado y prever el futuro, para crear,
se ve coartada por los instintos de ritualidad, territorialidad y posesión, y sólo la empleamos para apoyar a estos; para reforzarlos. Desarrollamos sólo las
habilidades que nos permiten alcanzar mejores posiciones en el escalafón de la
supervivencia, pero desdeñamos aquellas que no tienen una aplicación y
beneficio inmediatos. Las ciencias puras,
la filosofía, el pensamiento abstracto, el arte, son para la mayoría de
los humanos cosas superfluas y carentes de interés. Se ha llegado, incluso, a
dar el nombre de "reservas tecnológicas para el futuro" a estas
actividades con el fin de justificar de
alguna forma el que haya individuos y hasta instituciones que pierden
el tiempo en tales fruslerías.
Afortunadamente
siempre han existido grupos capaces de rebasar el complejo R, que han hecho
evolucionar a la especie en el sentido correcto, desarrollando la ciencia y la
tecnología para lograr formas de vida más acordes con la capacidad
mental del ser humano. Formas de vida menos brutales.
Pero el avance
tecnológico trae apareado el riesgo de una mayor
destrucción, de una posibilidad de dominio más eficiente por parte de los
reptiles que lo poseen o incluso la probabilidad de la autodestrucción. ¿Qué
harían un grupo de caimanes o de víboras si pudieran agredirse con pistolas o
bombas atómicas? ¿No es algo semejante lo que estamos
haciendo los humanos?
Ante
esta perspectiva hay quienes proponen suprimir la
tecnología, evitar el progreso. Pero no
es ésta la solución. El ser humano tiene un cerebro lo suficientemente
evolucionado como para poder utilizarlo en empresas mucho más interesantes,
mucho más grandiosas que la de simplemente
sobrevivir. . . y sobrevivir agrediendo a los demás. En lugar de
proscribir la tecnología lo que debemos hacer es liberarnos de nuestro complejo
R. Usar todo el cerebro. Y para ello tenemos que destruir el modelo de posesión
inventado en la gran violación. La desaparición de la forma más tradicional de
matrimonio es un requisito para nuestra supervivencia como especie.
Evidentemente esto
no es fácil. Los sentimientos de posesión y jerarquía no
solamente están grabados profundamente en nuestra herencia psíquica, sino que
casi todas las actividades diarias, desde nuestro nacimiento, actúan como
estímulos para crearnos reflejos condicionados que refuerzan nuestra conducta de
reptiles.
Tan grabadas tenemos
estas ideas que aún en los casos en que es obvio
el daño ocasionado, los individuos insisten en perjudicarse. Ejemplo de esto
es la fecundidad de los grupos con menos recursos
económicos. Si entre quienes tienen algún tipo de propiedad productiva la
familia representa una forma de riqueza pues se capitaliza su trabajo, entre
los que carecen de ella, entre los que sobreviven solamente de vender su
trabajo (que son los más) la aparición de una nueva criatura es únicamente una
carga adicional que hay que mantener con grandes esfuerzos. Y cuando el hijo
crece lo suficiente para subsistir por sí solo, se convierte en un competidor.
A mayor oferta el precio de la mano de obra disminuye y el asalariado ve
reducidos aún más sus ingresos. La relación entre virilidad y capital actúa en
forma inversa en este caso.
Pero las clases más desposeídas tienen tal angustia por su falta de bienes, viven en tal escasez y frustración que
recurren al falismo como única forma de poseer y sentirse poderosos. La
violación es la única manifestación de poder que les es permitida. Por tal motivo,
estas clases reaccionan violentamente contra el control natal. Y por lo mismo los grupos más elevados de la
jerarquía social también se oponen: necesitan mano de obra barata y
abundante.
Al principio de los
años 30's,en muchos países se hicieron verdaderas
campañas en pro de la natalidad. Se
veía ya venir la guerra y las potencias, o
más bien los niveles superiores de las diversas jerarquías, se preparaban para
la contienda. Las fábricas debían producir al máximo toda clase de objetos para
la destrucción, se requería mucha mano de obra. Pero además se necesitaba gente
que manejara, que empleara, lo que salía de
las fábricas.
¡Mano de obra barata y carne de
cañón gratis!
Era todo lo que se
necesitaba para mantener el estatus, para mantener
las relaciones de posesión
y pillaje.
Y los más desposeídos contribuyeron alegremente con el mayor contingente.
Guernica,
Lídice, Varsovia, Stalingrado,
Berlín, Hiroshima, Nagasaki no son más
que monumentos al matrimonio machista y al
sistema de despojo que es su continuación a nivel social.
oOo
Pero veamos el otro
extremo. El macho violador suele resumir su justificación para casarse en una frase: "Necesito alguien
que me atienda", que debemos interpretar como: "Necesito explotar a
alguien". La mujer del varón domado tiene también su frase: "Necesito apoyarme en alguien".
Significa exactamente lo mismo que
la del macho.
No obstante, la
explotación en este caso es menos brutal, más positiva.
Descansa en el chantaje emocional y no en la fuerza. El complejo límbico del
cerebro entra en actividad. El varón se ve forzado a abandonar su barbarie y
como mamífero, recupera los sentimientos
altruistas y se hace emotivo.
En "El Varón Domado" Esther Vilar describe con precisión las
relaciones en este tipo de matrimonios. La mujer simula ser torpe y estúpida para cargar al varón con todo el
trabajo y toda la responsabilidad.
Para ello recurre a distintas estratagemas que despiertan en él sus instintos de protección a los
seres débiles y a través de éstos
logra el control.
Habiéndose perdido toda la comunicación entre
hombre y mujer durante la gran violación, ella la restableció en su forma más
instintiva: el erotismo. La falta de éste produce una sensación de insatisfacción en el macho que al mismo tiempo
está obsesionado con la idea de que el sexo proporciona poder. Mientras más
insatisfecho está, más piensa en sexo; más mujeres necesita. La mujer aprendió
a aprovechar esta circunstancia para mantener al hombre en un estado de
exaltación permanente, adornándose y vistiendo
en tal forma que se realcen todos los símbolos sexuales secundarios de su cuerpo: ropa ceñida, pintura en labios
y ojos, etc. De esta forma se convirtió en
el objeto de los deseos más intensos del
hombre y pudo domarlo satisfaciéndolo en ellos. Hasta la fecha el
hombre da mucha más importancia al sexo, que la que le atribuye la mujer. Con la mujer domadora el hombre siempre tiene dudas sobre la satisfacción sexual de ella y se
obsesiona tratando de que goce tanto
como lo hace él, lo cual sirve también para controlarlo.
La satisfacción, en estas condiciones, debe dosificarse pues el hombre satisfecho puede salirse de la trampa. Esto exige un autocontrol femenino; para regular las dosis debe conservar el dominio de sí
misma y participar con menos intensidad que él. Para el proceso de doma es muy recomendable una notable falta de emotividad. La mujer domadora no puede comprometerse
pues corre el riesgo de salir
domada.
Aunque tampoco es
buena una indiferencia total, pues el varón
se desesperará y buscará otros horizontes.
Este proceso, bien administrado, hace que el hombre termine por
considerar como un premio el goce de cierto erotismo y, consecuentemente,
encaminará todos sus actos, encauzará sus
energías a la consecución del premio.
Siendo la emotividad
y el altruismo vecinos en el cerebro, la excitación
de la primera despertará al segundo. El varón que es capaz de sentir grandes
emociones se embarga también de ternura ante la presencia de sus hijos y, por
extensión de cualquier ser indefenso y desvalido. Surge así el concepto de paternidad
como protección al débil, en lugar del de dominio y explotación que rige las relaciones del macho violador con sus crías.
Bajo estas nuevas
sensaciones, el varón domado encuentra
un sentido de la vida totalmente opuesto al del macho. Las funciones se
trastocan y se convierte en proveedor y protector de los débiles, vive para
ellos y no de ellos. La conciencia de que un grupo de seres desvalidos dependen de él para subsistir lo conduce a la abnegación
y el sacrificio. A través de la emotividad el hombre aprende a pensar en
tercera persona y con ello descubre que pueden haber relaciones mucho más
intensas, mucho más constructivas, que las de rapiña y prepotencia. El varón
domado se encuentra en un. plano más humano, más elevado que el macho
violador. En su mundo existen la colaboración, el afecto, el compañerismo, la
entrega a una causa abstracta que beneficie a otros. . . la emotividad.
El macho violador sólo vive al día; es incapaz de prever, de planear
sus acciones a futuro y, menos aún, de colaborar con otros seres. Acosado de un
lado por el miedo y del otro por la codicia, sólo actúa para la apropiación y
la huida; es incapaz de cualquier otro sentimiento, con excepción de la
vanidad. Sólo cuando pensamos en tercera persona somos capaces de tener
sensaciones más intensas y de sentir curiosidad por actividades
no inmediatas; sólo así podemos tener pensamientos
profundos, interesarnos por las artes
y las ciencias; tener la necesidad de otros seres. El macho violador crea hijos a su imagen:
acobardados y violentos; su mujer es un ser nulificado sin personalidad ni iniciativa. Ni
siquiera es abnegada,
pues esto implica sacrificio voluntario.
La
mujer domadora, por el contrario, crea un mundo de emoción, de abnegación, de
colaboración; pero se excluye a sí misma. Dirige desde afuera sin
comprometerse; sólo aprovecha los resultados.
El
sacrificio por otros es el principal distintivo del varón domado. Siempre busca algún desvalido a quien
propiciar sus atenciones, alguien
por quien luchar
y trabajar. Normalmente los desvalidos son los propios
hijos, pero si faltan éstos se lanza "por los caminos de Dios a desfacer entuertos y
desafíos". Pero siempre necesita
alguien a quien dedicar sus esfuerzos. Por este motivo la mujer domadora emplea
a los hijos para retener al varón. Son sus rehenes.
Y hace que ellos también desarrollen emotividad para poder presionar al varón con sus angustias. Mientras más desvalidos los vea más los protegerá.
La
misma mujer toma una actitud infantil en sus acciones en sus
emociones e incluso en su físico.
Esto le permite vivir bajo la protección del
varón. Rasgos faciales poco pronunciados, nariz pequeña y respingada, piel delicada, ojos brillantes, cuerpo delgado y de poca estatura con curvas suaves y sin
ángulos, caderas y senos poco desarrollados, son las características de la
mujer domadora. Recuerdan la imagen
de un niño más que la de una mujer adulta. Cuando no se tienen
naturalmente se pueden lograr por medio del
maquillaje y el vestuario apropiados. Mientras más infantil parezca, más la protegerá el hombre. Su
cuerpo es distinto del de la mujer del violador. Éste
las prefiere de anchas caderas reforzadas
por voluminosos glúteos y con ubres exuberantes; signos inequívocos de
fecundidad, necesaria para incrementar el capital. Las prefiere fuertes
y toscas, resistentes al mal trato y el trabajo
pesado que les va a encomendar. Si fuera posible las compraría por kilo: ¡Le gustan buenotas!
El aspecto
de la mujer refleja a que tipo de matrimonio pertenece. Y su comportamiento también: la mujer violada suele soportar con absoluta resignación cualquier trabajo, cualquier ultraje, sin
ninguna protesta. Por el contrario, la mujer domadora finge constantemente ser
víctima y protesta a todas horas de su condición.
Una de sus frases favoritas es: "Aquí yo sólo soy la gata".
Algunas de estas
"gatas" gozan de una mansión en una zona elegante,
limusina a la puerta, con chofer, toda clase de lujos y comodidades, viajes, tres o cuatro sirvientes y hasta mayordomo. Pero se quejan. Reniegan de su condición de
"gatas".
Las que no
poseen tanto sufren patéticamente
y responsabilizan al marido de no tener
todas las comodidades de las anteriores. El varón domado
se angustia y lucha aún más para enmendar su error.
Como para controlarlo la
domadora hace que toda actividad productiva recaiga en el hombre, lo mismo que
cualquier decisión, se debe mantener en el papel de niña
eterna, incapaz de madurar y esto la obliga a renunciar a participar o
interesarse por las "actividades masculinas" que, bajo este
criterio, resultan ser casi todas. Cuando el varón trata de atraerla a su mundo
se opone aduciendo toda clase de excusas: no entiendo, no sé suficiente, es muy
difícil. . . Y esta oposición constante a interesarse por lo que es importante
para su pareja crea una barrera para la comunicación. Ésta sólo se podrá establecer para hablar de
los seres indefensos (esposa e hijos) o de
las necesidades económicas del grupo.
Surge así una relación en la que todo es a medias: erotismo parcial y dudoso y comunicación elemental
pragmática. Como las relaciones familiares descansan, en este caso, en
sentimientos de compasión y altruismo,
aparecen entre los miembros nexos de afecto y cariño. Hay comodidad,
confort, seguridad, agradecimiento, placidez
y, parcialmente, metas comunes. Es un gran paso adelante comparado con
el primer tipo de matrimonio; pero no es suficiente.
Para hacer las cosas
completas, para llegar al amor hace falta una comunicación total; hace falta que ésta sea tan intensa que
produzca admiración y hace falta también la participación abierta y sin reservas de la mujer en el erotismo. Y esto
sólo se logrará con la libertad
absoluta de todos. Mientras existan lazos de dependencia en vez de lazos de amistad y colaboración no
habrá amor.
El
amor es libertad; no es compatible con esclavos ni con rehenes.
No se basa ni en el dominio ni en el chantaje, sino en el compañerismo.
El
amor a medias, la comunicación
a medias, los intereses comunes a medias implican el no amor a medias, la
incomunicación a medias,
el desinterés a medias. La monogamia, la fidelidad también serán a medias. Y buscaremos lejos de nuestra
pareja la otra mitad.
oOo
Una. vez instalados en el matrimonio nos posesionamos de
nuestro papel; jugamos
el rol de machos violadores y varones domados o
de esclavas y mujeres domadoras al mismo tiempo.
No es común que se den casos perfectos. Lo normal es que todos tengamos rasgos de ambos tipos. Los
extremos, en su forma pura, son cada vez menos frecuentes.
Basta con que una mujer tenga un mínimo de dignidad para que se rebele contra
el macho violador; basta con que un hombre se sienta demasiado acosado por el
exceso de demandas para que se rebele contra la mujer domadora. Y entonces, iniciada la sublevación se seguirá una lucha feroz e irreversible por el poder.
Aún será peor cuando, por un mutuo error de cálculo,
se casen un macho y una domadora, ambos
ávidos de poder.
O cuando la unión es entre un varón domado y una esclava; ésta
interpretará las atenciones de él como falta de fuerza, como falta de carácter
y tenderá a convertirse en ama, en mujer violadora y pretenderá tomar todo el
poder. Cuando una mujer ha sido educada para esclava y se encuentra con un
hombre débil, o que ella considera débil, tiende a transformarse en la versión
femenina del macho violador, se convierte en "macha". Domina a quien
tenía la obligación de violarla y no supo hacerlo, lo considera un pusilánime,
un fiasco. Pero su actitud es sólo hacia el macho endeble que le tocó en
suerte, en el fondo de su alma de esclava estará deseando encontrar un macho de
verdad que la domine, la viole, la ultraje…para hacerla sentirse
"mujer", pues la mujer ha sido creada para esto. Su macho es tan
débil que no puede dominarla y eso lo hace aún más "femenino" que
una mujer; por lo tanto, al elevarse sobre el poco-hombre, el afeminado que le
tocó, no hace más que demostrar lo deleznable que es un macho que no sabe serlo. La "macha" rinde culto al
machisrno.
No hay que confundir
a la "macha" con la "hembrista". La primera ejerce la
virilidad por falla de su hombre en particular, la segunda es varonil por
costumbre, es varonil en todo momento. Criada en un ambiente machista en donde
se la denigró, se rebela, no contra el
sistema que genera tal injusticia, sino contra los que la ejercen, trata de
substituirlos, de tomar su lugar, Adora el machismo pero odia a los hombres y
por extensión a todo lo masculino.
La hembrista no es
feminista; no piensa en liberar a la mujer; no piensa en crear un sistema
social justo en donde lo femenino (que afortunadamente es y siempre será distinto de lo masculino) se considere digno. La
hembrista reniega de ser mujer y decide convertirse en macho, en un
macho sin genitales, pero macho. La hembrista se rige por el complejo de
castración. Se pasa toda la vida tratando de demostrar que es superior a
cualquier hombre. Compite constantemente no con un hombre sino con todo el
género masculino. Adopta actitudes viriles, procura hacer actividades
masculinas y rehúsa las que se consideran femeninas y trata constantemente de
demostrar que los hombres son torpes y que las mujeres pueden hacer cualquier
cosa mejor que ellos. Incluso, en los casos
extremos, hasta hacen el amor a las mujeres mejor que los hombres.
No obstante cuando
un hombre accidental o intencionalmente la supera en algo, la hembrista
reacciona femeninamente haciéndose la ofendida
y lo chantajea acusándolo de machista y brutal.
Para la hembrista el
ideal es un mundo en que unas mujeres muy machas dominen totalmente a los
hombres. Su máxima satisfacción es poner al hombre a lavar platos.
Revancha no es lo
mismo que justicia. Esta última no consiste
en substituir una arbitrariedad por otra. La justicia no consiste en que los
plebeyos exploten a los nobles, sino en acabar con la explotación; la justicia
no consiste en que los negros discriminen a los
blancos, sino en acabar con la segregación; la justicia no consiste en
que las "hembras" violen a los hombres, sino en eliminar la sumisión
y lograr que florezca el amor, para lo cual se requieren dos seres libres.
Si el machismo se
puede explicar como un fenómeno histórico
producto de una época en que el homo sapiens, recién descendido de los
árboles, carecía de sensibilidad y de conocimientos, de una época en que la
escasa producción obligaba al más fuerte a despojar al débil para sobrevivir;
en una era de adelanto científico y producción masiva como la actual el hembrismo
no tiene siquiera esta justificación. El hembrismo resulta absurdo, anacrónico, clasista, irracional, reaccionario y
revanchista.
oOo
Siempre que hay
dualidad de papeles hay choques. Nuestra conducta
varía por temporadas afinándose
unos rasgos más que los otros hasta que se invierte el ciclo. La lucha por el
poder condiciona los actos de la vida
matrimonial; nuestros objetivos se van alejando de la realidad y actuamos
pensando en función de la imagen de fuerza
que debemos mantener ante quienes nos rodean.
Y
al desligarnos de la realidad, al crearnos nuestro propio juego de
apariencias, evolucionamos mentalmente hacia la esquizofrenia. Lo que realmente
hacemos o sentimos deja de ser importante; lo importante
es creer que nos creen. Como toda actividad que implica lucha por el
poder, el matrimonio es esquizofrénico. El poder
destruye los nexos de admiración y cariño que existen o que hubieran podido
formarse de no habernos visto obligados a permanecer en actitud de constante
defensa ante nuestra pareja.
Desligados
de la realidad ajustamos las reglas morales a nuestra conveniencia. Condenamos
en otros lo que nosotros hacemos, pero la condena es sólo aparente, en el fondo todos nos autoperdonamos.
Predicamos una cosa y ejecutamos otra. La moralidad se convierte en hipocresía.
Y roto el respeto a las normas éticas la corrupción
se extiende a cualquier actividad social.
¿No es más fácil y más honesto reconocer que la
moralidad actual y, consecuentemente, el matrimonio están obsoletos?
¿No es mejor y más sano
establecer normas éticas que no esté basadas en las relaciones de pillaje y
prepotencia establecidas en la gran violación ?
¿No es más racional crear una nueva moral cimentada
en el amor, el compañerismo y el respeto mutuo, en vez de aparentar que reconocemos unas leyes que no somos capaces
de cumplir?
Seamos
polígamos, pero franca,
sinceramente. Sin trampas, sin hipocresía, sin
fraude. Enterremos la inmoralidad disfrazada de ética. Hagamos nuevas normas que nos permitan vivir limpiamente; gozar
de nuestros semejantes.
Y busquemos un
idilio tan largo que parezca eterno.
oO o
III
Quien vive solo tiene autonomía económica; no
depende de nadie; puede sobrevivir con sus propios recursos y, por lo tanto, no
pensará en unirse a alguien que lo mantenga. Y tampoco aceptará que se le
explote bajo la amenaza de morir de hambre. El contar con nuestros propios
medios de subsistencia nos hace libres e independientes. Nuestra relación con
una persona del otro sexo dejará de ser una prestación de servicios. La unión
de un hombre y una mujer no implicará lucha de clases.
El macho violador se verá obligado a prescindir de
una esclava eficiente y esto lo llevará a la extinción; lo cual será un primer
paso para liberar a la sociedad entera del esquema basado en el abuso. Al igual
que entre un hombre y una mujer, las relaciones entre todos los seres humanos
cambiarán hacia metas mas elevadas, puesto que habrá desaparecido el simio
agresivo que controla el poder pues lo necesita como esencia de su vida. Y no
habrá quien se ocupe de ejercerlo. A nadie le interesarán la acumulación de
poder y los instintos de apropiación y jerarquía que la caracterizan. Liberados
de nuestro complejo R podremos construir una sociedad más justa donde la
amistad y la colaboración dicten las normas. Nos elevaremos a pensamientos y
acciones más nobles, más positivas.
Para
la mujer violada la independencia económica es la base de su libertad; al no depender del macho no se ve
obligada a permanecer sometida para
poder sobrevivir. En el pasado, cuando la mujer sólo trabajaba en la casa y
carecía de recursos financieros propios, ser abandonada equivalía casi a la
muerte pues estaba totalmente desvalida. Esto explica el constante crecimiento
en el número de divorcios desde que la mujer se incorporó a la actividad
económica; el machista es todavía el tipo de matrimonio más abundante.
Otra ventaja es que,
al emanciparse, esta mujer podrá decidir el número
de hijos que quiere y los liberará de ser propiedad del macho. Éste mismo, si
es pobre, saldrá beneficiado puesto que no podrá seguir con la absurda
costumbre de procrear niños que lo empobrecen. Pero sobre todo, éstos al
adquirir la libertad tendrán la posibilidad de desarrollar sus cualidades
humanas. Dejarán de ser educados como reptiles para la agresión y la huida.
Dejarán de vivir en el temor y la
irracionalidad.
También el varón domado obtiene la ventaja de encontrar a
una compañera a su altura. Una compañera con quien compartir intereses y
conocimientos; con quien lograr la comunicación total. No comprará amor.
La mujer domadora
dejará de vivir a costillas de su hombre. Pero esta
pérdida es relativa ya que a cambio de ello se hace independiente, se capacita
y puede lograr una comunicación más profunda con su pareja. Pasará del amor a
medias al amor completo. Recuperará el
orgasmo.
Cada quien planeará sus propios gastos de acuerdo a sus necesidades
destinando a cada partida lo que crea conveniente sin recibir críticas o
recriminaciones por ello. Todos se sentirán libres de utilizar sus ingresos como mejor les parezca, incluyendo los regalos que
quieran hacer a su pareja. Los gastos comunes, que se limitarán al mantenimiento de los
hijos, se prorratearán de acuerdo a los ingresos,
de acuerdo a la capacidad de cada uno y servirán para fomentar la responsabilidad y colaboración, ambos padres participarán
activa y voluntariamente en la educación y cuidado de los niños.
Por
otra parte los dos miembros de la pareja tendrán vidas similares:
parte en el hogar, parte fuera de él y esto evitará la diferencia de enfoques
que se tienen cuando la mujer trabaja en la casa y el hombre fuera de ella.
Para éste el hogar es el lugar de descanso,
de recogimiento, para la mujer es el lugar de trabajo. Él llega a la
casa con la idea de no hacer nada; es decir nada que implique esfuerzo
y obligación; nada que se pueda
considerar como trabajo. Buscará ponerse
cómodo y descansar. Pero "ponerse cómodo" significa estropear
el trabajo de su compañera, desarreglar aquello que ha tardado todo el día en
ordenar y limpiar. Ante las colillas en el cenicero, la ropa tirada, los
muebles fuera de su sitio, etc., se sentirá agredida, considerará la actitud de
él como una verdadera falta de atención. Además ¿Cómo puedes estar, ahí, tiradote, mientras yo me
mato, cuando hay tantas cosas que hacer? El descanso masculino se ve interrumpido por la llave que gotea., la
puerta desclavada, la pared que hay que pintar. . . ¿Cómo se le ocurre
descansar en el lugar donde ella trabaja? Su actitud sería similar si su compañera se sentara en medio del taller u oficina donde él trabaja y se
pusiera a pintarse las uñas o leer el periódico. Pero esto no suele
suceder y resultaría exagerado que un hombre tomara el teléfono a media mañana
para recriminar, a su mujer ¿Cómo puedes estar, ahí, tiradora mientras yo me mato?
Cuando ella quiere descansar
sale del hogar. No se descansa haciendo comidas y limpiando platos como en
cualquier día de trabajo. El trabajo en el hogar es el único que no tiene
jubilación ni días de descanso. Ella desea relajarse, ver gente, salir del
paisaje eterno de las paredes de la casa, romper la monotonía. Pero comer en un
restaurante, hacer colas, sufrir aglomeraciones, forman parte de lo cotidiano
para él, eso lo hace los días de trabajo.
La diferencia de enfoques obliga
a uno a sacrificarse por el otro y crea desavenencias. Con vidas similares la
distribución del tiempo de ambos es parecida y el acoplamiento es más fácil.
oOo
Al aceptar el matrimonio en su
forma clásica aceptamos simultáneamente una serie de condiciones impuestas
por la tradición y la costumbre a las que debemos amoldarnos independientemente
de que creamos o no en ellas, de que nuestro carácter sea o no adecuado para cumplirlas.
Por ejemplo, la preponderancia,
el dominio del hombre (real en el macho violador, aparente en el varón domado) es un requisito indispensable. Para cumplir con esta
condición hay que ser fuerte, audaz y valiente. ¿Y los débiles y los cobardes? ¿No tienen derecho a un matrimonio feliz?
¿Cuántas veces se necesita, en realidad, hacer un verdadero acto de fuerza o de
heroísmo? y cuando se presenta esta necesidad, ¿cuántos lo hacen? Muy
pocos. Sometidos a las presiones económicas, a la violencia organizada (dentro
o fuera de la ley) e, incluso, a las críticas sociales, pasamos la mayor parte
de la vida acobardados por muchos aspavientos de bravura que simulemos.
Por otra parte, mientras más evoluciona la humanidad más se recurre a
la razón y al diálogo y
menos a la agresión y la violencia. La brutalidad está perdiendo su atributo de virtud.
La
mayoría de los actos de la vida de
una pareja son de colaboración; no de defensa.
No obstante, no deja
de ser cierto que el hombre está mejor
acondicionado fisiológicamente para hacer frente a una situación de violencia (un asalto, un incendio) por lo cual
resulta inadecuado que la mujer tome, en este caso, la absoluta responsabilidad
mientras él corre a esconderse bajo la cama. Aunque tampoco parece
correcto que el papel de la mujer se deba limitar a dar saltitos ridículos y emitir chillidos histéricos.
Gracias a la
fotografía todos estamos habituados a la imagen de una mujer
con el fusil en la espalda cultivando un campo. El hombre de esta mujer sabe
que tiene una auténtica compañera en la retaguardia. Es posible que el arma le
reste femineidad, pero, sin duda, acrecienta
su dignidad. ¡Con cuánta ternura, con cuánta pasión se abrazan estos dos
compañeros después de un día de luchar
juntos, aunque distantes, por un objetivo común!
El gran error al que
nos aferramos todos, el gravísimo error que impide progresar a la humanidad es el poder.
El poder implica la sumisión permanente de un ser ante otro, implica la
existencia de un individuo hábil y apto para todas las cosas y de otro torpe e
inútil que sólo debe obedecer, pues es incapaz de hacer nada bien.
Esta idea
maniqueista y neoplatónica no resiste al
más ínfimo análisis lógico. No hay superdotados en todo y el número de imbéciles integrales es muy reducido.
Resulta absurdo que
un ingeniero, por el simple hecho de ser hombre, le diga a su
esposa, doctorada en medicina, cómo cuidar la salud de los hijos.
Resulta absurdo que
una licenciada en economía reciba instrucciones de su viril marido de cómo llevar los
gastos de una casa, por muy brillante
astrónomo que sea él.
Resulta
absurdo que el director de una empresa le diga al contador cómo llevar la contabilidad, al mecánico cómo apretar
las tuercas, etcétera.
Resulta absurdo que
el presidente de un país sepa más arquitectura
que todos los arquitectos, más química que todos los químicos, más táctica y estrategia que todos los
militares. . .
Y, sin embargo, esta
es la forma que rige el comportamiento de la
familia, la industria y el gobierno de las naciones.
El superdotado, el
buenoparatodo, el dominador, toma todas las decisiones. El subordinado es un
papanatas que echa todo a perder en cuanto
se le deja solo. Por eso el jefe nunca delega toma de decisiones, sólo delega responsabilidades; siempre es conveniente tener un tonto a quien culpar
de nuestros errores.
La
experiencia demuestra que para que las cosas salgan bien se requiere
que todos los participantes aporten sus mejores ideas, sus mejores aptitudes.
En cuanto uno de ellos decide tomar todas las decisiones,
en cuanto uno de ellos decide convertirse en dios, viene el fracaso.
Es
bien conocida la historia de Cincinnato (Scevola) que un día, mientras cultivaba la
tierra, fue avisado de que el senado lo acababa
de nombrar dictador para defender a su patria amenazada de invasión.
Dejó el arado a
medio campo y asumió la dirección, el mando de toda Roma para batir a los agresores
y en cuanto acabó la campaña, volvió a enganchar los caballos al arado y
siguió abriendo el surco que había dejado a
medias.
Hay
ocasiones en que, ante la gravedad de los hechos, es necesario concentrar toda la
organización, toda la toma de decisiones, en una sola persona: la que
consideremos más apta. Pero una vez resuelto
el problema esa persona debe volver a arar. Los problemas que se
presenten después requerirán de otro tipo de aptitudes y por lo tanto de otras
gentes que los resuelvan. En la mayoría de los casos no se necesitará otro
dictador, sino la colaboración, la aportación
de ideas, el análisis y discusión de las mismas, la elaboración de un
programa de trabajo en conjunto.
En tiempos de Cincinnato existía el compartimiento de responsabilidades, Roma crecía. Con Julio
César se inició la decadencia.
La idea de que el matrimonio es.
la unión entre un hombre superdotado y una mujer idiota para procrear
oligofreniquitos es tan absurda como el concepto de poder.
Partiendo del supuesto de que,
quizá, en algún instante de su larga vida el hombre debe asumir un papel
hegemónico para liarse a mamporros con otro energúmeno y salvar así la
integridad de la pareja, se concluye que el hombre debe estar siempre y en todo
por encima de la mujer, que sólo él puede
tomar decisiones acertadas, aunque delegue en ella la responsabilidad
de hacer la comida para protestar si el
menú no le gusta. ¡Ave César!
De esto a aceptar la violación como método sexual no hay más que
un paso. Y de ésta al sadismo ni uno solo.
El matrimonio como forma de vasallaje sólo puede
funcionar,
aunque mal, si la personalidad
de ambos corresponde a lo que exige la detentación del poder.
Sólo funciona si el hombre está convencido de ser un micronapoleón y si la
mujer acepta gustosa la sumisión total.
Pero ni el hombre suele tener tales delirios de grandeza ni, mucho
menos, la mujer acepta ser anulada. De ahí nuestro doble papel de macho
violador-varón domado o esclava-domadora y la lucha por el poder, por la
supremacía dentro del matrimonio. Somos incapaces de concebir la relación
hombre-mujer como un acto de colaboración, de compañerismo, Sólo la imaginamos
como forma de vasallaje.
Y al mismo tiempo
pedimos ternura de la mujer. Es demasiado común la
escena del hombre que, después de. un arduo día de trabajo, o de holgar en la oficina, llega arrastrando los pies y cae agonizante
en brazos de su esposa para que "mamita" lo consuele, lo conforte, le
dé la sopita, lo mime, lo arrope. . . y se acueste con él. Estas 'Adiposidades' están en franca
contradicción con la bravura, la fortaleza del superhombre que todo lo
puede y todo lo sabe. El rudo, el autosuficiente hombre superior se convierte
en un bebito indefenso al que la idiota inferior tiene que cuidar. ¡Congruencia ante todo!
Todos los hombres
tenemos necesidad de ternura. Todos. No somos ese ser frío y duro que aparentamos cuando salimos a la calle
con el ceño fruncido y el gesto adusto. No somos los seres rígidos e inflexibles que pretendemos ser, porque
la rigidez es propia de cadáveres y los hombres estamos vivos. La vida
es ternura, es caricia, es amor, es creación. El rigor mortis sólo produce descomposición.*
*Tan acendrada está la idea de rudeza varonil que algunos
grupos de jóvenes hastiados de las guerras, el desempleo, la agresión y la
sumisión a que se ven sometidos, protestan vistiéndose y actuando como
afeminados. Según este criterio, justo en el fondo pero excesivamente simplista, el hombre sólo puede ser bestia o marica.
Seamos tiernos; no
es deshonroso dar ternura. Y pidamos, exijamos que nos la den. Pero no a la
vasalla, no al ser inferior, sino a nuestra compañera,
a ese ser que tiene tantas cualidades y defectos como nosotros, a ese ser que
tiene tanta, necesidad de dominar y someterse como nosotros, a ese ser tan
perfectamente imperfecto como nosotros mismos. Al fin y al cabo todos los
hombres tenemos algo de Edipo.
Aunque algunos
abusan y acaban convertidos en el juguete favorito de una mujer demasiada
maternal que se pasa la vida jugando a los
muñecos.
En este caso, como
en muchos otros, los papeles se invierten y la mujer hace el papel de esposo y
el hombre el de esposa, chocando así su vida íntima
contra su vida social.
Pero siempre, sea
normal o invertido, el matrimonio exige vasallaje. El poder no se puede
compartir y hay que ejercerlo permanentemente. El rey que pone la cabeza en
brazos de su súbdita la está invitando a la
rebelión.
o O o
No deja de ser
admirable la tremenda habilidad de la domadora para hacer creer a su vasallo
que él es el amo. Fomenta su machismo, lo alaba en su
masculinidad, se denigra a sí misma tomando
una actitud dócil, sumisa, de mártir obediente a las órdenes de
él, y, sin embargo, en el fondo es ella la que ordena, es ella la que impone su
voluntad, la que decide. El varón
domado vive un sueño, en un mundo de fantasía donde se considera todopoderoso,
donde todo funciona por efecto de su virilidad, donde, como macho que es,
puede permitirse la infidelidad (pequeñas aventurillas intrascendentes de las
cuales sale tan arrepentido que se vuelca en atenciones hacia su mujer para
compensar la mala acción), donde la esposa está tan enamorada de él que es imposible que lo
engañe, donde él es el eje del universo. .
.
La irrealidad, el
onirismo del varón domado son el complemento al
mundo esquizoide deseado por su domadora: un mundo de posesiones, apariencias y
poder puesto a su entera disposición. Como indica Esther Vilar, la domadora
sólo considera al varón domado en función de su utilidad, pero en cambio, está
muy pendiente de las opiniones de las
demás mujeres. Son ellas las que juzgan sobre el prestigio, la altura
alcanzada en la escala social, el poder y
las comodidades obtenidas por sus rivales femeninas.
o O o
Al suprimir
el matrimonio suprimimos el vasallaje y con ello el ansia
de poder desaparece de nuestros cerebros. Liberados de este
lastre mental nuestra actividad diaria se canalizará a cosas más positivas;
descubriremos que la vida es bonita y la gozaremos. Veremos al poder en su exacta dimensión: igual de nefasto que de
ridículo. Sólo a un loco, a un enfermo, le puede parecer grande
y sublime algo tan grotesco, tan inhumano.
La
desaparición del matrimonio es el último
paso de la revolución
sexual. Una revolución incruenta, una revolución en la que no hay perdedores, todos ganamos;
una revolución que el único derramamiento de sangre
que exige es el de unas cuantas gotas en la primera
lección. Pero todavía hay muchos revolucionarios que se equivocan y caen en la trinchera enemiga: el
matrimonio. Hay que evitar la trampa,
hay que vivir solos.
Se
dirá que es absurdo, que no es
posible mantener una relación estable en esas condiciones, pero si lo vemos
objetivamente notaremos que con excepción del matrimonio, o la unión libre, que
es un matrimonio no ratificado por la ley, todas las relaciones entre un hombre
y una mujer se efectúan de esta forma. En un noviazgo, en un amasiato, en un
romance pasajero los miembros de la pareja habitan cada uno en un lugar
distinto (hábitats separados) tienen
distintas fuentes de ingresos (independencia económica, cuentas
separadas), generalmente ambos trabajan y si no dependen de un familiar, como
los jóvenes y las casadas dedicadas al hogar, y duermen ¡en camas separadas!* a
pesar de lo cual
se la pasan admirablemente bien, conviven mejor que muchos matrimonios y, si
descontamos el que emplean en roncar en tándem,
uno junto al otro, el tiempo que comparten es mayor que el de muchos casados.
*Los norteamericanos son muy aficionados a las
estadísticas. Tienen estadísticas de todo. Incluso de la frecuencia con que se
realizan los contactos sexuales en un matrimonio promedio. El resultado
es bastante descorazonador: dos veces por semana. Considerando que una buena
parte del juego amatorio se hace antes de llegar a la cama, por ejemplo en un
salón de baile, en el sofá de la sala, en un bar, en un coche, etc., resulta
que la cama tiene una utilización sexual de cuatro a cinco horas a la semana,
incluyendo el tiempo que la pareja permanece abrazada después de concluir el
acto y hasta el momento en que ambos quedan totalmente dormidos. Esta cifra es
bastante menor que las 56 horas semanales de sueño que recomiendan los
médicos, o las cuarenta y tantas que suele dormir una persona promedio.
¿Conclusión?: La cama es para dormir. La cama no es un símbolo sexual.
Es más, una pareja con imaginación
puede prescindir de la cama; puede hacer e! sexo en el suelo, en el sofá, en el
closet, en el baño, sobre una mesa o encima del refrigerador (adentro resulta
muy incómodo y frío).
La cama matrimonial no solamente no es un símbolo
erótico, sino que muchas veces actúa como inhibidor del sexo. Si consideramos
el tiempo no incluido en los dos contactos semanales, en algún momento, al
menos un miembro de la pareja tendrá deseos sexuales y el otro no. El primero
iniciará un acercamiento para tratar de excitar al segundo y en ese momento
vendrá el cortón:
Estoy muy cansado.
Mañana tengo que madrugar.
Me duele la cabeza.
Los niños estuvieron insoportables.
Hoy no.
¡Hoy
no! El que inició el acercamiento se siente rechazado; le invade una sensación de frustración, de desaliento. La felicidad
conyugal se congela.
Es su culpa. Inició un acercamiento
subrepticio, reptante, casi artero, para obligar a su pareja a hacer algo que
no quería en ese momento. Lógicamente, la pareja se sintió agredida y vino el rechazo.
Por el contrario, para entrar a una cama
individual hay que pedir permiso. Tocar a la puerta. La cama individual es la expresión mínima
de ese espacio privado, de .ese espacio de soledad que todos
necesitamos.
¿Me
puedo acostar contigo? La pregunta nos dice mucho más de lo que aparenta. Nos
dice: ¿puedo entrar en tu mundo privado?; ¿puedo entrar en tu intimidad? ¿puedo
compartir tus sueños?
Y ¿cómo negarnos ante esa pregunta
? Cuando alguien, todo respeto y toda ternura nos dice candorosamente que nos
necesita es imposible negarnos. Por poco dispuestos que estuviéramos un minuto
antes, nuestra actitud cambiará y sentiremos el deseo del abrazo, del beso, del calor. . . del amor.
El acto sexual no será un mero ejercicio
físico sino un acto de amor; de entrega total. El amor sólo se puede practicar
en los espacios privados. Un sueño reparador nos condiciona para estar alegres,
para tender al amor. Por el contrario despertar ateridos de frío cuando nos jalan la cobija o
sentirnos en medio de un terremoto cada vez que nuestra pareja se
acomoda en la cama, intercambiar patadas, rodillazos y codazos accidentales, sentirnos desplazados o inmovilizados, son
hechos que sólo conducen al cansancio y al rencor. No hay porqué
"compartir en el día los malos humores y en la noche los malos olores".
'
Vivir solos no significa
aislarnos permanentemente del resto del mundo. Esto no es posible. Ni deseable.
Vivir solos significa aislarnos cuando así
lo necesitemos, para pensar, para soñar (que es lo mismo que crear) o para
descansar. Pero el resto del tiempo lo emplearemos en convivir con otros seres,
en compartir con ellos, en hacer el esfuerzo
de ir hacia ellos.
Y en los momentos más hermosos abrir nuestro espacio privado a las personas con quienes más congeniemos,
abrirles nuestra intimidad y compartirla. Compartir la intimidad es la
base del
amor.
El aislamiento es
tan necesario como la compañía. La soledad es tan
importante como la comunicación. Son dos estados que se complementan y se
refuerzan mutuamente. La soledad alternada con una comunicación amplia y
afectiva resalta la importancia de esta última, hace más apreciable la unión
con nuestros semejantes.
Para la creación se necesita
concentración, intimidad, estar solo consigo mismo.
Cualquier intromisión, aún la de un ser amado, rompe el aislamiento, el
recogimiento y distrae la atención. Se va
la inspiración.
Creación no es sólo la científica, artística o técnica,
sino también la que efectuamos en muchas actividades cotidianas: hacer una
cuenta, escribir una carta, etcétera.
También en la recreación, en el recuerdo, necesitamos
estar solos. Con la memoria volvemos a
crear un pasaje de nuestra niñez, la emotividad de nuestra pareja, la
ternura de los hijos, el éxito en el trabajo, el triunfo en el deporte. En ese
momento sólo existe el recuerdo. Y lo
estamos gozando. Cualquier intromisión lo destruye.
Para leer, para oír música, para la contemplación, necesitamos soledad.
Ante una nueva
perspectiva, ante un suceso que altera nuestras vidas, ante una posibilidad no vislumbrada anteriormente, necesitamos
aislarnos para poder analizar, planear, presentarnos alternativas, para convencernos de que la solución que tomamos es la mejor, para conocer las ventajas y los riesgos. Podremos
consultar a otras personas y comparar puntos de vista; pero la decisión final
la tomaremos cuando nos instalemos en nuestra soledad y nos convenzamos a nosotros mismos.
Todos necesitamos un
espacio privado. Pequeño, no hace falta
mucho, pero privado. Exclusivo. Nuestro espacio de soledad. Un espacio para
estar en la intimidad con nosotros mismos. Un espacio para auto conocernos.
Para crear. Para soñar. Para compartir.
Solamente alguien
que esté totalmente vacío, alguien que no tenga nada que decirse a sí mismo, puede vivir sin la necesidad de ese
espacio.
Hay también quien tiene demasiados problemas internos, y por
eso teme a la soledad. Necesita apoyarse constantemente en otros para no sentir terror. Alguien así negará la
necesidad de la soledad. Pero tarde o temprano tendrá qué enfrentarla,
tendrá qué resolver sus problemas y en ese momento entrará a su espacio de
soledad (abstracto, si no lo tiene concreto) para encontrarse a sí mismo.
Y sin embargo, casi
nadie tiene un espacio privado. Ni en el hogar, ni en el trabajo. Cuando
tenemos que concentrarnos, cuando tenemos que tomar soluciones, debernos hacer
esfuerzos extraordinarios de abstracción
para aislarnos de lo que nos rodea; nos encontramos en medio de un marasmo de
ruidos, gentes, máquinas, equipos, etc., que interfieren con nuestro
pensamiento, que impiden la concentración, que nos interrumpen y nos irritan.
En lugar de abstraemos, de reconcentrarnos en medio de un espacio ocupado por
muchos ¿por qué no contar con un espacio físico, concreto, para aislarnos?
La casa-habitación actual se parece extraordinariamente a la
instalación fabril. Ambas están concebidas bajo el concepto de dominación, de
vasallaje. En primer lugar, tienen un único dueño. En la casa es la mujer
domadora o el macho violador. El resto de la familia transita en ella pero está
en los dominios de alguien y puede, incluso, ser expulsada. En todo caso
siempre debe obedecer las reglas del dueño; el hogar se convierte en cárcel, y
una cárcel de la que no se puede salir pues no hay a dónde ir, ya que no tenemos
otro hábitat. En segundo lugar reduce al máximo los espacios privados. Estos
son privilegio del dueño. Los subalternos deben estar siempre a la vista, no se
les puede dejar solos pues son torpes y marrulleros. Por
eso en la fábrica o en la oficina son apiñados en grandes
salas, en grandes barracones, bajo la mirada vigilante del pastor; aunque su
trabajo requiera de concentración y meticulosidad, lo deben hacer sin aislarse.
En la casa, por
razones de "decencia", el barracón
de los subalternos se substituye por
dos pequeñas celdas: el "cuarto de los niños" y el "cuarto de
las niñas" que complementan al
"cuarto matrimonial", la habitación más amplia y mejor ubicada de la casa. . . la oficina del jefe.
El hábitat con tres
recámaras es el ideal al que aspiramos todos, es el
típico de las clases medias e incluso de las altas. Cuando se tienen recursos
económicos suficientes para adquirir un hábitat más amplio, los cuartos
restantes se emplean para otros fines: despacho, estudio, cuarto de televisión,
bar, salón de billar, etc. y los niños y las niñas siguen hacinados en sus
respectivos cubículos comunes. Los
subalternos carecen de individualidad.
En una ocasión se hizo un experimento para conocer los efectos
de la sobrepoblación, Se aisló a un grupo de ratas en un espacio amplio, del cual
no podían salir, y se dejó que se reprodujeran libremente. Mientras el número
fue pequeño conservaron una vida social de convivencia y cordialidad. Pero al
crecer en cantidad, al reducirse el espacio para cada una, se fueron acentuando
los instintos de territorialidad y agresión. Las ratas mas fuertes abusaban
cada vez más de las débiles; éstas sufrían de grandes depresiones y llegaban
hasta el suicidio mientras que las primeras se volvían cada vez más feroces. Se
hacían indiferentes a lo que les rodeaba, se perdía el espíritu de colaboración
e imperaba el egoísmo.
El humano no es una rata, pero
es un ser vivo cuyas necesidades de espacio son muy semejantes a las de estos
inteligentes roedores y a
las de los demás mamíferos, ¿Por qué nos extrañamos de que
los niños sean agresivos, apáticos e indiferentes, o
de que tengan profundas depresiones?
De cuando en cuando
alguna calamidad (un terremoto, un huracán) pone al descubierto el hecho
de que las clases con menos recursos económicos
viven en condiciones que harían temblar a la
rata más templada. Familias enteras, y a veces varias familias, viven amontonadas en un minúsculo cuarto que sirve
al mismo tiempo de dormitorio,
cocina, cuarto de baño, etc., en las peores condiciones
de miseria, insalubridad, promiscuidad e inseguridad. Y nos sorprendemos de ver
que en ese medio también se abusa de los
más débiles. ¿Por qué nos extrañamos de que esos seres humanos sean agresivos, apáticos e indiferentes, y de
que tengan profundas depresiones?
Ante esta imagen nos
conmovemos, nos horrorizarnos y, entonces, las instituciones gubernamentales
enarbolan las banderas de la redención y deciden hacer algo por los
desposeídos: construir hábitats
con tres recámaras. . .
Algunos
de los perjudicados por la catástrofe
serán agraciados con estos
hábitats, los gobernantes develarán placas y erigirán estatuas a la justicia social y los
que no vivimos en la indigencia respiraremos
aliviados de saber que ya no existen condiciones de vida tan miserables.
Pero en poco tiempo,
ante la escasez de recursos, ante la falta de un trabajo decorosamente
remunerado, los agraciados por la justicia
social volverán
a amontonarse en un solo cuarto, compartirán
con otros desdichados el hábitat. Volverán a su situación anterior de
damnificados permanentes de la avaricia y el ansia de poder.
Hasta
el próximo sismo, hasta el siguiente
huracán.
Los desposeídos no tienen derecho a la individualidad. Se les niega
la personalidad. Deben vivir hacinados. Los hábitats de las clases pobres
corresponden perfectamente al cuarto redondo, al establo en que los hacendados
encerraban a sus esclavos durante la noche. Lo mismo sucede con "el cuarto
de los niños", "el departamento de estudiantes", las salas de
hospital, donde la muerte se convierte en espectáculo público al que se obliga
a asistir a los demás moribundos. . .
La masificación nos condiciona a aceptar como natural que debemos estar siempre bajo la mirada vigilante del
amo; que la personalidad sólo es privilegio del poderoso; que en una
sociedad supuestamente individualista, en la que "el espíritu" impera
sobre la materia sólo hay dos alternativas: aceptar ser una masa informe
manejada por un amo o entrar a la lucha por el poder.
Por eso, en las
condiciones actuales, solamente podrán contar con un
espacio privado quienes tengan resueltos, al menos, sus problemas económicos básicos.
No obstante si éstos desechan la idea del hábitat familiar y
deciden vivir solos, ayudarán considerablemente a que los grupos más desposeídos alcancen mejores formas de
vivienda.
En efecto, para
vivir solo, se requiere poco espacio; apenas algo más
que el cuarto de un hotel moderno o, mejor aún, de un motel tipo americano que
suele contar con una cocineta provista de estufa y refrigerador. En un espacio
pequeño pero bien aprovechado y con una instalación adecuada quedan cubiertas
las necesidades de cocina, baño,
estancia y dormitorio, así como de ventilación,
calefacción y aire acondicionado. Esto significa que para satisfacer las
demandas de personas solas no se requerirían
casas particulares, sino edificios de departamentos semejantes a hoteles. Con
esto se utilizaría el terreno mucho mejor que ahora, evitando espacios muertos o subaprovechados. como pasillos, áreas de
acceso y muchos cuartos de dudosa utilidad (en una casa típica de clase media o
alta suele haber una sala de estar (living room, en inglés) y una sala de no
estar (parlor), un desayunador en el que, como su nombre no indica, se
desayuna, almuerza, cena, etc. y un comedor en el que sólo se come en ocasiones
muy especiales; baños enteros, medios baños y hasta décimos de baño, etc.).
Al eliminar todo
esto, el costo de construcción se reduciría y
además al comprar o rentar áreas menores habría que desembolsar mucho menos que
en la actualidad. El costo de mantenimiento también sería menor, tanto para el
departamento como para los gastos comunes del edificio, ya que se repartiría
entre un número mayor de inquilinos o copropietarios. Además, la demanda crecería
lo que permitiría aumentar la producción y esto conduce siempre a costos
unitarios más bajos. También disminuiría el precio unitario de los terrenos ya
que su mejor utilización evitaría la expansión exagerada de las ciudades y esto
traería como consecuencia adicional menos gasto social, menos impuestos.
Muchos grupos que actualmente carecen de recursos suficientes podrían adquirir
un hábitat de este tipo más barato y, por ende, a su alcance. El problema de
vivienda se reduciría notablemente. Aunque siguieran existiendo hacinamientos,
éstos serían menores. La solución definitiva a esto último no es de
construcción, sino de remuneración justa del trabajo.
Existe
un gran mercado para hábitats individuales: divorciados, viudos, jóvenes que se independizan de sus padres, solteros
que tienen que emigrar por razones de estudio o de trabajo, etcétera. Todos ellos, en la
actualidad, se ven obligados a adquirir un hábitat de tres recámaras, demasiado grande para sus necesidades y si
sus recursos no son suficientes tienen que compartirlo con otros que ayuden a
la manutención, como es el caso de los estudiantes
que viven fuera de su hogar. Esto les obliga a gastos innecesarios o a
convivir con extraños con los que no siempre congenian.
En el otro extremo,
las familias demasiado numerosas se ven obligadas a amontonar en un cuarto a
"niños" de escasos meses junto a "niños"
de más de veinte años con necesidades totalmente diferentes: los mayores
interfieren en el sueño de los niños, éstos impiden a los primeros el libre uso
de su recámara, etc. Se generan sentimientos de hostilidad y entorpecimiento.
Los nexos fraternales se debilitan.
El hábitat común es inadecuado para todos. Por el contrario un
hábitat individual económico y bien diseñado cubre las necesidades de cada
persona y permite en un caso dado, crecer modularmente a medida que aumente la
familia o que crezcan las necesidades de
espacio de alguien.
oOo
El hábitat es al
mismo tiempo territorio para vivir y capital. Es
el lugar donde moramos y el sitio donde se encuentran los bienes, pocos
o muchos, que hemos ido adquiriendo en el curso de nuestras vidas, por eso
tenemos una doble necesidad de conservarlo.
Esto es aún más
evidente si el hábitat es de nuestra propiedad.
Acumulamos en él todas las cosas que hemos adquirido, que nos son necesarias, pero cuya utilidad muchas
veces sólo conocemos nosotros pues
está ligada a un recuerdo muy personal, a una volición
muy particular, que otros no entienden o no comparten. Poco a poco vamos
llenando nuestro territorio con cosas estorbosas
para los demás.
Los animales marcan
las fronteras de su territorio dejando señales
de orín que indican los límites de su propiedad. Los humanos no somos
diferentes; sólo que en vez de ácido úrico empleamos objetos: retratos, ropas,
papeles, muebles, letreros, rejas, etc. Y este es uno de los motivos más
frecuentes de conflicto no sólo entre los miembros de una pareja sino de todos
los integrantes de una familia que conviven
en una casa común.
Al compartir un
mismo territorio los miembros de una familia marcan, generalmente en forma
inconsciente, los limites de sus dominios. Depositan sus mícciones-objetos por toda la casa. La selección de
muebles, cuadros, vajillas, etc., la colocación de los mismos, la elección de
un lugar en la sala o el comedor, el colgar la ropa o dejarla en una silla, son
formas de indicar nuestros límites, de
posesionarnos de la casa.
Corno
no hay dos seres idénticos,
la diferencia en gustos y costumbres
termina por provocar el choque; algo molesta a otro; hay una reacción y sobreviene la pelea. Si, por
ejemplo, quitan el cenicero del sitio exacto donde lo ponemos por
costumbre, sentimos que somos víctimas de una agresión, que se están apoderando
de nuestro territorio, y para recuperarlo volvemos el cenicero a su lugar, pero
con energía, protestando por la intromisión. Actuamos corno si hubieran borrado
nuestra señal depositando sobre ella una micción y recuperamos nuestros
derechos orinando con más fuerza, para
eliminar las marcas anteriores y reforzar la nuestra. Nuestra actitud violenta molesta a quienes la
observan, que reaccionarán en forma semejante y se inicia así una guerra
urinaria por la posesión del hábitat.
Cuando esta guerra se agudiza se pasa abiertamente a la lucha por el
poder, al intento de imponer nuestros gustos, nuestras costumbres, al rival; a
aquel que invade nuestro territorio. Poseyéndolo, eliminando su voluntad
quedará aprisionado en nuestro hábitat lo
utilizaremos y no interferirá en nuestras decisiones. El vasallaje asegura nuestra propiedad.
Los
miembros de la pareja luchan por arrebatar al otro su territorio, el único que poseen ambos. Y también luchan por no ser
desalojados, por no ser despojados. La casa es campo de batalla, territorio
propio y botín, todo al mismo tiempo. Por eso luchamos por poseerla y tratamos de restringir los derechos de los demás.
Si, como se cree erróneamente, el matrimonio se limitara a la unión de dos personas, el problema aunque grave,
sería más sencillo; pero la realidad es que el matrimonio es el
enfrentamiento de dos tribus. Cada uno de los contrayentes arrastra tras de sí
a padres, hermanos, tíos, amigos, compañeros de trabajo, etcétera. El choque entre dos
culturas, entre dos formas de interpretar la vida, entre dos grupos de gentes, es patente.
Desde
el inicio de la vida en común
los dos clanes se hacen presentes y no
solamente respaldan al que pertenece a su grupo, sino que, además, pretenden
intervenir en la lucha por el poder, en la posesión del territorio. Con el
mayor desparpajo orinan libremente por el
hábitat recién adquirido; modifican a su gusto las micciones-objeto de
la pareja y hasta introducen las propias. El otro cónyuge o lo que es peor ¡a
otra tribu en pleno, reacciona ante la invasión del hábitat depositando más
ácido úrico. Pronto se llega así a la "Batalla de la Puerta". La mala
cara, el gesto de contrariedad, el comentario irónico, la observación sobre la
fatiga que produce atender a los miembros de la otra tribu, son formas de
cerrar la puerta, de decir que nos
oponemos a la invasión del otro clan. Y esto hiere a nuestra pareja, que peleará
por conservar sus derechos y por desalojar a los nuestros. La felicidad conyugal agoniza en
un ataque de cistitis.
oOc
Con
la llegada de los hijos, nuevas tribus se incorporan al hábitat. Los padres ven
horrorizados como bandadas de malévolos pigmeos devastan
el hogar, arrasando los recuerdos familiares y untando de gelatina y helado los
más finos tapices del mobiliario y ante tal invasión deciden expulsar a los
niños del hábitat. El patio, la calle, el jardín público o el salón para
fiestas infantiles son los lugares de
destierro.
Al
crecer, cuando los jóvenes
alcanzan esa edad en que inician sus relaciones
amorosas, cuando necesitan aislarse con su pareja para descubrir la ternura, el
destierro sigue. Tendrán qué buscar algún
lugar, generalmente inapropiado, para intimidar, para comunicarse. El
patio, la calle, el jardín público, el café, el motel, el salón de baile, etc., son los lugares de
destierro.
oOo
El hábitat
particular ayuda a evitar, o al menos a reducir los cataclismos a que tenemos que
enfrentarnos durante nuestra existencia: los cataclismos que se producen cada
vez que nos unimos o nos separamos de otras
gentes.
Con bastante
frecuencia los jóvenes deciden independizarse, A
veces emigran por razones de estudio, trabajo o aventura, otras porque no
soportan la imposición de unos padres demasiado autoritarios o por no aguantar
las riñas si éstos no se llevan bien; cuando son hijos de divorciados hasta
por emulación o por permanecer neutrales. Los motivos son muchos. Pero el
simple hecho de anunciar la separación provoca un cataclismo, Quienes conviven con el joven se horrorizan, se sienten
defraudados, piensan en cosas terribles que le están
sucediendo ocultamente 3! que se separa y comienzan los llantos, las quejas,
las recriminaciones. ¿Te hemos tratado mal?; ¿no
nos tienes confianza?; ¿no nos quieres?; ¿así pagas
nuestros desvelos?; ¡pobrecito! ¡tan joven y va a tomar tantas responsabilidades! (para los padres seguimos
siendo niños hasta cumplir los ochenta años); ¡Cuántos peligros lo
amenazan! ¡no nos olvides! ¡no nos
abandones!. ¡Consternación! los
padres ven alejarse a su criaturita y saben que el vacío que deja nunca
podrá volverse a llenar, el niño ya no es de
ellos, se marcha y los deja solos, algo se rompe en ese instante y las relaciones de afecto se modifican
sustancialmente. Para el joven que se va, también hay un cambio radical; ya no
podrá volver a la casa, ya no
volverá a ser el niño al que cuidaban sus padres, a partir de este
momento ya es un adulto que mirará por su autosuficiencia, que luchará por
subsistir y no podrá volver atrás. El cataclismo ha roto los esquemas de vida
de todos los que participan en el evento. En un solo instante transcurren
todos los años que hemos frenado, que no hemos querido ver pasar; en un solo instante el niño, el bebé tierno que arropábamos
en la cunita se ha transformado en un adulto y, también en ese instante,
el niño que se dejaba arropar se ha sentido crecer hasta alcanzar su edad real.
El cataclismo ha trastornado todo:
padres e hijos. Todos lloran por lo que se
pierde, por lo que ya no será.
Este
primer cataclismo, si bien no se evita, al menos se demora en
muchos casos hasta juntarlo con la boda. De esta forma conseguirnos un
cataclismo doble: por un lado la separación
entre padres e hijos y por otro la unión
de la pareja que se casa, el enfrentamiento de las tribus. El segundo
cataclismo da una razón de ser al primero,
que, así, queda atenuado.
Los novios suelen
aislarse de lo que los rodea para congeniar, para conocerse, para lograr la
intimidad. Durante el noviazgo casi no hay trato con la tribu opuesta y el que
se establece es circunstancial, esporádico
y sumamente formal; las relaciones son excesivamente diplomáticas. En el mejor
de los casos se llega a cierto trato más profundo con algunos, pocos, miembros
del otro clan.
Como el matrimonio,
con o sin papeles, es un acto irracional en el que cualquier intento de
planificación se considera falta de afecto, hay que esperar
hasta el momento en que se habla de la unión para plantearse precipitadamente
una serie de preguntas que causan desavenencias y altercados: el tipo de
hábitat, la localización del mismo, las micciones-objeto que habrá en él, los
derechos de ambas tribus, la redistribución de actividades y el tiempo para las
mismas. . .y, por supuesto, el presupuesto.
Hasta antes de la boda ambos cónyuges
tenían sus propios ingresos y los administraban a su plena voluntad, sabían en
qué los gastaban y porqué. Y consideraban perfectamente justificado el gasto.
En cuanto se unen, aunque los dos sigan trabajando y, por ende, teniendo sus
propios ingresos, éstos dejan de ser suyos, forman un fondo común destinado a
los gastos del matrimonio y como el "costo de instalación" suele ser
bastante elevado absorbe la mayor parte del fondo obligando a ambos
contrayentes a prescindir de muchas de las satisfacciones que obtenían cuando
disponían de sus ingresos particulares;
en otras palabras ven alterada toda la rutina de sus vidas por el cataclismo
económico. Tienen que modificar sus hábitos, sus costumbres, para adaptarse a
la penuria financiera que se desata en los primeros meses de vida en común. A
esto hay que añadir los "costos de operación" del matrimonio
generados sobre todo por el hábitat recién adquirido y, posteriormente, por los
hijos. Estos últimos serían los únicos que originarían gastos extras en caso de
vivir separados: la afectación económica sería menor y además
gradual, no habría dudas de la necesidad de
los gastos y éstos no se presentarían en forma violenta al comienzo de la vida en común, cuando hay
más posibilidades de choques y fricciones, cuando los miembros de la
pareja se enfrentan a más alteraciones en
su vida cotidiana, cuando tienen más problemas que resolver, cuando es
más posible que sus relaciones afectivas se
enfríen por una mala interpretación.
El
inicio del matrimonio siempre produce una crisis económica en ambos
contrayentes y los obliga a la reacción lógica de luchar por el control del
presupuesto. Cualquier gasto que haga el otro será
considerado como innecesario, como despilfarro y se le recriminará. Por el contrario, los dispendios propios
siempre los creeremos indispensables y al vernos coartados saltaremos
enfurecidos.
Lucha por el
territorio, lucha por el presupuesto, lucha por los ahorros (el hábitat
adquirido es una inversión), lucha por
subordinar, por someter a nuestra pareja, lucha por imponer nuestras
costumbres, lucha por establecer nuestros derechos, lucha contra la invasión de
las tribus, lucha por perpetuarnos en nuestros hijos. , . El matrimonio es
lucha, es guerra, es enfrentamiento. El amor
es colaboración.
Los primeros meses
de un matrimonio transcurren en medio de batallas constantes, encarnizadas,
entre las dos tribus. Con el paso del tiempo, los frentes se estabilizan,
se toman posiciones y poco a poco se llega a una guerra de desgaste, una guerra
de trincheras en la que no hay avances ni retrocesos. El matrimonio discurre sin novedad en el frente.
Es evidente el
motivo por el que tantos enlaces terminan en pocos
meses, cuando la guerra está
generalizada. Y también resulta obvio porque se nota
tal tristeza, tal desasosiego en los que han llegado a la fase de
trincheras; muchos de estos matrimonios sólo
son aparentes, no existe más que la fachada, los cónyuges tienen vidas
afectivas fuera del hogar pues éste no es más que un campo de batalla que,
quién sabe porqué, se niegan a abandonar.
Sólo cuando el amor inicial es muy grande consigue
sobrevivir al cataclismo del matrimonio. Una vez pasada la virulencia inicial,
los cónyuges podrán recoger el maltrecho, deteriorado, minimizado amor que se
tenían para comenzar a reconstruirlo. Se necesitará mucha paciencia, mucha
tolerancia, mucha comprensión por ambas partes para recuperar el afecto, la
admiración mutua que existían antes; para volver a amarse. Pero el matrimonio
seguirá al acecho, colocando nuevas trampas para destruirlo, para provocar
nuevos enfrentamientos.
Durante la vida
matrimonial se presentan algunos cataclismos menores: al crecer la familia el
hábitat se hace insuficiente y hay que mudarse a uno más grande, más amplio. . . pero con las mismas tres
recámaras que tenía el anterior. Pequeños sismos sin importancia (7 u 8
Mercalli solamente).
Pero, cada vez con más frecuencia, el matrimonio termina en otro cataclismo, más grave, más doloroso: el
divorcio.
Algo no funciona.
Las relaciones se hacen cada vez más frías, más
tirantes. Hay fricción. Cualquier pretexto sirve para iniciar una discusión. Y
cada día las peleas son más violentas. Y más seguidas. Los ataques son cada vez más dañinos más corrosivos.
Instalados en el
malestar permanente, los contendientes pasan el día
elucubrando nuevas maldades, nuevas agresiones. Tienen tiempo de sobra para
perfeccionar su hiel y soltarla en el momento preciso para que su efecto sea
demoledor.
Los hijos ven
transformarse a sus padres. Aquellos dos seres que representaban todo para
ellos, aquellos dos seres admirables que
los crearon, que les dieron la vida, aquellos dos seres fantásticos, que les enseñaron el cariño, la curiosidad,
la virtud, el placer de vivir, aquellos que
los guiaban, aquellos dos seres se están transfigurando ahora, ante sus
ojos, en monstruos repugnantes que se atacan con sus babas. Quieren huir. Pero
¿adonde? Los bramidos de los monstruos se
oyen por toda la casa. ¡Mamá no es lo que yo que era! ¡Papá no es lo que
yo creía que era! Ante ellos se presentan magnificados por el otro, todos los
vicios, todos los defectos, todas las
características negativas que tienen cada uno de los. Y ninguna virtud. Los ídolos se desmoronan. Los días transcurren
pesadamente. Cuando no hay pelea se siente un silencio espeso, incómodo; de
ausencia. Uno de los dos se escapa a la calle, sin saber adonde ir. Al regresar
sigue ausente, su cuerpo está allí, paseando nerviosamente, pero su alma se
encuentra en el infierno seleccionando nuevos
materiales de agresión.
Y, de pronto, otra
explosión. Con los ojos inyectados de odio, con los nervios
tensos, se encuentran en algún corredor estrecho de la casa. Se miran
furibundos y se embisten tratando de ganar el paso.
¡Bestia!
¡Bruta!
El hábitat es insuficiente para
los dos. Alguno debe abandonarlo. La guerra de trincheras se hace guerra
franca, abierta. Portazos. Objetos rotos.
Quizá, lleguen a la agresión física. Más portazos.
¿Por qué siempre responsabilizamos a las puertas de nuestras disputas?
Los bufidos de los
monstruos despiertan a las tribus. Comienzan
a llegar refuerzos. A veces, alguien de la tribu consigue calmar los ánimos y restablecer la serenidad. Es una crisis
pasajera y no se repetirá. En ocasiones se
consigue una tregua. El final se retrasa algunos meses y quizá años. . .
Pero esta vez no es así. Se ha ido muy
lejos. Los dos monstruos se han hecho demasiado daño. Están gravemente heridos. El final es inevitable.
Las tribus se ven
comprometidas. La separación se convierte en
noticia. Los más prudentes se retiran a un lado y contemplan consternados el
triste espectáculo. Los más belicosos toman bando, intervienen en la batalla, dan opiniones, dan sugerencias, organizan
ataques. . .
Finalmente, uno de
los monstruos, adolorido y con la vejiga seca,
abandona: ¡Basta! ¡Me voy!
Comienza la
destrucción del hábitat. Maletas por el suelo. Cajones vacíos. Paquetes de libros. Ropa.
Retratos. Niños llorando.
Los hijos ven como
se desvanece el hábitat de sus padres, que también
es el suyo. Se les ha obligado a vivir siempre en un solo lugar, no han tenido
su propio terreno, y ahora ese lugar desaparece,
se desmorona. ¿Adonde irán? Se les obligó a depender siempre de sus
padres; de ambos. Y ahora los padres desaparecen. Se quedarán, entre las
ruinas, cuidados por un monstruo herido, colérico, lleno de rencor. El otro se
va. Lo podrán ver ocasionalmente, pero se va. Y también se va herido,
colérico, lleno de rencor.
Durante
algún tiempo las tribus seguirán
luchando, defendiendo al monstruo de su elección. Algunos
cambiarán de tribu. Los monstruos se agredirán algunas veces más, por medio de
sus abogados. Y los hijos seguirán llorando. Uno de los padres se separará de
ellos. Creerán que ellos tuvieron la
culpa. Se comprometerán. El que los abandona será desde ahora un ser distante.
Después, todo volverá a la normalidad. Se acabó el espectáculo.
oOo
¿Son necesarios estos
acontecimientos? ¿Son inevitables? Porque,
definitivamente, no son deseables. En el matrimonio estamos asesinando al amor
en una lucha de nimiedades, de futilezas. Le estamos tendiendo trampas
constantemente. ¿Es lógico atentar contra el amor por la colocación de un
florero o algo semejantes? En el divorcio la cosa es peor. Ya nos hemos hecho
daño. Pero como fervientes masoquistas provocamos el ataque del otro para que
los daños crezcan al máximo. Y lastimamos a otros: los hijos, los miembros de las tribus.
¿Qué sucedería, por el contrario, si cada quien
tuviera su hábitat particular, sus recursos propios? ¡Nada! La unión de una
pareja sería tan simple como abrir una puerta y la desunión como cerrarla. La
posibilidad de daño se reduciría a algún dedo magullado o algún tímpano
adolorido si damos un portazo.
Para ejemplificar
esta tesis supongamos que un hombre y una mujer, ambos divorciados, se conocen
un día y traban una amistad que va creciendo con el
tiempo. Hablan, pasean juntos, intercambian
opiniones, entablan una comunicación cada vez más amplia. Se sienten a gusto
uno junto al otro, comienzan a admirarse mutuamente.
Inician una relación sexual, crece la admiración, la necesidad de uno por el otro. Comparten esporádicamente sus
respectivos habitáis. En un momento él pasa todo un fin de semana en el territorio
de ella. En otras ocasiones es ella la que permanece un mes entero con él. Los tiempos que están juntos se hacen más y más
largos. Pero respetan el hábitat de su compañero: lo utilizan pero no lo
invaden. Cuando se cansan se retiran a su propio espacio privado para descansar
y volver con nuevas energías, con renovada pasión a gozar de su compañero.
Ante un apuro económico uno ayuda al otro, sin compromisos, sin desequilibrar sus actividades. Las conversaciones se centran en
temas que interesan a ambos, no se habla de posesión, vasallaje o
finanzas. Cada quien revela sus puntos de vista, sus aspiraciones. Y ambos van
conociendo, poco a poco, a su pareja. Descubren las semejanzas y las diferencias. Y ambas les gustan.
Porque para que una
relación funcione se necesitan estas dos cosas. Dos seres
completamente iguales son incompatibles; resulta excesivamente aburrido saber
todo lo que va a hacer, todo lo que va a decir nuestra pareja. Aunque estemos
de acuerdo con ello, es demasiado monótono
ver repetidas nuestras acciones, vernos reflejados en otra persona. La
diferencia de opiniones, de actividades, permite la confrontación, el enfoque
desde otro ángulo, la variedad. En cierta forma, mientras más distinto sea
nuestro compañero, más ameno nos resultará. Siempre y cuando la divergencia no
sea tan radical que conduzca al choque, la intransigencia y la ruptura. El
equilibrio entre semejanzas y diferencias, entre confirmación y confrontación
es lo que nos hace admirar a otros seres; es lo que nos hace amarlos. Amor es
capacidad de sorprendernos. Por esto el vasallaje, la sumisión, la anulación de
la voluntad y el albedrío de nuestra pareja sólo conduce a matar el amor.
Pero sigamos con la
historia. Estos dos adultos, maduros e independientes llevan ya tratándose el tiempo suficiente como para saber que su
afecto es real y no se debe a una admiración pasajera o a un simple deseo
sexual. Se conocen, saben cuales son las virtudes y defectos de
ambos, sus posibilidades y limitaciones. Y
deciden voluntariamente, de común acuerdo, tener un hijo.
Antes
de "escribir a París", es decir, antes de dejar de emplear el método anticonceptivo que han usado hasta ese
momento, los futuros padres se ponen de acuerdo sobre el futuro del hijo; planean
como será su desarrollo y deciden firmar ante un notario las obligaciones que tendrán para con la cría.
Esto no es un acta
de matrimonio; ellos siguen siendo independientes uno del otro; ni el Estado
ni ninguna otra institución tiene porqué
intervenir en sus relaciones afectivas. Lo que firman es el compromiso que,
cada uno por separado, adquiere con su hijo.
El compromiso de alimentarlo, de garantizarle un crecimiento sano, de
instruirlo, de educarlo, de protegerlo, de apoyarlo en todo momento. Es un
compromiso que adquieren los padres, no el hijo que todavía no nace y que no
puede firmar un convenio que desconoce. Es
un compromiso que, si todos los adultos fueran responsables, no sería
necesario; se podría eliminar lo mismo que el acta de matrimonio. Pero como no
siempre es así, conviene garantizar la seguridad del nuevo ser que, a fin de
cuentas, llega a este mundo sin que se le
haya pedido su parecer.
La "patria
potestad" que otorgan las leyes actuales es, por el contrario, el derecho
que tienen los adultos de poseer a sus hijos, es un derecho de propiedad. Y,
desgraciadamente, muchas veces equivale al
derecho de subalimentar, de raquitizar, de fanatizar, de torturar, de
explotar, de prostituir a los hijos.
A
principios del siglo XX gozó de
cierta fama un político que había quedado
semiparalítico a consecuencia de la golpiza que le propinara su padre siendo aún niño. Cuentan que en una ocasión se le acercó un pequeño
mendigo diciendo: "Una limosna, por
favor, no tengo padre". A lo que él
replicó: "¿Y te quejas?"
Aunque la
legislación moderna tiende a reducir el derecho a la brutalidad de los padres, ésta sigue existiendo y seguirá mientras no se acepte el hecho de que el recién nacido es
un ser libre; mientras se siga
considerando como un objeto adjudicable. En un divorcio los padres luchan por la posesión de los
hijos; por su propiedad. Se debe dar la vuelta a este concepto: son los padres los que deben ser propiedad del hijo. Son los padres los
que tienen obligaciones con el hijo. Este debe reclamar en todo momento
el derecho a tener un padre y una madre, el derecho a que ambos cumplan el compromiso de proporcionarle salud,
educación y bienestar.
Al adjudicar la posesión del hijo a uno de los divorciados, las leyes actuales le arrebatan
a aquél el derecho a gozar del padre o de la madre, según el caso. Coartan el
derecho de los hijos. Y al mismo tiempo fomentan la irresponsabilidad al
liberar al padre del compromiso que tiene
con su hijo y limitar éste a cierta aportación económica; necesaria, pero
menos importante que el afecto y el
apoyo que nunca deberían faltar.
Reconocer
la libertad de los menores, reconocer sus derechos, implica obligar a ambos padres a
cumplir sus compromisos, implica
otorgar al pequeño un hábitat propio para que pueda convivir con cada uno de sus padres independientemente de
que estén separados o no. Si cada
quien tiene su espacio particular, el hijo podrá visitarlos según lo desee. No tendrá la sensación de alejamiento de uno y dependencia del otro a la que se enfrentan
los hijos de divorciados, que actualmente viven con un miembro de la ex
pareja, y que identifican su hábitat como propio, considerándose ajenos al del otro.
Los primeros años de vida el niño estará muy ligado a sus padres.
Vivirá alternativamente en la casa de uno o del otro, o ellos se instalarán en
el hábitat que hayan adquirido para él. Los dos compartirán la responsabilidad
de cuidarlo, alimentarlo, etc. Aunque obviamente durante la lactancia será
mayor la carga de la madre; por lo
que, en compensación, al terminar esta fase el padre deberá atender más al niño dejando que ella descanse. Los espacios separados
evitarán que los cólicos y la dentición se conviertan en fenómenos de insomnio
multitudinario; alternándose, ambos padres
podrán recuperarse de los desvelos.
Pronto el hijo estará en condiciones de ir a la escuela, de relacionarse
con otros de su edad, de jugar con ellos. Y teniendo su hábitat propio contará
con un territorio que ensuciar a su gusto, con mobiliario resistente a las
manitas gástricas de los infantes, sin que nadie pretenda arrojarlo a la calle
o tenerlo encadenado y amordazado para que no cause destrozos. Crecerá libre y
con iniciativa y, poco a poco, aprenderá a estimar y conservar su lugar de residencia.
A medida que crezca,
que aprenda a valerse por sí mismo, los padres
relajarán la vigilancia y la ayuda que le proporcionen, hasta que llegue, el momento en que pueda vivir solo.
oOo
Puede pensarse que
hay algo de irreal, de inalcanzable, en todo lo anterior. Se pueden poner dos
objeciones: la adquisición del hábitat y la
disponibilidad de tiempo por parte de los dos padres para hacerse cargo de la
criatura. Algo hay de cierto en este año, pues los arquitectos, los
constructores de casas, siguen empeñados en fabricar hábitats de tres recámaras
sin darse cuenta del magnífico negocio que sería para
ellos (y para los compradores) el hacerlos de una sola. Sin embargo, la
tendencia es vivir en espacios cada vez más reducidos, debido al costo de
construcción, al costo y la escasez del terreno, a la falta de servicios
domésticos, al atentado contra la ecología que representa el sacrificio de
áreas verdes para cubrir de cemento al planeta, etc. Las grandes mansiones que
se levantaban hace apenas un siglo, han sido desechadas; ni siquiera los
pudientes buscan en la actualidad ese tipo de
hábitats. En lo futuro nuestro espacio será individual.
Otro factor que
tiende a este fin es el desarrollo tecnológico:
los empresarios se han dado cuenta ya de lo absurdo que es ocupar grandes y
onerosos espacios para tener encarcelados a todos sus empleados. Muchos de
ellos pueden laborar igual o mejor en su propia casa, sobre todo ahora que se
cuenta con microcomputadoras y terminales de grandes ordenadores, equipos
de comunicación electrónica (teléfono, télex, etc.) e infinidad de
aparatos que facilitan el trabajo individual, mientras que el traslado de una
parte a otra de una gran ciudad se hace cada vez más difícil y costoso y el empleado tiene que cargárselo a la empresa. Los
trabajos de mecanografía, dibujo, diseño, contabilidad, cálculo,
evaluación, etc. se pueden desarrollar mejor en el domicilio particular que en
la aglomeración de los grandes corralones industriales. En las naciones más
avanzadas está en marcha un proceso para regresar al trabajo domiciliario y
éstas arrastrarán al resto del mundo a instaurar sistemas de este tipo.
El día que esto se generalice surgirá otro conflicto, el
hábitat será al mismo tiempo para vivir y trabajar; habrá que acondicionarlo y
esto provocará interferencias entre quienes vivan juntos pero trabajen en cosas
distintas. El espacio privado se hace indispensable.
Pero no estamos
hablando del futuro, aunque éste se encuentre a
escasos 10 años. ¿Qué podemos hacer en el presente? Acondicionar nuestra casa.
Redistribuir el hábitat de tres recámaras para crear en el terreno que ocupa
espacios individuales que puedan ser ocupados por los miembros de una familia.
Convertir el domicilio común en tres o cuatro hábitats individuales. En muchas
ocasiones esto será suficiente y, en caso contrario, será poca la necesidad de espacio suplementario.
La otra objeción no es tal para la mayoría, ya que hoy en día son
muchísimas las familias en las que el padre y la madre trabajan fuera del hogar
y tienen que resolver, ahora mismo, el problema del cuidado de los hijos. Para
ello se recurre a diversas soluciones desde las guarderías de Finlandia y los
países escandinavos, por ejemplo, donde las madres, auxiliadas por enfermeras,
educadoras y toda clase de personal especializado, se turnan en el control de
dichas instituciones y el cuidado colectivo de los niños, tarea que alternan
generalmente con un trabajo, hasta el remedio de dejar a las criaturas
encargadas a un pariente o amigo, como ocurre en los países menos avanzados en
este aspecto. Las soluciones son múltiples y ya están tomadas. Incluso dentro
de esa minoría que se puede permitir que la mujer se dedique de tiempo completo
al hogar es frecuentísimo que desde los dos o tres años los niños asistan a
una escuela, dejando algún tiempo libre a la madre.
Nuevamente son las
tendencias en la industria las que nos dan la solución
definitiva de este problema: por un lado el trabajo en el hogar que cada vez
será más común y por otro la disminución de horas de la jornada y el incremento
en los tiempos de descanso. Se estima para el año 2000 una jornada normal de
cinco horas y será frecuente gozar de dos o tres meses de vacaciones. Por otra parte, la automatización y el empleo de
robots reducirá notoriamente la utilización de
mano de obra industrial, predominando las tareas de investigación, educación y
servicio que podrán realizarse, en gran
medida, en el hogar.
Una
vez aclaradas estas dudas, continuemos.
Pediremos al lector
que tome el lugar del hijo de la pareja del relato.
Suponga que inicia su adolescencia. Hasta este momento ha dependido
mucho de sus padres. Ha vivido bajo su tutela porque es un ser en formación. Aunque le han ido dando cada vez más independencia,
ha estado dirigido por ellos. Ha tenido que pasar bastante tiempo aprendiendo,
madurando, para poderse enfrentar solo a la vida. Pero ya es hora de volar
solo. Si sigue recurriendo a sus padres nunca madurará completamente. Ellos lo
saben y lo alejan un poco, sólo un poco. . . Lo dejan solo en su hábitat particular.
Hasta el momento intervenían directamente en él, dirigiéndolo y haciendo
recomendaciones, pero ahora será responsabilidad exclusiva suya. Sin embargo,
ellos están ahí, cerca. En cualquier
momento puede correr hacia ellos, cosa que hará muchas veces. Al encontrarse
solo con su espacio privado, usted necesitará mucha ayuda. Tendrá que
atender a todo un conjunto de actividades
que antes hacían en su lugar. Ir al banco, lavar, planchar, cocinar,
actividades que el hombre actual casi nunca hace y que no aprecia debidamente pues las suele delegar en
alguna mujer. Cambiar focos, arreglar la llave del agua, acondicionar
un equipo de sonido, fundir la instalación eléctrica, actividades que la mujer actual casi nunca hace y que no aprecia
debidamente pues las suele delegar en algún hombre. Todo esto
representará un aprendizaje del cual saldrá enriquecido y que le permitirá ser
autosuficiente, ser responsable, conocer su
propio valor. Pero para este aprendizaje necesitará quién le enseñe y
recurrirá, ante todo, a sus padres (si la tarea es demasiado complicada,
contratará los servicios de un especialista,
que para esto está). Ellos derramarán sobre usted toda una serie de
conocimientos, le proporcionarán toda clase de ayuda
y colaboración. Surgirá un torrente de comunicación. Y aparecerá la admiración. Ellos se admirarán de sus
habilidades y usted de las de ellos. La admiración es el nutriente del afecto y
éste de la unión. Habrá una gran unión entre usted y sus padres. Y, en menor medida,
lo mismo sucederá con otros miembros de su tribu. El acondicionamiento de su
espacio propio será tranquilo. Los de su tribu
le ayudarán. Como no sentirán olores extraños no se sentirán impelidos a orinar. Le dejarán que lo acomode a su
gusto. Le sugerirán, pero no
tratarán de imponer criterios. Y como, más adelante, cuando llegue su pareja, ésta tendrá su propio
espacio, sabrá respetar el suyo y no traerá a su tribu. Nadie estará
interesado en jugar a las casitas. La
guerra urinaria habrá sido conjurada.
Comenzará entonces una vida diferente.
Gozará de su soledad. Acostarse tarde sin
que le digan que no deja dormir. Mantener el hábitat acondicionado, decorarlo.
Dejar la ropa tirada o pasarse toda una tarde arreglándola. Estudiar. Oír
música. Meditar, Soñar. Crear. . . Un día
preparará una cena especial e invitará a sus padres, otro vendrán sus
amigos a tomar café y conversar. O quizá una fiesta.
. . el reventón.
En su espacio
aprenderá a valerse por sí mismo y a conocer el valor de una
ayuda, de un apoyo. Apreciará la amistad, la colaboración y al mismo tiempo la
discreción y el respeto al derecho de los demás. Tendrá que regular su vida,
hacer toda una serie de tareas para que su
espacio se conserve y medir y distribuir su tiempo de tal forma que le
alcance para hacer sus cosas y mantener los lazos de amistad y de cariño con
otros seres. Aprenderá a evaluar el esfuerzo que se debe hacer para salir en
busca de otros seres y conservar su afecto.
Tendrá libertad e independencia. Sus padres le darán estos dones junto con el
hábitat. Para obtenerlos no tendrá que recurrir a casarse, como el hijo del macho violador.
Y siendo libre e
independiente aprenderá a reconocer el
derecho que tienen otros seres a ser tratados en igual forma. Entenderá la
responsabilidad y el placer que simultáneamente representa el hecho de ser
autónomo. Madurará.
oOo
Como es usted
adolescente tiene todavía mucho que
aprender. Entre los conocimientos que le faltan hay dos, entre otros, que sólo
se aprenden bien en la intimidad: sexo y comunicación. Que, como dijimos antes, son los ingredientes del
amor.
Ambos se deben
aprender juntos, y hasta cierto punto, así
sucede. No obstante la mayoría de los humanos no tienen una conciencia clara
de la importancia de la comunicación en el amor. Se suele confundir amor con
matrimonio y éste con apareamiento y reproducción. De esta forma se entiende
que el amor es una actividad manufacturera cuyo producto, el hijo, debe ser
cuidado y pulido hasta el momento en que pueda instalar su propia industria de seres humanos. Como esta fabricación sólo es
posible por medio del apareamiento, resulta que desde muy jóvenes
tomamos conciencia de la importancia del
sexo, mientras que la idea de comunicación yace subconsciente y muchas veces
jamás se toma en cuenta. Esto, aunado a los tabúes que todavía existen,
despierta nuestra curiosidad hacia el sexo y hace que tomemos una actitud de
investigación hacia esta actividad, independientemente de que se presente o no la comunicación.
Los primeros pasos
en este aprendizaje son muy simples: tomar de la mano a alguien del sexo
opuesto, dar un beso en la mejilla. Y a pesar de la simplicidad ¡cuánta emoción sentimos en estos primeros ensayos! Ello se debe a que, al mismo
tiempo, estamos estableciendo una comunicación. Estamos diciendo a nuestra pareja que nos interesa, que sentimos algo hacia
ella.
Además estamos aprendiendo. Estamos descubriendo nuevas
sensaciones, nuevas experiencias. Y entonces surge la admiración. La admiración
por quien produce ese efecto, mágico, maravilloso. Y la admiración por nuestra
capacidad para sentir.
La alegría que producen estos primeros ensayos nos impulsa a seguir adelante, a buscar nuevas sensaciones, a
hacer nuevos descubrimientos, y entramos así a relaciones más
completas, a experimentos más elaborados
dirigidos al conocimiento del sexo.
Utilizamos nuestro
propio cuerpo y el de nuestra pareja como material de ensayo. En un proceso de
análisis los observamos, los dividimos, los
clasificamos y experimentamos con cada una de las partes, atentos a nuestras
reacciones y a las de la pareja. No todos los ensayos tienen éxito, pero cada
vez que hacemos un nuevo descubrimiento, cada vez que encontramos una nueva
sensación, nuestra curiosidad siente un nuevo acicate para continuar, para seguir buscando.
Viene después un proceso de síntesis. Todo aquello que desarmamos,
todo lo que descubrimos, lo vamos uniendo, combinándolo de la manera más
armónica para obtener sensaciones aún más
elaboradas y complejas. Descubrimos el erotismo.
Pero todo este
proceso de aprendizaje no se puede hacer abiertamente. No solamente porque
existan arcángeles vestidos de negro dispuestos a echarnos del
Paraíso por atentar contra la moral, ni porque existan ángeles vestidos de azul
dispuestos a encerrarnos en una patrulla por el mismo motivo. Sino, ante
todo, porque el aprendizaje requiere de intimidad, necesita un lugar cerrado,
tranquilo, propicio para nuestras prácticas
eróticas, un lugar en el cual podamos admirarnos de nuestros descubrimientos,
en el que podarnos experimentar sin interferencias exteriores. ¿Y qué lugar
más apropiado para ello que nuestro hábitat, nuestro espacio personal privado?
Por supuesto, también se puede hacer en una cloaca o en el cuarto de un hotel
de paso (generalmente así se practica), pero el erotismo o el amor, en esas condiciones,
resultarán tan sórdidos como sórdido sea el sitio elegido. En nuestro hábitat,
en nuestra intimidad y con la pareja adecuada, la práctica del sexo será mucho
más agradable y será más fácil que se presente la comunicación. Del erotismo pasaremos al amor.
¡Ah! ¡Ya salió el peine! (o ya salió el pene) dirán
los arcángeles vestidos de negro. ¡El mentado espacio no es otra cosa que una 'leonera", un departamento de soltero!
¡Pecado! ¡Pecado!
Todos los deseos
insatisfechos, todas las frustraciones, todas las represiones sexuales de la
humanidad se presentan de golpe para condenar el espacio privado. ¡Es erótico! ¡Es malo ¡ ¡Es sucio!
Una sociedad
sexualmente enferma piensa que lo único que se puede
hacer en un espacio privado es el sexo. Y eso
¡es inmoral!
Resulta curioso
nuestro concepto de moralidad. Lo podemos observar en los programas de televisión: Un individuo enfermo de poder y soberbia lanza a
la quiebra a otros, tan enfermos pero menos hábiles, cierra industrias, deja
sin sustento a familias enteras, destruye hogares, compra conciencias, induce a
suicidios, alquila mujeres, crea un imperio. . . Clasificación "A".
Varios miles, o
millones, de humanos se lanzan armados hasta los dientes contra un contingente
similar considerado enemigo (posiblemente como efecto último de sujetos como el del programa anterior).
Se ametrallan, se lanzan bombas, se ensartan unos a otros en sus bayonetas, hay
destrucción de alimentos, de ciudades, de obras de arte… Clasificación
"A".
Billy the Kid se
jacta de haber matado a 27 seres humanos, sin considerar
a los indios. (Matón
y racista)… Clasificación "A".
Los piratas del
Caribe asaltan barcos, queman ciudades, violan mujeres, adquieren esclavos… Clasificación "A".
Se trafica con drogas,
se induce al alcoholismo, se hace negocio de la prostitución, hay gangsterismo… Clasificación "A",
Una mujer enseña sus hermosos pechos…¡Qué horror!... Clasificación "C".
Y eso que sólo se trata de caracteres sexuales secundarios. Si
lo exhibido hubiera sido la característica sexual primaria, la clasificación
hubiera ascendido a X. Se recomendaría la hoguera.
¿Qué podemos decir de una sociedad que mira con
indiferencia a los niños de Biafra o
Etiopía convertidos en cadáveres vivientes (Clasif. A), a los muertos
en Auschwitz arrastrados por palas mecánicas (Clasific, A), a las ruinas de
Hiroshima o Stalingrado (Clasific. A),
a la explotación de unos por otros (Clasific. A), a la humillación y
degradación del ser humano (Clasific. A), al tráfico de drogas, (Clasific. A),
al ocultamiento de víveres (Clasific. A), pero
que se escandaliza ante la presencia de unas bellas nalgas?
En tal tipo de sociedad la palabra sexo toma siempre un
carácter delictivo y pecaminoso. Para
tal sociedad un espacio privado sólo sirve para la
práctica oculta, sórdida, secreta, siniestra del sexo. Y el que tiene un
espacio para eso, de acuerdo con esta lógica,
es un enfermo, un depravado que dedica sus principales esfuerzos a
mantener un lugar pecaminoso para hacer en él sus sucias orgías, sus degeneraciones sexuales.
Pero no hay tal. En
un espacio privado, como hemos visto, podemos hacer muchas cosas: descansar,
pensar, recordar, organizar nuestras ideas,
planear nuestros actos, soñar,
imaginar, crear. . . Y también, ¿por qué no?, hacer el sexo. O, mejor aún, amar.
Porque no es lo mismo. El sexo sin comunicación, no es amor. Como tampoco es
amor la comunicación sin sexo. Amor conyugal, por supuesto. Alguien puede amar
a un maestro, a su músico preferido, a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos,
a sus amigos. . . En todos estos casos hay comunicación y admiración, pero no
hay sexo. No es amor conyugal. No es el amor entre un hombre y una mujer.
oO o
El aprendizaje
sexual primero y su práctica cotidiana
después, en nuestro hábitat, nos llevará al erotismo y por último al amor.
Creceremos sin culpabilidades, sin frustraciones, sin ideas retorcidas y
siniestras sobre un acto natural.
Veremos a éste como lo que es: comunicación. Y dejaremos de
tener los conceptos de agresión y dominio que surgieron en la gran violación.
No usaremos nuestros órganos como armas. No pensaremos en posesiones forzadas,
sino en mutuo deleite. Dejaremos de actuar como reptiles y al prescindir de
rituales y escalas sociales transformaremos a la sociedad. ¿Será esto último lo
que tanto temen los arcángeles negros?
En la medida en que
usted progrese en esta búsqueda se sentirá
más satisfecho, más realizado. De los contactos breves con muchas parejas
evolucionará a temporadas prolongadas con una sola; habrá encontrado un amor; tendrá un hermoso noviazgo.
Lo más probable es que este primer noviazgo no dure
mucho. Pero ni el inicio ni el final serán espectaculares. Su pareja habrá llegado
un día y habrá permanecido algunas horas dentro de su hábitat, los dos habrán
gozado compartiéndolo. Algunos días después usted habrá ido al hábitat de su
pareja y las escenas de ternura y comprensión se habrán repetido. Esta
alternancia, este compartir de hábitats se prolongará durante el tiempo que
duren sus relaciones, cada vez con mayor
duración y con más frecuencia. Ambos pasarán días enteros en el
territorio del uno o del otro. Se separarán por necesidades de la vida
(trabajo, estudio, etc.) o para continuar
sus relaciones de afecto con otras personas (padres, amigos) y volverán
a juntarse. Habrá una redistribución del tiempo de cada uno, como sucede siempre que iniciamos una nueva actividad, pero
esto no será motivo para cortar bruscamente los nexos con nuestras respectivas
tribus, solamente los reajustaremos. No habrá cataclismos. El trato con los
miembros de la otra tribu vendrá después, gradualmente, sin invasiones del
hábitat, sin choques, vendrá como parte de la coexistencia con su pareja, como
integración a su vida cotidiana, pues no podrán permanecer eternamente encerrados en sus espacios privados.
El convivir los
pequeños problemas diarios, el conocer la cotidianeidad
de su pareja le servirá para entenderla cada vez más y para apreciarla, para
sentir admiración por ella: Verá como se desenvuelve
en otros medios, verá como reacciona, verá como enfrenta las dificultades.
Usted irá entrando poco a poco en el mundo de su pareja,
hará
contacto con sus
amigos, sus compañeros, sus familiares, Y viceversa. Pero esto ocurrirá gradualmente,
suavemente, en el momento oportuno y sin violencia; sin verse forzado. Habrá
aceptación dé unos y rechazo de otros, o indiferencia, pero esto no
obligará a rupturas sino, nuevamente, a
reajustes.
Como su relación empezó de una forma gradual, como ya vive con su
pareja compartiendo los espacios mutuos, como ya se va integrando a la vida
diaria de ella y como todo esto fue producto de una evolución, nadie ha tocado
los clarines para convocar a las tribus y anunciar
que van a vivir juntos y consecuentemente las tribus no han tenido
oportunidad de intervenir.
Sus miembros se irán enterando gradualmente de que los dos están
unidos y lo verán como algo natural, no como una noticia extraordinaria. No habrá luchas intertribales.
Resultado
de un acoplamiento progresivo sin las trampas de los ritos, ni la lucha por el poder
y el territorio, sin la intromisión de las tribus, su
amor podrá durar tanto que parezca eterno.
Pero si no es este
el caso, si después de una temporada se desvanece,
la separación será tan sencilla como fue la unión. Cada quien se retirará a su
espacio privado, procurando dañar lo menos posible al otro. Volverán a ser
autónomos, no se afectarán territorial ni
económicamente, y habrá que volver a empezar; buscar otro noviazgo.
Continuará así de un noviazgo a otro, cada vez más intensos,
más completos, más maduros, y llegará un día en que descubrirá a alguien con
quien se sentirá totalmente transformado, con quien tendrá una intimidad tan
honda, una intercomunicación tan total, que no deseará más que vivir
permanentemente con esta persona. Habrá
descubierto la monogamia.
¡Y entonces nos casaremos!
Si
ya encontré mi pareja, mi alma gemela, mi
media naranja ¿No es lógico que piense en
casarme inmediatamente? Si ya me acoplé física y espiritualmente con una persona, si ya gocé del éxtasis, si ya no puedo pensar sino en ella, juntos
podemos lanzarnos a inventar, a compartir, a soñar, a crear. ¿No debo
casarme inmediatamente?
¡No!, No debe casarse. ¿Por qué?
Pues porque es totalmente innecesario. Si, en
efecto; ha logrado esa unidad perfecta con su pareja,
si sólo piensa en ella, si todas sus acciones están destinadas a comunicarse con ella, si sólo en su compañía se
encuentra feliz y realizado, y si a
su pareja le sucede lo mismo, ¿Para qué necesita un papelito con sellos
oficiales que testifique su unión? ¿Dice el papelito
cuánto es el amor que sienten el uno por el otro? ¿Expresa el papelito las sensaciones, los anhelos, las
alegrías de ustedes dos? Existe un lazo no escrito, muy poderoso, que
los mantiene unidos: La necesidad del uno por el otro, la entrega mutua. . . el
amor.
Ninguna
ley, ninguna autoridad, ninguna barrera, podrá evitar que
se sientan atraídos mutuamente. Nada los separará. Y,
por el contrario, si con el paso del tiempo, el amor desaparece ¿La simple lectura del papelito lo hará volver? ¿Se
sentirán más unidos por la existencia de un
acta? ¿Cuánto dura el amor?
"Pero,
en fin, si no es necesario, tampoco hace daño. Podemos cubrir
este trámite como mero formulismo. . ." ¡Error! El papelito,
aparentemente inocente e inútil, hace mucho daño. El matrimonio es un contrato .de exclusividad, de
posesión del uno por el otro. Y esto
provoca cambios en la manera de pensar. Recordemos un viejo chiste:
"Cuando
éramos novios —dijo ella— me
llevabas a pasear, me comprabas
flores, íbamos al cine. . . Y ahora nada.
¡Claro! —respondió él- ¿Cuándo has visto que al pez
se le dé carnada después de pescarlo?"
Hemos
dicho que el amor es curiosidad, es búsqueda constante de la comunicación con la pareja,
es creación, es inventar un sueño cada
mañana y experimentarlo, esperando que sea cierto. Necesitamos alimentarlo diariamente con nuestra imaginación,
con nuestra entrega, para que no se
desvanezca. Es esta inestabilidad, este peligro de perderlo, lo que lo
mantiene vivo. Si nos hacen creer que ya es definitivo, si nos lo dan en posesión
permanente, ¡y por escrito!, nos están poniendo una trampa. Creeremos que ya no
es necesario alimentarlo, que ya no necesitamos esforzarnos en inventar, en
soñar, en crear. Creeremos que el amor se puede convertir en rutina. Lo
concebiremos como una de esas líneas telefónicas que están permanentemente
abiertas a la comunicación. Y cuando menos lo esperemos, oiremos una voz:
"Deposite otra moneda para poder
seguir hablando".
El amor es devenir,
es cambio continuo, pertenece a Heráclito. En el estático mundo de Parménides no es posible
el amor
El acta de matrimonio, predispone a creer en la
inamovilidad del amor. Es un objeto que poseemos y del que ya no debemos de
preocuparnos. ¡Tenemos la factura del amor! Y el amor ya facturado lo podemos
guardar en una caja fuerte, y sacarlo cuando lo necesitemos. Craso error que conduce al fracaso. Cuando abramos
la caja fuerte sólo encontraremos la factura. Y no tendremos monedas para el teléfono.
Pero hay otro
riesgo: El sentido de posesión. El acta
establece la pertenencia del uno al otro; la propiedad. Cada uno se siente
propietario del otro, y pretende actuar como tal: No uses camiseta, te vistes
como viejito. No te pintes tanto, no te pongas faldas tan cortas.
El dueño puede modificar a su gusto la propiedad. Esta es
un objeto y no tiene derecho a opinar. La dificultad radica en que en este caso, ambas propiedades se creen dueñas de
la contraparte.
Cualquier intento
por cambiar a nuestra pareja., es una agresión en su
contra. Y su reacción será violenta.
Si
durante todo el noviazgo, la pareja usó faldas cortas y nunca nos
molestó que lo hiciera. Si, incluso, la contemplación de sus hermosas piernas
fue uno de los motivos de que nos fijáramos en ella, ¿Por qué, una vez firmada
el acta, queremos que cambie su personalidad
y se vista como monja?
Si durante todo el
noviazgo nuestra pareja fumó ¿Por qué, una vez firmada el acta, nos damos cuenta de que
tiene mal aliento?
La falda corta, el
habano, la camiseta, son características de nuestra
personalidad. Son señales que emitimos para decir quienes somos. Son nuestra
forma de interpretar la vida. Son parte de nosotros
mismos. Y no queremos que nos modifiquen.
Esta es una de las
grandes trampas del matrimonio. Durante el
noviazgo aceptamos parcialmente a la pareja, pero vamos elaborando una lista de las cosas que no nos agradan y
que cambiaremos en cuanto nos casemos, en cuanto tomemos posesión de nuestro compañero. Nuestra actitud es la misma
que la del comprador de una casa:
"El inmueble, en general, está bien, pero tiene detalles. habrá
que tirar aquella pared, ampliar esa ventana, pintar las puertas…"
Si
no hubiera matrimonio, el noviazgo sería eterno. No cabría la posibilidad de esperar una toma de posesión para
remodelar, remozar, a
nuestro compañero. Lo tendríamos que aceptar tal como es. Y esta aceptación no sería
parcial sino completa. En lugar de un
tortuoso matrimonio con un Golem que hemos inventado, tendríamos un agradable noviazgo,
con un ser humano lleno de cualidades y defectos, de virtudes y de vicios,
pero en el que pesarían más las partes
buenas que las malas. De lo contrario no habría noviazgo.
"¡Eres tan distinto de lo que creí!". Esta
frase, suele tener un significado muy
diferente de lo que expresa, su verdadero sentido es: 'Te voy a
modificar para que seas como yo quiero, voy a utilizarte para crear el
Frankenstein que concebí en mi imaginación".
Obnubilados
por el sentido de propiedad, queremos convertir a nuestra pareja en un robot que
reaccione a nuestros menores deseos, que
además tiene la obligación de
adivinar, y que viva solamente
para darnos gusto. Bastará, simplemente, con que lo pensemos, para que nuestro robot,
pase de la alegría a la tristeza, de la apacibilidad a la agresividad, para que deje
instantáneamente todas sus
actividades y corra a arreglar nuestro coche, a planchar nuestra camisa.
Como
complemento, el matrimonio nos proporciona otra trampa adicional cuando
"Eres tan distinto de lo que creí". Significa precisamente lo que expresa. Consciente o
inconscientemente todos tendemos a ocultar
nuestros defectos durante el noviazgo. Nos
peinarnos, nos perfumamos, usamos nuestras mejores ropas. sonreímos y damos muestras de nuestro mejor humor,
hacemos poemas, somos siempre dulces y cariñosos, somos serenos, equilibrados
y justos. . . Mostramos lo mejor de nosotros. Fingimos. Damos una imagen idealizada muy distinta a nuestra realidad.
"Ese señor de barba incipiente y pijama arrugada, no es el
príncipe azul con el que me casé".
"Esa señora con bata y tubos, no es la princesa dorada con
la que me casé".
Y si sólo fuera el aspecto físico, la cosa no sería tan
importante. Lo grave es que esta sorpresa, se extiende a todos los niveles:
Costumbres, manías, vicios, ritos, ideas, sentimientos, reacciones, emotividad.
A diferencia de un
conocido cuento de hadas, en la realidad, cuando la princesa besa al príncipe, éste se convierte en sapo. El matrimonio es la charca.
Si
prescindiéramos de casarnos, y
decidiéramos vivir en un noviazgo eterno, o tan
largo como fuera posible, evitaríamos este tipo de sorpresas. Los noviazgos
condenados a matrimonio son relativamente breves, es raro que duren más de dos
años antes de cometerse la boda. Esto nos permite ocultarnos, disimular el tiempo
suficiente para llegar al matrimonio, después: ¡fuera máscaras!
Y aunque desde el
primer momento, tratáramos de mostrarnos
tal cual somos, aunque hiciéramos esfuerzos
desesperados por mostrar nuestra parte mala antes de la boda, aun así,
lo que dura un noviazgo no es suficiente para que presentemos todas nuestras
facetas, todas nuestras posibilidades, todas nuestras formas de reaccionar. A
los dos años, seguimos siendo desconocidos para nuestra
pareja. De hecho, nunca llegamos a conocernos completamente: Un ser vivo
es un ser cambiante, lo que pensábamos hace diez años, es distinto de lo que pensamos hoy, los
hechos a los que nos enfrentamos, son distintos, mudamos a cada
instante, somos movimiento, la vida es
devenir.
En un noviazgo sin límite de tiempo, no podemos ocultarnos, no podemos
fingir eternamente, y eso nos impulsará a mostrarnos realmente desde el principio. No habrá trampa.
O, por el contrario,
podremos pasarnos la vida en un acto ilusionista, mostrando a nuestra pareja sólo nuestra parte buena y ocultándonos en nuestro
espacio privado cada vez que nos transformemos en Dr. Hyde. No será muy real,
pero cuando menos resultará agradable. Y a
lo mejor, a la larga nuestra pareja acabará amando al monstruo.
En
cuanto suenan las campanas de boda los príncipes convertidos en sapos, alzan los puños y salen de sus
esquinas. Ha llegado la hora de las sorpresas, la hora de corregir los defectos
que toleramos durante el noviazgo:
Deberías ser más cortés. Bájate la falda. ¿Qué le ves a esa? Siempre estás de
mal humor. Nunca tienes una conversación
agradable. Fulano gana más que tú.
Los
contendientes, se agreden. La varita mágica con que pensaban transformar al otro, se
convierte en garrote. Se oponen a ser mutados.
Se entabla una lucha por el poder. Cada quien quiere imponer su personalidad al otro.
Y,
como de costumbre, en el instante más
álgido, aparecen las tribus
que habían estado ocultas. El noviazgo es intimidad, es estar a solas con el otro. Durante ese tiempo, él y ella
se han tratado de conocer y han permanecido
aislados, las tribus quedaron relegadas, se
hizo caso omiso de ellas. Si él
y ella apenas se conocen durante su
relación, es evidente que cada cual desconoce casi por completo a la otra tribu.
Los
miembros del clan ven al intruso con una objetividad demasiado
crítica. Les es difícil aceptar al
príncipe sapo: ¿Pero cómo le permites. . ? Deberías exigirle. ¿No has
observado que. . ? ¿Tú
le crees?
Apenas
despojados de los estrambóticos
e inverosímiles disfraces
con que asistieron a la boda, visten los penachos de guerra y blandiendo sus tomahawks, se lanzan a conquistar al
enemigo. Pretenden separarlo de su tribu y
arrastrarlo al hábitat propio. La idea
de que uno. de ellos forma parte de su tribu, los induce a suponer que tienen derecho a intervenir para
ayudarlo. ¿Y en qué lo pueden ayudar?
Como el matrimonio es lucha por el poder, será en esto precisamente, lo ayudarán en su tarea de dominar al oponente.
El
matrimonio implica lucha por el poder, intento de dominio sobre
la pareja, posesión de los
bienes y territorios concentrados en
el hábitat común, dependencia económica. . , y todo esto conduce a fricciones inevitables
que van apagando nuestra admiración.
Por
el contrario en el idilio, con bienes y territorios separados, los
motivos que tiene una pareja para permanecer unida, son el respeto al compañero, la comunicación, la búsqueda de metas comunes, la admiración. . . es decir el amor.
Y
esta es la única razón que puede mantener
unidos, sin engaños, con
lealtad absoluta, a un hombre y una mujer: un idilio que parezca eterno.
oOo
IV
“¡Oh Freunde!
¡Nitch die se tone!”
Quizá sea bueno iniciar
este último capítulo con la parte coral de la Novena de Beethoven: “¡Hermanos!
¡Cesen ya esos tonos!” es necesario
que cesen; que terminen los ruidos del poder, la enajenación, el pillaje, la
agresión, la esquizofrenia, para que quede un
solo sonido, dulce, diáfano: el de la Alegría.
“¡Alegría, bella chispa divina, hija del Eliseo
Ebrios de fuego pisamos el
umbral celeste de tu sagrario”
La búsqueda de la alegría
compartida es la única razón de la unión entre
un hombre y una mujer.
Al liberarnos de
convencionalismos sociales, de contratos tramposos, de ideas preconcebidas y
nunca analizadas, de reflejos condicionados
que nos hacen actuar irracionalmente, nos uniremos a quienes nos rodean por la
alegría
que nos causa su presencia, su contacto, su comunicación. La amistad y el
amor regirán nuestro comportamiento;
desecharemos los rituales y las jerarquías. Encontraremos la dicha, la
comunicación, el erotismo, la admiración.
“Atan
de nuevo tus encantos
lo
separado por la moda estricta.
A
la suave sombra de tus alas
tórnanse todos los hombres
hermanos”.
La
amistad, la fraternidad, el amor, sólo
son posibles entre gentes
libres, entre individuos que sólo se atan por el mutuo placer de su cariño y no para obtener
beneficios.
"Quien
la suerte inmensa goza
de
ser de un amigo, amigo;
quien
ha amado a una mujer hermosa,
quien
siquiera una alma suya
pueda nombrar en el
mundo;
únase a nuestro júbilo.
Quien
nada ha logrado de esto,
rehúya
gimiendo esta alianza."
En alguna ocasión se tomó a la granada como símbolo de lo que debía
ser la humanidad. Esta fruta está constituida por un conjunto de granos
aislados, independientes, totalmente caracterizados. Cada uno de ellos es un
individuo. Podríamos decir que cada grano tiene su propia personalidad. Es
autónomo, es libre. Pero ¡qué difícil es desgranar una granada! Todos los
individuos que la forman están interconectados por una telilla que los pega, que los une, que hace que todos formen un sólo
ser.
Sin sacrificar su
carácter, su personalidad, su individualidad, los
humanos deberían estar unidos por una telilla que los hiciera hermanos,
que les permitiera mirar en la misma dirección, buscar las mismas metas. Esta telilla es el amor, el
respeto al semejante, la
alegría.
Entre
los humanos unos granos se comen a otros, los oprimen, los avasallan.
Granada es el nombre de una fruta, pero también
el de un arma explosiva, debemos corregir el
equívoco. Hay que curar a los granos. Hacer que recuperen su
individualidad. Que aprendan a respetarse a sí mismos respetando a sus
semejantes. Deben librarse de su
irracionalidad, de su tendencia a los sueños de poder, a las jerarquías
oníricas; utilizar el gran potencial de emotividad
y capacidad de análisis que contiene su cerebro para encontrar una pareja, una sola, que los colme de
ternura, de emoción, de alegría, de
amor.
"Quien
siquiera un alma suya puede nombrar en el mundo". El alma es libre no
podemos posesionarnos de la de otro ser. La podremos
reprimir, coartar. . . pero sólo
será nuestra si ella lo desea,
si se entrega a nosotros. Y para ello es necesaria la comunicación. El alma no admite más
jerarquías que las que a sí misma se dicta, no admite más fronteras que las que
a sí misma se impone. Por
eso busquemos un idilio, que es la comunicación de dos almas, que es la admiración mutua. Y
hagámoslo tan largo que parezca eterno.
El
juego, la fantasía, el
sueño es el lenguaje de las almas; es su modo de comunicación. Trasciende de
las pláticas sobre jerarquías y
penurias financieras tan típicas de los matrimonios clásicos. Trasciende de lo necesario, de lo
cotidiano.
Nuestra
comunicación con otros seres gira
alrededor de lo necesario y
suele ser excesivamente formal; poco profunda; sobre temas concretos. A veces damos muestras de una gran
erudición,
fría y académica, sobre algún tema que conocemos; pero
sin comprometernos, sin hacer intervenir
nuestros sentimientos, sin revelar lo
más personal de nuestras ideas.
A esto se limita
nuestro trato con la mayoría de la gente. Comunicamos
datos fácilmente catalogables para que nos clasifiquen en su archivo particular
de conocidos. Les mostramos nuestra utilidad: Fulano es ingenioso, Zutano sabe
mucho de música, Mengano puede hacernos
este favor. . .
Esto
nos permite echar mano de ellos cuando
los necesitamos. Recurrimos a sus capacidades. Es una relación funcional, de intercambio de servicios, práctica, útil. Y múltiple;
todos necesitamos de todos, nadie tiene capacidad para resolver todos nuestros
problemas. Es nuestra comunicación diaria
con el mundo. Es el lenguaje
cotidiano para resolver asuntos cotidianos. Facilita la actividad. Elimina
obstáculos. Pero carece de profundidad, carece de fantasía, carece de
admiración. El médico que nos cura, el mecánico que arregla el automóvil, el padre que solventa los gastos de la casa no
nos causan admiración. Para eso están, para eso se especializaron, para eso
recurrimos a ellos. Sentiremos agradecimiento, pero nunca admiración. Esta sólo
aparece cuando dejamos el mundo de lo necesario y entramos al del juego, de la
fantasía, de la ensoñación. El lenguaje que entienden las almas, aún sin que
hablemos.
Decir nuestros sueños significa abrirnos; mostrar a otros lo más
profundo de nuestro pensamiento, lo más íntimo de nuestros sentimientos, las cosas imposibles que creemos
que se pueden realizar… lo no necesario hecho realidad. Y esto es exponernos.
Exponernos a la
incomprensión, a la burla, al rechazo, al repudio… a la
hoguera. Exponer nuestra intimidad, nuestros anhelos más preciados, nuestros
sentimientos más delicados, con el riesgo de
que los destruyan o los dañen.
Exponer nuestra parte más sensible a los ataques de otros seres. Exponernos a un
dolor intenso.
Por eso es tan difícil que nos abramos. Tememos al dolor. Preferimos
la intrascendencia indolora de la comunicación formal al riesgo de sufrimiento
que puede causar un sueño. Nos refugiamos en la cotidianeidad de lo necesario
y evadimos la posibilidad de la magia. No
queremos arriesgarnos.
Cuando se arriesga
poco se gana poco. El mundo de lo necesario no exige grandes riesgos, pero
tampoco da grandes ganancias. Nos conformamos con la comodidad del sillón frente al televisor, el apoyo de un brazo fuerte,
la habilidad administrativa de alguien que
sepa a qué médico recurrir, a qué mecánico llamar, qué película ver.
Negamos a los sueños el derecho a formar parte de nuestra vida cotidiana. Nos negamos a soñar.
Cuando
hablamos de vivir los sueños
corremos el riesgo de que se nos malinterprete. Generalmente, quien nos oye
supone que pretendemos sumergirnos en el
paraíso artificial de un fumadero de opio, evadir todo contacto con la
realidad, hundirnos en fantasías irrealizables.
No, vivir un sueño es meterlo en la realidad, hacerlo compatible
con lo necesario. No podemos prescindir del médico, ni del mecánico, como
tampoco podemos prescindir de comer, beber, trabajar… Pero junto a esto podemos
realizar nuestros sueños. Hay espacio suficiente para lo necesario y lo
fantástico. Hay tiempo para lo rutinario y lo mágico.
Vivir un sueño es experimentar. Es tomar riesgos. Es plantarlo
en la realidad y comprobarlo. ¡Comprobarlo!
Esta es la diferencia entre el amor y la rutina enajenante de las jerarquías y el poder. En
ésta también se sueña pero no se pide que sea cierta. Se condiciona
esquizofrénicamente la realidad para ajustarla al sueño; no se compara éste con
la realidad. No es sueño, sino
pesadilla.
Seguir el método
experimental/analítico de los científicos. Pues ¿qué otra cosa es la ciencia sino sueños?
Espacios curvos que se dilatan. Tiempos que se retardan al acercarnos a la
velocidad de la luz. Conjuntos de átomos capaces de autoreproducirse. Primates que deciden caminar erguidos. Estrellas.
Pero la ciencia no se queda en el limbo de lo irreal; de lo que pudo ser.
Hace posible los sueños. Los mete en la realidad, los hace cotidianos. La ciencia no acepta
sus sueños más que después de someterlos a prueba. Los analiza y experimenta
con ellos. Un científico es una mezcla
muy bien equilibrada de sensatez y ensueño. Su labor es conocer: satisfacer su
curiosidad. Preguntarle todos los días a la Naturaleza si está contenta con lo
que hace. Aprender. Enriquecerse todos los días con un dato nuevo. Inventar un
sueño cada mañana y experimentarlo esperando que sea cierto.
El científico se compromete con su
sueño. Abre su alma y su mente para captar hasta el mínimo detalle del
experimento. Está expuesto al dolor del fracaso. Al abrirse no tiene defensas.
El riesgo es mucho. Pero también es mucha la ganancia. Debe experimentar
continuamente, nunca se puede estar seguro. El siguiente ensayo puede resultar
mal. Pero cada nueva verificación lo llena de gozo. Se siente feliz de que su
sueño siga siendo cierto. ¿No es lo mismo el amor que la ciencia? ¿No es esa
comunión entre uno y su sueño lo que hace desear la vida? ¿No es la angustia
de saber que el experimento puede fracasar lo que lo engrandece? ¿No es el
placer de la verificación experimental lo que nos llena de éxtasis? ¡Amor es saber!
Si queremos compenetrarnos con
alguien, si queremos dejar la rutina de lo necesario y
elevarnos a planos más
altos, debemos pasar a
una comunicación más íntima. Debemos dejar la sintaxis de lo meramente utilitario y
penetrar a la del sueño. Amar es soñar que soñamos a compartir los sueños.
Juguemos
a amar. El juego no es una obligación,
no se comercializa. El juego es "per se". Tiene su
finalidad en sí mismo. Lo hacemos por lo
que tiene de agradable y por lo que aprendemos. Es un perfeccionamiento
gradual, es una búsqueda constante de nuevas
sensaciones. Se requiere coordinación, trabajo en conjunto. Esto implica comunicación, aporte de ideas,
inventiva. Cada nuevo aporte
sugiere, a su vez, nuevas estrategias, nuevas perspectivas, nuevos
horizontes. La comunicación se amplía. Al ensayar cada posibilidad surge la admiración. El que juega se admira de su propia capacidad, de lo que puede hacer su pareja,
de lo que logran en
conjunto.
Además, al amor se juega desnudos. Y con luz. Es decir, sin barreras. Para que nuestra
pareja perciba claramente cada
una de nuestras indicaciones, cada uno de nuestros movimientos, cada una de nuestras sensaciones. Si ocultamos nuestras intenciones, la pareja se desconcierta; no
sabe lo que queremos. No hay
comunicación. Y sin ésta es imposible el milagro de la admiración. Es imposible el amor.
Hay que jugar
abiertamente, de cuerpo entero y con todos los sentidos: el oído, el olfato, el gusto, la vista, el tacto, la imaginación y la intuición, para
que el juego sea de comunicación y admiración.
Para que sea amor.
Si no somos capaces
de abrirnos totalmente, si tememos que
nuestro compañero nos vea, si apagamos la
luz, es que no queremos quitar nuestras barreras. Impedimos el paso a alguien
que no
entrará en nuestra intimidad. Un extraño. Ajeno a
nosotros. El amor sin gusto, sin
curiosidad, sin experimentación, se convierte en rutina.
Por
eso es importante contar con un espacio privado. Un lugar en
el que estemos habituados a quitarnos la armadura; a no tener barreras.
Un lugar en el que nuestra pareja, al vernos libres, al vernos abiertos,
sienta el deseo de despojarse también
de sus barreras, de sus
ataduras, de sus tabúes. Un lugar donde poder intimar, donde buscar el amor. Necesitamos
desnudar nuestra alma junto con nuestro
cuerpo.
Alcanzar el amor
requiere un gran esfuerzo de compenetración. No es comunicación
unilateral sino intercomunicación. Ambos
debemos ser receptores y transmisores al mismo tiempo. Si alguno falla, la comunicación
se interrumpe. Por eso se necesita toda la curiosidad,
toda la perceptibilidad, toda la atención de cada uno. Como en una orquesta,
cada quien debe entrar en el momento
oportuno, con el tono y la intensidad adecuados. No se permite desafinar. Es una cuestión de coordinación
no de tiempo. Se puede tratar de un "presto agitato" o de un
"largo maestoso", pero siempre habremos de ligar nuestro ritmo al de
la pareja. En ocasiones tocaremos al
unísono. En otras desarrollaremos un contrapunto. Pero siempre atentos
al tema del otro. Como en la forma-sonata,
habrá dos temas principales: "tú" y "yo". Cada uno se desarrollará por separado, pero entrelazado con
el otro. Ninguno puede evolucionar
aisladamente.
En
la intercomunicación-sonata
alguien debe presentar el primer
tema. Lo debe hacer en el momento preciso. Con la intensidad y duración adecuadas. Si lo hace
demasiado breve, o sin la claridad necesaria,
resultará frío; no habrá la apertura necesaria para que se presente el otro tema. Si, por el contrario, se abre demasiado desde el principio,
si se pretende desarrollar totalmente el tema no habrá
posibilidad para la entrada del segundo. El amor requiere equilibrio, mucho
equilibrio para que ambos temas puedan evolucionar simultáneamente, para que
uno no ahogue al otro. En ocasiones será necesario un "ritenuto"
para que ambos temas se igualen. Luego un "incalzando" lanzará a la
pareja por caminos de armonía, de diafanidad. Los temas secundarios se irán
enlazando espontáneamente sirviendo para entremezclar los dos principales. Armonías, disonancias, unísonos,
variaciones, síncopas, modulaciones… eso es el amor. Requiere atención,
requiere entrega, requiere que nos abramos totalmente, sin reservas, sin
temores. El miedo al dolor el miedo a la burla, el miedo al fracaso, a no ser
correspondidos, nos hace reservados. Inhibe nuestra capacidad de amor. Nos
protegemos en una cueva de pequeños objetos materiales, de confort, de
seguridad, de ligeros goces compartidos superficialmente, de rutinas en común.
Y encerramos con candado nuestra alma, nuestra capacidad de sentir, nuestra
capacidad de comunicación, nuestra capacidad de amor. La vida se desarrollará
tranquila, sin demasiados contratiempos. Sin "fortes". Sin
"pianos". Sin síncopas. Sentiremos agradecimiento por aquellos que no
perturben nuestro ambiente, que nos permitan seguir encerrados en el plano de
lo necesario, del "siempre ha sido así". Y confundiremos el agradecimiento con el amor.
Como las gacelas de
Saint Exupéry (Tierra de Hombres) pasaremos la vida dentro de
la empalizada, dejando que nos acaricien y nos den de comer en la mano. Quizá,
a diferencia de éstas, nunca llegaremos "a empujar contra el cercado, en
dirección del desierto". Quizá nunca
pensemos en "convertirnos en verdaderas gacelas, nunca lleguemos a
sentir nostalgia"… "Son demasiados aquellos a quienes se deja
dormir".
Pero, como los patos
de granja, citados en la misma obra, es posible que "al
ver volar a los patos silvestres ensayemos un torpe salto", que en nuestra
cabeza "por donde circulan imágenes de charca, de
gusanos, de gallinero, se desarrollen las extensiones continentales, el sabor
de los vientos de alta mar y la geografía de los océanos". Solemos ignorar
que "nuestro cerebro sea tan vasto
como para contener tantas maravillas".
Y ese torpe salto se
puede convertir en vuelo, en fusión de dos
pensamientos, en unificación de sueños… "Ligados a nuestros hermanos por
un objetivo común y que se sitúa fuera de nosotros, sólo entonces respiramos.
La experiencia nos enseña que amar no significa en absoluto mirarnos el uno al
otro, sino mirar juntos en la misma dirección. No existen compañeros si no se
hallan unidos en idéntica tarea, si no se encaminan juntos hacia la misma cumbre".
Démosle un sentido a la vida. Establezcamos una
comunicación más profunda, que al hermanarnos con nuestra pareja nos hermane
con el universo. Abramos nuestra alma a alguien que nos pueda comprender,
alguien a quien enseñar nuestros tesoros internos, alguien que pueda ver
quienes somos en realidad. "Sólo se ve
bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos".
En ocasiones
"cantabile", en otras "stacatto". "Pianísimo" ahora, "forte" después. Las
dos almas, los dos pensamientos deben ir tirando sus barreras, abriéndose
simultáneamente, para conocerse, para que la música se convierta en luz, para
que el universo entero se una al juego de coordinación y armonía, para que desaparezcan
los conceptos de espacio y tiempo, para que, finalmente, los dos temas se
fundan en uno solo, para que ya no existan el "tú" y el
"yo" sino el "nosotros". Y en ese momento de unidad cósmica surja la intercomunicación total. . . el
amor.
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